Carlota Dalton es escritora cordobesa, residente de la ciudad de Río Cuarto. Ex-docente
en escuelas primarias y secundarias. Profesora de Literatura y Castellano.
Colaboradora en diario Puntal de la ciudad de Río Cuarto y en revistas universitarias y folletos.
Escritora de cuentos y novelas, participa en el campo literario con obras poéticas y narrativa variada, formando parte de grupos literarios, especializándose en cursos de narrativa y poesía general.
Colaboradora en diario Puntal de la ciudad de Río Cuarto y en revistas universitarias y folletos.
Escritora de cuentos y novelas, participa en el campo literario con obras poéticas y narrativa variada, formando parte de grupos literarios, especializándose en cursos de narrativa y poesía general.
Podés también leerlo y descargarlo en formato PDF desde el siguiente enlace:
"Hay puertas que nunca deben ser abiertas"
Trató
de hacer el menor ruido posible cuando entró en el baño. En la casa todos
dormían y el silencio era como otra manta extendida en esa cruda noche de
invierno.
Cecilia
temblaba, no sabía si de frío o de miedo. Sus pies descalzos pisaron las baldosas
y se estremeció. Al cerrar la puerta, encendió las luces dicroicas que se
encontraban sobre el espejo.
¡El
espejo! Pensar que no deseaba ir a esa reunión de pijama party porque le tenía
terror a la oscuridad y a las historias de fantasmas que se contaban en esos
encuentros adolescentes. Pero su amiga Tiziana le había rogado que formase
parte del grupo y decidió asistir a último momento.
De
lo que allí se había conversado derivaba esta ridícula actitud que la estaba
poniendo tan nerviosa. Ella no creía en aparecidos, pero siempre pensaba que
algo de eso podría ser verdad, teniendo en cuenta la cantidad de historias que
circulaban en los claustros estudiantiles, y que no deseaba quedar postergada
entre el círculo de sus amigos y calificada como una estúpida timorata.
Apenas
dio comienzo la juntada comenzaron a discurrir ideas, hipótesis locas y
desaciertos que no coincidían en nada con la realidad a la que siempre se había
ajustado. “¡Esas eran historias absurdas para asustar niños!”, se había dicho
una y mil veces. Pero al cerrar la jornada y tener que enfundarse en las bolsas
de dormir, no pudo cerrar un ojo. Las luces y las sombras provenientes de la
calle se le antojaban como largas manos descarnadas avanzando directamente hacia
su cuello.
A
su lado, Tiziana dormía el sueño de los justos mientras ella se desvelaba,
discurriendo mil tonterías, en tanto el ruido de las gomas de los autos
deslizándose por las calles húmedas sonaba como el siseo de una serpiente
acercándose al dormitorio, escalando paredes, atravesando el ventanal sin
siquiera trizar ninguno de los vidrios.
Al
amanecer, Cecilia se levantó dispuesta a irse, pero al mirar por los cristales
y ver el cielo tormentoso comprendió que se hallaba muy lejos de su casa y
debía esperar a que su padre pasara a recogerla. La charla de sus amigas se
parecía al cotorreo incesante de las loras sobre los perales de la quinta de su
tío Eusebio. Sentada cerca del calefactor aguardó con una taza de café caliente
en una mano y una factura en la otra. Casi no probó bocado; sentía un potente
nudo nervioso en el estómago.
Al
llegar su padre, se despidió de sus amigas y descendió los cinco pisos por un
ascensor que se le figuró tan lento como una carreta tirada por bueyes.
Subió
cabizbaja al auto, pero su padre no se dio por enterado.
Sabía que su hija era de por sí callada y reservada y arrancarle un comentario
le costaba un esfuerzo más grande del que él estaba dispuesto a hacer.
Cecilia
pasó todo el día mirando la lluvia finita que mojaba el césped quemado por el
frío de los días anteriores. El invierno se anunciaba riguroso, y ella lo
odiaba. De lo único que estaba conforme era de sus paseos por la costa, pisando
la arena brillante bajo el pálido sol que se dejaba ver entre las nubes.
Mar
del Plata era un páramo esa tarde de sábado cuando se adentró en la extensa
costanera de la Bristol, se apoyó en el león marino y miró con tristeza el
monumento a Alfonsina Storni, su poetisa preferida. Todo estaba cubierto por un
color plomizo. Al atardecer, con el pretexto de que tenía que estudiar para la
evaluación del lunes, se recluyó en su dormitorio. Sentía un progresivo ardor
en el estómago a medida que el sol se ocultaba y conocía bien el motivo. La
noche estaba cerca y con ella los demonios desatados por aquel juego realizado
en casa de Águeda Reyes, la acosada por compañeros y por uno que otro profesor,
puesto que ella daba a entender una supuesta promiscuidad que se hallaba lejos
de poseer.
A
las tres de la madrugada, en medio de la ventisca y del rechinar de puertas y
ventanas, ascendió la escalera que la conducía al ático. Allí había un pequeño
baño con un gran espejo oval sobre la batea. Había escogido el lugar más
alejado de las habitaciones ocupadas por su familia para poder obrar según las
indicaciones, para evitar los imprevistos que surgieran de los efectos de
aquella prueba.
Temblando
bajo la bata de franela y descalza para no producir crujido en las escaleras,
Cecilia llegó hasta el baño y encendió las luces. Se mantuvo en un costado,
apoyada en los azulejos blancos, juntando coraje. Luego se acercó hasta el
lavabo y miró su rostro en el cristal. Nada extraño ocurrió. Allí estaba ella,
con su largo cabello recién cepillado, sus ojos enormes de un suave color
caramelo, sus mejillas pálidas y su nariz respingada. Su corazón galopaba, notaba
un gastado resplandor en el techo del baño pero lo atribuyó al reflejo de las luces
dicroicas.
Sonrió
y la imagen le sonrió también. Abrió la boca y se pasó la lengua entre los
dientes; la imagen le respondió con idénticos movimientos. “Todo es una farsa,”
se dijo mientras sacaba de uno de los bolsillos de su bata una caja de fósforos
y una vela.
Encendió
la vela con un fósforo y pronunció las palabras de la invocación: “María,
María, María, ven a mí en este día, alcánzame con tu fuego, te ofrezco el alma
mía.”
Nada
ocurrió. Esto la animó a seguir con el ritual. Apagó las luces y con la mano
libre sostuvo un espejo pequeño dando la espalda al más grande. Colocó la vela
encendida delante de su rostro:”María, María, María, ven a mí y sostén el alma
mía.”
La
llamita de la vela osciló. Podría ser una corriente de aire, tal vez su propia
respiración. Ningún ruido alteraba el silencio sepulcral alrededor.
“María,
María, María…ven…a mí…”
Algo
se deslizó velozmente por el piso y ascendió reptando por los azulejos. Cecilia
sintió que la cera caliente chorreaba por su mano, pero no podía moverse. Miró el
espejito que sostenía y hacia el espejo oval a sus espaldas.
Intentó
correr pero sus piernas no le respondían y su boca murmuró las últimas palabras
de aquella ceremonia prohibida. Elevó el espejo de mano hasta sus ojos. Sus
ojos ya no eran sus ojos. Dos huecos negros los reemplazaban y de ellos fluían
gusanos que se deslizaban por sus huesudas mejillas.
El
horror estaba allí, no enfrente ni al lado, sino dentro de ella misma.
Entonces
se volvió hacia el espejo grande y ya no necesitó la débil llamita de la vela:
el infierno estaba ante sus ojos, con sus horrores al desnudo, con sus
crucifixiones y maldiciones escarbando en su cerebro, comiéndose su carne,
taladrando los huesos de su calavera donde sólo el pelo largo brillaba bajo las
luces del marco del espejo
Y
gritó. Pero no pudo oír su grito.
La
encontraron a las primeras horas de la mañana. Nunca supieron lo ocurrido. Sus
ojos vacíos de toda luz no podían demostrar el menor indicio de lo ocurrido, ni
su boca fue capaz de emitir la mínima señal que lograse advertir a nadie sobre
el destino que ella misma se había creado para habitarlo por toda una
eternidad.
PARA SUSCRIBIRTE A NUESTRA PÁGINA DE FACEBOOK:
https://www.facebook.com/Revista-Cruz-Diablo-1096361667087005/
PARA SUSCRIBIRTE A NUESTRA PÁGINA DE FACEBOOK:
https://www.facebook.com/Revista-Cruz-Diablo-1096361667087005/
Muy bueno y sugestionador. Felicitaciones!
ResponderEliminar