María Valentina Quirino. Mendoza,
Argentina. Veinticuatro años. Escritora amateur en los rincones anónimos de
internet. Decidió contar sus pesadillas para que sus lectores la
acompañen en su insomnio. Uno de los hallazgos de esta convocatoria
cruzdiablera
El sol siempre se oculta tras las robustas nubes de gas,
el día se reduce a un monótono color anaranjado, si no fuera por los vientos
que azotan en el ducentésimo día, podría jurar que nos encontramos bajo tierra.
Las noches resultan más peligrosas, las temperaturas bajan notablemente y la
oscuridad resulta tan espesa que engulle todo a su alrededor. Se dice que a los
que viajan de noche nunca se los vuelve a ver.
El aire huele a polvo y carbón, a veces
a la combustión de las llantas que se encienden para conservar el calor. A la
distancia oigo sus pisadas, solo, caminando tras de mí.
Viajamos juntos casi por obra del azar, no tenemos rumbo.
Solo huimos del frío, recogemos lo que nos interesa y partimos. Deambulamos en
las afueras hasta que encontramos un asentamiento y pasamos la noche contando
nuestras provisiones. Al día siguiente volvemos a comenzar.
Los caminos de asfalto se camuflan entre
arena y cenizas, y lo que alguna vez fueron monumentos al orgullo humano hoy se
deshacen como tizón. Los coches yacen abandonados a un lado junto con aquellos
sueños incumplibles y futuros inalcanzables. Huellas de una civilización humana
que creó su propio final.
Han pasado cuarenta días desde nuestra
estadía en un asentamiento. Esa fue la última vez en la que me crucé a otros
como nosotros. Pocos deciden quedarse. El invierno se acerca y las heladas
resultan mortales, más mortal resulta la certeza de que nada bueno surge cuando
los hombres se amontonan. Cualquiera que conoce la naturaleza humana sabe que
somos una plaga para nosotros mismos.
La mayoría decidimos partir. Pocas
palabras se intercambiaron esa mañana porque así es más fácil olvidar los
rostros y retomar el camino. Solo una mirada y el deseo silencioso de que
sobrevivan al frío bastaron para despedirnos.
Aquí
afuera es raro encontrarse con algo vivo y la única prueba de que no estamos
solos son esas marcas en las paredes de los pocos locales en pie que indican
que ya están vacíos.
Sus pasos se detienen. El aliento escapa
furtivo de sus labios. Me he acostumbrado a cada sonido que proviene de su
parte, aún cuando muchas veces pretendo no escucharlos. Siento que no podría
vivir sin ellos. La forma en que arrastra su pie derecho cuando está cansado,
el tronar de sus dedos cuando está nervioso, el sonido de su garganta raspando
cuando canta y el agónico lamento que suelta antes de caer dormido.
Dice que tengo suerte de haber nacido en
esta época, que no extraño el paisaje ahora reducido a escombros ni añoro el
tiempo en donde el humano jugaba a ser Dios. No sé lo que significa Dios, él
dice que es cuestión de fe, pero aquí no existe tal cosa.
Murmura que está viejo. Sonrío. No sé
cuantos años nos llevamos porque no sé mi edad con exactitud. El tiempo nunca me
importó hasta que lo conocí. Solo estamos seguros de algo: él nació en aquel
mundo y yo en este.
Dice que no se acostumbra al silencio, que extraña el
canto de las aves y el viento jugando entre las hojas de los árboles. Dice que
el mundo se siente solo. Me pregunto si la soledad solo le pertenece a aquellos
que alguna vez tuvieron compañía. ¿Se puede extrañar algo que nunca se tuvo?
Mi recuerdo más antiguo se remonta al
asentamiento número uno, no tienen nombre así que los enumero en mi mente; él
los dibuja en un cuaderno cuyas hojas apenas se conservan. Agrega algunas
anotaciones al margen, la cantidad de personas que vimos, las provisiones con
las que contaban y un rustico cálculo de
sus posibilidades de resistir la helada. Ya no quedan muchas personas capaces
de leer y escribir, ni aquellos que crean en los mapas. A fin de cuentas ya no
existen lugares a los cuales se quiera regresar.
Al voltear lo veo mirando todo aquello que dejamos a
nuestras espaldas. Él mira atrás y yo lo miro a él.
Observa ensimismado el horizonte gris y
se pierde en aquel mar de recuerdos al que yo no puedo acceder. Murmura y
solloza en silencio, con los ojos ardiendo en pena. Siempre me pregunto qué es
lo que lo obliga a sonreír cuando vuelve su mirada a mí.
Nuestros ojos se encuentran, mientras la
noche comienza a cubrirlo todo con su manto de inquebrantable oscuridad.
Probablemente nunca sepa con exactitud la razón por la cual no puedo dejar de
mirarlo, quizás él sea la verdadera definición de hogar.
Camina hacia mí y antes de retomar
nuestro camino toma mi mano; sus dedos se entrelazan con los míos casi como si
hubieran existido solo para eso. El calor de su piel se funde con el mío, la
brecha de nuestros mundos se esfuma, así como el último haz de luz en el cielo.
Solo él y yo. Si tuviera que regresar a algún lugar, elegiría el aquí y ahora.
No
hacen falta decir nada: el viaje ha terminado.
Muy bueno! Capa!!!
ResponderEliminarexcelente!!...
ResponderEliminarFelicitaciones Valentina... Me alegra saber que la pequeña hija de mi gran amiga, es una gran artista y exitosa escritora.
ResponderEliminarMuy buen cuento, enternecedor y envolvente. Felicidades a la autora y gracias por regalarnos un relato con tanto talento.
ResponderEliminarFaaaaaa, muy bueno
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