sábado, 28 de enero de 2017

"Raiju" Por Noel Albertoni

Noel Aguirre Albertoni Nació en Montevideo, Uruguay. Al terminar la secundaria estudio ciencias económicas, carrera que abandonó para estudiar cine.
En la carrera de cinematografía descubrió su vocación por la construcción de historias de fantasía y terror.
Su proyecto de realización La Torre (originalmente un guion) se transformó en su primer relato (publicado en marzo de 2012, en la revista digital del departamento de letras de la universidad de Manitoba Canadá, Proyecto Sherezade). En él una joven que busca empleo por primera vez, se encuentra en una extraña entrevista donde se enfrenta a un singular dilema,firmar un contrato imposible de leer.
La respuesta al dilema del relato es el resultado del conflicto de esos años: en medio del desempleo y la incertidumbre de una profunda crisis económica por la que atravesaba el país, la necesidad de la fantasía y de la narración se impusieron como la única realidad posible.

Actualmente estudia en la Facultad de Humanidades de Uruguay, donde se encuentra finalizando la Tecnicatura en Corrección de Estilo. En breve publicará por Amazon su primer libro de relatos, El secreto del dragón. 

"Raiju" integra el número especial dedicado al 30º aniversario de la publicación de "It". Puedes descargar el número completo desde el siguiente enlace:

Crecí en un edificio viejo, manchado de smog, ubicado frente al zoológico de la ciudad. Una avenida congestionada lo separaba de lo que para la mayoría de los niños era un paseo maravilloso y para mí, un lugar tétrico.
Si hubiera nacido en una familia normal, al ser hija única, podría haber sido malcriada y sobreprotegida, pero en mi caso el destino cambió la excesiva atención por el control absoluto.
No podía decidir qué ponerme o cómo peinarme. Mi madre, con mano de hierro, supervisaba cada cosa que hacía, desde la letra de mis cuadernos hasta el orden en que colocaba las medias. A veces su excesiva intervención me sofocaba tanto que sentía que no podía respirar, entonces faltaba a clases víctima de un ataque de asma. Como «era asmática» no me dejaba realizar ninguna actividad física, no me permitía correr.
Dada mi rareza e inseguridad, no tenía amigos y la única cosa que sí podía hacer, además de ver televisión, era mirar por la ventana.
Pasaba las tardes observando la calle, a la gente y al zoo. Alcanzaba a divisar las pequeñas cajas metálicas con criaturas insólitas dentro. Un búho blanco, en un cubículo del tamaño de un ascensor, movía su cabeza negando sin parar y sólo se detenía cuando el público desaparecía; Manfredo, el elefante, de pronto y sin motivo, delante de niños arrojando maní, comenzaba a golpear su gran cabeza contra un muro hasta hacerla sangrar.
Pero de todos ellos, los leones eran los que más me impresionaban. Durante el día bostezaban y dormitaban al sol, estirando sus enormes patas. Nunca miraban a la gente, sus ojos amarillos se perdían en un horizonte inexistente y traspasaban a los míseros humanos. En la noche se movían en sus jaulas y rugían de una forma misteriosa y perturbadora. No podía precisar si era un lamento o el deseo de matar.
En el silencio de la medianoche, cuando Pepe, el marginal de nuestra esquina, roncaba recostado a las persianas bajas del bar, yo no podía dormir. Aquellos rugidos profundos e irreales me lo impedían. Podía sentir al inmenso animal caminar en la oscuridad a lo largo de la jaula, ir y venir en un espacio de pocos metros con el cuerpo pegado a los barrotes, peinando su magnífico pelaje contra las rejas, abriendo su gran boca en un jadeo constante.
El rugido incansable continuaba hasta que sentía que las fieras estaban sueltas y cerraban círculos cerca de mí. Entonces mi razón se revelaba: los leones no podían salir de sus jaulas ni caminar por la ciudad ni subir las escaleras del edificio. Pero al sentirlos tan cerca, mi mente me arrojaba una rápida explicación: algún funcionario había dejado la jaula mal cerrada. No sería la primera vez. En una ocasión un chimpancé había escapado y cumplido su sueño: trepar a un inmenso árbol que crecía en la acera. Un funcionario gordo, de overol azul y cara de retardado le había disparado con un arma de tranquilizantes y el simio, que estaba a más de veinte metros de altura, había caído dejando un charco de sangre.

 Cuando cumplí quince años escapé por una noche, me fui con mis jeans nuevos. Nunca me olvidaré de esos jeans. El día de mi cumpleaños mi tía me los había traído en un paquete rosa con un gran moño violeta. Cuando los vi, corrí a probármelos. Me di cuenta que me quedaban perfectos, como hechos para mí.
 Mi madre no me dijo nada, pero fijó sus ojos color verde moho, con estribaciones rojizas debido a sus muchas alergias, en mis pantalones. Era mujer represiva y reprimida, así la habían enseñado y había hecho de ello una bandera. Su hermana, en contraposición, se había ido de su casa muy joven y luego de vivir su propio calvario, había regresado como una mujer independiente. Mi tía me hizo un giño y se fue después de intercambiar miradas tensas con mi madre.
Sabía que me los iba a tirar, en cuanto me fuera a la escuela o me durmiera, siempre hacía eso con las cosas mías que no le gustaban. Por eso, a manera de afrenta, dormí con los pantalones puestos.
 Esa noche los leones rugieron mucho. Soñé con sus pisadas sigilosas y sus cabezas agachadas detrás de arbustos y muebles.
 —¡Quítatelos! Tienes que prepararte para la escuela —me dijo a la mañana saboreando el inevitable hecho.
 —¡No! Voy así, todo el mundo lo hace —le contesté desafiante. Sólo pensar en ponerme aquella falda gris que me llegaba hasta abajo de las rodillas, me asqueó. Era como si ese pantalón fuera mágico y hubiera sacado otra personalidad de mi interior.
—¡No lo harás! —me dijo, ignorando mi resolución como si mis palabras no significaran nada.
Tomé mi mochila y mi campera, y corrí. Sabía que no iría a ningún sitio, que aún no podía escapar, pero estaba confusa y necesitaba entender esa rabia que comenzaba a embargarme. Terminé frente a la jaula de los leones. Una gran leona veterana, exhibía su voluminosa barriga y caminaba arrastrándose y jadeando, sus tetillas hinchadas tenían nervaduras azules que se perdían en la piel amarilla. Me pregunté si en la naturaleza sería así, tan doloroso y sufriente como evidentemente estaba siendo para ella, y me respondí que no.
Seguro que un animal tan viejo estaría muerto o, sencillamente, no sería madre. Miré con bronca al maldito cuidador retardado, que le arrojaba en ese instante trozos de carne bordó envuelta en una nube de moscas.
Recordé que una vez, alguien había puesto en la misma jaula a una pantera negra y un jaguar hembra. Los animales se hicieron pedazos, llevando la peor parte la pantera, una de las últimas de su especie, qué murió a causa de las heridas. La breve explicación de los noticieros fue que había sido un error, aunque los comentarios en el barrio eran que lo habían hecho para ver «qué pasaba», y siempre creí que había sido el «retardado». Por eso no me sorprendió que una leona vieja que ocupaba sola su jaula ahora estuviera preñada.
Siempre he creído que la ciudad no es un lugar para leones ni para ciervos, lo es para los humanos, sus perros, las ratas que nadan en las bocacalles, las gaviotas que picotean basura, pero no para criaturas que parecen dioses.
Permanecí en el zoo, pensando en qué hacer con mi vida, intrigada por la leona sufriente. Observé que un hombre de túnica blanca entraba a la jaula. Supuse que el parto estaba próximo. El cielo se fue oscureciendo por la llegada de la noche y también por las numerosas nubes que se agolpaban. Me escondí en un nicho que formaba una antigua jaula derruida, desde donde podía observar.
Dos hombres más entraron, le dieron un tranquilizante al animal que pareció entregarse sin resistencia. Cuando estuvo quieta, pasaron el cuerpo a una lona plástica, luego lo levantaron e introdujeron por la puerta del pequeño cubil que estaba detrás. Aunque se perdieron de mi vista, podía oír el continuo jadeo de la criatura que, apenas adormecida, continuaba sufriendo. Los gemidos crecieron amortiguados por el repiqueteo de la lluvia.
El agua comenzó a caer con fuerza y mojó mi ropa interior, mientras rayos golpeaban con rabia el cielo. Algunas centellas saltaron de un árbol al enredado tendido eléctrico del parque, aturdiéndome. La electricidad serpenteó por los cables y salpicó mi estómago. Me retorcí, dolorosamente sacudida, y sentí un gemido potente, sobrenatural, venir de la jaula. Después el silencio fue expectante, tras el cual oí un grito agudo, indescifrable, mezcla de terror y vida.
No sé si fue por la electricidad en mi cuerpo o por el frío, pero aquel chillido me estremeció con espanto. Los hombres con sus delantales ensangrentados se marchaban y me apreté contra el nicho impregnado de olor a humedad y orines antiguos. La sangre corría desde el interior de la jaula mezclándose en un río rojo.

 Un terrible puntazo entre las costillas me despertó. El sol no me dejaba ver el desagradable rostro de frente plana del «retardado» pero lo reconocí, me estaba golpeando con el mango de un rastrillo. Me levanté rápido pronta a correr, pero me cazó de la capucha. Afortunadamente, en ese instante apareció el director del zoo, un hombre normal que llamó a la policía.
—¿Dónde estuviste puta? —me gritó mi madre antes de darme una bofetada, después de que el oficial se marchara. Sólo había usado esa palabra antes para referirse a mí tía y no la recibí como insulto. Me fui a mi cuarto y cerré la puerta, pero ella me siguió, me volvió a tratar de puta y dejó la puerta abierta.
Había observado con espanto el nacimiento de algo nuevo, doloroso como era aquella vida y al llegar la noche, pese a que mi hermoso jean embarrado fue a parar a la basura, a la gripe que pesqué y a la fiebre que la acompañó, supe que algo había cambiado dentro de mí.
La televisión daba entusiasmada la noticia: Blanca, la leona, había dado a luz un único cachorro, al cual había rechazado. Raiju no era un león común, había algo particular en él, quizás perturbador. Era completamente blanco y sus ojos rojos como la sangre.
Dos meses después alcancé a ver a aquel ser espectral convertirse en la gran atracción del zoo y en la mascota del «retardado». La visión me produjo un insólito dolor en el estómago y una gran angustia. Fue entonces cuando dejé de mirar por la ventana.
Aguanté un año, estoica, sufriendo el término de una infancia inexistente y una adolescencia sombría, sin volver a soñar con leones, pero con la sensación de que Raiju estaba allí, creciendo aislado y observando mi ventana desde su reclusión. Comencé a visitar a mí tía, a ver tele en su casa, solo para tener la excusa de no estar en la mía.
Cuando cumplí diecisiete decidí irme con ella. Mi madre dijo que si lo hacía, llamaría a la policía para que me trajeran devuelta, le respondí que volvería a hacerlo una y otra vez.
Ya en casa de mi tía, una semana después, me llamó. Pese a todo, la atendí. Al principio me dijo que estaba preocupada por mi seguridad, me ofreció ayuda económica para estudiar, y casi le creí. Entonces empezó a recordarme lo peligroso del mundo. La escuché en silencio, retrocediendo hasta chocar la espalda contra la pared. Cuando sus palabras resonaron sobre mi piel remarcando el riesgo de sentir cualquier felicidad o placer, le colgué.

Esa noche soñé que las luces de la ciudad pasaban muy rápido y me escondía acechando. Tras un gruñido ronco, deseé la sangre de un hombre. Vi sus ojos abiertos, llenos de asombro y horror, fijarse en la criatura inmensa que lo inmovilizaba por el estómago. Movió sus brazos hacia la gran cabeza en un esfuerzo inútil. Las mandíbulas se hundieron en su interior mientras emitía débiles quejidos. Raiju se sentó aplastando sus piernas con su peso. Lentamente, comenzaba a devorar al infeliz que sólo podía ver. Despacio mordisqueaba sacando trocitos de carne y lamía con delicadeza cuando la sangre se derramaba.
Desperté en medio de una tormenta, agitada, con la inquietud anidada en mi estómago.
A la mañana, tras una siniestra sospecha, decidí pasar por mi antigua calle y entonces el horror se apoderó de mí. Había una gran confusión y tras cintas amarillas, policías y curiosos, pude ver un cuerpo en la acera. Estaba tapado con una bolsa de nylon. La sangre había corrido por las estribaciones de las baldosas formando varices. Pepe estaba muerto.
Al ver la mano de uñas sucias y largas sobresalir de la bolsa, un recuerdo extraño me sobresaltó. Era un sabor rancio, a sangre amarga, un gusto espantoso acompañado de una tibieza húmeda. Algo mareada miré hacia mi antigua ventana, allí estaba mi madre observando, podía ver su figura estacada.
Con el corazón apretado decidí subir, corrí la reja del viejo ascensor y presioné el botón negro que algún desquiciado había derretido con un encendedor y cuyas formas me parecieron siempre un rostro deforme. Mi padre leía el periódico en una esquina de la mesa adusta que ocupaba la sala central, me miró por un segundo y continuó con su lectura, sin más. Él nunca había intervenido, jamás había impedido aquellas bofetadas que sonaban en la mesa y que quitaban el apetito.
—¡Siéntate! —me dijo mi madre mientras ponía otro plato en la mesa.
—Yo…—balbuceé, no sabía por qué estaba allí, la muerte de Pepe me había afectado de forma inquietante.
Mi madre llenó mi plato con una sopa verde y pastosa. Comimos en silencio. El sonido de ambos sorbiendo el líquido de sus cucharas era insoportable. Pero yo quería saber de Pepe, si habían visto algo.
—¿Qué le pasó a Pepe? —le pregunté.
—¿Quién es Pepe? —me contestó indiferente.
—El marginal asesinado.
—No vimos nada, seguramente fueron drogadictos. La noche es así y esa gente siempre termina mal. Por lo menos la calle estará más limpia.
Me fui lo más rápido que pude.
Supe por el dueño del bar que había un gran hermetismo oficial, aunque él no creía que hubieran sido drogadictos.

Se llamaba Santiago y su rostro tenía algunas pecas que le daban un aire inocente, de una infancia que aún no se iba del todo, creo que por eso me gustaba tanto.
Hacía apenas seis meses que vivía con mi tía, pero sentía que hacía mucho más.
La segunda vez que mi madre llamó la atendí por error, esperaba a Santiago. Cuando sentí su voz fue como una pedrada en el estómago. Sonaba diferente a la vez anterior, temblaba y me pedía que regresara. Me decía que mi cuarto vacío le dolía. Quise contestarle que estaba bien, que era feliz, pero en ese instante me asustó.
—¡Tienes que volver! O moriré.
—¿A qué te refieres? —le pregunté. Entonces su respuesta se volvió confusa. Me dijo algo de que las mujeres decentes no salían de noche, que me iba a perder como la tía. Le corté.
Quise sentir pena por ella, toda una vida escondida detrás de una ventana, cargando una red invisible de un metal pesadísimo que le limitaba los movimientos y que le cansaba los huesos. Pero no pude, no hay excusas para no vivir, me dije, no hay excusas para ser cobarde o robarle la juventud a los demás. No entendía a qué le tenía tanto miedo, qué era esa cosa silenciosa y violenta que siempre la acechaba y nos separaba.

La casa se la había prestado un amigo, estaba desocupada todo el año a no ser por los tres meses estivales en que su familia veraneaba. Habíamos ido en la primavera en medio de un veranillo.
La casita tenía puertas amplias que daban a un jardín salvaje con palmeras y pinos gigantes. Estaba tensa y pensé que sería por la novedad, porque por más enamorada que estaba, tenía dudas, cosas que daban vueltas en mi mente desde algún oscuro rincón. Cinco meses juntos y había creído que estaba lista para el siguiente paso, no había hecho más que desearlo y, sin embargo, de pronto me sentía acobardada.
Una bicicleta con manubrio oxidado le permitió a él regresar a la infancia y a mí imaginar cómo hubiera sido la mía. Al mediodía me colgué del manillar con mi vaquero desflecado, aquel que había recuperado de la basura, mientras Santiago seguía un camino zigzagueante que suponíamos terminaba en la playa. Todo con él era tan simple, tan divertido que la tarde pasó volando. Besos, caricias, carreras hasta la playa y al miedo original se lo llevó el viento.
Al regreso, el cielo se había vuelto negro, la tormenta amenazaba con atraparnos antes de llegar. Sentí una calma tensa, una expectación en el aire.
 Al dar la vuelta en un recodo, el horror regresó. Grité y caí hacia atrás. Santiago frenó la bicicleta de golpe, derrapando. Paralizada, vi la imponente silueta blanca acercarse sigilosamente a mi novio.
—No hace nada, es manso —me dijo, y cuando me enderecé y observé mejor, me sentí estúpida. Un perro inmenso, probablemente un fila blanco, nos movía la cola y babeaba mientras Santiago lo acariciaba.
Cuando llegamos, la lluvia nos chorreaba por la ropa y el cabello. Él me tomó la cintura y mi estómago hormigueo en forma inquietante. Cuando el primer rayo golpeó, nos besábamos intensamente en la sala. Santiago avanzó y yo se lo permití, le respondí cada beso subiendo la intensidad, enroscándome a él. Tras los rayos avanzamos en un trance imposible de deshacer, incapaces de detenernos. La estática y algo más poderoso recorrieron mi espalda y terminaron en mi sexo.
En un pasillo oscuro, la entrada de un edificio, algo gruñía. Una criatura subió por las escaleras, su figura pálida brillaba en la oscuridad. No parecía un león, sino un gato gigante, pálido y musculoso. La sangre manchaba sus fauces y sus patas dejaban huellas por donde pisaba. Él sabía que aún había tiempo para una muerte más.
Desperté del sueño agitada y busqué a Santiago, no sabía que el dolor y placer podían ir juntos, rodamos, caímos al suelo y nos abandonamos otra vez.
Al amanecer me desperté, sentía el sabor a hierro en la boca, el gusto de la sangre. La lluvia había cesado. El móvil de Santiago sonaba. Él estaba completamente dormido. De pronto vi sangre en las sábanas blancas que lo envolvían y tuve miedo.
—¡Santiago! —grité sacudiéndolo.
—¿Qué..? —me dijo con los ojos pegados de sueño. El alivio fue inmediato, miré intentando encontrar el origen. El teléfono continuaba sonando.
—¿Puedes atender? —me dijo desperezándose.
Aún buscaba alguna posible herida cuando la voz del otro lado me estremeció.
—¿Irena Gallier?
—Sí.
—Le hablo del departamento de policía, lamentablemente ha ocurrido un terrible incidente.
El miedo creció cuando Santiago se levantó y pude ver en su espalda marcas en forma de garras.
Me dijeron que venían investigado a un funcionario del zoo por la muerte de Pepe. Que el mismo tenía el perfil de un psicópata debido a su sadismo con los animales. Sospechaban que había utilizado a Raiju para asesinar.
Al parecer en la noche había vuelto a liberar al león, pero con un terrible desenlace para él. Acababan de encontrar el cadáver del cuidador, mutilado y devorado en algunas partes. Pero eso no era todo. El león había cruzado la calle en la madrugada y penetrado al edificio de enfrente. Mi padre, mudo, había visto al demonio de ojos rojos destrozar a mi madre sin misericordia y después, desaparecer.
Increíblemente, el león se había esfumado en medio de la ciudad, sin dejar rastro. ¿Era posible que un león blanco estuviera suelto en la ciudad? ¿Y que nadie lo hubiera visto todavía?
Sentí mi estómago nuevamente, pero no era dolor ni miedo, ¿qué era? Raiju, el espíritu blanco de ojos rojos que anidaba en mi ombligo estaba libre y sediento, ya no tenía ningún freno.
Alivio, sentí alivio. Sentí espanto.

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jueves, 26 de enero de 2017

"El paraíso de las moras" Por David Arroyo

David Arroyo nació en la Provincia de Santa Fe. Dice el autor: "Escritor intermitente, eterno estudiante de Letras, pater familia full time, empleado perpetuo,  comencé la lectura de Stephen King en la adolescencia, a partir de Los ojos del Dragón. Luego llegaron sus obras clásicas y con ellas  IT y  la sensación de estar frente a un hallazgo trascendental. La certeza de que el miedo paraliza, anula. Las lecturas han mutado, me he ido hacia otros lugares, he mirado incluso con desdén algunas obras de S. K., sin embargo la huella que ha dejado no puedo (tampoco quiero) dejarla de lado, todo lo contrario, suelo ir al reencuentro de esas lecturas (Corazones en la Atlántida, It, The Body)  que remiten a un estado de inocencia que poco a poco se ve socavado"
"El paraiso de las moras" forma parte del número especial de Cuz Diablo. Podés descargarlo a través del siguiente enlace: https://goo.gl/pBAvMF

La casualidad o la fuerza latente de aquellos días olvidados -reprimidos- me hicieron pasar por El paraíso. Hacía siglos que no pasaba. Ya no tenía a nadie allí. Ya no tenía a nadie en ninguna parte.

         Al atravesar el barrio me aferré al volante y fijé la vista en la cinta asfáltica, no quería mirar hacia los costados de la ruta, como quien evita buscar bajo la cama. Miré. Se conservaban los dos carteles que habían sido las credenciales del barrio hacia el mundo, uno que anunciaba el nombre de ese paraje marginal en el que vivíamos y otro que avisaba sobre un loteo de décadas pasadas. En el cartel del loteo alguien (¿alguien?) había escrito "1993, el comienzo del verano aciago". En el otro cartel,  que informaba el nombre del barrio, un signo de pregunta y unos puntos suspensivos ponían en duda la consecuencia entre el nombre del barrio y lo que allí ocurría: "El paraíso..?".
 
         Creí leer, también, una tercera leyenda en el parabrisas de una camioneta arrumbada junto a una estación caminera  "Vos tampoco estarás libre, meón". No recordaba si esa camioneta estaba allí desde hacía mucho tiempo, no tenía forma de saberlo. Inferí, sí, que esa leyenda era para mí. Para entonces ya había estacionado el auto a un lado de la ruta  y  estaba viajando, temeroso y absorto, hacia el verano del paraíso de las moras.

         Por aquellos tiempos éramos media docena de párvulos que oscilaban entre los 11 y 14 años. Nuestro barrio era un constante escenario de íntimo sufrimiento. En una cancha de fútbol, en los terrenos irregulares que servían para diversos juegos o en una hamaca bajo dos álamos, el sufrimiento quedaba al margen. Pero en el otro mundo, en el de los grandes, el acecho de lo innombrable consumía a todos. Los desgastaba. Les vaciaba el alma y los marchitaba. Entonces huíamos de nuestras casas, de la atmósfera densa y oscura que había en ellas. Escapábamos del silencio cómplice que nuestros padres mantenían con los fatales designios que se batían sobre ese mundo al que aún no habíamos ascendido. Algunos crecimos, no todos, y vimos que ese silencio era un modo de preservarnos, de saber que inevitablemente nos encontraríamos con las sombras. El silencio era un modo de mantenernos a salvo de lo irremediable y trágico.

         No sé si en el año 93 comenzó algo terrible, antes de eso tuvimos razones para sospechar que la opacidad rondaba nuestras casas. Lo más resonante, quizás, fue la muerte del Padre Sebastián, que se colgó de un eucalipto cercano a la capilla. Aquello resonó en todos los hogares, inconcebible en un hombre de fe. Al rescate de su recuerdo y del oprobio vino otro evento, igualmente trágico, la muerte de las dos hijas de Rubén, el vecino, que aparecieron ahogadas en una pileta improvisada, hecha sobre una rueda de tractor. Esas niñas eran la peste, pero morir así.... Eso mismo pensé entonces, cuando desde el techo de casa se veían los cuerpos secándose al costado de la pileta, como si su familia esperara que los rayos de sol las revivieran. Eso mismo le dije a mi madre. Me reprobó que relativizara la muerte y sólo me asombrara del modo. Me dio una paliza antológica y me miró con frustración durante semanas. Esas niñas eran la peste.

         A partir de esos acontecimientos y otros no tan afamados comenzamos a conjeturar acerca de si había un asesino en el barrio. Nunca llegamos a nada, en parte porque no hubo asesino y, de haber existido, poco podíamos averiguar nosotros, sentados en ronda, tirándonos pedos y jugando a ver quién escupía más lejos. Sobre los viejos nunca indagamos nada, suponíamos que sus muertes se inscriben en la lógica del mundo, del mismo modo que nosotros éramos inmortales. Creíamos serlo.

         El fin de esa ilusoria  inmortalidad vino de la mano del miedo. No sabíamos bien qué llegó primero, pero sí la relación entre ambos. Saber que moriríamos nos despertó el temor a que eso pase. Antes de eso teníamos inquietudes, vergüenza y complejos tontos; el miedo, pueril, era que esos aspectos se revelaran. A los 12 años aún me meaba encima y aquello me atormentaba al punto de no ir nunca a pijamadas y cosas por el estilo, imaginaba una ronda de niños y niñas señalando mi bolsa de dormir meada y me daban ganas de desaparecer. Pero nada nos generó el pánico que nos causó imaginarnos muertos, apagados, inútiles bajo tierra o diseminados polvorientos en un descampado. Mario llegó a confesar que le daba más miedo saberse encerrado bajo tierra que su propia muerte. Recuerdo que entonces, cuando el insomnio ganaba terreno, imaginaba mi muerte y sólo pensaba en un televisor apagado y tirado en el fondo de alguna casa. Esa sería mi muerte y ahí estaría yo, testigo inmutable de ese mundo que seguía sonando a sonrisas ajenas.

         A la conciencia de la propia muerte como algo inevitable le sobrevino la noción del sufrimiento, no ya como un raspón o caerse de una rama o cualquiera de esos dolores físicos y recurrentes. Vimos el sufrimiento como una cicatriz abierta. El dolor perpetuado en las caras que nos cruzábamos día a día en el barrio. Fue el inicio de la ruptura con ese mundo pastoril que habían configurado para nosotros. Nos mantuvieron lejos del dolor, pero el miedo atravesaba esos muros como la humedad y poco a poco nos cayó encima como una bruma densa.

         La zona gris entre el cobijo de los primeros años y las desavenencias del mundo adulto era la visita a un monte mítico que se encontraba a pocos kilómetros del barrio. La visita al paraíso de las moras era algo así como una iniciación, significaba poder atravesar dos rutas y el puente precario que se elevaba sobre el arroyo. Ninguno de nosotros había ido ahí hasta entonces, sabíamos del lugar por comentarios de un chico que ya se había ido del barrio. Cuidado con los caballos, nos dijo, a título de advertencia. Pablo lo contradijo “ese maricón siempre le tuvo miedo a los caballos”. Por entonces no podía imaginarme algo más inocente que un caballo, salvo, claro, aquella elemental prudencia que debíamos tener al pasar por detrás y evitar las patadas. No faltaban ejemplos de algún tío o hermano de alguien que se había quedado loco después de la patada de un caballo. Yo no conocía a nadie que adoleciera de tal cosa. El único loco del barrio era un flaco alto al que apodaban el derby porque lo único que hacía era ir de su casa al almacén a comprarle cigarrillos al abuelo. Decían que se quedó loco por la paja.

Un día del año 93 decidimos ir al Paraíso de las moras. Quien nombró Paraíso de las moras a ese lugar tenía un fino sentido de la ironía o un desconocimiento total de la idea edénica. El monte, enorme, era una trama interminable de ramas y enredaderas en las que entraba el sol pidiendo permiso. Un terreno enorme con el piso húmedo, moras ácidas e insectos cuya existencia desconocíamos. Tenebrosa, era la morada ideal de cualquiera de esas figuras con las que nos amenazan si nos portábamos mal, desde el viejo de la bolsa hasta el chupacabras. A mí me daban terror los enanos.

Aquel día éramos cuatro que queríamos ir al paraíso de las moras y dos que no. El moco era uno de los que no quería; lo sabíamos el más miedoso. El otro era el seco, un niño callado que había aseverado su silencio cuando dos años atrás su hermana se fue del barrio ni bien cumplió los 15 años. Los padres intuían que Mariel se había ido a vivir a Formosa con un primo apenas más grande que fue a su fiesta de 15. El seco pensaba otra cosa, dijo que la última vez que vio a su hermana, ella iba en bici hacia el monte de moras, quizás de ahí su reticencia a la hora de visitar el lugar.

         El moco era un chico flaco, ojos color almendra, rulos pronunciados como enormes signos de pregunta  y los hombros puntiagudos hacia adelante. Antes de apodarlo el moco lo llamábamos el alfeñique, aunque el mote se lo había puesto su tío y nosotros optamos por renombrarlo; no sabíamos qué era un alfeñique y sus mocos eran de película, como los de aquel día en que el polvo de la tierra seca nos tiñó los rostros infantiles y en la cara del moco parecía desprenderse alquitrán de sus narices.  "A tu hermana" solía decir cada vez que lo puteábamos, sin importar el tenor del insulto, "apurate, pendejo", le decíamos, "a tu hermana" respondía él. Tenía 11 años y era el más chico. En esos largos peregrinajes en bicicleta al costado de la ruta era el rezagado. Solía quedarse sin aire, los bronquios fueron su talón de aquiles desde chico, contaba su hermano Bruno. Casi se muere, decía, está vivo de milagro. Quizás por eso había algo de sobreprotección hacia él. Lo vimos siempre  vulnerable, siempre convaleciente de una u otra cosa y siempre con flema. Yo lo amaba. Intuyo que éramos igualmente débiles, sólo que tuve la fortuna de nacer un año antes y eso me mantuvo a salvo. 

Dejamos las bicicletas tiradas, comimos algunas moras y meamos sobre otras; teníamos la esperanza de que otro grupo de chicos comiera las moras que nosotros habíamos meado. También temíamos haber comido moras meadas. Encontramos preservativos usados, botellas de vidrio, ladrillos rotos,  cubiertas de bicicleta, paquetes de todo tipo, colillas de cigarrillo y sangre. Mucha sangre. Pensamos, ilusos, en animales heridos. El moco insinuó que algún caballo se había comido a una paloma, tal vez. Alguien le tiró una mora grande a la cabeza y se rio de su intervención.

Había pasado poco más de una semana del día de la primavera, quizás de ahí los residuos. Lorenzo, que tenía ya catorce años y presumía de haber visto mujeres desnudas, nos miró a todos con un preservativo en la mano y dijo "Hay que tener ganas de venir a coger acá, eh?" y le tiro el residuo al moco. El moco no tuvo fuerzas para responder, estaba con un ataque de tos.

         -¡Morite de una vez! -le gritó uno de los chicos. Nunca supe quién fue, nunca reconocí la voz.  El moco no se rio. Tenía las mejillas rojas. Quería volver a su casa y nos lo hizo saber. Bruno lo reprimió.
-A casa no vayas que está la hermanita durmiendo, si te ven entrar te sacan cagando.
El moco escuchó a su hermano mayor y desistió. Temía que despertar a su hermana tuviera como consecuencia unos cuantos cintazos.

         Adivinamos un sendero, lo bautizamos pasadizo y entramos en él con las bicicletas. El moco no quiso entrar en ese surco angosto que se formaba con ramas espinosas. Le dijimos que las espinas no eran duras, apenas una incomodidad. Dijo que no era por las ramas. Estaba paralizado. Respiraba agitado. Su cuerpo era como una pava hirviendo. El silbido de su pecho al respirar, también. Retrocedió hasta dar con una pared de moras. Le gritamos algo, alguna provocación esperando que nos respondiera con un insulto hacia nuestras hermanas. No escuchamos nada. Caminamos hacia él y a partir de entonces se sucedió un torbellino de palabras y movimientos que jamás pude ordenar.

De la espesura verde que había a sus espaldas, apenas interrumpida por las moras, comenzamos a ver movimientos extraños, como si las hojas ya no fueran hojas. Tras el moco se movía concéntricamente algo líquido, viscoso, una inmensa formación que mantenía el verde vegetal pero que mutaba su consistencia. El moco se hundía en ella, gritaba que lo ayudemos, que lo agarremos, que tenía miedo, que no quería morir. Le imploraba ayuda a su hermano. Bruno, desesperado, sujetó vanamente al moco de la cabeza. El enclenque niño de 11 años se fundía en la flema verde que hacía unos minutos era una planta silvestre. De su cuerpo sólo asomaba el pecho, las rodillas y el rostro, como si estuviese haciendo una plancha vertical. No podía hablar, estaba ahogado. Un barullo de risas perversas y gritos suplicantes salían de la pared verde. Escuchamos gemidos, risas de niños que luego se convertían en llantos, rezos en alguna lengua extraña (luego pensé en el latín), el ruido del tren, relinchos, martillazos, las voces de decenas de adultos retando a decenas de niños. Una interminable, desordenada y macabra sucesión de sonidos. Comenzamos a escuchar con mayor nitidez el grito angustiado de una mujer.

-Mi hermana, hijo de puta… Mi hermanaaaa -le gritaba el seco a la pared mientras quería hundir sus manos para sacar algo de allí.

-Mi hermana está ahí... Mi hermana…-reiteraba. Bruno suplicaba y exigía también por su hermano y nosotros imitamos el intento por rescatar al moco. Imposible. Lo que para el moco era una membrana gelatinosa que lo absorbía, para nosotros era un muro de hormigón. Tiramos piedras, pegamos con ramas secas y no obtuvimos ningún resultado. Hicimos nuestros últimos movimientos infructuosos por salvar al moco en medio un llanto orquestado y gritos aterrados. Nunca llegamos a experimentar bronca, nunca salimos del pánico.

         El moco nunca volvió. Lo que nos quedó de él, inmaterial,  fue una secuencia macabra, un grito suplicante, un sollozo resignado y el silencio eterno de la nada.  Seguido a eso, un viento arremolinado atravesó el paraíso de las moras y la espesura verde dejó su lugar a las plantas silvestres. El seco se quedó llorando frente a las plantas. Bruno se fue raudamente a su casa. Los otros tres comenzamos la vuelta bajo una cierta impavidez tras haber sufrido un trauma inimaginable. Al instante se nos acopló el seco, en silencio. Volvíamos como veteranos de una guerra perdida con la incertidumbre de describir lo inenarrable.

A los pocos meses emigramos con mi familia, dejamos atrás El paraíso y nos asentamos en un pueblo con un lago enorme donde la tragedia ocasionalmente se hacía presente. Nadie dudaba de la fatalidad y el infortunio. Nadie indagaba más allá de eso.

La distancia nos salvó a los que pudimos irnos del barrio. Quienes se quedaron nos reprocharon el no poner el cuerpo. Poner el cuerpo era morir inútilmente. Había algo que nos olfateaba el miedo, nos veía vulnerables, apetecibles ¿Cuánto faltaría para que el seco se despierte junto a su hermana en una suspensión de malezas y sufrimiento, o que Pablo se cayera de lo más alto de un árbol? ¿Qué impedía que Bruno vaya a despertar a su hermana de la siesta y se encontrase con un bulto inanimado?

         Arranco el auto y subo a la ruta. Me alejo de El paraíso.  Me invade la nostalgia y el desagrado por haberme orinado encima.

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martes, 24 de enero de 2017

"Ruidos" Por José Gustavo Lupia

José Gustavo Lupia Nació en Buenos Aires en 1975.
Es profesor en Letras. Dicta clases de lengua y literatura en diversos colegios secundarios y es profesor de Gramática I y Taller de producción de textos, en el profesorado del Instituto Sagrado Corazón.
En el año 2006 fue finalista del XIV Certamen Nacional “De Los Cuatro Vientos” –poesía y narrativa breve- participando en la antología  “Letras Argentinas de Hoy”.
En 2012 recibió una mención especial en el concurso Relatos del primer amor, organizado por Subtevive.
Desde el año 2013 participa del taller de escritura dictado por la escritora Eugenia Coiro en el marco del proyecto Siempre de viaje-Literatura en progreso, participando con sus lecturas de diversos encuentros artísticos. En 2016 ha recibido una mención especial en le Certamen 30º aniversario de la publicación de "It" organizado por la revista Cruz Diablo.

"Ruidos" forma parte del número especial que puedes descargar de manera gratuita desde le siguiente enlace: https://goo.gl/pBAvMF

Abro los ojos en medio de la noche y comprendo el espanto que interrumpe mi sueño: los ruidos de las máquinas han cesado.
Se escucha silencio. Un silencio de cementerio superpoblado de muerte, una ausencia de sonidos que espantaría a cualquiera.  
Me incorporo y mis pies descalzos caminan sin protegerse sobre el piso de madera. Bajo las escaleras y llego al comedor. Advierto el finísimo hilo de sangre que deja mi andar. De un tirón, retiro la astilla de la planta de mi pie izquierdo. Arde. No hay tiempo para mayores cuidados, así que sigo mi camino envuelto en una niebla extraña, como cuando vivimos una tragedia y actuamos sabiendo que esos actos no saldrán jamás de nuestra mente.
Así abro la puerta. No me importa mi aspecto nocturno, ni la sangre de mi pie, ni el frío del invierno. El único sentido fiel es el que me informa del silencio, el que me alerta sobre la ausencia de ruidos.
Cruzo la calle.
A medida que me alejo de la casa y me acerco a la fábrica, el miedo crece. De la nada sale un hombre, de la noche, de la niebla de la noche sale un hombre. Un mameluco azul oscuro repleto de manchones negros y unos borceguíes marrones son su vestimenta. Apenas puedo adivinar los contornos de un rostro que permanece oculto en la sombra. Viene a mi encuentro. Habla:
—¿Cómo está señor? Lo estaba esperando.
—¿Por qué debería esperarme a mí? —respondo con cierta hostilidad.
—Porque usted es el vecino. Y ya se sabe que cuando las máquinas se detienen, el vecino llega. Es casi un dicho que tenemos en la fábrica.
 Lo miro con incredulidad. Sin entender del todo sus palabras. Sin comprender, en realidad, nada de lo que está ocurriendo. Espero una explicación mayor y el hombre parece dispuesto a darla; al menos continúa hablando:
—La última vez que las máquinas se detuvieron pasó lo mismo. Fue hace mucho ya. El hombre que habitaba la casa en donde usted vive ahora se acercó muerto de miedo, desesperado por el silencio, tiritando de frío, como usted.
—¿Y quién le dijo que yo estoy desesperado por el silencio? —agrego con ánimos de pelea.
—Su cara me lo dice. No se preocupe señor, a mí no tiene que explicarme nada—continúa con un tono complaciente que me enerva pero, al mismo tiempo, me salva.
—¿Por qué pararon los ruidos? —lanzo cortante.
—Mire, no se alarme. Mañana mismo vuelven. Es que cada diez años tenemos que parar las máquinas. Mantenimiento que le dicen.
—¿Y mañana vuelven?
—Se lo aseguro. Mañana vuelven. Ahora, qué cosa increíble eh.
—¿Qué cosa es increíble? —digo con nueva prepotencia.
—Usted viene desesperado a la madrugada porque pararon los ruidos y me pregunta qué cosa es increíble.
—Es que sin los ruidos…
—Sin los ruidos…
Yo debo terminar la frase. Lo sé. Siento que el silencio se adueña de todo y entra en mi cuerpo llenando de muerte mis arterias. Un cementerio superpoblado ¡Eso! Una manifestación de muerte que, en vez de gritar, silencia, calla, hace vacíos, huecos en la tierra en donde ríos de sangre buscan su curso. Ríos de sangre ¡Eso! ¡Eso!
Entonces exploto en llanto como un niño, un niño que se levanta en medio de la noche porque un trueno lo ha despertado. Igual, pero al revés.
El hombre se acerca e increíblemente abre sus brazos ofreciéndose. Ridículo, ya lo sé, pero qué importa. Acepto su oferta. Apoyo mi cara en su pecho y entre llantos declarados con quejidos y hombros temblorosos, pregunto:   
—¿Cómo voy a dormir sin ruidos?
—Tranquilo, tranquilo —dice—. Ya sé. Ya lo sé todo. Pero es sólo una noche.
—Y usted me da su palabra de que mañana vuelven.
—Todo igual a partir de mañana. Sólo tiene que aguantar esta noche.
—Sólo una noche.
—Sólo una noche. Una larga noche.
—Ya veo. Escúcheme: ¿no se quedaría a hacerme compañía? —pregunto ganando en entusiasmo—. Le puedo preparar un café.
Me responde una escandalosa risa. Una carcajada que crece de a poco hasta encontrar un invisible punto límite luego del cual comienza a ceder.
Separa su cuerpo del mío, recién entonces veo su rostro con nitidez. Un escalofrío me recorre como un flujo tempestuoso. Apenas si puedo disimular el espanto al contemplar la piel ajada, los ojos pequeños demasiado oscuros, el cabello en mechones desparejos.     
Tal vez para salvarme de ese momento, habla de nuevo:
—Usted tiene que pasar esta noche. Yo ya me voy. Cumplí. Terminó mi horario.
De nuevo ríe mientras se pierde entre la bruma.
—¿Qué pasó con el anterior? —pregunto atropelladamente.
—¿Con el anterior?
—Con el que habitaba la casa antes de que yo llegara. ¿Qué paso?
—No todos pueden aguantar una noche sin ruidos. A propósito, debería revisar ese pie. No vaya a ser cosa que termine mal por una pavada. Mire que cuando la sangre empieza a salir…
—Pero contésteme —insisto, ya desesperado.
No hay respuestas. Nada se escucha. Vuelvo a estar sólo en medio de la noche. Sin ruidos. Sin ningún maldito y salvador ruido.
Por supuesto que pienso en el anterior, en las habladurías sobre la casa, la fábrica y los ruidos.  Pero ya no tengo tiempo. Bajo la vista y veo un charco de sangre rodeando mis pies, un charco más grande de lo imaginable para una herida tan pequeña. Decido volver a la casa. Me cuesta moverme porque mi pie izquierdo se hunde en la tierra como si de arena se tratase. Hago un esfuerzo irracional. Logró liberar el pie. Doy pasos lentos, arrastrándolo. Llego a mi casa y me desplomo sobre la primera silla que encuentro. Dejo la puerta abierta lo que me permite mirar la fábrica. Su contorno horroroso me conmueve, como si la estuviera viendo por primera vez, como si la estuviera viendo con otros ojos.
Suplico por ruidos. Sé que es inútil.
Con asombro, veo la estela púrpura que mis pasos dejaron. Ya no es un finísimo hilo, es un sendero que conecta los ruidos con la casa, un lazo que comprendo irremediable. Como un río, pienso, como un río de sangre que ya encontró su curso.
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domingo, 22 de enero de 2017

"Infestación" Por Gabriela A. Arciniegas

(Bogotá, 1975). Nieta del historiador americanista Germán Arciniegas (1900-1999). Es novelista, poetisa, cuentista, ensayista, traductora. Graduada en Literatura (Javeriana, 1999), especialista en Docencia Universitaria (U. de El Bosque, 2007) y Magistra en Literatura Latinoamericana (U. Javeriana, 2013). Hizo parte del colectivo La Comunidad del Megáfono en Bogotá. Fue docente de literatura en la Universidad Jorge Tadeo Lozano y en la Universidad de la Sabana de Bogotá. Conferencista en la Jorge Tadeo Lozano y en la Universidad Nacional de Colombia. Ha trabajado como correctora de pruebas para Editorial Planeta, como coautora de la colección Hipertexto de textos escolares, Editorial Santillana y como traductora portugués-español para Taller-Rocca Ediciones.

En novela es autora de “Rojo Sombra”, 2013, seleccionada dentro de los cinco libros recomendados por la revista Diners, Colombia, para leer en Halloween (2016). Su novela "Legiones de luz" (aún inédita) fue finalista del I concurso Gregorio Samsa de novela corta en 2016. En poesía, publicó “Sol Menguante”, en 1995, y “Awaré”, ganador del concurso de Ediciones Embalaje del Museo Rayo, 2009. Participó en La Noche Blanca de Granada de la que se publicó la antología “La luna en verso” en 2013. Su libro "Lecciones de vuelo" fue publicado en 2016. En cuento, partcipó en la antología "Cuentos cortos", como finalista del Concurso El Tiempo y Panamericana, 2001. Participó en “Señales de Ruta”, 2008, “Ellas cuentan menos” (minicuento), 2011 y "13 relatos infernales" 2015 entre otros. Autora de "Bestias" (libro de cuentos), en 2015. Su cuento "Infestación" fue finalista del concurso "30o aniversario de IT de Stephen King", Revista Cruz Diablo de Argentina, 2016. Declarada por la revista Cromos de Colombia como la pionera de la literatura de terror en Colombia. Actualmente está radicada en Chile.

"Infestación" obtuvo una mención especial en el certamen 30º aniversario de la publicación de "It". Forma parte del número especial de Cruz Diablo. Puedes descargar el número completo desde el siguiente enlace: https://goo.gl/pBAvMF

No lo supo Carla, la hija mayor, que venía más pensando en los ojos fríos de Juan cuando ella le dijo: no me puedo ir sin antes decirte que te quiero. No lo supo Pedro que, aún tan lejano al mundo de los grandes, aunque parecía no querer más que el carro que le había hecho su papá, se sabía enfermo. No lo supo Lidia, quien luchaba porque Pedro no se quedara atrás. Temía que su hijo fuera atropellado por los hombres del trasteo que venían pujando, apenas pudiendo cargar los muebles. Tampoco lo supo la criatura que Lidia cargaba con el otro brazo y que aún no tenía nombre. Fernanda sí lo sabía, pero lo había callado. En todo caso nadie se fijaba en ella. Se levantaba, ayudaba a la señora Candelaria en la cocina y luego se ponía a hacer aseo, cuarto por cuarto, sala por sala, pasillo por pasillo. Le gustaba tener una rutina. Comenzaba de izquierda a derecha. Los lunes hacía la parte social, los martes, la parte privada, los miércoles se dedicaba exclusivamente a desempolvar las porcelanas, quitarles las telarañas a los cuadros y a las lámparas. Los jueves eran para limpiar a fondo baños y cocina. Los viernes, para brillar la plata. Los sábados lavaba toda la ropa, los domingos tenía día libre para ir a misa y rezar por el niño Pedro que cada vez estaba más malito y por la criatura que les había nacido a los patrones en el barco. También rezaba por su propia criatura que ya debía estar grande, y por su esposo y su mamá que se habían quedado en la otra orilla del océano. Los lunes sacaba un rato para planchar, doblar y guardar. En esos quehaceres, uno de esos días, los vio.
Al principio pensó que eran hojas secas que el niño Pedro había entrado cuando nadie lo veía. El pobre se aburría tanto ahí encerrado que a veces no se aguantaba y se pegaba sus escapadas. Luego entraba con cosas a la casa. Un día había traído un pájaro muerto. Otro día le pidió a Fernanda una caja de fósforos porque había encontrado una abeja muerta y había decidido comenzar un cementerio. Así dijo, comenzar. Porque no quería ver a las pobres abejitas ahí tiradas en cualquier parte sin recibir una sepultura apropiada. Fernanda pensaba que Pedrito en realidad se estaba preocupando por su propia muerte, pero se lo callaba.
Entonces cuando vio el primero, iba a aspirarlo con la mugre pero algo la hizo detenerse y se quedó quieta mirando esa cosa que parecía una hoja seca y no era. Se acercó sin apagar la aspiradora, se acuclilló y acercó la cara. Su segundo pensamiento fue que era un insecto que había entrado a la casa y se había muerto de hambre. Eso parecía. Una tijereta, un cucarrón. Se veía oscuro y opaco, medio envuelto en telarañas. Pero lo tomó con los dedos y lo llevó hacia la luz para verlo en detalle y no lograba saber qué era. Hasta que le vio la cabeza, la cara ínfima, los párpados sellados, los brazos y las piernas apretadas contra el cuerpo como si tuviera mucho frío. El gesto. Como las momias que había visto en la tele, pero del tamaño de un dedo y con alas. Unas alas como de cucarrón, cafés y brillantes. Lo soltó con un gritico. No era asco, era incapacidad de entender lo que tenía en la mano. El bicho cayó al suelo con un chasquido como de papel de dulce y ella le puso el tubo de la aspiradora hasta que oyó cómo subía y bajaba por la garganta de la máquina.
Unos días después encontró otro. Igual al primero. Mismo color, misma pose. Ya más tranquila se preguntó si acaso era una especie de gorgojo que no había visto antes.

***

Lidia agarraba el cuerpo frío de Pedro y no sabía qué más hacer para reanimarlo. Le frotaba la espalda, le pasaba vick vaporub. El inhalador no le había hecho nada. Los labios se le habían puesto azules. Tenía los ojos en blanco y su cuerpo se desgonzaba en los brazos como uno de esos muñecos antiguos de porcelana, esos que tenían los miembros unidos al cuerpo con garfios de metal. El médico no va a alcanzar a llegar, se repetía, mareada ya de tanto forcejeo y de tanta impotencia.
Llamaba a Carla y la voz le salía como un chillido. Carla vino corriendo con un gruñido que terminó en un suspiro. Venía con el periódico del día para ponerle a Pedro sobre el vick. Lidia se lo rapó casi sin mirarla. Carla estaba harta de esa actitud de su mamá cada vez que le daba una crisis a su hermano. A veces le daban ganas de llegar en la mitad de la noche con una almohada y asfixiarlo. A veces pensaba que el niño lo hacía a propósito para hacerle la vida más miserable de lo que ya era. Llegó Fernanda seguida por la señora Candelaria, la una trayendo la olla hirviendo con agua de eucalipto y sábila; la otra, toallas y una vasija con barro. Venían corriendo y Lidia creyó oír a alguna de las dos sollozar.
Cuando llegó el doctor, empapado por el aguacero que caía, encontró el cuarto del niño hecho la visita de una banda de hechiceras. La más vieja rezaba al tiempo que sacudía una rama de eucalipto mojada a unos centímetros de la cara del niño, otra le frotaba con barro el pecho, otra lloraba como una plañidera por todo el cuarto, la menor sostenía al bebé en los brazos y refunfuñaba por lo bajo.
Me hacen el favor y se salen del cuarto y se me llevan todo esto. Sólo quiero a la madre y al niño, dijo. Las tres, Fernanda, Candelaria y Carla con la criatura se quedaron afuera en el pasillo. Carla se sentó en el viejo escaño al lado de la puerta y fue cuando ella vio uno por primera vez. Tieso, oscuro, opaco y comprimido como el que había visto Fernanda hacía ya un par de semanas. En medio del caos se le ocurrió decir: Fernanda, ¿usted sí ha limpiado por aquí?, mientras apuntaba hacia el bicho muerto. A Fernanda le saltó el corazón.
En algún punto del corredor caía una gotera.


***

Pedrito ya estaba mejor. La inyección le había hecho efecto. O quizá había sido el regaño que el doctor le había pegado a su madre, que hasta la había hecho llorar. El doctor le había dicho muy bravo que si era que quería matar al niño, que se dejara de remedios caseros y más bien mantuviera en la casa el bromuro, el beta y los inhaladores como correspondía y le diera las dosis de los remedios como debía ser. Ni siquiera la había dejado hablar para que le explicara al hombre lo juiciosa que era con eso y lo duro que le había dado verlo de repente agonizando a pesar de todos los cuidados que tenía con él. Pero el doctor, un muchacho joven que venía de la ciudad a hacer el rural al pueblo, detestaba que lo llamaran a una emergencia fuera del puesto de salud. Y más aún, que fuera para encontrarse con un aquelarre como el que le había tocado ver. Así se lo había dicho. Lidia odiaba a los médicos por eso, porque olvidaban el verdadero origen de la medicina: la magia. A Pedrito en todo caso esa discusión le había dado igual. Desde hacía un año había incubado la certeza de que moriría pronto, sin importar qué clase de remedios usaran en él.

***

A Carla la despertó un ataque de tos. Estaba oscuro todavía. Tenía la garganta seca y un sabor a serrín. Se levantó. Le ardía respirar y le ardía tragar. Se fue al baño y puso la boca bajo la llave del lavamanos. Bebió hasta que le dieron ganas de orinar. Casi cayéndose del sueño, le vinieron a la mente imágenes entrecortadas del sueño que había estado teniendo antes del acceso de tos. Juan. La estaba besando en una iglesia. Estaban detrás del altar y podían ver hacia el público. Por alguna razón estaban elevados, a mitad de camino entre el suelo y la cúpula. La luz de los vitrales se derramaba sobre ellos como un encaje de luces. Estaba muy somnolienta para someterse al esfuerzo de llorar. Mañana a primera hora voy a llorar, y lloraré mis ojos, se dijo y se levantó de la taza.

***

Lidia encontraba en la jardinería un descanso de todo lo que significaba el cuidado de Pedro y aguantarse las crisis neuróticas de su hija adolescente. Su marido le pedía paciencia, le decía que eso era porque el cerebro estaba despegando, como una pequeña planta, a una velocidad diferente de su cuerpo, y las hormonas más rápido que todo lo otro junto. Pero eso era porque él nunca estaba para recibir las consecuencias de ese crecimiento disparatado.
Amaba las rosas. En cada casa que había habitado había cultivado rosas. Amarillas, rojas, carmín y escarlata. Apenas se había instalado en ésta, se había encargado de plantar rosales. Los había hecho florecer. Se sentía orgullosa de eso. El día anterior había despegado el último botón entre los amarillos. Esa mañana sólo podía sentir desconcierto y un cansancio inmenso. Las lágrimas se le vinieron a los ojos al ver todos sus rosales devastados. Las flores y las hojas llenas de agujeros, los tallos quebrados, pétalos roídos apilados en el suelo, sobre uno de ellos, regordete, quieto, oscuro, lo vio. Se iba a agachar a mirarlo mejor cuando oyó un grito desde dentro de la casa. Corrió a la cocina. No queda nada, decía la señora Candelaria, no queda nada. Todas las alacenas estaban abiertas de par en par, los sacos de arroz, de papa, las cajas de avena, la harina desparramada por el suelo. Qué vamos a comer, gritaba Candelaria, qué vamos a comer.

***

Pedro tosía cuando Fernanda llegó al cuarto con la ropa aún tibia para guardarla en la cómoda. Al principio pensó que el niño se había pegado una de esas atoradas intempestivas y esporádicas que le sucedían a veces con saliva o con el polvo, pero siguió tosiendo y parecía estarse convirtiendo en una crisis de asma. Así que la mujer soltó la ropa y fue a verlo. Comenzó a darle palmaditas en la espalda. Fue entonces cuando el niño se inclinó, cubriéndose la boca con las manos, y empezó a hacer ruidos con la garganta como si se hubiera tragado una espina. Fernanda lo vio retirar las manos cóncavas de la boca y ambos se quedaron perplejos observando lo que había arrojado por la garganta: sangre, y empapado en ella, un bicho. Al comienzo, quieto. Luego movió las patas, las hizo vibrar, se paró sobre la piel replegada, sacudió las alas y salió volando por la habitación, el insecto humanoide. No le digas a mamá, le dijo Pedro. Ella salió corriendo a perseguir al bicho, agarró una de las camisas que traía y la voleó con fuerza. Creyó oír un ruido seco, el zumbido dejó de oírse, buscó por el suelo, en las cortinas, en la mesita que había en el corredor y no vio nada.
Esa noche Lidia despertó al oír un ataque de tos en la pieza de Pedro, al lado de la suya, y como el bebé se despertó con el ruido tuvo que llevárselo con ella. Daba pena verlo tosiendo así, parecía que iba a expulsar los pulmones y hasta el hígado. La sangre salpicaba por todos lados y entre los gritos de Lidia y los del bebé todos en la casa terminaron por despertarse. Estaban rodeando a Pedro, impotentes, cuando la bandada de insectos salió por su boca y le sacó los ojos de las cuencas. Toda la habitación se volvió un nubarrón vibrante de zumbidos. Los insectos buscaron orificios húmedos y tibios por donde meterse. Fernanda, que tenía un sueño pesado, estaba apenas subiendo la escalera cuando oyó el alboroto y alcanzó a devolverse corriendo. Carla venía detrás gritando y manoteando, por poco no cayeron las dos por la escalera. Fernanda atravesó el vestíbulo, se volteó hacia la niña antes de abrir la puerta y la vio cubierta de esos horrorosos seres que aleteaban nerviosos sobre la ropa y la piel. No pudo evitar gritar, espantada y cerró la puerta antes de que la niña saliera.
Pasó la noche en el cuarto de las herramientas. Al otro día se despertó con mucha sed. Se dio cuenta de que, a pesar de la angustia, el sueño finalmente la había vencido. De los gritos y los zumbidos frenéticos de la noche no quedaba nada. Los pájaros cantaban como si fuera un día cualquiera. Fernanda, después de pensarlo mucho, fue hacia a la casa. Pensó en la forma en que había reaccionado. ¿Por qué no fui capaz de salvarla?, se dijo. ¿O acaso había sido un sueño?
Abrió la puerta y entró. Todo estaba en el más sepulcral silencio. Los insectos, con sus caras humanas y sus alas oscuras yacían en el suelo, de espaldas, quietos, como cucarachas envenenadas. No se atrevió a llamar, como si su voz fuera a despertar a esa horda de invasores. Entonces se fijó en un montículo en medio del vestíbulo, cerca a la escalera. Parecía una estatua de madera. La piel seca, arrugada, formando surcos. Carla. Con su pijama y sus pantuflas, tenía los brazos cubriéndole la cara y se alcanzaba a ver la boca en un grito silencioso.
Tuvo que andar con cuidado. Le daba náuseas el pensar cómo se reventarían bajo el peso de su cuerpo. Llegó a la escalera, los escalones también estaban llenos de ellos, y las barandas. Con asco los fue apartando con la punta de los pies, los cadáveres iban cayendo con un chasquido, a veces rebotaban contra los otros. Al final llegó arriba. Entró al cuarto de Pedro. En realidad no entró. Se quedó en el umbral. La luz entraba a través del velo de la ventana. Las alas interiores de los insectos, asomando bajo las exteriores, translucían sus venas en tonos marrón y tornasol. De perfil, al lado de la cama, estaba Lidia con el bebé, como una Virgen con el niño, ambos ancianos, grises, como esculturas talladas en árboles muertos. Ella con la cabeza levemente inclinada hacia adelante, la criatura con sus brazos alzados, las manos diminutas, crispadas por un dolor ya ido, los orificios de las orejas y la boca agrandados y deformes, los ojos otros orificios, el interior del cráneo, vacío. Del otro lado, la señora Candelaria contra la pared, con los brazos encogidos, los dedos empuñados, la cabeza girada hacia un hombro, toda la cara carcomida. En la cama, acurrucado en posición fetal, estaba Pedro. La cabeza sobre las rodillas, la boca extremadamente abierta, la mandíbula dislocada, los labios roídos, las cuencas de los ojos vacías igual que las del bebé. Con un bate de béisbol que encontró al lado de la puerta, fue apartando los cadáveres de los insectos, los parásitos letales de caras abismantes, humanas, que la miraban con bocas entreabiertas. Llegó al pie del niño y extendió la mano sin saber muy bien si tocarlo o abstenerse. Una lágrima resbaló por su mejilla y sintió una culpa enorme al ver como cada milímetro de la piel de Pedro se había transformado en fibras de madera. Sintió seca la garganta y tosió. Casi al mismo tiempo, el volumen de lo que había sido Pedro se fue inclinando hacia un lado y antes de que pudiera detenerlo, cayó al suelo, golpeó sobre los exoesqueletos inertes y se levantó un polvillo de migajas de ala que flotó unos minutos en el aire. Ver ese polvillo la hizo seguir tosiendo. Se lanzó escaleras abajo, ya sin importarle todos los bichos que se quebraban y se aplastaban contra sus zapatos. Abrió la puerta tosiendo, tosiendo cayó de rodillas y de manos sobre la hierba. Sintió algo duro, delgado y punzante en la boca y bregó hasta que pudo sacárselo. Lo puso en su índice. Lo miró. Era una pata con pequeñas púas. Una pata marrón, una pata de insecto.