viernes, 30 de junio de 2017

"La apuesta del señor Cummings" Por Ariel Garriga

Ariel Garriga Pérez vive en un antiguo caserón de Burzaco, su ciudad natal. Soltero y sin hijos. Publicó un libro de relatos de diversos géneros titulado "Una aventura de amor, plegarias y pócimas diabólicas" (Editorial Dunken) y otros cuentos en antologías de varias editoriales, principalmente españolas. Fanático de Iron Maiden y de Cervantes, cree que el Quijote es la mejor obra literaria de todos los tiempos. 


–Quiero proponerles enfrascarnos en una apuesta. Me gustaría saber si alguno de ustedes está dispuesto a aceptar –pronunció el cansado obeso tirado sobre uno de los taburetes de la barra del bar del viejo Pascual Taba.
–Uh, callate la boca, borracho. Dormí la mona y no molestes al resto –sentenció, malhumorado, el dueño del bar.
–No estoy borracho. Se necesitan muchos litros más de cerveza para voltearme, viejo –alardeó el obeso.
–¿De dónde viene? Es la primera vez que se lo ve por estos pagos –preguntó don Cecilio, el octogenario zapatero del pueblo.
–Sí, es verdad. Me dirijo hacia San Nicolás y paré casualmente en este bar. Soy oriundo de Navarro.
–Ah, yo he ido varias veces a pescar por la zona. Se sacan buenos pejerreyes y tarariras bastante grandes. Es más, tengo un amigo que vive en Chacras y suelo ir a visitarlo con bastante frecuencia –explicó Oscar Barone.
–Mi difunta esposa era nacida en Chacras. Dios la tenga en la gloria… y no la suelte –bromeó el desconocido.
–¿Y anda viajando solo? ¿Cruzando el país sin compañía? –quiso saber el dependiente de la taberna.
–Sí, es un viaje de negocios. Recorro el país vendiendo pararrayos.
–¿Pararrayos? –preguntaron, al unísono, Oscar y Cecilio.
–Exactamente. Con todos los rayos que caen y fulminan gente últimamente, es necesario hacerse de un buen pararrayos. Es más, este bar necesitaría uno.
–Qué más da… acá sólo caen locos, nada más –sentenció el viejo Pascual.
–Bueno, volviendo a mi propuesta, ¿aceptan hacer una apuesta? Acá pongo quinientos pesos sobre la barra –El forastero depositó la plata señalada luego de expuestas sus palabras.
–¿Qué clase de apuesta está interesado en hacer, señor? –preguntó, interesado, Pascual Taba.
–Les apuesto a todos los presentes que les puedo enseñar lo más espeluznante que podrán ver en sus vidas.
–¿Esa es su apuesta? –preguntó Cecilio. Su cara denotaba sorpresa e incertidumbre.
–Esa exactamente –afirmó, con voz fuerte y segura, el obeso apostador.
–¿Quinientos pavos? Yo acepto –sentenció el añoso Cipriano Horqueta, jubilado del ferrocarril, que hasta el momento no había pronunciado palabra. Y prosiguió–: Jamás podrá mostrarme algo peor de lo que he visto. Jamás, ni en cinco vidas.
–A ver, cuente nomás, señor.
–A mis treinta años de edad atropellé a un niño de tres años que soltó la mano de su madre y cruzó la calle a saltos, imitando a un sapo. Yo conducía mi Chevrolet Opala y le di a la altura de la cabeza. Cuando bajé a mirar, su cabeza y su torso estaban incrustados en la parrilla de mi automóvil y sus piernas enganchas entre la rueda delantera izquierda y el guardabarros. La madre se acercó enloquecida y a los gritos. Vi que le chorreaba sangre por sus piernas. Levanté mi vista hacia su abdomen y lo noté sumamente hinchado. Me mantuve confuso por unos segundos y luego comprendí: estaba perdiendo un embarazo.
Enloquecí y fui internado en un neuropsiquiátrico de Luján. Salí apenas hace dos años, o sea a mis ochenta y dos años de edad, y recibo una pensión del gobierno. No puedo trabajar. Apenas si puedo dormir. Lo único que apacigua mi angustia es la bebida. Cualquier día de estos me cuelgo de uno de los tirantes de mi cocina.
–Repudio su mala suerte, señor. Pero le aseguro que lo que le mostraré supera ampliamente eso que acaba de narrar –aseguró el señor Cummings.
–Yo también acepto la apuesta –dijo, tímidamente, el joven Patricio Montenegro. Hizo un breve silencio y continuó–. Toda mi vida he sufrido de aracnofobia… y a los doce años, me desperté de una siesta en pleno jardín, bajo una frondosa parra, con una araña de diez patas, negra y amarilla, caminándome por el pecho. Le aseguro que nada podrá superar ese horror. Ya de contarlo… –El joven no pudo terminar la frase, comenzó a vomitar compulsivamente. El cantinero lo tomó de los hombros y lo ayudó a llegar al baño mientras su llanto inundaba el local.
–Repulsiva situación, amigos. Sobre todo para un niño de esa edad. Pero le mostraré algo mucho peor que eso, mi buen señorito –sentenció el señor Cummings, aunque el joven ya no lo escuchaba.
–Yo también acepto su desafío, forastero –dijo Oscar Barone–. Yo fui víctima del mismísimo Clan Puccio. Fui secuestrado junto a mi padre, empresario y socio del CASI, una noche que volvíamos de pasar un rato en el club –Detuvo su relato por algunos segundos y continuó–. Arquímedes y dos de sus hijos, Alejandro y Silvina, estaban en medio de la calle, simulando que su auto se había descompuesto, y mi padre se detuvo a cooperar, ya que los conocía del club y del barrio. Nos tuvieron en su sótano durante tres semanas. Tras obtener el rescate, mataron a mi padre y se deshicieron del cadáver, que jamás apareció. A mí me abandonaron en los fondos de Constitución. Creo que me salvé porque Epifanía Calvo, la esposa del desgraciado engendro satánico, me había tomado especial cariño. Durante tres semanas presencié innumerables torturas y vejaciones a mi bondadoso padre. Las cosas más crueles que una persona pueda sufrir las vi concretarse en el cuerpo de mi pobre padre. No hay nada en el mundo que me cause más terror que la imagen del malévolo rostro del hijo de puta de Arquímedes Puccio. Nada podrá superar ese episodio.

De repente, la puerta del bar se abrió lentamente e ingresaron dos mujeres. Ambas eran de tez blanca, cabello lacio de un negro profundo y cuerpos voluptuosos. Miraron a los presentes, uno por uno, y una de ellas, la más alta, llamativamente parecida a la famosa actriz pornográfica Eva Karera, le preguntó al dueño del lugar si podían ingresar a beber algo.
–¿Podrían ser dos copas de anís, por favor? –Su voz era sensual.
–Cómo no. A sus órdenes, mozas –El dueño del local respondió con amabilidad mientras guiñaba su ojo derecho.
–¿Se puede saber qué las trae por este pueblo perdido en el medio de la nada?
–Estamos buscando a la señora Matilde Medina y le seguimos el rastro hasta acá.
–¿La señora Medina? –preguntó don Pascual.
–Sí, la señora Matilde Medina –afirmó dulcemente la más pechugona de las jóvenes.
–No la conozco. No es de este pueblo.
–Es una señora de avanzada edad que se dedica a cosas esotéricas. Se destaca en la lectura de la borra del café.
–Me alegro de que no sea de este pueblo ni conocerla –adujo irónicamente el cantinero.
–¿Vinieron hasta acá para contratar sus servicios? –quisieron saber, al unísono, Oscar y Patricio.
–No. Es un tema de índole familiar.
–¿La tal vieja es pariente de ustedes? –El obeso Cummings se entrometió en la conversación.
–Podría decirse.
–Prueben de ir hacia el noreste, a la ciudad de Villa Ramallo, es un refugio de malvivientes e inadaptados, ahí va a parar toda la gente rara o la que anda escapando de algo –explicó don Cecilio.
–Gracias por el dato.
–Yo sí que la conozco a la vieja agria esa –sentenció el señor Cummings.
–No le hagan caso, señoritas, bebió como una esponja.
–Sí que la conozco. Es una matrona española oriunda de Murcia. Gorda, tiene el pelo blanco y largo hasta la cintura y sólo le queda un diente. Un colmillo, más precisamente. Tiene tantos años como el mismísimo Lucifer –Hizo un breve intervalo y concluyó su explicación–. Y conste que no estoy hablando de mi suegra –una sonrisa desmedida se adueñó de su amplio rostro.
–Sí, tiene razón. Es esa. Le echó una maldición a nuestro padre, su sobrino sanguíneo, y lo consumió hasta dejarlo seco como yerba al sol –explicó la joven más caderona.  –Imposible escapar de los gualichos de la vieja –una grotesca carcajada remató las palabras proferidas por el obeso forastero.

Pamela y Carolina comenzaron a jugar una partida de pool, sobre una antigua mesa de madera y paño azul. Ambas eran jugadoras sobresalientes. Todos observaban atentamente el partido mientras bebían sus tragos. Cada vez que se inclinaban para medir sus tiros, sus prominentes pechos asomaban por sus sendos escotes o sus colas ataviadas por apretadas calzas negras mostraban su redondez y turgencia. Los presentes no podían quitarles la mirada de encima. El joven Montenegro rápidamente se olvidó de su fobia y se concentró en la belleza y sensualidad que desplegaban las recién llegadas. Las chicas sabían de su encanto y solían divertirse provocando a los hombres.
Las chapas del techo comenzaron a ser acosadas por los grandes gotones que presagiaban una recia tormenta. El viento ululaba en constantes ráfagas. Pero el boliche parecía seguro para guarecerse de la inclemencia del tiempo.
El obeso encendió un habano que despedía un fuerte aroma perfumado y sumamente picante. Ofreció un puro a sus compañeros de taberna pero nadie aceptó. Todos volvieron a pedir una ronda más de tragos y el mesonero les sirvió en sus correspondientes copas, exceptuando al forastero gordinflón.
Carolina ganó la partida y se enfrascaron en otra. Patricio, Oscar y Cecilio decidieron jugar una partida de truco gallo. Una de las chicas se dirigió a la vieja fonola y le dio de comer una moneda de dos pesos. Hizo su elección y comenzó a sonar “Mujer amante”, de Rata Blanca.
–¿De quién es esa pintura? –preguntó Pamela, mirando un cuadro que descansaba sobre una de las paredes laterales del mostrador.
–¿Quién la pintó o quién es el pintado? –repreguntó el viejo Taba.
–Bueno, ambas cosas.
–Lo pintó el Loco Peñafiel.
–¿Loco Peñafiel?
–Sí. Un mecánico de camiones que tiene su taller a unos tres kilómetros de acá. La pintura es su pasatiempo.
–¿Y el pintado?
–Es un personaje creado por él mismo. Todas sus pinturas representan a seres creados por él, una especie de cosmogonía mitológica al estilo de Howard Phillips Lovecraft.  
–Ah. Es un ser horripilante, claro, pero está muy bien pintado. Yo soy profesora de bellas artes, recibida en la Universidad del Salvador, y le aseguro que su amigo, el mecánico, tiene mucho talento.
–Puede pasar por su taller y le mostrara todas sus pinturas. Hasta, quizá, si le cae bien, le regale una.  
–Interesante. Pasaremos de pasada antes de ir hacia Villa Ramallo. Es increíble el talento que hay marginado y olvidado por los rincones del país.
–Me da otro trago, señor –imploró, con voz ahogada, el rechoncho vendedor ambulante.
–Ya le dije que no. Se acabó para usted.
–Maldito cantinero estúpido.  
–Bueno, ya es hora de que se vaya. O se va por su propia cuenta o lo saco a la fuerza, mequetrefe maloliente.
–De acuerdo, me voy –dijo mientras intentaba pararse, cosa que le llevaba demasiado esfuerzo.
Arrastraba su obeso cuerpo y desplegaba un fuerte olor rancio a su paso. Sudaba gotones de apariencia aceitosa. Los rollos de la panza y de las piernas se bamboleaban por debajo de su holgada ropa. Al llegar a la mesa de pool, se apoyó sobre ella y se sostuvo con una de sus manos. Miró a algunos de los presentes, los que estaban al alcance de su visión, ya que los rollos de su cuello le imposibilitaban girar su cabeza, y largó un espeso vómito de color amarillo oscuro, seguido por un eructo grave y estruendoso.
El olor emanado del vomito era insoportable, todos los presentes se reunieron detrás del mostrador. El obeso continuó su lenta marcha hacia la puerta. Antes de llegar a ella, se paró y giró lentamente hasta quedar de frente al resto de los ocupantes del bar.
–No me olvidé de que aceptaron mi apuesta… ¡Juaaa!… –sentenció socarronamente el extraño foráneo.

La figura obesa comenzó a mutar en otras. La carne se adaptaba a distintas formas y tamaños. Le crecían pelos, la piel mutaba a otros tipos de pieles. Así se convirtió en una araña gigantesca de diez patas, en el chico atropellado, en la mujer sangrante, en la vieja Matilde Medina y en el propio Arquímedes Puccio. Hizo un recorrido por los temores más profundos de los presentes. La mutación o metamorfosis instantánea era impresionante, de una realidad insoportablemente pavorosa. Su cuerpo fue escenario de una obra teatral cruel y horripilante escrita por alguna mente de índole demencial.
Los gritos de angustia y desesperación inundaron rápidamente el bar. El joven Montenegro se arrancaba a tirones mechones de cabellos de su cabeza. El viejo Cipriano se desmayó y su cabeza dio contra el borde de una mesa, causándole una muerte instantánea. Pamela y Carolina huyeron por la puerta de atrás. Cecilio y Oscar estaban petrificados en su sitio, el terror los mantenía atenazados con sus frías garras.
El cantinero se mantuvo impertérrito y, tras unos segundos de silenciosa espera, dio un paso adelante y habló:
–Yo también acepto su apuesta, señor Cummings –girando sobre su derecha, hacia la pared lateral del mostrador. Y volvió a hablar:
–¡Azmel!, deshazte de ese mequetrefe asqueroso.
La figura pintada en el cuadro inició su materialización a través de la tela. Se paró en los umbrales del marco y miró fijamente al ser obeso que no dejaba de transformarse constantemente. Comenzó a caminar hacia él, fue a su encuentro…

 SEGUINOS EN FACEBOOK: 

lunes, 12 de junio de 2017

"El vástago" Por Fabiana Duarte

(Buenos Aires, 1970) Ha publicado para la Editorial Pelos de Punta, Antología de cuentos de terror, tomo 11 Lista Negra (2016), y en la revista de literatura digital El Narratorio (2016/2017). En el blog de literatura fantástica Conurbano Profundo (2016) en la revista de literatura Kundra (2017),en el blog literario Inventiva Social (2017) .Obtuvo una mención especial en el Concurso de Narrativa La Pluma Azul de la Municipalidad de Malvinas Argentinas (2015), segundo premio en el Concurso Literario Barracas Al Sud de la municipalidad de Avellaneda (2016) y Mención de honor en el Certamen Internacional de Narrativa de Mis Escritos (2016), La UNLP en la catedra de Lenguaje Visual 3, eligieron en 2016 “El Walichú”, cuento de su autoría para el proyecto Libros Solidarios, destinados a Instituciones Educativas. Forma parte del proyecto Bajo Consumo, Colectivo fotográfico. Escritores y fotógrafos del conurbano para la creación de un libro digital dónde se combinan relatos e imágenes bajo el ala de UNGS. Realizó talleres de narrativa con Jorge Consiglio, Christian Kupchik, y Daniel De Leo. Actualmente trabaja en su primera novela y en un libro de cuentos.

Aquella noche, ella sobrevivía a una lucidez que le resultaba tortuosa. La arrastraron hasta allí unos hombres que conoció en la esquina donde conseguía la muerte fraccionada a cambio de felaciones estériles.
         Ella, de ojos virtuosos y vacíos como fundamento del bien, de una belleza descomunal, tierna, estaba sumida en un cúmulo de sensaciones enrarecidas. En la disco, la música tronaba intransigente. La semi oscuridad acompañaba el zarandeo frenético de los cuerpos. Se respiraba el anónimo reflujo de emanaciones sintéticas.
         Se supo que ella se llamaba María. Que su novio la había engañado con su mejor amiga porque ella se negaba a entregarle su virtud. Que pasó semanas intoxicada, en la cama de una pensión en Balvanera.Se supo también que una madrugada, mientras derretía ácido para inyectarse, una aparición hizo flaquear su juicio quebrado. Un ente de rasgos afilados, de cuerpo esquelético se quejaba frente a ella. Una herida pútrida en la ingle lo hacía hincarse. 
–El Altísimo te cubrirá con su sombra dentro de dos lunas, eres la cierva elegida, la bendecida –dijo.
El ente tosió, interminable, esputó. Un vestigio sanguinolento se desbocó en el piso mugriento.  Ella blanqueó los ojos y se hundió en el limbo infinito de la alucinación.
         Cuentan que esa noche en el local bailable, entre la gente, El Príncipe la olfateó. Se le acercó. La tomó de la cintura. Ella levantó la vista y apoyo las palmas de sus manos en el pecho del heredero. Él tenía una estampa imponente, vigorosa. La mirada sagaz, hizo que ella cediera la voluntad de su cuerpo. Él la tomó de la nuca y la besó. La embriagó con efluvios ancestrales. Su lengua inquieta y soberbia la dominó al instante. Ella experimentó una energía autoritaria que la recorrió por cada una de sus células. La urgencia, el deseo, se apoderó de ella como un espíritu maligno. No necesitó más. Mientras el tumulto se movía al ritmo de la música electrónica. Él le levantó la falda y desintegró en su mano la ropa interior que llevaba puesta. Ella gimió, suplicante. Él la dio vuelta, la sujetó firme del cabello, como a una yegua desbocada.
         De una estocada, desgarró lo único que infundía una sosegada luz de esperanza en su miserable vida. La pureza fue injuriada por la espada del inmortal. Rebalsó el grial con el semen dorado, venerado por millones. “Está hecho”, sentenció.
         Cuando María recobró el sentido, él había desaparecido. Un zumbido en medio del bullicio,  la aturdía.  Su cuerpo comenzó a experimentar cambios. El ADN real se expandía por sus venas a una velocidad galopante. Su mente se despejó de la nebulosa tóxica que la envolvía. Una paz desconocida la acunó. Salió a la calle en la oscura noche, la estaban esperando.
         Durmió durante semanas. Solo la palidez de los sonidos le daban forma a su universo. Cada vez que abría los ojos revivía el beso perturbador que infundió en el olvido, los años ya vividos. Era alimentada, cuidada, vigilada. Aunque al principio se sintió mesurada y bella, intuía una ansiedad cautelosa. Su cuerpo se iba transformando en un capullo. En sus pechos brotaron venas gruesas como ramas, por donde corría como en un rio torrentoso la savia de la vida. Lograba dar algunos paseos escoltada por guardias reales, pero se sentía cada vez más débil. A medida que su vientre se abultaba, ella perdía fuerzas, se marchitaba. La piel se le iba secando, oscureciéndose como una uva pasa. Su cabello perdía brillo y vigorosidad. En la semana veintisiete sintió que se desgraciaba en el lecho. Dolores agudos y punzantes le desgarraban la carne. Levantó su camisa y pudo ver cómo el vástago empujaba las paredes de su estómago. La forma uniforme de unos pies pujaban, tomando impulso hacia el canal. La habitación se oscureció y, a su alrededor, un coro de bellos mancebos desnudos arengaban. El grito que María emitió desgarró las sombras y lo hizo aparecer.
         En una esquina oscura, en lo alto, casi en el techo, El Príncipe agazapado, soberbio, vigilaba. “La hora ha llegado”, el alarido gutural pareció salir de su garganta. Sus ojos rojos se encendieron en la oscuridad.
         No había nadie allí asistiéndola, sin embargo María, podía sentir que manos expertas se introducían en su cuerpo, provocando, guiando, la salida del primogénito. En un esfuerzo sobrehumano el capullo vomitó una criatura pequeña. Humeante, neófito, movía manos y piernas sobre la cama empapada de sangre. María, con las venas de la cara reventadas,  se incorporó. Miró hacia arriba. En el rincón oscuro, cerca del techo, los ojos rojos seguían cada movimiento. María tomó al niño, insegura. Limpió el pequeño cuerpo con las sábanas, lo envolvió en ellas. El niño temblaba, emitía una secuencia de sonidos tenues, monocordes. Ella revisó sus manos, sus pies. Le abrió la boca. El instinto más primitivo apareció e intentó succionar el dedo que lo exploraba. Exhausta, lo tomó por debajo de las axilas. La criatura pataleó en el aire. En ese instante supremo, María comprobó que era un varón perfecto. Algo le llamó la atención, era robusto y en su cabeza, algo se movía. La mollera abierta latía. La delgada piel rosada, pasmosa, se agitaba al ritmo ligero del pequeño corazón, pero se vislumbraba una marca.María abrió los ojos, advirtió con horror que en la piel del niño aparecía y desaparecía el número del innombrable. El gritó inconsolable y sobrenatural de María dilaceró su existencia. Una centella de fuego le fue sentenciada desde lo alto. Mientras sus cabellos se volvían blancos al instante y sus pupilas se extinguían, ella pudo ver, aterrada, como El Príncipe reptaba por las paredes, acercándose.

 SEGUINOS EN FACEBOOK:

viernes, 9 de junio de 2017

"La roncera" Por Marcelo Adrían Lillo

Marcelo Adrían Lillo es escritor argentino. Nació en Río Cuarto, Córdoba, el 1 de noviembre de 1968. Ha publicado sus trabajos en la revista literaria de la Universidad Nacional de Río Cuarto y en la sección literaria de Diario Puntal de la misma ciudad.
En noviembre de 2005 editó el libro de cuentos “Cuatro para la medianoche”, primer trabajo publicado con historias de su exclusiva creación, a través de la editorial CARTOGRAFÍAS de la ciudad de Río Cuarto, Argentina.
En Junio de 2006 publicó su primera novela titulada “El instigador” bajo el sello de Alción Editora de la ciudad de Córdoba, Argentina.
En junio de 2007 ganó el primer premio en el concurso de cuentos Amadis de Gaula, España, con su trabajo titulado “El matador de Gonzalo Fischer”.
En marzo de 2011 publicó su cuento titulado “Un secuestro” en la revista de ficción fantástica ON SPEC de la ciudad de Edmonton, Canadá.
En octubre 2013, publicó su libro de relatos titulado “Mésalliances” en edición conjunta de Editorial CARTOGRAFÍAS y UniRío (Editorial de la Universidad Nacional de Río Cuarto).
Desde agosto de 2009 publica regularmente y bajo contrato sus relatos en el diario PUNTAL de la ciudad de Río Cuarto, Argentina.
Podés descargar este relato en PDF desde el siguiente enlace:


Lo conocí en el bar donde habíamos quedado en encontrarnos para tratar el negocio. Lo primero que pensé al verlo fue en una equivocación, porque el tipo no se acoplaba en nada a la idea que me había hecho a partir de lo que Norma me contó cuando me acompañó desde la inmobiliaria.
—Llegó del extranjero hace un par de meses. El viejo era cliente de mi viejo. Arrendamientos de campos, hectáreas de soja, mucha guita. Hace poco falleció y le dejó la casa, así que tuvo que venir para arreglar los trámites de la sucesión. Me fue a ver para que lo ayudara a venderla, y como vos estabas interesado…
Seguro que lo estaba. Si las fotos que Norma me había mostrado en la inmobiliaria eran lo suficientemente fidedignas, jamás iba a conseguir una propiedad semejante al precio que la ofrecían. Una oportunidad irrepetible. Lo cual me hacía desconfiar. Por eso le pedí que arreglara una entrevista ese mismo día. Si había algún problema, mejor desengañarse pronto. Como el tipo andaba por el centro a esa hora, decidimos reunirnos cuanto antes en el bar.
Lo encontramos sentado bajo las escaleras, arrinconado entre la mesa y la pared, como un objeto tirado. Vestía una campera vaquera y pantalones desteñidos. Un pelo largo y desgreñado hacía juego con una barba de varios días. Miraba hacia atrás, como si examinara algo con atención, aunque a sus espaldas no hubiera más que vacías superficies de pared. Se sobresaltó cuando nos acercamos a la mesa. Tenía la tez pálida y ojeras que parecían haber sido pintadas con los dedos. Olía a tabaco y a taller mecánico. Nos invitó a sentarnos y luego de las presentaciones de rigor me resumió sus condiciones.
—La venta es al contado. No estoy dispuesto a otorgar facilidades ni a aceptar permutas. Necesito venderla rápido. De ahí que he optado por hacerle una rebaja al precio final. —Y agregó como un inciso suplementario de su resolución—. No puedo quedarme por mucho tiempo.
Lo juzgué razonable. Indagué sobre impuestos y gravámenes.
—Todo al día —sintetizó—. Norma tiene los comprobantes. Pago en efectivo y escritura inmediata.
Mientras hablaba, giraba la vista a todos lados, la fijaba en algún punto y enseguida la retiraba. Sus ojos se contraían ante estímulos invisibles. Le propuse ir a ver la casa. Eso pareció relajarlo un poco.
A punto de levantarnos, el teléfono de Norma sonó, abortando nuestra partida. Él se rascó sus mejillas sin afeitar, produciendo un ritmo rasposo y veloz, como si tratara de apurarla con su cadencia de metrónomo. Una mujer se nos acercó para ofrecernos trapos de piso y bolsas de residuos. Él se estremeció al descubrirla parada junto a la mesa y la rechazó con enérgico desdén. La cara se le había vuelto de porcelana. No me costó mucho pensar en insomnios y psicofármacos.
—Estos boludos —rezongó Norma al cortar la comunicación—. Traspapelaron un contrato que iban a venir a firmar hoy. Parece que si no estoy yo se salen los planetas de órbita. Vayan yendo ustedes. Yo en un rato los alcanzo.
Salimos. El tipo paseó una lenta mirada a lo largo de la vereda del otoño y subimos al auto.
La casa estaba en las afueras, en el camino a Santa Catalina. Una de esas viejas fincas remodeladas que aún subsisten en la periferia de los espacios y del tiempo. Tenía senderos arbolados y un patio con jardines, y también servicio de Internet, televisión satelital y cámaras de vigilancia. Un lugar imbuido en esa media atmósfera entre lo urbano y lo campestre, tomando lo mejor de cada uno. No me disgustaba, encontraba cierto encanto en su ambiente sombrío, como una belleza esperando ser rescatada.
El interior estaba más desamoblado de lo que había imaginado. Sólo quedaban una mesa, un par de sillas, un escritorio con una computadora y un heterogéneo conjunto de objetos desparramados, un horno a microondas, una heladera y un sofá-cama desplegado en un rincón del living, cerca de la puerta. Quizá la habían dejado así, o tal vez él ya se había desecho de los otros muebles y había conservado lo justo y necesario para permanecer allí hasta que se efectuara la venta.
Inspeccioné los cuartos, los techos y las paredes, buscando defectos inexistentes. No encontré nada que me despertara dudas, excepto los cordeles con ristras de campanillas colgados sobre las puertas y las ventanas. Estaban enganchados a cada extremo del marco, combados en posición horizontal, como un adorno navideño. La curiosidad me ganó.
—Me los dio una curandera en un viaje que hice a los Cárpatos el año pasado —me contó. Sopló apenas el cordel y las campanas tintinearon ante la leve caricia de aire—. Para protección contra los malos espíritus, según me dijo.
—Algo así como un llamador de ángeles —dije yo.
—Como un sistema de alarmas —contestó.
Yo asentí como si hubiera entendido.
—Veo que le gusta traer recuerdos bastante particulares de los lugares que visita.
Él sonrió y arqueó las cejas.
—No siempre.
—Digo, por las cosas que tiene ahí —comenté, señalando el escritorio.
Él, adivinando mi intriga, me describió brevemente lo que ahí tenía. Un pequeño libro de conjuros latinos, una escultura de madera de un chamán africano, una piedra energética del Uritorco, una fragancia que sólo los curas de San Marino sabían preparar y un estilete francés del siglo XVII. Salvo este último, los demás parecían compartir un mismo factor común de esoterismo fetichista. Me saltó a la vista esa discordancia y así se lo expresé.
—Los jesuitas de Poitiers acostumbraban llevarlo a los exorcismos en caso de que fallaran los otros métodos —me explicó—. Una especie de último recurso.
—¿Contra quién?
Él se encogió de hombros.
—Calculo que contra ellos mismos.
Admirando su desordenada colección, le dije tratando de evitar el halago.
—Un verdadero apasionado de los viajes.
Puso el estilete en su lugar.
—He hecho varios, la mayoría por placer.
—¿Y los otros fueron por necesidad?
—Podría decirse —señaló como un punto final—. Supongo que querrá ver el patio.
—Claro.
Una galería techada servía de umbral a un extenso terreno parquizado, con faroles distribuidos a lo largo de un camino de piedra lisa y negra. Una cámara sobresalía de un ángulo de pared como un ojo en una mirilla. Desde un rincón, un perro encadenado emitió un gruñido indagatorio al vernos salir. Él lo silenció con un chistido y me guió por el sendero neblinoso que serpenteaba entre los pinos y los ligustres. Aquella inmensidad amurallada, con su aire condensado entre grises y verdes, me causó una nostalgia casi terapéutica, como si extrañara un lugar en el que nunca había estado.
—Me gusta —le dije, sintetizando mi interés.
Él no pareció escucharme. Su atención se había torcido hacia un caracol que imprimía un filamento viscoso sobre la humedad de la piedra plana.
—Es curioso, ¿no?
—¿Perdón?
—Uno pensaría que va a tardar un día entero en cruzar todo el jardín. Para él, una distancia como ésa equivaldría a unos cincuenta o sesenta kilómetros para nosotros. Pero a la hora sale al patio y ve que ya cubrió un cuarto del trayecto. Una hora más, y ya pasó la mitad. Cuando menos se quiera acordar, abre la puerta y lo tiene ahí. Es increíble cuánto nos engaña la perspectiva.
Y acto seguido lo aplastó.
Yo lo observé sin escándalo ni repudio, como si no me importara mi propio desconcierto, o como si me estuviera acostumbrando.
—Podemos acelerar las cosas, si quiere —habló mientras se frotaba la suela contra el césped.
—¿Cómo dice?
—Si de verdad le interesa —añadió, abarcando la casa con un índice giratorio.
—Sí, claro. En tres días me habilitan el plazo fijo y entonces podemos transferir el pago contra escritura.
—Tres días —repitió como un eco tardío.
El timbre sonó. Él permaneció pensativo y ausente, como si estuviera haciendo cálculos. El timbre volvió a sonar y lo acompañé hasta la puerta. Había otro cordel de campanillas colgado junto al marco, sólo que en posición vertical. Abrió.
—Pensé que ya habían cerrado trato sin mí —dijo Norma—. ¿Y? ¿Qué te pareció?
—Está bien —le respondí.
—¿Viste? —le tocó el hombro, tratando de transmitirle su entusiasmo—. Te dije que te la iba a hacer correr rápido.
—Ahora por fin te vas a poder librar de mí —replicó él en un tono que murió a medio camino entre la ironía y la languidez.
—No seas tonto —le dijo ella—. Sabés que no lo hago por eso.
—¿De veras?
—Claro que no. Es por la comisión.
Nos despedimos en el umbral. El tipo miró a ambos lados del exterior de la casa y cerró la puerta.
Habíamos quedado en encontrarnos en la escribanía el viernes a las cuatro. A las seis y diez, luego de exasperantes intentos por contactarlo, nos propusieron concertar una nueva cita para la semana siguiente.
Norma subió molesta al auto. Supuse que se debía al riesgo de perder su comisión. Le sugerí llegarnos hasta la casa. Tuve que recurrir a varios argumentos para convencerla.
Nadie atendió al llamado del timbre. Ni la primera vez, ni la segunda, ni la tercera. Entonces ella sacó una llave de la cartera, la introdujo en la cerradura y explicó sin que yo le preguntara nada.
—A veces tenía que venir a mostrar la casa y él no estaba.
Un imprevisto tintineo nos hizo saltar hacia atrás cuando ella abrió la puerta. El cordel se desprendió del gancho con el envión y quedó colgando como el brazo de un muerto.
Norma desactivó la alarma, entró y lo llamó. Sabía que nadie contestaría, pero era una mujer práctica y debía cumplir el trámite. Me quedé en el umbral mientras ella desaparecía por el pasillo para fijarse en las habitaciones. La casa estaba a oscuras. Eran sólo las siete, pero a mediados de otoño ésa es una hora impredecible.
Me asomé y observé el living, concentrándome en objetos que no podía ver. No percibí nada, excepto una luz rojiza y titilante que me hacía guiños desde el escritorio. Me aproximé y comprobé que la computadora estaba encendida. También había una taza con café frío, una tableta de cápsulas vacía y un cigarrillo en la ranura de un cenicero; inferí, por la larga curva de ceniza que se extendía desde el filtro, que se había consumido allí solo.
Moví la silla apoyada contra el escritorio, pulsé una tecla y la pantalla de la computadora se aclaró gradualmente. Bajo la luz fluorescente de la pantalla alcancé a divisar un par de cabellos sobre el teclado, como si alguien se hubiera quedado dormido allí. Comencé a revisar las páginas, había varias abiertas. La primera era una noticia de hacía siete años publicada en un diario de Catamarca; algo sobre una tragedia vial en el cruce con la ruta 38. En la siguiente había un nombre escrito en el buscador: Silvia Belisario. La otra era un video en YouTube: Avistamiento de la Roncera en Lima. La última era un sitio de compras de pasajes aéreos; había una reserva confirmada a Moscú.
Efectué el recorrido en reversa. Examiné el video; databa de cinco meses atrás. Al principio mostraba una calle nocturna y brumosa, apenas bañada por el resplandor amarillo de los faroles. Una apretada voz masculina servía como sonido de fondo al paisaje inmóvil. “Creo que ahí está, padre,” repetía. Por un rato no vi nada. Luego, como una vela en la oscuridad, una sombra blanca se fue agrandando en un segundo plano de la pantalla. Una silueta caminando por la vereda empapada de claroscuros, tambaleándose a paso lento y constante, como si las tinieblas la escupieran. Una figura encogida y cabizbaja, como de vieja reumática. Una figura que parecía humana. Y a continuación un grito ahogado, mezclado con el ruido de cosas que se caen, y una voz con inconfundible acento andino indicándole al otro que no debía perder tiempo, que se fuera ya mismo de ahí, que no podía hacer nada más por él. Uno de los tantos fraudes por los que la gente ya no cree en el misterio, pensé. Y miré sin querer el estilete francés que adornaba el escritorio. Todavía estaba allí, donde él lo había dejado.
Pasé a la otra página y revisé los enlaces facilitados por el nombre en el buscador. Hablaban de accidentes, de fugas y de investigaciones en curso. Me pregunté si guardaban alguna relación con la noticia del principio, y a punto de cerciorarme una mano en el hombro me hizo girar y ponerme en guardia, revelándome una tensión que hasta entonces no sabía que tenía.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Eh?
—No toques nada —me previno Norma. Y agregó de una manera que no daba lugar a malentendidos—. Por las dudas.
—¿Todo en orden adentro?
Ella miró hacia atrás y después de vuelta hacia mí.
—Demasiado —dijo—. Vamos. —Dio media vuelta hacia la puerta—. Vámonos de acá.
Algo en su entonación me hizo acordar a la voz que acababa de escuchar en el video.

Volvimos a encontrarnos la semana siguiente en su oficina, cuando toda esperanza de ventajosos tratos ya se había esfumado del todo.
Me reembolsó el monto de los honorarios que le había adelantado y advertí menos fastidio que desazón en su actitud.
Le pregunté si estaba bien, no por formalismo sino por sincera curiosidad. Ella me contestó que sí, considerando lo que había pasado.
—¿Y qué fue lo que pasó?
—No sé. Quiero creer que le agarró un ataque de espontaneidad y simplemente se arrepintió de vender.
—No entiendo.
—No importa. No sería la primera vez que hace algo así.
—Es que de veras no entiendo. Si su plan era vender pero no quería quedarse, ¿por qué no nombró a algún apoderado que hiciera los trámites por él?
—¿A quién? Si acá no tenía a nadie.
—A vos, por ejemplo.
—¿Y quedar prendida en una historia como ésa? Ni en pedo.
—¿Cuál historia?
Ella suspiró, contrariada por el aprieto en el que ella misma se había metido.
—Hace unos años protagonizó un accidente en una ruta del Norte con una novia que tenía por allá. Se les atravesó una mujer que vendía mantas o alpaca o qué sé yo. Fatal. Para hacerla corta, papi y mami pusieron los billetes, movieron algunos hilos, probaron que no hubo forma de evitar el choque y en menos de tres meses los largaron sin cargo ni culpa. Quién sabe, a lo mejor fue así, tal vez no alcanzaron a verla, a lo mejor el chabón no iba en pedo y la mina no se la estaba chupando mientras él manejaba. La verdad que eso mucho no importa, porque lo más jodido vino después.
—¿Cuándo?
—Cuando desapareció la novia.
Yo me la jugué.
—¿Silvia Belisario?
Ella tomó aire.
—Parece que alcanzaste a ver más de la cuenta. En fin, no voy a pretender que creas lo que voy a decirte porque ni yo misma lo puedo creer. Así que me da lo mismo. El tema es que cuando vino a hablarme por lo de la venta y me dijo que tenía que quedarse hasta completar los trámites, lo noté angustiado, muy colgado, más que de costumbre. Nos conocemos desde chicos, desde que nuestros viejos empezaron a hacer negocios. Tuvimos alguna que otra historia juntos, y como no nos habíamos visto por tanto tiempo lo invité a cenar. Tomamos unas copas, charlamos sobre el pasado, una cosa llevó a la otra y… bueno, no necesitás detalles. Se ve que el whisky le aflojó la lengua, o a lo mejor las ganas de descargarse que tenía. Así que me contó. Todo ese asunto acerca de la mina.
—Ajá.
—Una mañana la mucama tocó el timbre en la casa de la piba, una india de la zona que le iba a limpiar la casa dos veces por semana. Como no le abrían, la mujer lo llamó a él y entraron. Nadie. Forzaron la puerta, estaba cerrada con pestillo. Las ventanas bajas, la alarma activada, todo en perfecto orden… igual que la otra noche, ¿te das cuenta?
Claro que me daba cuenta. El problema no era que no pudiese creerlo, sino que no quería. Y también presentí que, de la misma forma en que se lo habían contado a ella, ahora era ella quien necesitaba descargarse.
—El único detalle que les saltó a la vista fue la cama destendida. La mucama dijo que seguro la había agarrado dormida. Él le preguntó a quién se refería, ella no quiso largar el rollo, él la apretó y entonces ella le dijo que se fuera rápido, que el accidente había convertido a la vieja en La Roncera y ahora andaba cerca. Él le preguntó qué carajo era eso. Y ella se lo dijo.
—La Roncera —indagué yo.
—El espíritu vengativo de alguien a quien le truncaron su ciclo de vida y reclama justicia rastreando a su objetivo en cada lugar adonde va. Lo persigue a paso constante,  por sus espacios paralelos de niebla y sombras, sin detenerse jamás. Y ahí está la trampa. Uno se relaja después de pasar meses o años sin verla, creyendo que le ha sacado toda una vida de ventaja, como la fábula de la liebre y la tortuga. Pero por más lento que se mueva, tarde o temprano lo alcanza. Por eso no puede quedarse tanto tiempo en un mismo lugar. Ni hablar de establecerse. Y si en algún momento se descuida… —y se abstuvo de completar la oración—. La cuestión es que la mandó a la mierda a la mucama por decir tantas boludeces en un momento así. Y hasta la semana siguiente siguió creyendo que no eran nada más que eso. Un rosario de supersticiones delirantes.
—¿Qué pasó a la semana siguiente?
Norma se removió en la silla, como si estuviera incómoda.
—Se la encontró una noche a la vuelta de una esquina. A la misma vieja, la que se habían llevado por delante en la ruta. Tenía las piernas quebradas y el cuerpo descoyuntado, y aun así se le acercaba.  De pedo que tuvo tiempo de salir corriendo. Cinco segundos más que tardara en doblar la esquina y…
Volvió a interrumpirse.
—Eso fue lo que te contó.
Norma se encogió de hombros.
—Como te dije, no pretendo que me creas. Pero desde ese día se la pasa yendo de un lado a otro, como un fugitivo. Una vez la adivinó entre la multitud en una plaza de Nueva York, según me dijo. Otra, en el andén de una estación sueca. Otra, en medio de la selva durante una excursión que hizo en Sudáfrica. La última vez fue en un monasterio en Perú.
Recordé las palabras del video. “Creo que ahí está, padre.” No quise preguntarme de quién era esa voz. Quizá porque no quería conocer la respuesta.
—¿Y cómo hace para seguirlo de un continente a otro? ¿Va caminando sobre el mar?
—¿En serio? ¿Eso es lo que más te llama la atención?
Tenía razón. Una vez admitida la idea de una persecución de ultratumba, ya todo lo demás dejaba de sonar tan imposible. Me abstuve de seguir haciendo comentarios. Ella continuó.
—No sé si cuánto hay de cierto en la historia y cuánto de alucinado. Pero la verdad que nunca antes lo había visto llorar así. Y honestamente, tampoco creo que vaya a verlo después.
Agité una negación, sin saber qué estaba negando en realidad.
—Tengo que irme. Llamame si te enterás de algo, ¿sí?
—Andá tranquilo. Yo te aviso.
Me levanté y le dije:
—Y no te des tanta manija por este tipo. Me da la impresión de que conocer tantas cosas terminó por volverlo loco.
—¿Vos decís?
—Me juego que ahora está en un cabaret de la Plaza Roja, hasta el culo de vodka y enroscado con un par de gringuitas de diecisiete años.
Y me retiré.
El tiempo acabó por reafirmar esta convicción. En ningún momento me permití dudar de ella. Ni siquiera anoche, después de descubrir el video.
Lo había subido alguien que se hacía llamar NighTremors. Se titulaba “El enigma de Santa Catalina”.
Apenas empecé a verlo distinguí las oscuras hileras de pinos y ligustres. En el borde inferior, los números marcaban las cuatro y veintitrés. La fecha era de mediados de otoño. Había un perro en el centro de la pantalla, ladrándole a la nada de la noche. De repente se precipitó hasta el fondo, se perdió de vista en la última frontera de penumbras y no volvió a aparecer. Por un momento sólo vi el paisaje inmóvil, sereno e insonoro. Luego, como siguiendo el compás de los segundos que transcurrían en el borde inferior, una figura encogida y cabizbaja avanzó por el sendero de piedra negra. Lenta, constante y dolorida. Lo último que vi fue una cabellera tan enmarañada que parecía flotar mientras pasaba por debajo del punto de visión. Entonces me acordé de la cámara ubicada en lo alto de la galería.
De alguna manera la proyección se había filtrado y alguien la había difundido. Supuse que teniendo en cuenta el trasfondo de la historia, no habrá faltado el trastornado cibernético de turno que se tomó la molestia de insertar aquellas imágenes imposibles para dar una explicación mística a la desaparición del propietario. Otro de los tantos fraudes por los que la gente ya no cree en el misterio. Un sofisticado truco de magia informática. Nada más.
Pero sin saber por qué, pensé en el estilete que vi sobre el escritorio de la casa desierta.
Y una voz interior que no era la mía se preguntó si había tenido tiempo para usarlo o si había sido arrastrado en cuerpo y alma hacia los espacios paralelos de niebla y sombras.

SEGUINOS EN FACEBOOK: