"Algo en su mirada" forma parte del número especial dedicado al 30º aniversario de la publicación de "It". Puedes descargar el número completo desde el siguiente link: https://goo.gl/pBAvMF
El primero que lo vio fue el Colorado
Desimone. Estábamos en la mitad de la cancha discutiendo qué hacer. Rubén no
había podido venir. Nos mandó a decir por un vecino que tenía fiebre y que el
médico le había indicado antibióticos y reposo. Eso nos puso en un problema: o
lo íbamos a buscar a David para que lo reemplazara o jugábamos con uno menos. De
cualquiera de las dos formas, estábamos dando demasiadas ventajas. A David lo
habíamos marginado del equipo por su escaso talento futbolístico y jugar con
uno menos contra los Galgos era asegurarse la derrota. Esos pibes la descosían y
por nosotros nadie pagaba un mango. Encima Rubén era lo mejor que teníamos.
Recuperaba la pelota, asistía a los delanteros con unos pases mágicos y cuando
había que bajar a defender lo hacía poniendo unos huevos así de grandes. Una
vez tuvo que reemplazar al arquero porque lo habían expulsado y hasta atajó un
penal. Todos nos estábamos lamentando por su ausencia cuando, de pronto, el
Colorado dijo:
—¿Y
ése quién es?
Miramos
hacia uno de los costados de la cancha y vimos a un pibe de nuestra edad
(catorce o quince, no más) que nos estaba mirando. Tenía puesta una remera
celeste, pantalón corto blanco y medias azules recogidas en los tobillos.
Parecía estar esperando que lo llamáramos.
—¿Le
decimos si quiere jugar? —preguntó el Colorado.
—No
sé —respondió Manu.
—Si
a vos te parece… —dijo Román.
—No
creo que sea peor que David —agregué yo.
Luego
de un breve debate, todos estuvimos de acuerdo en incluir al desconocido de
remera celeste. El Colorado pegó un chiflido y le gritó:
—¡Che
vos, Pitufo!
El
pibe nos miró fijo y se señaló con un pulgar.
—¡Sí vos, vení!
Hizo
un trotecito hasta nosotros.
—¿En
qué posición jugás? —le preguntó el Colo.
—En
la que haga falta.
—Joya.
El
Tula, que era el capitán de los Galgos, nos gritó:
—¡Ya
es la hora, che!
Sin
dilatar más la cosa, empezamos a jugar. Al cabo de unos minutos nos dimos
cuenta de que ese desconocido la rompía. Los Galgos no podían armar juego y
nosotros los sorprendimos a puro toque y gambeta. El Pitufo (así lo llamábamos,
Pitufo o simplemente el Pitu) tenía una habilidad increíble. Jugaba y hacía
jugar, nos ordenaba tácticamente y nos decía qué marca debíamos tomar cuando
había que defender.
La
primera emoción fue a los veinte minutos del primer tiempo. Tuvimos un tiro
libre adentro de la media luna del área. Al árbitro (un vecino del barrio que
dirigía en la Primera D) le costó armar la barrera. Ellos no respetaban la
distancia y tuvo que amonestar a dos para que se quedaran en el lugar que les
indicaba. El Pitu acomodó la pelota y retrocedió unos pasos. Cuando sonó el silbato
hizo una carrerita suave y le pegó. La pelota se elevó por encima de la
barrera, después hizo una comba hacia abajo y entró en el arco por el ángulo
derecho.
Diez
minutos después vino el segundo. Córner por la izquierda. Román, que iba a
patearlo, levantó un brazo indicando la jugada. El Colorado saltó para cabecear
y un defensor lo agarró de la cintura. El árbitro cobró penal. El Pitu pidió la
pelota y la acomodó para patearlo. El arquero lo apalabró, pero la artimaña no
le dio resultado. Se tiró para un lado y el Pitu se la picó para el otro.
En
el final del primer tiempo llegó el tercero. Nuestro jugador estrella se mandó
una gambeta sublime. Apiló a uno, a dos, a tres. Levantó la cabeza y lo vio a
Manu solo, sin marcas. Se la puso como con la mano. El arquero salió a cortar,
pero no pudo hacer nada. La fue a buscar adentro del arco mientras se puteaba
con sus defensores y nosotros hacíamos una montaña humana encima de Manu. Tres
a cero y con baile. Nadie lo podía creer.
En
el segundo tiempo los Galgos salieron a jugar agresivos, trabando fuerte y con
mala leche. Uno de los que estaban amonestados lo cruzó al Pitu y el árbitro lo
echó. Ni siquiera así se calmaron. Al rato, otro le pegó una patada de atrás a
Román. Algunos amagaron con irse a las piñas, pero el árbitro intervino justo y
la cosa no pasó a mayores. El partido siguió con una falsa calma hasta que el
Pitufo armó otra jugada descomunal. Recibió un pase en la mitad de la cancha y
encaró hacia adelante. Dejó de garpe a dos defensores y el arquero salió a
achicar. Tiró una gambeta larga y logró esquivarlo, pero se abrió demasiado.
Sin embargo alcanzó a pegarle de rabona un metro antes de que la cancha se le acabara.
El defensor que llegaba cerrando terminó adentro del arco con pelota y todo.
Después de ese gol los Galgos nos
miraban con odio. Encima la hinchada que se juntó para alentarnos empezó a
sobrarlos con los cantitos. Nosotros estábamos cebados. Todas las jugadas nos
salían bien y comenzamos a vislumbrar una goleada aún más catastrófica que esa.
El Pitufo la recibió de nuevo (todas
las jugadas que armábamos pasaban indefectiblemente por sus pies) y el Tula, el
más grandote de los contrarios y el más matón, estiró una pierna con alevosía y
le pisó el empeine. Creímos que lo había quebrado. Hubo otro amague de pelea:
empujones, puteadas, manotazos al aire. El árbitro lo amonestó al Tula. Estuvo
flojo. No quiso echar a otro, supongo. Si lo hacía, los Galgos le iban a hacer
quilombo. El Pitu estuvo tirado unos cuantos minutos, revolcándose. Al final se
paró y siguió jugando. Al rato, salió a disputar un centro y el Facha, ladero
del Tula, le metió un codazo en la cara. El Colorado, que en ausencia de Rubén
era nuestro capitán, le protestó al árbitro y éste, increíblemente, lo amonestó
a él. Algunos contrarios se cagaron de risa. El Colorado estaba enfurecido,
pero se la bancó.
El
Pájaro hizo causa común con el Tula y el Facha y, buscando lastimar
definitivamente al Pitu, salió a marcarlo con los tapones de punta y lo revoleó
por el aire. Entonces, la trifulca se desató. El Colorado, al que todavía le
duraba la calentura por esa amonestación injusta, le tiró una piña al Pájaro.
Después hubo patadas, trompadas, empujones y escupidas. El Pitufo era el blanco
principal de los Galgos. El Tula y el Facha le tiraban golpes a mansalva. El
Pájaro también lo encaró empuñando un palo que había encontrado por ahí. Fue
tal el desmadre que vecinos que habían ido a ver el partido se metieron para
separar.
Entonces
el Pitu, que corría de un lado a otro de la cancha para esquivar los golpes, se
detuvo. Levantó los brazos y les hizo un gesto con las manos invitándolos a
pelear. Esa fue una provocación suicida. Aquellos pibes lo molerían a golpes y,
a menos que fuera también un hábil boxeador, lo más probable era que terminara
en un hospital con la mitad de los huesos rotos.
Ni siquiera se puso en guardia ni se
preparó para resistir el ataque. Tampoco hizo falta. El Tula, el Facha y el
Pájaro se le fueron al humo, pero cuando estuvieron cerca de él se frenaron de
golpe, como si se hubiesen chocado contra un muro invisible. Lo primero que
pensé fue que aquellos tres eran puro alarde y que bastó un mínimo gesto para
hacerlos recular. Pero había que ser demasiado cagón para achicarse de esa
manera teniendo tanta ventaja. Y esos tres no era ningunos cagones.
Cuando logré acercarme pude ver un poco
mejor la escena. El Pitu estaba inmóvil, como una estaca clavada en el suelo.
No se le movía ni un solo músculo, ni siquiera pestañeaba. Sus ojos les lanzaban
una mirada fría, penetrante como una helada de invierno. De su boca salía un
extraño sonido, un gemido agudo e incomprensible. Por unos instantes creí que
estaba hablando algún idioma extraño, no humano. Los agresores empezaron a
retroceder. Parecía que se habían convertido, de pronto, en tres perritos
asustados buscando las piernas de su amo para protegerse.
Se alejaron unos pasos más y luego
comenzaron a correr. Corrieron como si se estuvieran alejando de una peste o de
un cataclismo, como si la tierra detrás de ellos se estuviera abriendo para
devorarlos. El resto de los Galgos, al ver que el líder y sus laderos huían de
esa forma, corrieron también.
El
árbitro nos dio por ganado el partido. Felices, entonábamos cantitos en contra
de nuestros rivales. Algunos vecinos se sumaron al festejo. Saltábamos en la mitad
de la cancha, todos abrazados, cuando alguien advirtió que el Pitufo había
desaparecido.
***
Esa misma tarde lo buscamos por todos
lados. Nadie lo conocía. Los vecinos jamás lo habían visto. A nuestro colegio
no iba. El Laucha Rodríguez dijo que en su división había uno que encajaba con
la descripción que le dábamos, pero que no podía ser porque era un tronco jugando.
En los potreros de los otros barrios no tenían idea de quién se trataba. Lo
seguimos buscando un tiempo hasta que al final nos cansamos de no encontrar ni
siquiera una mínima pista. Muchos nos preguntábamos qué les había pasado a esos
tres pibes que salieron corriendo como si hubiesen visto al demonio encarnado
en ese desconocido. Durante un tiempo nos divertimos hablando de lo ocurrido
esa tarde, hacíamos conjeturas absurdas acerca de los motivos de aquella huida
hasta que al final la cosa empezó a aburrirnos y de a poco nos fuimos olvidando
de todo.
Fue
entonces cuando ocurrió la primera tragedia. El Tula estaba esperando el
colectivo en una esquina en donde había una obra en construcción. De pronto,
unos ladrillos se cayeron de un andamio y golpearon su cabeza. Un derrame
cerebral lo mantuvo en coma unos días hasta que murió. El obrero que estaba
trabajando allí arriba declaró que no entendía como esos ladrillos pudieron
caerse si estaban bien acomodados. Juraba que no había tocado ninguno, que era
muy precavido cuando trabajaba en las alturas y que el capataz anda siempre
controlando para que no ocurrieran accidentes como esos.
Seis
meses después sucedió la segunda. Esta vez la víctima fue el Facha. Ocurrió
cuando salía del colegio. Él y dos compañeros estaban cruzando una avenida sin
advertir que un auto se acercaba a toda velocidad, descontrolado. Pasó la luz
roja y al Facha lo agarró de lleno. Voló unos treinta metros hasta que cayó
muerto sobre el asfalto. Los otros dos se quedaron desconcertados. Aquel auto
ni siquiera los había rozado.
Fue
ahí que comencé a pensar nuevamente en aquel partido con los Galgos. ¿Se
trataba de una casualidad que dos de los tres pibes que habían atacado a ese
desconocido terminaran de esa manera? ¿Era ahora el turno del Pájaro o esa
sucesión de muertes trágicas terminaba con la del Facha? La respuesta la tuve
casi un año después.
El
Pájaro se había ido de vacaciones con sus padres, su hermano mayor y la novia
de su hermano. Como siempre lo hacían, se fueron en el auto familiar a Villa
Gesell. Pasando Castelli el auto derrapó al tocar la banquina y salió de la
ruta. Dio unos cuantos vuelcos hasta que se detuvo destrozado a unos quince
metros del asfalto. El padre fue el primero que pudo salir y sacó a su esposa
que solo se había quebrado un brazo. El hermano mayor salió ileso y su novia
apenas sufrió algunos golpes sin importancia, pero al Pájaro lo sacaron
inconsciente. Tenía un golpe en la cabeza y la cara cubierta con sangre. Era el
único que no tenía puesto el cinturón de seguridad. Lo subieron a una
ambulancia, pero ni siquiera llegó al hospital. En el camino sufrió un paro
cardíaco. Intentaron reanimarlo, pero fue inútil.
¿Pude
haber evitado esa tercera tragedia? ¿Quién iba a creerme que había una relación
entre esas muertes y lo ocurrido en aquel partido? Ni yo terminaba de
convencerme de eso. Además, ¿cuáles eran mis argumentos para sostener semejante
teoría? ¿La mirada y el grito de un desconocido que nunca más volvió al barrio?
Era ridículo suponer que el Tula, el Facha y el Pájaro habían sido víctimas de
un pibe… ¿macumbero? No; si no quería que me tomaran por loco o por estúpido lo
mejor era mantener la boca cerrada y asumir que todo aquello se trataba de una enorme
casualidad.
Pero el asunto me siguió dando vueltas
en la cabeza hasta que un día se lo dije al Colorado.
—¿Qué pasó esa tarde, Colo?
—No sé.
—¿Vos le viste los ojos, cómo los
miraba?
—Sí.
—No puede ser casualidad, algo tuvo que
haberles hecho.
—Es mejor no pensar.
—¿No pensar?
—Sí. ¿Para qué? Ya no se puede arreglar
nada.
—No puedo dormir Colo. Desde que el
Pájaro murió. Siento que pude haber hecho algo y no lo hice.
—¿Hacer qué?
—Avisar… decir que tal vez su vida
corría peligro… salvarlo por lo menos a él.
—¿Quién te iba a creer semejante cosa?
—¿Vos lo hubieses creído?
Se quedó pensando.
—¿Vos lo hubieses creído? —insistí.
Me miró unos instantes. Después dijo:
—No quiero volver a hablar de eso.
Nunca más.
Traté de convencerme de que el Colo
tenía razón. ¿Quién me hubiera creído? ¿Alguien se venga de sus agresores
lanzándoles con la mirada una especie de maleficio; alguien que apareció de la
nada y volvió a esa nada sin que nadie se diera cuenta? Sonaba ridículo. Muchos
no dudarían en burlarse de mí. Así que lo mejor era olvidar esas fantasías y
convencerme de que todo, efectivamente, se trató de una casualidad.
Con el tiempo fui sintiendo menos culpa.
Los años me fueron dando otra perspectiva y si bien nunca pude sacarme de la
cabeza esas muertes, al menos pude mantener la conciencia tranquila.
***
En el barrio también sucedieron otras cosas.
La fisonomía fue cambiando vertiginosamente. Corrían los años noventa. En la
cancha en donde jugábamos al fútbol se construyó una torre de departamentos con
gimnasio y solárium. Muchos terrenos baldíos se vendieron y fueron ocupados por
enormes chalets con piletas y quinchos. Las pocas calles de tierra que quedaban
se asfaltaron. Un bar de mala muerte que quedaba en el cruce de dos avenidas
era ahora un Bistró. Las instalaciones de una fábrica abandonada se
convirtieron en un concurrido shopping con multicine incluido y la llegada de
una cadena de supermercados arrasó con los pocos almacenes tradicionales que aún
existían.
Por mi parte, después de algunos
titubeos vocacionales, comencé a estudiar Ciencias Económicas. Mis amigos
siguieron por diferentes caminos. Manu empezó a trabajar en el negocio de su
padre; Rubén se recibió de ingeniero en sistemas y el Colorado se metió en
medicina. A los demás les fui perdiendo el rastro, sobre todo porque mis padres
vendieron la casa en la que vivíamos y nos mudamos a la capital. A partir de
allí solo mantuve algún que otro contacto con el Colorado. Lo último que supe
de él fue que la crisis del 2001 dejó a su familia en la lona y que,
desocupado, decidió probar suerte en España.
Yo
me recibí después de seis años de duros esfuerzos. Al final, la suerte me
favoreció bastante. Conseguí un buen trabajo, me casé y tuve dos hijos. Hoy mi
posición es cómoda, aunque dedico a mi trabajo diez horas por día y a veces
más. Mi esposa también es contadora y trabaja de gerente en un banco. Mi hijo
mayor tiene doce años y la menor nueve.
Así
estaban las cosas hasta que un día recibí una solicitud de amistad en el
Facebook. Era del Colorado. Estaba en Buenos Aires. No lo podía creer. Nos
encontramos en un bar del centro. Casi no lo reconocí. Estaba excedido de peso,
tenía los brazos llenos de tatuajes y un color bronce en la cara que daba
envidia. Me contó que estaba radicado en Ibiza, que era propietario de un bar
no muy grande que le permitía vivir sin mayores problemas y que se había casado
con una brasileña.Se le había pegado el seseo y decía a cada rato palabras
tales como enhorabuena, gilipollas, apetecible y coño. Le pregunté en qué había
quedado su vocación por la medicina y me contestó largando una risotada:
—He
descubierto mi lugar en el mundo y mi verdadera vocación tumbado en una playa a
orillas del Mediterráneo. ¿Qué más que eso puedo pedir?
La
conversación se extendió un par de horas hasta que nos pusimos al día con las
novedades de todos esos años transcurridos. Cuando nos estábamos despidiendo me
dijo que había ubicado a algunos de nuestros amigos del barrio y que tenía
ganas de juntarnos a todos para comer un asado antes de volverse a España.
—Es
lo único que extraño de este país de mierda —agregó—. El asado con los amigos y
mis viejos.
Intercambiamos
nuestros números de teléfonos celulares y quedamos en volver a hablar en dos
días para arreglar algo.
Me
llamó tres días después y me contó que había hablado con Rubén, con Manu y con
Román. La idea era juntarse a jugar un fulbito,
como en los viejos tiempos, y después ir a comer un asado. Para ponerle un poco
de emoción al juego, acordamos que los perdedores pagaban la cena. Gracias al
Facebook pudimos ubicar a más gente y todos se prendieron con la propuesta. En
total éramos diez y formamos dos equipos de cinco. Alquilamos una canchita en
Almagro y reservamos una mesa en una parrilla de Palermo.
Yo
llegué media hora antes del partido. El Colorado y Manu ya estaban allí. El
resto fue llegando de a poco. Con cada aparición, se producía un estallido de
gritos y aplausos. Fue un reencuentro emotivo. Después de los saludos, de los
chistes acerca de nuestro aspecto físico y de tomarnos algunas fotos, fuimos a
los vestuarios. Nos cambiamos rápidamente y salimos a la cancha. Entramos en
calor haciendo jueguitos con la pelota y elongando. De pronto, el Colorado
apareció furioso:
—¡Me
cago en la hostia! —gritó.
Le
pregunté qué había pasado. Román lo había llamado por teléfono y le dijo que no
podía ir. Su hija menor tenía vómitos y fiebre. La había llevado junto con su
esposa a una guardia y debía permanecer allí unas horas, en observación.
—Entonces
—le dije—, vamos a tener que jugar con uno menos.
Román
formaba parte de nuestro equipo. Nos miramos unos instantes, resignados.
—Joder
—masculló el Colorado—, que nos venga a pasar esto habiendo un asado de por
medio.
Nunca
le gustó perder, aunque lo que estuviera en juego fuera un asado o un sándwich
de mortadela. Por lo visto, los años no lo habían cambiado.
—No
importa —dije simulando optimismo—, los partidos hay que jugarlos.
—Sí,
claro.
Entonces,
nos quedamos mirando hacia un costado de la cancha. En las gradas vacías,
sentado a poca distancia de la línea del lateral, había una persona. Nos miraba
como si estuviera esperando que le dijéramos algo. Era un tipo de nuestra edad,
tenía puesta una remera celeste, un pantalón blanco y medias recogidas en la
tobillos. Un escalofrío me recorrió la espalda.
—No
puede ser —murmuré.
—De
nuevo no, por favor… —dijo el Colorado.
El
tipo se dio cuenta de que lo mirábamos y nos hizo una sonrisa. Yo lo miré a los
ojos. Había algo en su mirada, algo que me llevó nuevamente a aquel partido con
los Galgos, a esa tarde que tanto me había esforzado en olvidar. Él también me
miró. Por unos instantes vi en esos ojos algo siniestro, como un brillo, un
resplandor infame que me dejó mudo. Al rato, movió la cabeza y clavó esos mismos
ojos en el Colo.
—Ni
de coña le digo a ese que juegue —dijo.
Estuve
de acuerdo con él.
—¡Y, para cuándo! —gritó Manu.
Yo
miré nuevamente a ese extraño. Ahora se había parado. Ya no sonreía. Entonces,
tuve la sensación de que algo monstruoso estaba a punto de atraparnos, una vez
más; algo bestial que se había mantenido oculto hasta ese momento y que había
vuelto a aparecer para desparramar la muerte entre nosotros.
Agarré la pelota y la puse en el punto
central de la cancha. Después, levanté un puño y extendí el pulgar.
—¡Empecemos!
—dije.
***
Rubén fue el único que conservó aquella
habilidad intacta. Lástima que jugó para el equipo contrario. Nosotros hicimos
lo que pudimos. Aguantamos con dignidad hasta donde el físico y las
circunstancias lo permitieron.
Jugamos todo el partido con uno menos y
perdimos seis a dos.
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Impecable narración. Felicitaciones.
ResponderEliminarMuchas gracias a Natalia por el elogio y a Cruz Diablo por publicarme junto a esos dos relatos grosos de Pablo Cazaux y JM Marcos. Fue para mi un gusto enorme!!
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