sábado, 24 de agosto de 2019

"Caronte se busca" de Maximiliano Sacristán


Maximiliano Sacristán nació Luján, provincia de Buenos Aires, en 1974. Estudió periodismo y letras. Se desempeñó como articulista y asesor de redacción en diversos medios gráficos zonales. Publicó El gotero de tinta (haikus, 2004), Tríptico postmoderno (cuento breve, 2008), y Diario liberto (diario literario, 2012) en ediciones independientes, más la novelaGayumbo empieza por gay (Madrid, Literaturas com Libros, 2016) como finalista del Premio Desfase. En 2016 ganó el XIV Concurso de cuento breve organizado por la Asociación cultural “El Coloquio de los perros” de Montilla, España.
En 2017 recibió, entre otros, el primer premio del Quinto Certamen de relato corto “Tabarca Cultural” de Murcia, el segundo premio del Segundo Concurso de relato “El baloncesto es tu palabra” organizado por el club Fuenlabrada y la editorial Entrelíneas (Madrid), y el segundo premio de cuento del Tercer concurso organizado por la Asociación cultural Letras Cascabeleras (Cáceres, España) por el volumen “Tripalium”, publicado en 2019.
En 2018 ganó el primer premio del concurso de poesía “Mujer y madre” coorganizado por la Asociación de Escritores de Asturias y MundoArti (España) y el primer premio del XII certamen de novela corta organizado por la editorial Mis Escritos (Buenos Aires).  Actualmente reside en la localidad de General Rodríguez, provincia de Buenos Aires.

La que pasaré a contar es apenas una escena de nuestra gran aventura.
Veníamos confiados, contentos pese al derrumbe que nos rodeaba, abriéndonos camino a machetazo limpio por el medio de un monte, cuando de repente lo vimos, la crecida había convertido al río en un mar. La otra orilla había desaparecido. Ernesto, mi hermano menor, suspiró profundo y dejó caer su machete entre los pastos, sin dejar de observar el agua interminable. Otra vez a enfrentar su fobia. Este nuevo mundo estaba poniéndolo a prueba todo el tiempo. Me miró y con hilo de voz me dijo:
―Basta, a este no lo cruzo. Seguí vos. Yo voy a hacer un rodeo por el norte. Nos encontramos en las sierras.
―Hermano, los puentes son historia. Vamos, vos podés ―lo alenté, y para quitarle dramatismo a la escena agregué con una sonrisa―: El operativo Aquamán está a mitad de camino...
Luego le palmeé un hombro y con suavidad lo empujé para que descendiera la ribera, o lo que quedaba de ella. Desde entonces y para siempre, a nuestra travesía la bautizamos así, el “Operativo Aquamán”.
Sabíamos bien que éramos inseparables: más ahora, que estábamos viviendo el apocalipsis tantas veces anunciado. No teníamos alternativa ni podíamos perder un minuto más ahí parados, viendo cómo a nuestro alrededor familias enteras se subían a las apuradas a unas balsas enclenques para cruzar ese mar de agua dulce. Debíamos ganarle a nuestros propios paisanos si queríamos conseguir un pedazo de tierra a salvo de la inundación. Era una carrera desesperada hacia el corazón del país, en busca de las regiones elevadas. El único negocio que parecía prosperar era el de los balseros, que no daban abasto para cruzar a tantos migrantes que huían hacia las provincias interiores.
        Sí, suena gracioso. Que un entrerriano padeciera de acuafobia pareciera una contradicción en términos, un chiste tonto para humorista de stand up. Pero era así. Ernesto debía poner a prueba sus miedos a cada paso. Su lucha personal era como un juego de la oca en donde todas las tarjetas incluían la palabra “agua”. Es por todos sabido: en el año 2038 el continente antártico terminó de derretirse bajo los efectos del calentamiento global, y el nivel del mar subió de manera dramática. Nuestra sociedad, que hace todo a último momento, que no sabe más que improvisar, se volvió un caos, como era de esperarse. ¿O acaso no somos expertos en crisis? En fin... La cuestión fue que los pueblos costeros quedaron bajo las aguas en cuestión de días. Cuando se declaró la emergencia no pudimos hacer más que meter dentro de una mochila lo poco que teníamos y seguir a los otros. Nos dirigíamos rumbo al noroeste, hacia las sierras cordobesas. O al menos eso se comentaba entre los peregrinos.
        Por entonces, yo tenía diecinueve años y mi hermano dieciséis. Nosotros dos éramos toda nuestra familia, así que no había manera de que nos separaran. A falta de un plan propio, nos limitamos a acompañar a nuestros vecinos. Detrás de nosotros, viniendo desde el sudeste, el agua seguía subiendo. Decían que ya media provincia había quedado sumergida, y que nuestro pueblito natal era una nueva Atlantis.
        Recuerdo que ya habíamos atravesado siete ríos, pero ninguno de las proporciones del que nos topábamos ahora. Calculábamos que aún no habíamos cruzado el Paraná. ¿O sería este monstruo desbocado que teníamos ahí delante? Para alentar a Ernesto fingí certeza y le anuncié:
―Fijate: cruzamos de orilla y estamos en Santa Fe. Una provincia menos. ―Hacía una semana que caminábamos a tientas, y estábamos urgidos de certezas.
Por aquellos días era común tener que atravesar llanuras devenidas en lagunas inacabables. Había que avanzar con el agua barrosa hasta las rodillas, sin saber qué pisábamos o si en algún momento perderíamos pie por un declive o nos llevaríamos por delante un alambrado. Imagínense todo esto para un fóbico al agua. A los anteriores cauces Ernesto los había cruzado con los ojos apretados, temblando de miedo y aferrado a mi brazo. Yo trataba de que no le transmitiera su miedo a los demás pasajeros de la balsa. El último balsero que nos llevó nos había mirado fijo durante todo el lento viaje hasta la orilla de enfrente. Una nena que escuchó a Ernesto moqueando, medio escondido bajo mi axila, repitiendo en un susurro “nos vamos a ahogar” como un poseso, quiso imitarlo y se largó a berrear. Otros chicos la siguieron por solidaridad. En segundos, el silencio de la mañana se volvió un lloradero de críos que parecían haber tomado más conciencia que los adultos sobre el futuro que nos esperaba. Yo sonreía a los demás, tratando de hacerles comprender. Pero la situación no estaba para esperar tolerancia. Era un sálvese quien pueda.
        Pues bien, lo de aquel día frente al supuesto Paraná era mucho peor. Como les he dicho ni siquiera se veía la ribera opuesta. Recuerdo clarito cómo se dieron las cosas. Convencido de que estaba todo bajo control, fui arrastrando con gentileza a Ernesto hacia las balsas, cuando pasó algo inesperado: tuvo un ataque de pánico. De repente mi hermanito empezó a gritar “No quiero, no quiero”, dio media vuelta y salió corriendo en dirección al monte que acabábamos de cruzar. Yo lo perseguí y lo tackleé por las piernas antes de que alcanzara los primeros árboles. Una decena de familias, que cargaban sus bultos sobre las balsas, se nos quedaron mirando. Yo retenía a Ernesto entre los pastos, tratando de tranquilizarlo. Pero me contagió su miedo y en la desesperación el forcejeo se volvió lucha; no como cuando éramos chicos y jugábamos a “Titanes en el ring” sobre la cucheta del orfanato, sino de verdad. Me le senté sobre el pecho y comencé a sopapearlo, descontrolado. Un hombre gordo y de bigotes en herradura se nos acercó por detrás y sin decir una palabra me levantó en el aire con una manaza y me lanzó a un metro de distancia. Su intervención fue suficiente para ambos. Cuando nos vio calmados regresó con su familia en silencio.
        Me puse de pie y lo miré.
―¿Y? ¿Nos salvamos o no nos salvamos? ―le dije a mi hermano con voz jadeante.
―Nos salvamos ―me respondió, y se dispuso a embarcarse en una balsa. Pero ahora ningún balsero quería subirnos, ni por el doble de la tarifa.
―Acá no quiero quilomberos, ―nos dijo un viejo canoso y morocho.
―Mirá si le agarra otro ataque en el medio del agua y nos ahoga a todos..., ―argumentó una mujer gorda para apoyar la decisión de otro balsero.
El resto ni siquiera nos dio explicaciones. Se limitaron a negar con un índice, sin siquiera mirarnos. Zarparon las balsas repletas de gente, bultos, muebles livianos y hasta alguna que otra mascota que asomaba la cabeza desde dentro de un bolso. Nos quedamos solos en la costa, viendo a ese cambalache humano internarse en el río sin orillas.
        Nos sentamos en el pasto a esperar. A Ernesto lo alegró seguir en tierra firme. Yo planeé aguardar a que los balseros regresaran y ofrecerles el triple de la tarifa. Con divague literario pensé en Caronte y su barca, en que estábamos huérfanos de un psicopompo. Me pregunté de qué podría servirme el enciclopedismo del que tanto me enorgullecía en esa sociedad de supervivientes. Mientras tanto, nuevas familias llegaban a la costa. Algunos andaban en carretas tiradas por caballos, otros en autos que abandonaban ni bien se les acababa la nafta.
        ―¿Y si nos construimos nuestra propia balsa? Hay troncos por todos lados... ―propuso mi hermanito.
        ―Y con qué, si no tenemos ni un hacha. ¿Te pensás que es una pavada cortar un árbol de éstos? ―lo desanimé con un toque de realidad.
        De repente percibimos un temblor. Por el monte apareció una partida de gauchos a caballo. Estaban uniformados con pecheras color punzó. Vimos cómo fueron metiéndose en el agua con caballo y todo. Cuando el animal dejó de hacer pie empezó a nadar. Entonces los jinetes desmontaron y se agarraron de la cola de los caballos, que avanzaban dando patadas. Así se perdieron de nuestra vista, río adentro. Quedamos maravillados, no sabíamos que esas bestias podían nadar.

Justo en ese momento alcanzaba la ribera una carreta tirada por una yunta de percherones. En el pescante iban un hombre y una mujer de unos cuarenta años, y detrás dos chicos. La carreta tenía ruedas de auto, como las que usaban los cartoneros de entonces. Yo tuve una idea. Le pedí a Ernesto que me esperara y me acerqué al hombre. Estaba descargando un pesado baúl, ayudado por su esposa, cuando me vio acercarme. Enseguida el tipo se irguió y me dejó ver la culata de un revólver que llevaba retenido por la cintura. Lo saludé con una sonrisa y le pregunté si pensaba abandonar la carreta con los caballos allí.
―Es claro, no los voy a subir a la balsa... ―me respondió con tonito zumbón―. Si me los quiere comprar, se los dejo en cuatro mil patacones de los nuevos, los provinciales. Yunta y carreta, un regalo ―me ofreció, ahora amable. Yo traía en el bolsillo trescientos patacones. Negué con las manos y le dije:
―¿Sabía usted que los caballos nadan? Crúcelos con usté, don. ―El hombre se me quedó mirando, desconfiado.
―No es macana. Si no me cree, llévenos ―y le señalé con un brazo a Ernesto, que seguía a la distancia nuestra charla―. No me arriegaría a subirme si sé que nos vamos a hundir.
El tipo lo pensó un momento. Primero miró el cuadro familiar de carreta y percherones y después la postal apocalíptica del río desmesurado.
―Y bué, probemos ―dijo al fin con un suspiro. Yo di media vuelta y corrí a avisarle a mi hermano, mientras escuchaba al tipo detrás de mí gritar: ―¡Anita, subí las cosas que cruzamos en carreta!.
Meter en el agua a los percherones costó tanto como subirlo a Ernesto a la carreta. Que las bestias se resistieran hizo dudar al tipo. “Por algo será que no quieren”, decía por lo bajo, mientras se cansaba el brazo de tantos rebencazos. Yo lo acompañaba en el pescante. Detrás de mí escuchaba a la mujer que repetía: “Ya llegan los balseros, Antonio, esperemos”. Cuando me cansé, me bajé y me metí en el agua empujando del yugo a las bestias, como si fuera un palanquinero. En cuanto los caballos se pusieron en movimiento, todo fluyó.
Muy pronto dejaron de hacer pie y empezaron a patalear. Podíamos sentirlo. La corriente nos arrastraba hacia el sur. Los seis estábamos silenciosos, expectantes. A Ernesto le había asegurado que si la carreta era de madera no se podía hundir, pero la verdad es que ni yo estaba seguro. Por suerte para todos, prevaleció el instinto de supervivencia de los animales. A mitad de trayecto nos cruzamos con los balseros, que volvían descargados. Yo saludé al que nos había tratado de quilomberos con aires de superioridad, como si el carruaje fuera nuestro. En el momento más álgido del cruce, cuando el agua turbia entraba por los costados de la carreta, mi hermano se nos unió al pescante, el punto más alto de nuestro transporte, y se quedó de pie entre el tipo y yo. Miraba fijo hacia la costa oeste, que ya se nos acercaba. Estaba pálido y no decía palabra, como si su voz pudiera sumarle peso extra a esa balsa improvisada. Yo, con infinita suavidad, le pedí que se sentara y le pasé un brazo por la espalda, no estaba solo en la aventura. Con el gesto quise decirle que juntos habíamos pasado por situaciones peores, ¿por qué no íbamos a salir airosos de ésa? En el fondo, nuestro espíritu de supervivencia no tenía nada que envidiarle a esas bestias nadadoras.
Cuando arribamos a tierra firme dejamos descansar a los percherones. Recogimos las mochilas y ya nos estábamos despidiendo de la familia, cuando el tal Antonio nos ofreció continuar el viaje juntos. La mujer nos sonrió y los chicos aplaudieron. Aceptamos, por supuesto. Mejor viajar en carreta que a pie.
Llegamos lejos con los Terranova, en el sentido espacial pero también simbólico. Para terminar sólo diré que, con los años, ellos se han transformado en nuestra familia adoptiva.
Pero ésa, ésa es otra historia.

Ilustración: "Balseros" de Milena Fernandez

martes, 20 de agosto de 2019

“Hostilidad de balanza” por Rocío Comini


Rocío Comini (Buenos Aires, 2000) es escritora e ilustradora.  Los primeros autores que leyó fueron Nik (creador de Gaturro) y J.K Rowling (autora de la saga Harry Potter), cuya prosa siempre fue para ella una fuente de inspiración y admiración. Participó en varios concursos literarios, siendo premiada como primer puesto en los concursos Arte Digital, Cuento e Historieta, organizados por la Fundación El Libro.
Ama escribir sobre misterios, romances, crímenes y los aspectos más complejos de las personas. Actualmente estudia Edición en la Universidad de Buenos Aires y crea contenido para sus redes sociales, donde responde al nombre de @roroenbocetos.
Todo se nos terminaba: los cigarrillos, la plata a fin de mes, las tazas de café; pero nunca podríamos habernos imaginado que la humanidad también se terminaría, o al menos de la forma en que la conocíamos. Éramos parte de una sociedad a la que le gustaba hablar del futuro, de los próximos modelos de celulares y fantasear con el día en que las herencias familiares se cobraran en bitcoins. Éramos ignorantes del futuro que nos esperaba a la vuelta de la esquina.
El primer indicio de lo que se nos venía encima, se dio hace tan sólo unos meses, aunque parece haber sucedido hace una eternidad y media, cuando una mañana de abril nos despertamos vos y yo, desnudos entre las cálidas sábanas, ante las noticias de un nuevo decreto, promulgado por el presidente de turno, a quien se lo veía en las pantallas planas junto con el secretario de Alimentos y Bioeconomía. Me miraste y me dijiste:
—Subí el volúmen, amor.
El gobierno daba cuentas de una permanente sucesión de malas cosechas en los campos y  de ganados enteros que, de la noche a la mañana, aparecían muertos. Se decidió restringir el comercio de alimentos. El gobierno designó a un grupo de trabajadores para controlar todos los puntos de venta de comida y bebida, todos, se dijo con tal énfasis que en un primer momento parecía un absurdo, una idea abstracta que ni en mil años lograrían llevar a cabo. Nos reímos viendo ese noticiero, nos besamos, hicimos el amor y te fuiste descalzo a la cocina a preparar el desayuno.
Esa tarde fui a comprar fideos y manteca para nuestra cena, y los vi a una calle de distancia del minimercado chino. Los trabajadores que el gobierno había contratado “para ejercer un control de los alimentos en stock” resultaron ser militares de caras impasibles, armados con fusiles y las nueve milímetros, que hasta hoy tantas veces les hemos escuchado disparar. Miré alrededor y los vi en todas las calles, todas las esquinas, en los quioscos, en las grandes cadenas de hipermercados, en los restaurantes y los puestitos de café. Quise entrar al chino en busca del paquete de fideos y de la manteca pero no me lo permitieron.
—Se acaba de hacer público un nuevo decreto—dijo uno de ellos, sin mirarme a los ojos—. Tiene que hacer un trámite para sacar su libreta de alimentos. Hasta que no la tenga, no podrá adquirir productos de consumición.
—Pero no tengo comida para hoy.
No me respondieron, y me fui a casa con la bolsa ecológica vacía y un dolor de estómago que no era hambre, no aún, era miedo. Esa fue la primera de muchas noches en que nos fuimos a dormir sin cenar. Me abrazaste y me hiciste sentir que todo estaría bien.
En las semanas que siguieron, amor mío, se nos limitó la venta de comida. Cada grupo familiar sólo podría comprar una vez por semana, y en cantidades tan pequeñas que no nos llegaban a abastecer los estómagos más de un par de días. Idearon sistemas de control altamente efectivos, nuevos impuestos y barreras cada vez más difíciles de cruzar. Tal eficacia y organización nunca se había visto en los organismos del gobierno, que incontables veces hemos tachado de incompetentes. Las órdenes de la Secretaría de Alimentos se despachaban con rapidez, y se iban acumulando sobre una creciente cantidad de vientres cóncavos, niños famélicos y tumbas que llenaban los cementerios, tanto en barrios ricos como en los pobres. Pues, si acaso era posible, el hambre ya no discriminaba entre los que tenían plata y los que no. Bolsillos vacíos o llenos, el estómago no tenía qué comer, y ya no había cantidad suficiente de billetes que pudiera comprar un pancito más en la panadería. Cada migaja era medida y supervisada como si de oro se tratara.

La discriminación económica se extinguió para dar lugar a una nueva discriminación, más profunda y despiadada, y se la conocía con el nombre de “Hostilidad de balanza”. Si tenías kilos de más, como yo, tenías aseguradas las miradas reprobatorias al salir a la calle. Recuerdo que íbamos a comprar, con toda la documentación a mano, y yo tendría que esconderme detrás de tu cuerpo, que cada vez más delgado estaba, avergonzada de mis piernas gruesas, que se negaban a adelgazar ante los cambios forzados en mi dieta, y de mis cachetes rellenos, atributo genético que tengo desde el nacimiento.
En un principio, tratabas de consolarme, pero luego fueron cada vez menos las miradas que me perseguían con desprecio, pues ya no había rostros en la calle que las portaran. Los cementerios se llenaron, y cuando no dieron para más abasto, comenzaron a apilarse los cuerpos en las calles.
El destino de la sociedad era morir, y si no era por inanición, entonces sería a manos de los militares, ya que cuando el hambre escalaba, también lo hacían los robos. Fue ante esa circunstancia que se dio a entender el propósito de las armas que portaban aquellos hombres que el gobierno colocaba dondequiera que se oliera comida. Las muertes fueron archivadas bajo la carátula “ladrones de sustento” y amparadas por la orden “quienes roben cualquier producto apto para la consumición, serán ejecutados en el acto”, pronunciada por el presidente, pocas semanas luego del primer decreto.
Las mujeres perdimos la menstruación una por una, como una menopausia forzada gubernamentalmente, trayendo consigo el germen de la infertilidad. La migración del campo a las ciudades que se dio con la industrialización siglos atrás, la cual había estudiado en mis años de secundaria, volvió pero de forma inversa. La gente huía de las calles pavimentadas de la ciudad para vivir en el campo, incluso si eso significaba estar condenado a comer pasto del suelo pampeano y rumiarlo cual vaca desnutrida. Pero pronto corrió el rumor, entre los pocos que aún quedábamos vivos, de que las cosechas se terminaron hacía ya mucho tiempo.
Eventualmente, como un agente externo, vi cerrar a todos los comercios, y los militares desaparecieron de la noche a la mañana, como si el gobierno los hubiese exonerado una vez cumplido su objetivo.
A pesar de que nuestra relación fuera privada de los desayunos en la cama y la energía para revolcarnos entre las sábanas, llegada la noche, el amor era el único método de supervivencia que el gobierno no pudo sacarnos. Nos besábamos largo y tendido hasta que uno le mordía el labio al otro. Cuando ambos descendimos el umbral de los 35 kilos, comenzamos a perder la conciencia por largos intervalos de tiempo. Vos estabas ahí para mí, cuando las sudoraciones extremas y la fiebre me llevaban al límite entre la vida y la muerte. Y yo estaba ahí, curándote las heridas que te provocabas al caer desmayado al piso, llevándote puesto todo lo que tuvieras por delante.
Ya casi no salíamos a la calle, nos manteníamos encerrados, escuchando a la distancia uno que otro grito desesperado de hambre. El edificio en el que vivíamos se quedó sin supervisión alguna, y pisos enteros se llenaron del olor a putrefacción de los cuerpos que morían sin ser reclamados. A veces me asomaba por la ventana de la cocina, un espacio que poco y nada utilizábamos, a contar desde la altura las personas que vislumbraba en la calle. Algunos días contaba a dos personas, pero la mayoría no llegaba a contar ninguna. De vez en cuando pasaba un auto negro de alta gama, con las ventanas polarizadas, y sabía que adentro se escondía algún político, regocijándose de la devastación masiva y dándose, con delirios de grandeza, el título de divinidad apocalíptica. Porque si de algo teníamos certeza, amor, era que las personas que nos confinaban a esta hambruna desgarradora estaban escondidas en sus oficinas gubernamentales, con la poca comida que habrán salvado y preparados para matarse entre sí.
Amor…
¿Por qué no me respondés? ¿Por qué debajo de tus costillas prominentes no hay movimiento alguno? Te toco pero no te despertás, no puedo más que sentir tus huesos rodeados de piel fría e interte. Puedo ver las venas a través de tu piel traslúcida y sé que no circula sangre por ellas. Acuesto la cabeza en tu panza, esquivando los huesos, afilados como cuchillas, y lloro todo el vacío que tengo adentro.

sábado, 17 de agosto de 2019

"Aquí y ahora" de María Valentina Quirino


María Valentina Quirino. Mendoza, Argentina. Veinticuatro años. Escritora amateur en los rincones anónimos de internet.  Decidió contar sus pesadillas para que sus lectores la acompañen en su insomnio. Uno de los hallazgos de esta convocatoria cruzdiablera

El sol siempre se oculta tras las robustas nubes de gas, el día se reduce a un monótono color anaranjado, si no fuera por los vientos que azotan en el ducentésimo día, podría jurar que nos encontramos bajo tierra. Las noches resultan más peligrosas, las temperaturas bajan notablemente y la oscuridad resulta tan espesa que engulle todo a su alrededor. Se dice que a los que viajan de noche nunca se los vuelve a ver.
El aire huele a polvo y carbón, a veces a la combustión de las llantas que se encienden para conservar el calor. A la distancia oigo sus pisadas, solo, caminando tras de mí.
Viajamos juntos casi por obra del azar, no tenemos rumbo. Solo huimos del frío, recogemos lo que nos interesa y partimos. Deambulamos en las afueras hasta que encontramos un asentamiento y pasamos la noche contando nuestras provisiones. Al día siguiente volvemos a comenzar.
Los caminos de asfalto se camuflan entre arena y cenizas, y lo que alguna vez fueron monumentos al orgullo humano hoy se deshacen como tizón. Los coches yacen abandonados a un lado junto con aquellos sueños incumplibles y futuros inalcanzables. Huellas de una civilización humana que creó su propio final.
Han pasado cuarenta días desde nuestra estadía en un asentamiento. Esa fue la última vez en la que me crucé a otros como nosotros. Pocos deciden quedarse. El invierno se acerca y las heladas resultan mortales, más mortal resulta la certeza de que nada bueno surge cuando los hombres se amontonan. Cualquiera que conoce la naturaleza humana sabe que somos una plaga para nosotros mismos.
La mayoría decidimos partir. Pocas palabras se intercambiaron esa mañana porque así es más fácil olvidar los rostros y retomar el camino. Solo una mirada y el deseo silencioso de que sobrevivan al frío bastaron para despedirnos.
 Aquí afuera es raro encontrarse con algo vivo y la única prueba de que no estamos solos son esas marcas en las paredes de los pocos locales en pie que indican que ya están vacíos.
Sus pasos se detienen. El aliento escapa furtivo de sus labios. Me he acostumbrado a cada sonido que proviene de su parte, aún cuando muchas veces pretendo no escucharlos. Siento que no podría vivir sin ellos. La forma en que arrastra su pie derecho cuando está cansado, el tronar de sus dedos cuando está nervioso, el sonido de su garganta raspando cuando canta y el agónico lamento que suelta antes de caer dormido.
Dice que tengo suerte de haber nacido en esta época, que no extraño el paisaje ahora reducido a escombros ni añoro el tiempo en donde el humano jugaba a ser Dios. No sé lo que significa Dios, él dice que es cuestión de fe, pero aquí no existe tal cosa.
Murmura que está viejo. Sonrío. No sé cuantos años nos llevamos porque no sé mi edad con exactitud. El tiempo nunca me importó hasta que lo conocí. Solo estamos seguros de algo: él nació en aquel mundo y yo en este.
Dice que no se acostumbra al silencio, que extraña el canto de las aves y el viento jugando entre las hojas de los árboles. Dice que el mundo se siente solo. Me pregunto si la soledad solo le pertenece a aquellos que alguna vez tuvieron compañía. ¿Se puede extrañar algo que nunca se tuvo?

Mi recuerdo más antiguo se remonta al asentamiento número uno, no tienen nombre así que los enumero en mi mente; él los dibuja en un cuaderno cuyas hojas apenas se conservan. Agrega algunas anotaciones al margen, la cantidad de personas que vimos, las provisiones con las que contaban y un  rustico cálculo de sus posibilidades de resistir la helada. Ya no quedan muchas personas capaces de leer y escribir, ni aquellos que crean en los mapas. A fin de cuentas ya no existen lugares a los cuales se quiera regresar.
Al voltear lo veo mirando todo aquello que dejamos a nuestras espaldas. Él mira atrás y yo lo miro a él.
Observa ensimismado el horizonte gris y se pierde en aquel mar de recuerdos al que yo no puedo acceder. Murmura y solloza en silencio, con los ojos ardiendo en pena. Siempre me pregunto qué es lo que lo obliga a sonreír cuando vuelve su mirada a mí.
Nuestros ojos se encuentran, mientras la noche comienza a cubrirlo todo con su manto de inquebrantable oscuridad. Probablemente nunca sepa con exactitud la razón por la cual no puedo dejar de mirarlo, quizás él sea la verdadera definición de hogar.
Camina hacia mí y antes de retomar nuestro camino toma mi mano; sus dedos se entrelazan con los míos casi como si hubieran existido solo para eso. El calor de su piel se funde con el mío, la brecha de nuestros mundos se esfuma, así como el último haz de luz en el cielo. Solo él y yo. Si tuviera que regresar a algún lugar, elegiría el aquí y ahora.
No hacen falta decir nada: el viaje ha terminado.

miércoles, 14 de agosto de 2019

"Los amantes en Q23" de Jorge Lacuadra


Jorge Eduardo Lacuadra nació en Santa Fe (Argentina) en 1971. Estudió en la Escuela Industrial Superior recibiéndose de Técnico Mecánico-Eléctrico.. A partir de 2002 reside en Córdoba (Argentina) A publicado tres poemarios: “Distancias oceánicas” - Editorial Luna de marzo, “El olvido de la luna” - Editorial MRV – Editor Independiente y “El silencio de la rosa” - Editorial MRV, en cuyo Certamen Internacional El Molino, obtuvo el 2° premio. Participa en la Antología “Cuentos y poemas - Lo mejor de Rumbos” de Editorial Rumbos libros. Participa en la Antología de cuentos “WhiteStar”, en la “Antología Poética de Post-Vanguardia” Desde el año 2015 integra La Conspiración de los Fuleros, grupo de producción literaria de la ciudad de Santa Fe, editando tres libros de cuentos “Conspiración Año Cero” (2017), “Puertas Adentro – Historias de una Santa Fe Extraña” (2017) y el Especial de Ciencia Ficción “Fabulosos Relatos de Otros Mundos” (2018). Participa en la Antología de Textos del “Premio Municipal de Literatura San Miguel de Tucumán –Género Cuento” (Mención - Edición 2018). Participa de la Antología de relatos Predator 2019 – Historias Pulp (Epub). Prologa y participa de la Segunda Antología LETRAS COMPARTIDAS por NaP – Ediciones de Autor.

Somos los amantes sincronizados en Q23.
Continuamos abrazados al llegar la hora del anuncio.
Otra vez vuelven a confirmar que se han arrojado las últimas bombas, que ya no quedan más armas en los arsenales del mundo. Hay nuevas noticias sobre la capitulación de China y se confirma que París, hoy le tocó a París, es un enorme cráter. Solo el cinco por ciento de la población se ha salvado. A decir verdad, todos los meses las transmisiones repiten lo mismo, la misma voz monótona e hipnótica, un poco brusca y metálica. Quizás solo es una grabación automática o un bot programado que lee estadísticas de guerra al azar. La emisión culmina con la melodía de una vieja canción infantil. Unidad de Control apaga el emisor de radio. Luego solo chasquidos provenientes del cableado exterior. Bajamos las persianas de plomo y encendemos las luces de emergencia. Poco ha durado la claridad suministrada este día por un sol que parece estar muriendo.

Ella me mira y dice que somos pasajeros incondicionales de una explosión eterna, pretende señalar también todos los elementos a nuestro alrededor, incluyendo las latas de raciones militares, las bio-linternas y los opacos y funcionales muebles del dormitorio-hogar. Ella me asegura que busca el error deslizado en la obra visible por un dios muy detallista y ambicioso, espera atisbar un día el agujero que quemamos en el cielo o al terrorífico ejército de Soldados Esmeralda avanzando por el jardín a la medianoche. Las cosas que suponemos han sucedido y que nunca hemos visto. Le digo que sería más fácil encontrar un unicornio en el jardín que las huellas verdaderas dejadas por esta guerra. Cambia de tema y me habla de la soledad, de habitaciones cuadradas, de escaleras y pasillos recubiertos de cables, de la humedad que forma imágenes surrealistas en los muros de cemento. Contempla el emisor de radio y me señala el óxido que empieza a comerse la carcasa, el hollín negruzco que envuelve los conectores. Le digo que mañana lo voy a limpiar y que buscaré entre los trastos alguna pintura o barniz para protegerlo.
Estas rutinas duran apenas segundos. Cien veces al día.
Para calmarla le doy tres grageas grandes, de las azules. Es una dosis fuerte, lo sé. Se recuesta sobre mi hombro, rozando los implantes de conexión. Hace como que escucha algo en el exterior. Hoy ella está más excitada que otras veces, quizás se siente un poco asustada. Me susurra, me sugiere, que las estrellas son restos dispersos de espejos rotos, solo reflejan el brillo de nuestras linternas desde las ventanas, y me explica que los años y las edades son bibliotecas vacías al principio, que luego se van llenando con las experiencias y los fantasmas del amor. Me dice que los instintos son la corteza de un animal rápido y hermoso, y que las emociones son corredores de fondo frente a nosotros. Ella cree que los actores de las películas antiguas no han muerto, que aún deambulan por el mundo en la búsqueda de la nostalgia de las palabras. Pasa las cintas a velocidades pasmosas.
Demasiados videos-holo creo, cien veces al día. Sobredosis visual.

Somos los amantes en Q23. Fuimos seleccionados por la velocidad de nuestros impulsos nerviosos y la calidad en los axones. El triple de la capacidad normal, casi 450 metros por segundo. Lo que nos hace humanos casi superconductores. Muchas veces el mundo nos parece demasiado lento, pero nuestra imaginación se acelera hasta límites perversos. Cuando amamos terminamos exhaustos, quizás durante el infinito tiempo en que una partícula de polvo tarda en tocar el suelo. El amor, cuanto más rápido, más rápido se agota, y volvemos a empezar. La nuestra es una relación constante de millones de acoplamientos como chispazos eléctricos. Unidad de Control nos suministra miles de películas antiguas, una colección que parece no agotarse nunca. En el tiempo muerto releemos los viejos manuales de la Estación Q23, una y mil veces. Servos y androides nos cuidan y alimentan, desde siempre, desde que obtuvimos las memorias. Delicados fluidos son vertidos por los conectores mimando nuestras cortezas cerebrales. Las sinapsis químicas permiten a nuestros neurotransmisores formar circuitos gigantescos dentro del sistema nervioso central. Pero solo somos útiles cuando estamos enchufados, al ser llamados por la Unidad de Control, el resto del tiempo no somos hackeables, somos humanos, y esa es la premisa de nuestra condición. Somos un modelo no alterable por ataques de programas externos. Un factor de seguridad.
Nuestra conexión biológica de amantes en Q23.

El narcótico apenas ha rozado la corteza de su encéfalo.
Ya hemos generado adicción.
Está conmigo, acurrucada en el hueco tibio de mi cuello, sus piernas de a ratos sobre las mías alternando sensaciones de temperatura y levedad de músculos bajo las rígidas sábanas. Nuestras voces se encuentran, apenas roncas, son susurros y aleteos de vocablos como grandes pájaros de silicio cansados de volar. No es la pereza de los sentidos, es solo un naufragio lánguido y sereno. Esta tarde ella desliza su dedo sobre el borde de mi nariz y yo observo ese movimiento en la penumbra, su rostro escrutando mi semblante y analizando las arrugas de frente, un diente pequeño mordiendo la comisura de sus labios entreabiertos.
Esta tarde somos barcos serenos en un mar de algodón industrial, los almohadones son escolleras de entendimiento; ella es una nadadora en el desierto de mi cama y yo el madero, un elemento para asir. Las luces parpadean insensibles en sus nichos, sobre las consolas de cromo. Permanece conmigo hasta que la noche reconquista su territorio, adormecida sobre mi pecho, su brazo extendido hacia la nada. Un cansancio moreno y leve con olor sintético, el aroma característico de los amantes sincronizados a las estaciones de batalla. Ese perfume que ocupa las hendiduras de nuestra anatomía y envuelve la presencia de los servos. Esta tarde los besos encuentran el camino constantemente para aceptar los rápidos instantes, y soportar una vida de encierro y la urgencia de la carne.

Una vez al mes tenemos estas tardes de descanso. Unidad de Control lo cree necesario para desacelerarnos y no quemar nuestro metabolismo. Como cuando nos permite caminar hasta el silo. Atravesamos anulares portales de acero y luego un largo pasillo de concreto hasta el contenedor del misil y sus propulsores dormidos. Nos rodean, sin poder verlos, los depósitos del combustible, los brazos retractiles de la plataforma e innumerables tuberías. El cohete está vacío, inactivo, silente, salvo la ojiva que acuna el trueno de la destrucción. Caminamos a su alrededor, admirándolo, rozando su piel metálica con nuestros dedos ágiles. Desde la plataforma que lo rodea miramos hacia el pozo de contención, que se pierde en una bruma de luces atenuadas. Guardamos silencio bajo el enorme cielo de cemento, hasta que el tono agudo de Unidad de Control no indica el tiempo del regreso.

En un lejano y secreto lugar del mundo, quizás a miles de kilómetros debajo de la tierra, un enorme dispositivo se enciende y pide la sincronización de todas las estaciones de batalla. Es la Unidad Central. La comunicación es subterránea, no queda ningún satélite operativo. Poco se sabe de lo que ocurre en la superficie. Las peticiones electrónicas se suceden, millones por segundo. El protocolo barre todas las estaciones. Pocas responden, las consolas están llenas de luces muertas. Imposible saber en qué punto se cortaron las conexiones o si esos países todavía existen. Un parpadeo anuncia que la Unidad de Control de la Estación ISO 3166-1 - alfa-3 - AR-X – Q23 está aún operacional. Se desclasifican etiquetas, se enumeran combinaciones y se expiden autorizaciones. Se chequea que los dos elementos humanos en Q23 estén activos. La respuesta es satisfactoria. Complejos algoritmos chequean las velocidades de las respuestas neuronales. Unidad de Control inclina la cabeza ante la Unidad Central. A las demás estaciones se emite el comunicado por radio habitual. Estas serán las últimas bombas. La Guerra está por finalizar.

La Estación fue construida debajo de un antiguo zoológico abandonado. Incluso una pista de patinaje hubo por allí alguna vez. Ahora solo la atraviesan algunos animales parecidos a lobos, quizás perros asilvestrados, que cazan en jaurías de pocos individuos. No sabemos si quedan otros animales vivos. Ella me dice que somos turistas de un estallido del tiempo y de la historia; suele espiar a través de la persiana a los lobos de nieve semidormidos y les silba bajito viejas canciones infantiles mientras esconde su preciosa nariz entre las cortinas de plomo enriquecido. Ella me dice que suele viajar en sueños en los antiguos vehículos que ve en los video-holos, mirando el paisaje desolado del mundo, para recordarlo más tarde junto a sus personajes románticos imaginados en la noche. Creemos que el mundo está tan desolado como un desierto. Me recuerda que el amor es como el truco del ilusionista, el público, el espectador, adivina el pase mágico pero se desconcierta siempre ante lo inesperado.
Hay un desvarío en el entorno al que estamos sometidos. El encierro, la falta de comprensión de algunas funciones. Ignoramos si los objetivos son zonas militares, ciudades o solo fábricas. Dependemos de las directivas que emite una máquina lejana, ni siquiera sabemos si hay humanos en la otra punta de los cables. Alguien que razone. Aunque ese alguien solo sea un bot que tradujo algo programado hace cien años, al comienzo de la Guerra. Las explicaciones ya se han agotado en la espera. Nosotros estamos agotados. Desvariamos al triple de velocidad que la normal, sometidos a los cambios bruscos de los pensamientos sin pausa ni sosiego. Corregimos algunos de los síntomas con poderosas drogas de diseño. Nuestra extraña simbiosis, sin embargo, funciona; no podemos enloquecer de soledad estando sexualmente conectados y manteniendo activos nuestros pensamientos.
Ella me dice, con un dejo de reproche, que leer los manuales de la Estación es un pasatiempo tonto y egoísta. Muchas veces quiere quemarlos y olvidar todas las instrucciones. No hay peor nostalgia, me dice, que recordar los besos y la piel que el tiempo esconde en el recuerdo. Creo que confunde todo, quizás es el efecto de las grageas azules y el encierro. Rompe diagramas y abandona páginas en los rincones del dormitorio-hogar para no cargar más la memoria. Me ruega que la comprenda, que interprete sus argumentos y su melancolía; las lágrimas trazan cauces de caracol en los acoples redondos de sus mejillas. La abrazo y acomodo sus cabellos sobre la frente afiebrada. También le digo que la amo, y que solo soy un pasajero enamorado de la tarde roja reflejada en su mirada.
Volvemos a nuestra velocidad habitual. Tardamos unos segundos en sincronizarnos, es increíble la satisfacción que eso produce.

Unidad de Control toma el mando, en forma tangible y directa. La radio ha enmudecido. No hay anuncios. Todo se torna exacto y metódico, como dicta el manual. Nos concentramos en nuestra tarea, olvidamos las ventanas bloqueadas por el plomo, el terror a los Soldados Esmeralda y las luces de emergencia que matizan el color de nuestra piel. Sincronizamos en Q23. Nos acoplamos a la velocidad de la Estación. En un instante alcanzamos la definición de los circuitos y nuestros ojos se convierten en el display móvil de innumerables blancos. Un centelleo doble y tenemos el cálculo de todas las combinaciones de trayectorias y elegimos la óptima. Unidad de Control chirría satisfecha. No sabemos si poseemos la última bomba, desconocemos si los propulsores aun funcionan, pero la precisión no se puede dejar a los agentes del azar. No sabemos si en alguna otra Estación distante, otro par de amantes ha sido activado y sitúa su ojiva sobre nosotros. El mundo ya no importa.
Un pensamiento rápido en el instante infinitesimal. Nos amamos.
Hay veces que en un lugar pequeño, solo dos importan.

sábado, 10 de agosto de 2019

"Somos una plaga" por Cecilia Lartigue


Cecilia Lartigue nació en la Ciudad de México. Es escritora y bióloga, y vive actualmente en Francia. Con el cuento “Soy Marina” ganó el tercer lugar del concurso de cuento “Mujeres en Vida”, de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. Asimismo, el cuento “El perro rengo” obtuvo el primer lugar en el concurso “Mi mejor amigo”, organizado por la Universidad Veracruzana y el Gobierno de Veracruz, México. Su cuento “Ajuste de cuentas” resultó finalista del “WeCare Festival”, organizado por  Universitat Internacional de Catalunya, Àltima i el Institut Català d’Oncologia. Otros cuentos de Cecilia han sido publicados en las revistas Proyecto Sherezade, Letralia, Bicentenario: Ayer y Hoy de México,  Palestra y Bayvet. Incursionó en la novela con “Morirás a tiempo”, publicada por Apeiron Ediciones, y en  el teatro con “Una inmersión en agua sucia”, montada por la productora Carreteras Secundarias, en Barcelona, España   
                                                                                                         
Te mataron justo antes de que nos abandonara el tiempo.  Ahora un día de mi infancia sucede a otro en el que ya estoy sin ti, observando los destellos del sol a través de la lona del campamento colectivo; en el siguiente, estoy sobre una litera de la estación de Ham Wal. Mi impermeable cuelga del perchero y en el piso se encuentran mis botas para el trabajo de campo en las marismas.  Otro día amanezco junto a ti, en nuestro primer departamento, pequeño y luminoso. No encuentro a alguien más que reconozca este desorden del tiempo, pero me digo que siempre hay muchas personas creyendo ser las únicas.
La multitud te golpeaba con palos, fierros, piedras; yo trataba de cubrirte con mi cuerpo, gritándoles “¡¿No ven que está enfermo?!,” pero cómo convencerlos con argumentos, si habíamos perdido ya la coherencia del mundo, aunque a cambio ahora tuviéramos aquí el calor del trópico y algunos de sus colores: grillos, palomillas, catarinas, caña de azúcar, maíz, pastos, helechos, arroz. ¿Quién habría imaginado que tendríamos humedales con agua tibia para cultivar arroz? Pero también llegaron montones de parásitos que desconocíamos.
Con los brazos sobre la cabeza, como tu única resistencia, estabas convencido de que lo que ocurría era inevitable.  “¡Maten al mutante!,” gritaban los niños, cuyos padres les hablaron de zombis, poseídos, androides, personajes de la televisión, surgidos por nuestra culpa, por “nuestra irresponsable idea de progreso”. Hace años también que no hay escuelas para esos niños. Conforme desaparecieron las clases, las reglas y los castigos, se liberó la ira, tanto tiempo contenida.  
Un mundo sin ti tampoco es para mí. Decido tirarme del último piso de nuestro edificio en Markfield Road, ahora sin ventanas, con grafitis lamentables decorando sus muros. La primera vez me paro en la cornisa, miro hacia abajo, hacia todas las islas que nos ha proporcionado la incontinencia del Támesis; Ahora predomina un paisaje lagunar con picos que emergen de manera grotesca: Bishopsgate, el Parlamento, el Shard, Westminster Abbey, figuras lúgubres, gruesos cascarones pudriéndose en la humedad. Cierro los ojos, pero el cuerpo engarrotado me impide dar el paso.
La siguiente vez que amanezco sin ti, me atrevo a lanzarme con los ojos abiertos. Veo la copa de un árbol, personas dispersas, una masa de líneas y siluetas, la luz del cielo, marañas de hierba, lodo, restos de construcciones, brillos del agua, la oscuridad del pavimento. El estruendo del golpe y, enseguida, la negrura absoluta.  Pero después amanezco en un hotel de uno de los tantos congresos a los que fuimos, a veces por separado; o despierto sola, en un lugar que desconozco, al aire libre, con hambre y sed. Me levanto con dificultad y busco comida en un tiradero de basura. Mis brazos esqueléticos están cubiertos de manchas de vejez.
Murieron primero los más débiles: los jefes, los empleados de oficina, aquellos acostumbrados a la comida estéril, al agua embotellada, los maestros, todos los que aislaban sus jornadas del aire, del sol, de la lluvia ácida. Un día ya no están ni ellos, ni sus archivos, ni los libros, ni las computadoras. Las computadoras se usan como bancos, como ladrillos, pues no hay electricidad y los libros, como combustible. Sólo quedamos la gente del “aire libre”: barrenderos, vagabundos, campesinos y profesionistas con trabajo de campo, como tú y yo.
Un día no están los burócratas, pero al día siguiente o meses después, de nuevo las calles están infestadas de automóviles, los edificios de oficina, iluminados, sus vidrios completos, elevadores que funcionan. Los empleados y sus jefes dentro, frenéticos, vestidos de traje.
 “Es fácil distinguir el antes y el después,” te comento, abrazándote con el alivio de estos reencuentros fortuitos. “¿”Antes y después” de qué?,” preguntas. “Después tendremos que defenderte para que no te maten,” respondo. Te relato lo que ocurrirá contigo, con toda esta gente, con el tiempo. Me pides que haga varias inhalaciones profundas, mientras acaricias mi rostro. Desde hace meses, estás preocupado por mis crisis de ansiedad. “Shhhh,” susurras para inducir el sueño.
Despierto sobre la cama de la casa de mis padres a un día frío, de lluvia frugal e interminable, típico de nuestro después inexistente clima londinense. Solicito por teléfono una cita con un médico. Tengo que demostrarles que estás enfermo cuando regrese el día en que te ataquen, si es que regresa. Le describo tus ámpulas, la cavidad en la nariz que dejó la carne sangrante sobre el hueso, tu rostro, como superficie lunar, yagas en todo el cuerpo. Su sonrisa complaciente es la que se le ofrece a un niño. “¡Dígame que es! “. “Me estás describiendo la leishmaniasis,” responde, “¿Tu papá es el enfermo? ¿Viajó a un país tropical?” pregunta y entonces en mi reflejo en el vidrio de su consultorio encuentro a una adolescente. El médico, obviamente, sin la presencia del paciente, se niega a darme un diagnóstico por escrito.  Arranco entonces de un libro de medicina de la biblioteca municipal una hoja con textos e imágenes que describen la leishmaniasis. La guardo en el joyero que me acompañará hasta el día que tuvimos que dejar nuestras pertenencias para mudarnos al campamento colectivo, en busca de alimento.
Caminamos por Covent Garden, como lo hemos hecho cada tarde desde que nos jubilamos y lo hemos seguido haciendo, aun en estas circunstancias de fin de mundo. El West End se libró de la inundación por estar a una mayor altitud que el resto de la ciudad.
En una banca está sentada una mujer joven con una pierna inmensa, con pliegues y ámpulas, como si fuera la pata de un elefante viejo.  “¡Te lo mereces!” le grita un hombre mayor. La joven baja la cabeza, concediéndole razón. Desde que empezó este caos, cada vez se escuchan más gritos, se lanzan más acusaciones, los pleitos son más violentos.  Nadie sale a la calle sin un palo o una piedra en la mano.
Calores inusuales, aguas infestas, lluvias desplazadas, floración anticipada de magnolias, orquídeas, del cacao. Su espléndida oferta de néctar y polen resultó inútil: los convidados llegaron tarde, es decir, a tiempo en el orden usual de la vida.  La muerte de escarabajos, abejas y mariposas y de nuestro propio alimento. La vida pendiendo de un hilo. Revolvimos la obra de una evolución, respetuosa del orden cronológico. El tiempo nos dio entonces la espalda. “Yo creo que esa es la razón de la ira. En realidad, estamos furiosos con nosotros mismos por lo que hemos hecho con el planeta,” comento cuando estamos acostados sobre nuestras colchonetas, dentro de la enorme carpa del campamento colectivo. “Y entonces merecemos un castigo, ¿no?,” me preguntas. “Pues claro. Hemos puesto en riesgo nuestra propia sobrevivencia”. “Si los seres humanos somos otro producto de la evolución, nuestros pensamientos y acciones también lo son.  Lo que está pasando es simplemente lo que tenía que ocurrir, aunque desaparezcamos en el proceso.” respondes. “No puedo creer que digas esto, con el trabajo que hemos hecho todos estos años,” te digo, refiriéndome al sin fin de proyectos que hicimos juntos para “proteger” al medio ambiente. “Suenas como esos religiosos que tanto despreciabas: resignados e indolentes.”, agrego, dándote la espalda y cubriéndome con la sábana húmeda y con olor a caverna que nos prestaron en el campamento. ¿Te habrá desquiciado nuestra nueva condición de vida, el estrés, la desolación, o sencillamente tendrás demencia senil? No sé.
La multitud te golpeaba con palos, fierros, piedras...

Estamos de nuevo juntos, sobre nuestra cama. Tú de espaldas, con tu cabello completamente cano. Es la primera vez que amanezco en un momento en el que todavía conservo mis pertenencias. ¡El joyero! Lo abro con manos trémulas. ¡La hoja sobre la leishmaniasis está dentro! Cuando llegue el momento, podré salvarte de esa muerte violenta.
Un olor a pescado podrido me despierta. Me duelen las articulaciones, la espalda, me cuesta trabajo ponerme de pie. La piel fruncida de mis manos huesudas me recuerda que soy una anciana. Estoy dentro de una construcción en ruinas con pocos muros en pie. Debajo de mí, una capa de escombros: fragmentos de cemento, varillas, vidrios de colores. Fuera, cerca del borde del lago, un perro muerto. Su esqueleto está casi desnudo, sólo la cabeza está cubierta de pelaje. Desde que clausuraron el campamento colectivo por falta de provisiones, la gente comenzó a comerse a sus mascotas. Varias ratas se agolpan alrededor de la cabeza de este perro. Oigo pasos. Me quedo inmóvil. Sólo poseo una cobija, pero ahora se matan unos a otros a cambio de cualquier cosa o para descargar su rabia. Dos mujeres jóvenes, se acercan a las ratas y las tunden de palazos. Recogen los cadáveres y se van. Dejaron algo, un cilindro de plástico. ¡Es un filtro de agua! No hay nada más valioso que este aparato que permite beber el agua del Támesis. Me apuro a esconderme. Es seguro que regresarán, nadie da por perdido algo tan precioso. Tomo mi cobija y camino en sentido opuesto al lago, a la máxima velocidad que mis piernas me permiten. Nunca había robado. Por eso como lo que encuentro en la basura, porque no quiero ser como ellos. Pero ahora nadie es como era antes, me digo, porque lo único importante es sobrevivir.   
Estamos acostados sobre la colchoneta del campamento. te comento que la ira se debe a que el ser humano está furioso consigo mismo por el daño que le ha hecho al planeta. Tu respondes con sarcasmo: “Y entonces merecemos un castigo, ¿no?,”.  Yo te digo que sí, puesto que ahora nuestra propia sobrevivencia está en riesgo. Tú respondes que, si somos producto de la evolución, todo lo que pensamos y hacemos también es producto de la evolución y, en consecuencia, lo que ocurre es inevitable. Día repetido: mismo lugar, nuestros mismos argumentos, pero esta vez no me molestan tus respuestas. Por el contrario, comienzo a estar de acuerdo contigo. Ante mi impotencia ante los caprichos del tiempo, a la rabia de la gente, no queda más que creer que los eventos están predestinados y habrá que dejarse llevar. Quizás así podré salvarte, abandonando mis convicciones y mis batallas.  
Mañana de penumbra, como si nunca fuera a amanecer, el ahora para mí glorioso invierno londinense. Estoy en el cuarto que rentaba cuando era estudiante universitaria o cuando lo estoy siendo. Lo sé por los carteles de ecologistas que decoran mis paredes: Nicholas Victoria, Anne Bientout, Tagre Tuna, David A.T. Barrios. Quito primero el de David, con cautela, desprendiendo primero las tachuelas, deslizando después el papel sobre el muro. Pero recuerdo los palazos, tu cara sangrante, los gritos, las pedradas, tu mirada inerte y de pronto veo los carteles con lucidez: La gloria de esta gente fue patrocinada por nuestra culpabilidad. Cada uno construyó una carrera a base de reproches, generando un odio contra nosotros mismos, un odio que en el futuro te costaría una muerte violenta. “El ser humano es una calamidad”, “Somos la plaga del planeta”, “No te desplaces, no comas, no bebas, no respires”. Desgarro la imagen de Greta, tirones de esa cara redonda de niña indefensa, tirones de Anne, de ese rostro esquizofrénico: ojos acusadores por encima de una aparente sonrisa obsequiosa; tirones de Nicholas, que coronó sus reproches con un suicidio para aderezar nuestra deshonra. Tiro todo ese papel a la basura, junto con mis libros y apuntes. Pierdo el ímpetu cuando pienso en el impacto irrisorio de las acciones solitarias. “Nunca en la historia de la humanidad han existido los “únicos”,” digo en voz alta. Sin duda somos muchos los que estamos optando por aceptar el destino.
Días de vejez entremezclados con otros de juventud y de infancia. Cada vez que puedo combatir las batallas de los ecologistas, lo hago con fervor.  Basta con recordarte en el piso, en posición fetal, con los brazos sangrantes sobre la cabeza, recibiendo los golpes de la multitud. Combato mediante las redes sociales, firmando peticiones, asistiendo a manifestaciones. A veces somos pocos con las pancartas a favor del progreso, del consumo libre, de la libertad de acción, de la dignidad humana, pero otras, somos cientos de miles y entonces entiendo que tuve razón: no fui la única que entendió el origen de la rabia.  
Por internet hago un pedido de antimoniato de meglubina, el tratamiento contra la leishmaniasis. Lo hago consciente de que es poco probable que aparezca el día de su recepción en esta ruleta de tiempo. Lo mismo que el día que dejamos nuestra casa para mudarnos al campamento colectivo: llevo el joyero con el papel sobre la leishmaniasis, con la esperanza de que la próxima vez que estés enfermo ocurra después y no antes de esto.
            En una madrugada me despiertan tus gemidos. Las úlceras de la enfermedad te causan mucho dolor y lo único que puedo hacer en estas condiciones es abrazarte, tomar tu mano.  Estamos bajo un árbol, rodeados de arbustos, en un buen escondite. Hundo la mano en la bolsa de plástico que tiene nuestras escasas pertenencias. ¡El joyero no está dentro! No podré demostrarles que estás enfermo y viviremos de nuevo la pesadilla. “Quedémonos aquí todo el día,” propongo. “Pero necesitamos buscar comida,” respondes. “Lo haré yo y tú te quedarás aquí”. “Por favor no te muevas de este lugar. No tardo,” insisto antes de encaminarme hacia el basurero.
            Cuando regreso con gusanos y hierbas en la mano, el único alimento que pude encontrar, te veo a lo lejos, sentado en el piso y rodeado de gente. Corro hacia ti con un llanto anticipado: “¡Déjenlo en paz!”. “Nadie me está lastimando,” me dices, sorprendido. Quienes te rodean son jóvenes, desarmados, con una mirada triste, pero resignada, como del perro apaleado por su propio dueño. Miran tus heridas con cierta curiosidad, tan mediocre como mi consuelo: tendrás una muerte muy dolorosa, pero sin violencia, gracias a que en este escenario todos nos conformamos con nuestro destino.
“Esto es un buen comienzo,” digo en voz alta y ninguno, excepto tú, levanta la mirada para atenderme, “Otro día recibiré el medicamento a tiempo, otro más te salvaré de la furia con evidencias y quién sabe, quizás algunos más sucedan a momentos cuando tú y yo todavía no habíamos nacido y hubo gente que impidió todo este desastre.” “¿Cómo quiénes?” preguntas. “Ecologistas que intervinieron a tiempo.”. “Tal vez tienes razón,” respondes, para mi sorpresa.

(*) "Las tentaciones de San Antonio. Obra de Mathias Grünewald