Ariel Garriga Pérez vive en un antiguo caserón
de Burzaco, su ciudad natal. Soltero y sin hijos. Publicó un libro de relatos
de diversos géneros titulado "Una aventura de amor, plegarias y pócimas
diabólicas" (Editorial Dunken) y otros cuentos en antologías de varias
editoriales, principalmente españolas. Fanático de Iron Maiden y de Cervantes,
cree que el Quijote es la mejor obra literaria de todos los tiempos.
–Quiero
proponerles enfrascarnos en una apuesta. Me gustaría saber si alguno de ustedes
está dispuesto a aceptar –pronunció el cansado obeso tirado sobre uno de los
taburetes de la barra del bar del viejo Pascual Taba.
–Uh,
callate la boca, borracho. Dormí la mona y no molestes al resto –sentenció, malhumorado,
el dueño del bar.
–No
estoy borracho. Se necesitan muchos litros más de cerveza para voltearme, viejo
–alardeó el obeso.
–¿De
dónde viene? Es la primera vez que se lo ve por estos pagos –preguntó don Cecilio,
el octogenario zapatero del pueblo.
–Sí,
es verdad. Me dirijo hacia San Nicolás y paré casualmente en este bar. Soy
oriundo de Navarro.
–Ah,
yo he ido varias veces a pescar por la zona. Se sacan buenos pejerreyes y
tarariras bastante grandes. Es más, tengo un amigo que vive en Chacras y suelo
ir a visitarlo con bastante frecuencia –explicó Oscar Barone.
–Mi
difunta esposa era nacida en Chacras. Dios la tenga en la gloria… y no la suelte
–bromeó el desconocido.
–¿Y
anda viajando solo? ¿Cruzando el país sin compañía? –quiso saber el dependiente
de la taberna.
–Sí,
es un viaje de negocios. Recorro el país vendiendo pararrayos.
–¿Pararrayos?
–preguntaron, al unísono, Oscar y Cecilio.
–Exactamente.
Con todos los rayos que caen y fulminan gente últimamente, es necesario hacerse
de un buen pararrayos. Es más, este bar necesitaría uno.
–Qué
más da… acá sólo caen locos, nada más –sentenció el viejo Pascual.
–Bueno,
volviendo a mi propuesta, ¿aceptan hacer una apuesta? Acá pongo quinientos
pesos sobre la barra –El forastero depositó la plata señalada luego de
expuestas sus palabras.
–¿Qué
clase de apuesta está interesado en hacer, señor? –preguntó, interesado,
Pascual Taba.
–Les
apuesto a todos los presentes que les puedo enseñar lo más espeluznante que podrán
ver en sus vidas.
–¿Esa
es su apuesta? –preguntó Cecilio. Su cara denotaba sorpresa e incertidumbre.
–Esa
exactamente –afirmó, con voz fuerte y segura, el obeso apostador.
–¿Quinientos
pavos? Yo acepto –sentenció el añoso Cipriano Horqueta, jubilado del
ferrocarril, que hasta el momento no había pronunciado palabra. Y prosiguió–:
Jamás podrá mostrarme algo peor de lo que he visto. Jamás, ni en cinco vidas.
–A
ver, cuente nomás, señor.
–A
mis treinta años de edad atropellé a un niño de tres años que soltó la mano de
su madre y cruzó la calle a saltos, imitando a un sapo. Yo conducía mi
Chevrolet Opala y le di a la altura de la cabeza. Cuando bajé a mirar, su
cabeza y su torso estaban incrustados en la parrilla de mi automóvil y sus
piernas enganchas entre la rueda delantera izquierda y el guardabarros. La
madre se acercó enloquecida y a los gritos. Vi que le chorreaba sangre por sus
piernas. Levanté mi vista hacia su abdomen y lo noté sumamente hinchado. Me
mantuve confuso por unos segundos y luego comprendí: estaba perdiendo un
embarazo.
Enloquecí
y fui internado en un neuropsiquiátrico de Luján. Salí apenas hace dos años, o
sea a mis ochenta y dos años de edad, y recibo una pensión del gobierno. No
puedo trabajar. Apenas si puedo dormir. Lo único que apacigua mi angustia es la
bebida. Cualquier día de estos me cuelgo de uno de los tirantes de mi cocina.
–Repudio
su mala suerte, señor. Pero le aseguro que lo que le mostraré supera ampliamente
eso que acaba de narrar –aseguró el señor Cummings.
–Yo
también acepto la apuesta –dijo, tímidamente, el joven Patricio Montenegro.
Hizo un breve silencio y continuó–. Toda mi vida he sufrido de aracnofobia… y a
los doce años, me desperté de una siesta en pleno jardín, bajo una frondosa
parra, con una araña de diez patas, negra y amarilla, caminándome por el pecho.
Le aseguro que nada podrá superar ese horror. Ya de contarlo… –El joven no pudo
terminar la frase, comenzó a vomitar compulsivamente. El cantinero lo tomó de
los hombros y lo ayudó a llegar al baño mientras su llanto inundaba el local.
–Repulsiva
situación, amigos. Sobre todo para un niño de esa edad. Pero le mostraré algo
mucho peor que eso, mi buen señorito –sentenció el señor Cummings, aunque el
joven ya no lo escuchaba.
–Yo
también acepto su desafío, forastero –dijo Oscar Barone–. Yo fui víctima del
mismísimo Clan Puccio. Fui secuestrado junto a mi padre, empresario y socio del
CASI, una noche que volvíamos de pasar un rato en el club –Detuvo su relato por
algunos segundos y continuó–. Arquímedes y dos de sus hijos, Alejandro y
Silvina, estaban en medio de la calle, simulando que su auto se había descompuesto,
y mi padre se detuvo a cooperar, ya que los conocía del club y del barrio. Nos
tuvieron en su sótano durante tres semanas. Tras obtener el rescate, mataron a
mi padre y se deshicieron del cadáver, que jamás apareció. A mí me abandonaron
en los fondos de Constitución. Creo que me salvé porque Epifanía Calvo, la
esposa del desgraciado engendro satánico, me había tomado especial cariño. Durante
tres semanas presencié innumerables torturas y vejaciones a mi bondadoso padre.
Las cosas más crueles que una persona pueda sufrir las vi concretarse en el
cuerpo de mi pobre padre. No hay nada en el mundo que me cause más terror que
la imagen del malévolo rostro del hijo de puta de Arquímedes Puccio. Nada podrá
superar ese episodio.
De
repente, la puerta del bar se abrió lentamente e ingresaron dos mujeres. Ambas
eran de tez blanca, cabello lacio de un negro profundo y cuerpos voluptuosos.
Miraron a los presentes, uno por uno, y una de ellas, la más alta,
llamativamente parecida a la famosa actriz pornográfica Eva Karera, le preguntó
al dueño del lugar si podían ingresar a beber algo.
–¿Podrían
ser dos copas de anís, por favor? –Su voz era sensual.
–Cómo
no. A sus órdenes, mozas –El dueño del local respondió con amabilidad mientras
guiñaba su ojo derecho.
–¿Se
puede saber qué las trae por este pueblo perdido en el medio de la nada?
–Estamos
buscando a la señora Matilde Medina y le seguimos el rastro hasta acá.
–¿La
señora Medina? –preguntó don Pascual.
–Sí,
la señora Matilde Medina –afirmó dulcemente la más pechugona de las jóvenes.
–No
la conozco. No es de este pueblo.
–Es
una señora de avanzada edad que se dedica a cosas esotéricas. Se destaca en la
lectura de la borra del café.
–Me
alegro de que no sea de este pueblo ni conocerla –adujo irónicamente el cantinero.
–¿Vinieron
hasta acá para contratar sus servicios? –quisieron saber, al unísono, Oscar y
Patricio.
–No.
Es un tema de índole familiar.
–¿La
tal vieja es pariente de ustedes? –El obeso Cummings se entrometió en la conversación.
–Podría
decirse.
–Prueben
de ir hacia el noreste, a la ciudad de Villa Ramallo, es un refugio de malvivientes
e inadaptados, ahí va a parar toda la gente rara o la que anda escapando de
algo –explicó don Cecilio.
–Gracias
por el dato.
–Yo
sí que la conozco a la vieja agria esa –sentenció el señor Cummings.
–No
le hagan caso, señoritas, bebió como una esponja.
–Sí
que la conozco. Es una matrona española oriunda de Murcia. Gorda, tiene el pelo
blanco y largo hasta la cintura y sólo le queda un diente. Un colmillo, más
precisamente. Tiene tantos años como el mismísimo Lucifer –Hizo un breve
intervalo y concluyó su explicación–. Y conste que no estoy hablando de mi
suegra –una sonrisa desmedida se adueñó de su amplio rostro.
–Sí,
tiene razón. Es esa. Le echó una maldición a nuestro padre, su sobrino
sanguíneo, y lo consumió hasta dejarlo seco como yerba al sol –explicó la joven
más caderona. –Imposible escapar de los
gualichos de la vieja –una grotesca carcajada remató las palabras proferidas
por el obeso forastero.
Pamela
y Carolina comenzaron a jugar una partida de pool, sobre una antigua mesa de
madera y paño azul. Ambas eran jugadoras sobresalientes. Todos observaban atentamente
el partido mientras bebían sus tragos. Cada vez que se inclinaban para medir
sus tiros, sus prominentes pechos asomaban por sus sendos escotes o sus colas
ataviadas por apretadas calzas negras mostraban su redondez y turgencia. Los
presentes no podían quitarles la mirada de encima. El joven Montenegro
rápidamente se olvidó de su fobia y se concentró en la belleza y sensualidad
que desplegaban las recién llegadas. Las chicas sabían de su encanto y solían
divertirse provocando a los hombres.
Las
chapas del techo comenzaron a ser acosadas por los grandes gotones que presagiaban
una recia tormenta. El viento ululaba en constantes ráfagas. Pero el boliche
parecía seguro para guarecerse de la inclemencia del tiempo.
El
obeso encendió un habano que despedía un fuerte aroma perfumado y sumamente
picante. Ofreció un puro a sus compañeros de taberna pero nadie aceptó. Todos
volvieron a pedir una ronda más de tragos y el mesonero les sirvió en sus
correspondientes copas, exceptuando al forastero gordinflón.
Carolina
ganó la partida y se enfrascaron en otra. Patricio, Oscar y Cecilio decidieron
jugar una partida de truco gallo. Una de las chicas se dirigió a la vieja
fonola y le dio de comer una moneda de dos pesos. Hizo su elección y comenzó a
sonar “Mujer amante”, de Rata Blanca.
–¿De
quién es esa pintura? –preguntó Pamela, mirando un cuadro que descansaba sobre
una de las paredes laterales del mostrador.
–¿Quién
la pintó o quién es el pintado? –repreguntó el viejo Taba.
–Bueno,
ambas cosas.
–Lo
pintó el Loco Peñafiel.
–¿Loco
Peñafiel?
–Sí.
Un mecánico de camiones que tiene su taller a unos tres kilómetros de acá. La
pintura es su pasatiempo.
–¿Y
el pintado?
–Es
un personaje creado por él mismo. Todas sus pinturas representan a seres
creados por él, una especie de cosmogonía mitológica al estilo de Howard
Phillips Lovecraft.
–Ah.
Es un ser horripilante, claro, pero está muy bien pintado. Yo soy profesora de
bellas artes, recibida en la Universidad del Salvador, y le aseguro que su
amigo, el mecánico, tiene mucho talento.
–Puede
pasar por su taller y le mostrara todas sus pinturas. Hasta, quizá, si le cae
bien, le regale una.
–Interesante.
Pasaremos de pasada antes de ir hacia Villa Ramallo. Es increíble el talento
que hay marginado y olvidado por los rincones del país.
–Me
da otro trago, señor –imploró, con voz ahogada, el rechoncho vendedor ambulante.
–Ya
le dije que no. Se acabó para usted.
–Maldito
cantinero estúpido.
–Bueno,
ya es hora de que se vaya. O se va por su propia cuenta o lo saco a la fuerza,
mequetrefe maloliente.
–De
acuerdo, me voy –dijo mientras intentaba pararse, cosa que le llevaba demasiado
esfuerzo.
Arrastraba
su obeso cuerpo y desplegaba un fuerte olor rancio a su paso. Sudaba gotones de
apariencia aceitosa. Los rollos de la panza y de las piernas se bamboleaban por
debajo de su holgada ropa. Al llegar a la mesa de pool, se apoyó sobre ella y
se sostuvo con una de sus manos. Miró a algunos de los presentes, los que
estaban al alcance de su visión, ya que los rollos de su cuello le imposibilitaban
girar su cabeza, y largó un espeso vómito de color amarillo oscuro, seguido por
un eructo grave y estruendoso.
El
olor emanado del vomito era insoportable, todos los presentes se reunieron
detrás del mostrador. El obeso continuó su lenta marcha hacia la puerta. Antes
de llegar a ella, se paró y giró lentamente hasta quedar de frente al resto de
los ocupantes del bar.
–No
me olvidé de que aceptaron mi apuesta… ¡Juaaa!… –sentenció socarronamente el
extraño foráneo.
La
figura obesa comenzó a mutar en otras. La carne se adaptaba a distintas formas
y tamaños. Le crecían pelos, la piel mutaba a otros tipos de pieles. Así se
convirtió en una araña gigantesca de diez patas, en el chico atropellado, en la
mujer sangrante, en la vieja Matilde Medina y en el propio Arquímedes Puccio.
Hizo un recorrido por los temores más profundos de los presentes. La mutación o
metamorfosis instantánea era impresionante, de una realidad insoportablemente
pavorosa. Su cuerpo fue escenario de una obra teatral cruel y horripilante
escrita por alguna mente de índole demencial.
Los
gritos de angustia y desesperación inundaron rápidamente el bar. El joven Montenegro
se arrancaba a tirones mechones de cabellos de su cabeza. El viejo Cipriano se
desmayó y su cabeza dio contra el borde de una mesa, causándole una muerte
instantánea. Pamela y Carolina huyeron por la puerta de atrás. Cecilio y Oscar
estaban petrificados en su sitio, el terror los mantenía atenazados con sus
frías garras.
El
cantinero se mantuvo impertérrito y, tras unos segundos de silenciosa espera,
dio un paso adelante y habló:
–Yo
también acepto su apuesta, señor Cummings –girando sobre su derecha, hacia la
pared lateral del mostrador. Y volvió a hablar:
–¡Azmel!, deshazte de ese mequetrefe
asqueroso.
La
figura pintada en el cuadro inició su materialización a través de la tela. Se
paró en los umbrales del marco y miró fijamente al ser obeso que no dejaba de
transformarse constantemente. Comenzó a caminar hacia él, fue a su encuentro…
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