José María Marcos (Uribelarrea, 1974). Publicó el
libro de cuentos Los fantasmas siempre tienen hambre (2010); las
novelas Recuerdos parásitos (2007) y Muerde muertos (2012),
en coautoría con su hermano Carlos; el poemario Haikus
Bilardo (2014), con Fernando Figueras; y las nouvelles El hámster
dorado (2014), Monstruos de pueblo chico (2015) y Frikis
mortis (2016). Magíster en Periodismo y Medios de Comunicación
(Universidad Nacional de La Plata), dirige el semanario La Palabra de
Ezeiza y la editorial Muerde Muertos. Escribe para la revistas Insomnia y
miNatura. Ganó el Concurso Nuevo Sudaca Border 2010-11, del sello Eloísa
Cartonera (Argentina), y el 1º Premio en el XVII Concurso de Cuentos
Fantásticos y de Terror Idus de Marzo 2011 (España). En 2016 quedó finalista
del Premio Sigmar de Literatura Infantil y Juvenil (Argentina). Su relato "El cangrejo" obtuvo el segundo lugar en el Certamen de narrativa de terror "30º aniversario de la publicación de It" organizado por revista Cruz Diablo. Su blog es
www.josemariamarcos.blogspot.com
Podés descargar el relato en PDF desde el siguiente enlace:
https://goo.gl/Ybp6DC
Andrés Imperiale hacía meses que venía dándole vuelta a una idea, pero no se animaba.
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Andrés Imperiale hacía meses que venía dándole vuelta a una idea, pero no se animaba.
Abogado con cierta fama, había lograba acumular una pequeña
fortuna patrocinando a hombres y mujeres del espectáculo, y soñaba con cumplir
fantasías pendientes, sobre todo desde su reciente separación.
Uno de sus secretos berretines era escribir durante los
ratos libres. Tenía una carpeta repleta con sus textos. El estilo puede
apreciarse en una poesía que elaboró pensando en su secretaria Elisa González:
Sabé, Elisa, que
no podré
vivir sin ti por
el resto de la vida,
y aunque no me
lo pidas,
voy a llegar
hasta las estrellas,
porque amarte es
ir hacia ellas,
y yo te amo sin
ninguna medida.
Imperiale admiraba el verso hernandiano pero no respetaba la
métrica. Para él, la rima era la clave. “La entonación se la da el lector, que
termina de completar la obra”, reflexionaba este notable creador de octosílabos
chasco.
En cuanto a la temática no tenía que estar convencido de que
lo que decía fuese verdad. Podía jurarle amor eterno a Elisa o a cualquier
mujer, sin conflictos morales o éticos, porque, ciertamente, no sería un gran
poeta pero sí un abogado muy eficiente.
Pese a creer en el valor de su obra, no tenía ningún plan editorial.
Le alcanzaba con el placer de crear. Podemos afirmar que estaba en paz con sus
creaciones.
Lo que perturbaba su calma había brotado de leer un aviso que
decía: “Poeta sádico busca masoquista que desee ser castigada con imaginación y
amor”.
Imperiale era un sadomasoquista reprimido y nunca había
hablado de eso con nadie, aunque su deseo lo empujaba a ser un febril
consumidor de pornografía.
Solía contratar a prostitutas, en general para los servicios
tradicionales. Al sadomasoquismo lo disfrutaba a través de las imágenes en
distintos soportes donde hombres anónimos ataban a las mujeres y las
maltrataban, o viceversa. Excepto lo que veía mediante internet, el material
fílmico y gráfico se lo conseguía un quiosquero que tenía su reparto en la zona
de Tribunales.
Una vez, el quiosquero le ofreció una película snuff, donde los
protagonistas no sólo eran castigados con crueldad, sino que resultaban
asesinados. Pero la rechazó. A tanto no quería llegar.
Cuando descubrió el aviso “Poeta sádico...” en una de sus
revistas de cabecera, pensó que podría poner uno similar para contactarse con
alguien que le permitiera experimentar todas sus fantasías.
Primero tenía que vencer su timidez. Si bien no era cobarde
en el plano profesional, en lo sexual era bastante conservador.
Dejó pasar algunos días y luego hizo una llamada a la
revista para hacer las primeras averiguaciones. Por teléfono le explicaron cómo
debía proceder para poner el anuncio. Podía mandar los datos por correo
electrónico y pagar a través de una transferencia bancaria o por intermedio de
la tarjeta de crédito. Especuló que era una buena opción, pero la descartó
porque el pago quedaría registrado.
En cuanto a la confección del aviso no sabía si debía poner
un celular, un email, facebook o wasap. Existían agencias que se encargaban de
organizar estos contactos, pero debía entregarles sus datos y una foto, y dejar
pistas lo aterraba. Le hubiese gustado ser invisible para estas cuestiones.
Imperiale solía decirles a sus clientes que era un
especialista en encontrar caminos, pero no podía encontrar uno para cumplir con
su deseo.
Siguieron pasando los días. Su enfado iba en aumento por no
encontrarle salida al entuerto, hasta que se le ocurrió hablar con el director
de la revista y pedirle un consejo. La redacción quedaba cerca del Congreso y
una charla no lo comprometía a nada.
Quizá no fuera acertado pero algo tenía que hacer. En los
casos más resonantes siguió algunas puntas no del todo claras y, al fin, logró
una solución. “Si no hay mapas, hay que salir al campo a inventarlos”, era una de
sus frases.
En menos de una semana, el director Javier Mansilla lo
recibió en persona en su despacho, rodeado de fotos de mujeres desnudas, revistas,
libros, un armario marrón cerrado con un candado y una enorme caja fuerte.
—Hola, soy Andrés Imperiale, abogado. Vengo a hablar con
usted para que me asesore. Es para un cliente —se presentó el letrado, de cara
huesuda y ojos saltones, que algunos medios perseguían con ahínco.
—¿Cómo voy a negarme a ayudar al Abogado de los Famosos?
Mire si un día necesito su ayuda —bromeó Mansilla.
—Claro, claro —respondió el abogado, incómodo—. Entenderá
que, como soy un hombre público, necesito privacidad.
—Por supuesto. Lo que hablemos aquí se quedará aquí. Será
como si hubiese hablado con un cura, un secreto de confesionario o de sumario,
como más le guste. Por la revista pasa todo el mundo, pero jamás decimos quién
es todo el mundo. Nuestro leitmotiv es “Prudencia y paciencia, con saliva todo
entra” —dijo Mansilla, con una sonrisa.
El viejo latiguillo no le causó ninguna gracia al abogado, y
manteniendo su habitual tono neutro, le contó al periodista las necesidades de
“su cliente”.
—Si usted quiere discreción, compre un celular por algún
tiempo, de esos libres, y después lo da de baja —respondió Mansilla, que ya
notaba cómo venía la mano—. Arregle una entrevista en un bar no muy céntrico,
pero en un barrio lindo. Si es por la tarde, mejor. Hay que evitar cualquier
suspicacia. A lo mejor deba utilizar un seudónimo o un nombre falso; ya verá.
Trate de pasar desapercibido. Si la muchacha viene de buena fe, usted lo va a
saber enseguida.
—Mi cliente lo sabrá enseguida —lo corrigió Imperiale.
—Exactamente —contestó Mansilla.
—Le agradezco mucho por su ayuda. Voy a transmitirle todo
esto a mi cliente y veré si hay que poner el aviso —dijo el letrado y se
levantó para marcharse.
—Espere un segundito —dijo el periodista—. Tengo algo que
puede interesarle a su cliente. Es un producto que viene de China. No es muy
común y es bastante caro. Si su cliente tiene dinero puede serle de gran
utilidad, porque es altamente satisfactorio y por demás discreto.
Imperiale volvió a sentarse y preguntó:
—¿Puede explicarme en qué consiste?
—Es difícil transmitir qué es. Sólo le pediría que le eche
un vistazo. Confío que se dará cuenta si puede servirle.
—Bueno, muéstremelo...
Mansilla se paró y fue hacia la caja fuerte. La abrió con
delicadeza y extrajo una casita un poco más grande que una caja de zapatos. La
puso sobre la mesa y explicó:
—Se llama el Castillo de Silling, en honor al Marqués de
Sade, por Los ciento veinte días de
Sodoma. ¿Lo leyó?
—Nunca leí a Sade —respondió Andrés—. Veo que ustedes en la
revista lo nombran mucho, pero no sé más nada.
—Empiece a leerlo. Vale la pena —dijo Mansilla y recitó—:
“Es absurdo entregarse a los remordimientos después de un crimen, y más absurdo
aún sufrir por un posible castigo en el otro mundo, si somos bastante dichosos
de escapar al escarmiento terrenal”. Más o menos así son las palabras que dice un
moribundo ante un sacerdote. Sobre el final, el moribundo condena sus crímenes,
pero primero Sade te manda esa idea. Podría ser una buena frase para los
abogados.
—Ya lo creo —respondió Imperiale—. Usted es una caja de
sorpresas —agregó, con más confianza.
—Todos lo somos. Todos tenemos secretos guardados. Pero
vayamos a lo nuestro. Quiero que evalúe si le interesa el Castillo de Silling.
Sé que parece una estúpida casa de muñecas, pero basta con que usted mire por
aquí y decida —explicó el periodista y señaló un sector del techo de la
fortaleza con unos binoculares incrustados.
—¿Y qué voy a ver por ahí?
—Hágame caso, mire y después hablamos.
Imperiale apoyó sus ojos y sólo vio oscuridad. Se quedó unos
pocos segundos y levantó la vista, decepcionado.
—¡Pero acá no hay nada! —vociferó.
—Perdóneme, señor Imperiale, olvidé decirle que tiene que
mirar y esperar un poco. El tiempo de inicio depende de cada persona. Ya sabrá
de lo que le estoy hablando. Se manifestará eso que usted ansía secretamente.
El abogado volvió a poner sus ojos en los binoculares
esperando ver una filmación pornográfica en tres dimensiones, una serie de
fotografías o alguna invención poco difundida en la Argentina, pero que de
ninguna manera solucionaría su problema. Esperó y esperó hasta que se
encendieron las luces y empezó a ver... y lo que vio lo llenó de espanto pero
también de una extraña fascinación.
Él y su secretaria Elisa hacían cosas con las que él soñaba
casi a diario.
Imperiale se perdió en ese mundo donde todo era posible y
fue Mansilla el encargado de traerlo a la realidad, golpeándole el hombro.
—Largue, hombre, largue. Ya sabe de qué se trata —dijo.
Saliendo del ensueño, perdiendo las formas y la vergüenza,
Imperiale gritó:
—¡Me lo llevo!
—Espere un segundito —contestó Mansilla—. Debo decirle
cuánto sale y necesito darle algunas recomendaciones. No puedo dárselo así
nomás.
—¿Por qué no? Usted dijo que estaba en venta.
—Es así, pero le pido un poco de calma, señor Imperiale. Yo
se lo voy a vender a usted... o a su cliente. Pero antes debe escucharme.
—Lo escucho —contestó el abogado.
—Esta caja, como se habrá dado cuenta, es mágica. O si
prefiere decirlo de otra manera, posee una tecnología tan avanzada, que no
entendemos su funcionamiento. Tiene la capacidad de proyectar todos nuestros
deseos sexuales captando nuestras ondas cerebrales. Hay que esperar algunos
segundos para que comience a funcionar.
—¡Yo no pensaba en nada cuando me puse a mirar! —se atajó el
abogado.
—Lo sé, pero el Castillo de Silling actúa en lo más profundo
de nuestra psiquis.
—¿Y por qué no se vende masivamente? —preguntó Imperiale—. ¿Tan
caro es?
—El inconveniente es otro, algo que los científicos aún no
saben cómo solucionar.
—¿Qué es?
—Crea adicción.
—No se puede culpar a la casita. En todo caso será
responsabilidad de cada usuario —dijo Imperiale.
—Puede que sí, puede que no. Yo, por las dudas, la he usado
siguiendo los consejos de mi proveedor.
—¿Y cuáles son esos consejos?
—Le explico —dijo Mansilla—. Sólo puede usarse tres veces
por día, no importa si vio algo o no, o si estuvo un minuto o tres horas. Si se
pasa cinco horas seguidas mirando, es como si lo usara una sola vez. Si mira
cinco veces en breves lapsos de un minuto igual se contabilizan cinco veces.
—¿Y qué pasa si violo esta norma?
—No lo sé muy bien. No está en mis planes hacerlo. Mis
proveedores dicen que uno empieza a perder el juicio —dijo Mansilla—. Le pido
por favor que me haga caso porque desconozco las derivaciones.
—Quédese tranquilo. Mi lema será: “Prudencia y paciencia con
saliva todo entra” —dijo Imperiale, y ambos rieron.
Tras discutir el precio y las condiciones de pago, cerraron
el trato. Era mucho el dinero en juego, pero el abogado se había enamorado a
primera vista.
Durante el primer tiempo, Imperiale se ajustó a las
instrucciones de Mansilla y disfrutó a lo grande mirando a través de la
ventanita. Estuvo horas enteras saboreando las imágenes de Elisa, y mientras la
veía en la oficina, se encontraba sereno ante su presencia, como si le
alcanzase con tenerla en la casita.
A la fantasía de Elisa fueron agregándose otras señoritas.
Eran mujeres que veía en la calle, en Tribunales o en la tele, y hasta se
permitió fantasear con algunas dirigentes políticas.
En fin, todas las damas que conocía pasaban por ese pequeño
espacio privado donde él era el único amo y señor, rey máximo del sexo, bestia
suprema entre todos los animales en celo.
Poco después ocurrió algo insólito: se sumó su ex mujer
Liliana, con una actitud distinta a la que siempre había mostrado. Estaba
completamente desfachatada y muy pendiente de sus deseos. Extrañamente, la
flamante incorporación le sirvió a Imperiale para mejorar su relación con su ex
a quien ahora veía sin ningún apasionamiento.
A medida que disfrutaba de los beneficios del castillo, al
abogado le daba rabia tener que respetar las reglas impuestas por Mansilla. En
algunas ocasiones lograba quedarse horas mirando sin levantar un segundo su
vista. Otras veces se sentaba frente a la casita, miraba un minuto y se
levantaba para ir al baño y ya gastaba un turno.
Estaba seguro de que no pasaría nada si miraba más de tres
veces por día. Si aquello producía algún tipo de radiación maligna, él ya
estaba expuesto. Y aparte, ¿qué tenía que ver que mirara una o diez veces? Lo significativo
era la cantidad de horas de exposición. “La dosis es el veneno”, habría dicho
el viejo Paracelso.
Con el correr de las semanas se cansó de tomar recaudos y un
día terminó contemplando a sus mujercitas como seis o siete veces.
A la noche de ese día, un poco asustado por la manija que le
dio el periodista, se fue a dormir preocupado. Sin embargo, no pasó nada y ni
siquiera tuvo sueños perturbadores.
Así determinó que eran falaces las advertencias de Mansilla.
Imperiale comenzó a llevar en un bolso su casita a la
oficina. El tiempo que antes le dedicaba a las películas, las revistas o a
internet se lo fue destinando al castillo, porque era superior a todo, y hasta
llegó a olvidarse de las poesías en su vida real, aunque paradójicamente se las
recitaba a sus chicas, quienes se morían de amor al escuchar sus palabras.
Su obsesión fue creciendo y, cuando por fin llegó enero con
la feria judicial, decidió no irse de vacaciones y quedarse en su departamento
a disfrutar a fondo de la casita comprada hacía siete meses.
Era increíble la cantidad de cosas que se le ocurrían a su
inconsciente. Bastaba con ver una nueva mujer para que apareciera en el
castillo recibiendo chirlos. El placer cada vez pedía más y se producían
escenas con latigazos, mujeres esposadas o atadas con cadenas, flagelaciones,
asfixias, violaciones, fist fucking y humillaciones diversas. A veces, él era
la víctima en manos de dos o tres mujeres desnudas.
Tan lejos estaba llegando que temía que, algún día, su
imaginación lo arrastrara hacia algo espantoso.
Durante esas vacaciones durmió mal, un poco por el calor y
otro poco porque pasaba muchas horas encerrado sin hacer ningún tipo de
ejercicio.
Para mitigar el incipiente insomnio recurrió a la cajita
mágica y logró que las horas pasasen agradables.
A fines de enero, Imperiale se levantó a las tres de la
mañana de un lunes, sobresaltado. Oyó voces en el departamento. Pensó que había
dejado el televisor prendido. O bien, estaban por asaltarlo...
Se llevó una sorpresa: el Castillo de Silling resplandecía
en la oscuridad y parecía haber cobrado vida propia. Adentro, varias personas
conversaban, se reían y escuchaban música. Se acercó y puso sus dos ojos en los
binoculares para observar. Atónito descubrió que Elisa y Liliana eran amigas y comentaban
las aventuras que compartían con él. Vivían juntas en el castillo y para su
horror ya no respondían a sus fantasías. Mientras observaban dos enormes
cuchillas, hablaban de sus nuevos juguetes sexuales.
Imperiale se incorporó asustado y recordó las palabras de
Mansilla.
¿Qué sería lo siguiente? ¿Esas extrañas mujercitas saldrían
y vivirían con él? ¿Lo atacarían? ¿Habría que mantenerlas vivas? ¿Matarlas?
¿Comerían lo mismo que los seres humanos comunes?
Tenía que hablar urgente con Mansilla. Él sabría qué hacer.
Esa madrugada no podía hacer nada. Trataría de descansar.
Se tomó dos pastillas de tranquilizantes, se encerró en su
pieza y durmió hasta el mediodía, oyendo en sueños las conversaciones lejanas
de Elisa, Liliana y otras mujeres.
Cuando se levantó seguía preocupado, pero cuando llegó al
living la casa estaba en silencio. Ya era de día.
Más sereno se bañó y almorzó.
Tras lo sucedido, Imperiale no quiso ni echarle un vistazo
al castillo y tomó la decisión de acabar con aquella aventura. La noche
anterior se había pegado un buen susto y juzgaba que podía vivir sin ella. Él
no era un adicto.
Cuanto antes le llevaría la fortaleza a Mansilla. Se la
entregaría en consignación para su venta. Debía sacársela de encima, recuperara
todo o sólo parte de su dinero. Él era un hombre público y debía seguir
cuidando su imagen.
Había ido muy lejos.
Metió la casita en un bolso y, cuando quiso salir, no pudo
abrir la puerta del departamento. La llave se quebró adentro de la cerradura. Buscó
el celular del cerrajero de emergencias. Levantó el tubo del teléfono y marcó.
Atendió un contestador automático. Trató de comunicarse con el portero y recordó
que estaba de vacaciones.
Marchó hacia al living y se sentó en un sofá de cara al
balcón, que le mostraba un cielo claro y azul sin nubes.
Trató de serenarse y evaluar sus próximos pasos. Buscaría en
la guía o en internet a otro cerrajero, solucionaría lo de la puerta y
marcharía a devolver la casita.
En medio de sus especulaciones, dos carcajadas agudas le
helaron la sangre, y pensó que provenían del castillo.
Estaba equivocado.
La tarde se oscureció. Los enormes ojos de Elisa y de
Liliana se asomaron por el balcón, esperando a que él empezara la función.
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