lunes, 28 de octubre de 2019

"Anuncian la sexta extinción de las especies" por Anahí Bidegain


Anahí Bidegain
(1980. Buenos Aires, Argentina). Nacida en el sol de Acuario, nómada y amante de la selva y de los ríos. Documentalista, etnógrafa, cronista, poeta. Reside en México desde el 2015.


Anuncian la sexta extinción de las especies. Nosotros entre ellas. Nosotros con ellas.
Estos días han sido frescos y lluviosos. Una garúa limpió las hojas de los árboles junto a la casa, llenas del polvo y del tráfico.
Me mantuve en casa, al abrigo de las inclemencias del tiempo. Y vos y yo mirándonos por pantallas, viajamos a otros mundos, imaginarios. Vimos un instante de los momentos de los conocidos y los que seguimos. Te vi en un momento de tu mañana, con tus gatos, la ventana esa donde vemos el helipuerto del rascacielos aquél, la maceta de lavanda. Y yo, te envié una frase que hallé navegando en red, que decía más o menos, que si buscas amor vayas a tus padres y si quieres dar amor, vayas a tu pareja, porque no hay más gozo que el dar amor. Y no contestaste. La distancia, a veces, prolonga los silencios y los significados.
A 2500 km de distancia, dar un paso aquí o allí es como dar un salto.
Preparé el café que traen del sur, porque aquí sólo pescan y llevan hortalizas a otros lugares. Viajando, amor, como vos y yo de tanto en tanto. Ya ni reconozco de dónde hemos salido, y qué somos. Así este aguacate, este plátano del desayuno, este café tostado arábigo. Ya no se sabe en qué momento se madura, y qué cambia en el camino.
De donde vengo, el café era una bebida que tomabas en ocasiones especiales. Salir afuera a tomar un café, como una excusa para sentarte dos tragos con alguien en una mesita donde caben las manos, los saquitos de azúcar, el vaso de agua y la masa fina seca. Y luego a seguir camino. A tomar el subte, a meterse en esas cápsulas de hollín y astringencia que te acalora, te desconcierta, con sus puertas abiertas, con sus puertas cerradas. En automático. Los bondis, o el camión, como le dices, llevándote colgado a alguna parte. Y siempre, siempre, el tiempo se regula por la duración del trayecto.  Y en vehículos de combustión. ¿Has notado que ya se habla de minutos y no distancia? ¿Cuántos minutos nos separan ahora, desde mi casa a tu casa en la gran ciudad?
Las noticias no son alentadoras. Aún hay guerras por el crudo del petróleo, y las aguas dulces presadas, o llevando los residuos del campo. Allí donde vengo, la ciudad colonial no edificó encima del lago. Más bien la hicieron a espaldas del Río. En las riberas se concentraban los desechos, las casillas de madera, los pescadores, el limo de las crecidas, los poetas. Recuerdo que íbamos a la ribera, a ver pasar las garzas y adivinar qué traían las olas a lo lejos. Del otro lado del río, un entrevero de verdes, distintos verdes, amor, como dijiste ver distintos blancos en Islandia. Entonces, el río no era un ojo de agua, como luego se convirtió, presado. Trasladaron las casitas, los pescadores se fueron, los desechos pasaron a entubarse en concreto y la ribera convertida en vía rápida de acceso a la ciudad. Ya no hubo isla del Medio dónde llegar al verano, como un privilegio de pocos, con canoa o bote para ir a este lugar que parecía prístino. Quedó inundado, como toda la costa del Paraná. Luego sucederían otros desastres de deslaves e inundaciones. Pero estábamos lejos, y parecía como un murmullo de otros y lejanos, mientras andábamos en nuestras rutinas con horarios, fechas límites y demás preocupaciones laborales.


Aquí, no hay río cerca. El mar del Pacífico parece una tormenta horizontal. Aquí, aprendí a distinguir los distintos colores de la piedra, de los cerros, de las montañas. Todo concentrado en pequeño aunque todo alrededor pareciera extenso. Lo tupido no es como la selva que conocí. Aquí no es el sudor que atrae a las avispas, mariposas o cualquier insecto a chuparte. Aquí, el polvo se te mete en cada pliegue, y el olor a pino en la sien. Y como allí, he visto bajar montañas y cerros para hacer vías rápidas, condominios y campos de cultivo. Vides, hibernaderos, líneas extensas de un mismo verde. Los ejotes, los tomates, el espárrago ¿se comunican como los animales por sonidos y olores? ¿Se trasmiten información como los árboles a distancia? Y ¿qué dirán amor?, ¿qué tipo de lenguaje pueden hacer en tanta monotonía? ¿Qué dirán de nuestra especie? Comemos sol, dice un cronista del Hambre. Comemos sol, y lluvia, y rocío, y sudor.
Casi siempre las noticias son parciales. Lo suficiente como para dar vuelta la página, o distraerse con algún video, o una llamada o una mensajería. Más cada vez mensajes, menos llamadas. Llegará el día que la voz del otro nos estremecerá o nos dará un encanto fenomenal. Había olvidado cómo entonabas las palabras, tu acento y tu respiración entrecortada. Tu voz suave. Allí el tráfico. Aquí el ruido del viento y las olas. Casi siempre las historias son parciales. No sé del resto de tus días, ni sabes del resto de las mías. Deberíamos probar de nuevo a llamarnos por teléfono. Como una cita, como una hora en que te preparas para recibir una visita. Y sin embargo, lo único que al menos queda, son tus fotos en estos días, tus gatos que no sé cómo ronronean, los ríos y los árboles y las flores que no olí, ni rocé, ni abracé.
Y a seguirla. Preparar aquel informe, idear qué decir, cuánto y cómo aquel paper, y escribir sobre otros, que quedan en recuerdos, en notas de cuadernos, en audios varios. Qué decir de estos dos años que pasaron entre ellos y por mí. Sin embargo, lo que quedará es una rúbrica, un registro que comienza diciendo que en los días aquellos de lluvias intensas, llegué, a esta ciudad, y aprendí a caminar sus cerros, aprendí a desayunar huevos con winnies y a beber tazas enormes de café americano. Y de cómo la tos que asusta, aparecía en cada conversación como un pánico, o como una interrupción del aire que se gesticula para formar una vocal o consonante. La ronca voz, saliendo entre las humaradas del cigarrillo, aquellas tardes en que había Santanas y todo se cubría de un polvo gris.
Entonces, vos Amor, no habías estado en mi diario. Estabas yéndote de un amor para encontrar nuevos. Uno nuevo que te traería desarraigo, dijiste, y cautela futura, aclaraste luego. Y yo traía un vacío inmenso. Eran días de tres duelos, tierra nueva y olores nuevos. No te miento si te digo que los cerros, las flores de esa primavera, los santanas y los silencios entre aquellos que iba conociendo, fueron trayendo tibieza a los días. Recuerdo haber tocado por primera vez la resina de los pinos, las manzanitas y la salvia, que desde entonces es parte de todo cuanto vivo.
Así como cuando llegué a la gran ciudad me compré una guía de metros y buses, y de calles. Aquí, amor, estoy aprendiendo de la flora y fauna local. La guía de plantas, flores, árboles, matorral costero y las diferentes tipos de cactáceas. Salir a caminarlas, como cuando caminamos en la ciudad para ver los museos, la mano del hombre en tanta piedra, los bulevares, las fontanas.
Es tarde, parece. Dices que ya vas a dormir, mensajeas. Quisiera estar ahí, un ovillo de ser a tu lado. Escucharte hablar, sentir tu piel, tu respiración, tu olor, las venas de tus manos y el latido lejano que te mantiene viva. Como entonces, cuando luego de idas y venidas, me invitaste a pasar a tu casa, a tu mesa, a tus copas y a tu cama. Recuerdos, como la hamaca bajo el níspero y el mango de las tardes, en que los pájaros era el único bullicio de la siesta, con las moscas y todas las alas atraídas por la floración. Has notado amor, que florecer es tremendo, se extienden las hojas, los pistilos, y son llamadas hacia otros seres, que vienen, chupan, posan, agarran, se llevan un poco esto, un poco aquello y que si no fuera así amor, no podríamos ser fruto, semilla, caer. Anuncian las noticias que las abejas son el animal más importante de todas las especies. Hace frío, mañana hay planes y tareas. Mi gato se acomoda entre mis piernas buscando calor, dándome calor. Lloro un poco a veces, muriendo, presintiéndolo.

Mayo, 7, de 2019.

jueves, 24 de octubre de 2019

"Mi cuerpo ya no es transparente" Marta Fernandez Gatumel


Argentina de nacimiento (lo que conlleva en sí una amalgama de culturas), ha vivido en diferentes países (Chile, Cuba, Francia, España y actualmente Luxemburgo) y posee un doctorado en informática en el área de la inteligencia artificial. Desde 2011 sigue cursos de novela y cuento en La Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès, España. Ha terminado su primera novela “Hacedores de nubes”, una distopía humanista, y actualmente se encuentra finalizando un libro de cuentos de género fantástico cuyo tema principal es la locura en sus diversas formas y grados. Esta mezcla un tanto atípica es la que le permite poblar sus relatos de mundos y personajes especiales.
Su cuento “Cuando la limpieza se vuelve un arte” fue publicado y finalista (segundo lugar) en el concurso de la revista literaria Culturamas de 2018.

Somos tres en uno, como la santísima trinidad. Aunque quizás la trinidad que vivimos nosotros no sea tan santísima como la otra, ni tan convencional.
Todo comenzó hace algunos años, al comprender de pronto que mi cuerpo ya no era transparente. Cuando digo transparente quiero significar indoloro y automático. Es decir: cuando el cuerpo funciona y uno no se da ni cuenta de que existe, cuando no es atacado de manera subrepticia y a traición por los muy cabrones e inexplicables dolores, en conclusión, cuando uno es joven. Mujer, cincuenta y tres años. Eso era yo en esa época. Lo de mujer se mantuvo, lo de los cincuenta y tres, bueno… Y no pienso confesarles cuántos tengo ahora. No viene para nada al jodido caso.
Los dolores. Esos dolores incomprensibles que aparecen sin decir hola, así, de repente, sin anunciarse. Que te hacen creer que las articulaciones de todo tu preciado cuerpo están hechas polvo y herrumbradas, que tus intestinos están dados vuelta, que el lumbago juega una carrera contra el ciático para ver quién llega primero a apoderarse de tu desprevenida espalda, que el corazón te duele, no por amor sino porque se desboca y el muy desconsiderado se pone a latir como se le antoja. ¡Malditos dolores de los cincuenta y tantos! Estaba sorprendida, humillada: a mí también me había llegado el momento que pensaba que nunca me llegaría, mi propio cuerpo me traicionaba; los dolores no me abandonaban, se aferraban a mí como un enamorado que no quiere comprender que ya no lo aman. Así de pegajoso y pesado. Cuando todo esto comenzó quería creer que iba a ser pasajero, que eran solo embriones de dolores, pero tuve que aceptar la triste y ruda realidad: mi cuerpo había entrado definitiva y completamente en la etapa de la no transparencia.
Y como me lo habían repetido durante tantos años, fue en esa oportunidad que empecé a escuchar la voz áspera de un viejo acompañada de todo un bagaje de consejos. Frases del tipo: Debes ir a declarar tus dolores, No pierdas tiempo, Es una responsabilidad civil… Sabía que eso era lo que debía hacer, y sin embargo dudaba. Cuando mis amigos me preguntaban por la voz y mis dolores, yo les decía que todavía no habían aparecido, ni en mi cabeza ni en el resto de mi cuerpo, para que no me delataran, para que no me obligaran a presentarme a la Oficina de la No Transparencia.
Me imagino que las cosas habrían quedado allí y yo habría ido a esa oficina de porquería si no hubiese aparecido el joven. Una voz clara, agradable, fiestera, que aparentemente nadie más que yo escuchaba. —He sondeado muy discretamente a mis amigos y conocidos y les puedo asegurar que es cierto—. Llegó como un huracán, revolviendo todo en mi cabeza y haciéndome olvidar los dolores en cuanto él se presentaba. A tal punto que llegué a convencerme de que si desaparecían en esas ocasiones era porque todavía no me había llegado la hora.
Al principio él también me daba consejos, pero muy diferentes a los del viejo: No vayas, Tienes tiempo, Gana algunos años. Y yo me dejaba seducir por esas ideas, a pesar de todo lo que me podía decir el viejo. Fueron pasando los días, los meses, el joven se transformó en una presencia más tangible. Apenas musculoso, una silueta alta, delgada, cabello largo —todo lo que me gusta en un hombre— y una sonrisa de ángel. ¡Cómo resistírsele! Así que cuando me invitó a tomar una copa acepté. Luego se nos hizo un hábito y aprovechábamos esos momentos para charlar. Generalmente él insistía en que no fuera a presentarme a La Oficina, que yo muy bien sabía que de ahí en más solo me quedarían veinte años de vida, si todo iba bien.  Y yo lo escuchaba, a pesar de los intentos desesperados del viejo por inmiscuirse en nuestras conversaciones, y no iba. Ganaba tiempo, como él me decía, mi ángel, mi ángel Gabriel. Entonces, una noche lo invité a cenar, un solomillo de cerdo con papas al horno, nada del otro mundo, se dirán, pero bueno, no soy una muy buena cocinera, en realidad ¡odio cocinar!, lo hice por él. Y aunque no lo crean estuvo encantado. Se lo devoró todo y hasta me hizo grandes elogios. ¡Qué mono! Ahora, de vez en cuando, comemos juntos, no todos los días, tampoco la locura, no hay que exagerar. Terminaríamos hartándonos. Por el momento todo es idílico, ¡ojalá que dure!  Cuando él está, mi cuerpo se vuelve de nuevo transparente y siento que me puedo llevar el mundo por delante. La única nube en el horizonte es el viejo que, desde que no puede aparecer mientras el joven está conmigo, viene a joderme cuando él se va. ¡El muy aguafiestas! Y comienza a sermonearme. Y a mí me entra un sentimiento de culpa de esos de la san puta y pienso en ir a declarar mis dolores, porque evidentemente siempre vuelven, pero solo duran hasta que me encuentro de nuevo con Él y me dice ¡no vayas!, y yo no voy, mi ángel, mi ángel de la guarda, menos mal que él dice eso, o no, no sé, la verdad es que no lo sé…
Les cuento algo pero que quede entre nosotros, hemos empezado a fumar… No cigarrillos, claro, qué interés tendría eso, no; porros. Tengo que reconocer que al principio sabía hasta dónde podía llegar, cuál era mi límite, pero últimamente pierdo un poco el control. Sobre todo cuando además de fumar nos tomamos unas copas juntos. Yo me despisto un poco y él se vuelve cada vez más osado. Hace unas noches, bueno… me besó. ¡Y cómo me gustó! Aunque esa vez no lo dejé ir más lejos. Incluso le pedí que no volviera, pero él no me hizo caso. Y la cuestión es que porro va, porro viene, que un trago, que otro, se desliza una mano, me agarra una teta, me muerde la otra, me besa, la boca, el cuello, los pezones… y cada noche sus manos se vuelven más danzarinas, descienden y acarician… Y cada vez duermo menos, y estoy muy cansada, y le digo que no venga durante unos días porque necesito recuperar energías, que ya no soy tan joven y que me hace falta más tiempo, bastante más tiempo que a él para reponerme, que los dolores vuelven y que tengo que recapacitar, que me siento culpable porque estoy robándole años a la sociedad, y él ríe, indecente, despreocupado, con toda la vida por delante. Y cuando logro que se vaya, y logro dejar de fumar y beber y de volverme loca con sus caricias, cuando ya creo que voy a poder descansar por unos días, que voy a poder reflexionar sobre lo que tengo que hacer con más tranquilidad, sin dejarme influenciar, en ese mismísimo instante aparece el viejo, su voz ronca, sus sermones: Ya lo sé, le grito, sé que es mi deber como ciudadana ir a declarar mis dolores, sé que no debo hacer trampas, que esas son las reglas, que no puedo disfrutar de más de veinte años de vida a partir de mi declaración, que los dolores son el primer indicio de que mi cuerpo comienza a envejecer, sé todo eso, le digo a veces con bronca, otras casi llorando, otras insultándolo, pero cuando estoy con él, con Gabriel, los dolores desaparecen, así que quizás no es aún el momento, o quizás sí, se lo pregunto al viejo porque yo ya ni sé qué pensar y me dice: Es tu deber cívico y moral, no te engañes, tienes que ir a La Oficina, ya no eres tan joven, el cuerpo te lo está diciendo, te lo está pidiendo. Debes programar tu partida para que los ciudadanos más jóvenes tomen tu lugar, para que no seas una carga para la sociedad.

Es por eso que estoy ahora en el ascensor de mi edificio. He tomado la decisión. Desde mi último encuentro con el joven han pasado cuatro días, he necesitado cuatro días para recuperarme de una noche entera sin dormir, y eso que solo fueron fumetas, chupis y toqueteos, que me controlé, que no llegamos hasta las últimas consecuencias, ¡aunque me quedé con unas ganas bárbaras! Pero basta, basta de noches endiabladas, tengo que ir, tengo que hacerlo, qué mejor prueba: me duele todo el cuerpo, sobre todo las articulaciones, no por nada he tomado el ascensor. Y como me ha advertido el viejo: Haz lo que debas hacer o si no, no hagas nada. No sé muy bien qué ha querido decirme con eso, pero me imagino que tiene razón.
Siete pisos y estaré en la calle. Sexto.
—¿Adónde vas?
¡Es Él! Gabriel. Está allí, ¡delante de mí!, como un Don Quijote feliz de haber reencontrado a su Dulcinea. Quinto. Cuarto.
—A La Oficina.
—¿Estás loca? Tenemos que terminar lo que hemos empezado.
Me ha comenzado a acariciar, ¡aquí, en el ascensor! ¿Y si las puertas se abren? ¿Y si nos ven? ¡Qué subidón! Tercero. Segundo.
Me besa. Me besa. Por todos lados.
Primero. Planta baja. Las puertas se abren. Sale conmigo de la mano.
—¿Qué me harán si no me declaro?
—¿Qué importa? ¡¿Quién te quita lo bailado?!
Corre de nuevo arriba y lo sigo, no me duele nada, subimos las escaleras de tres en tres. Hasta el séptimo cielo.
—¡Recupera mi cuerpo y hazlo tuyo! —me escucho decir cuando Gabriel cierra la puerta del departamento y me levanta la pollera. ¿Qué otra cosa puedo decir a mi ángel de la guarda?

martes, 22 de octubre de 2019

"Un día en la tierra" Por Josefina Decoud


Mi nombre es Josefina Decoud, tengo 23 años y vivo en la ciudad de Santa Fe, lugar donde nací. Soy abogada y estudiante de filosofía, amante de la naturaleza, el fútbol, los viajes, el arte y las buenas historias. Creo en la política como herramienta transformadora de la realidad.  Escribo narrativa y poesía desde los catorce o quince años. Mi biblioteca abraza autores diversos: desde Sófocles a Saramago, pasando por Shakespeare, Cervantes, Wilde y Allan Poe. Tengo preferencia por autores latinoamericanos, entre los que destaco a Cortázar, Sabato, García Márquez, Borges, Bioy Casares, Benedetti, Saer, entre otros.    Sueño con crear una obra compleja, contradictoria, profunda, estética y ética, en una palabra: humana. 

No pude dormir durante la noche y creo que Clara tampoco. El vidrio de la ventana temblaba y la lluvia traía consigo recuerdos lejanos.  
Cuando amaneció, Clara me ofreció café y pensé en el colombiano. Le conté que los cultivos son aún incipientes y que mi compañero extraña el clima tropical.  Anoche, superado el impacto del primer encuentro, habíamos dedicado parte de la madrugada hablando de él y de las personas que conocí.
—A los latinos deberían hacerlos vivir en la zona más cálida – me dijo con voz ronca.
—La temperatura es uniforme – le respondí.
—Pero anoche me contaste que existen las estaciones y dos zonas del planeta muy distintas.
—Sí, pero en las incubadoras la temperatura está controlada y apenas si se ve afectada por los cambios exteriores... De cualquier modo, hace más frío.
—Acá también hace más frío – replicó Clara.
Tomé un sorbo, sí, acá también hace más frío.
—No puedo creer que estés viva – le dije ensayando una sonrisa.
—No puedo creer que estés vivo – repitió.
—Yo tampoco. Mi cuerpo, como verás, no es el mismo.
—Parecés un extraterrestre – me dijo.
—Se podría decir que es exactamente como me siento.
Su mirada era extraña, a pesar de su alegría inicial al encontrarnos notaba en ella algo distinto, pero procuraba no cuestionarla, todos habíamos cambiado mucho.
— ¿Qué sentís? Desayunando juntos después de veinte años – le pregunté.
—Muchas cosas.
—No estás feliz.
— ¿Querés otro café?
Me convencí que no tenía que insistir, pero cuántas ganas de insistir, de saber cómo se siente, de verla hermosa y desnuda otra vez.
—Contame un poco más – me pidió.
— ¿Qué querés saber?
—Cómo fue el viaje, qué encontraron cuando llegaron.
—El viaje fueron los peores años de mi vida, lejos tuyo, sin saber si íbamos a sobrevivir. Pero a medida que pasaba el tiempo me convencía que era posible.
— ¿Qué cosa?
—La adaptación de mi cuerpo, de nuestros cuerpos — aseguré
— ¿Y allá? ¿Qué encontraron?
— ¿Querés saber si hay extraterrestres?
—Anoche sugeriste que sí.
—Estaba bromeando.
— ¿Qué es esa expresión?
—Influencias latinas – le respondí riendo.
—Entonces… — me apresuró.
—Nada Clara, es una Tierra polvorienta y seca, los únicos seres que pueden existir naturalmente en esas condiciones son algunos microbios, en un agua muy salada atrapada debajo del casquete polar.  
—Pero en las incubadoras hay plantas.
—Sí, hay plantas y más comodidades que en los tubos de lava, pero aun así la vida es obscura y fría. Terriblemente solitaria.
—Tuviste hijos – me increpó de repente.
—Elegí no saberlo. Hacen pruebas y algunas funcionan.

La idea de que exista otro ser con mis genes que no sea nuestro parecía lastimarla.
—Sabías que no iba a poder viajar – lanzó como un golpe seco.
—No Clara, fue lo primero que dije al verte. Jamás me hubiese ido sin vos.
—Pero te fuiste.
— ¿Y por qué estoy acá?
—Tardaste años en volver.
—Volví a pesar de la inmensa posibilidad de morir en el viaje, el peor viaje que puedas imaginarte. Y volví aún sin saber si estabas viva, a pesar de la inmensa posibilidad de que no lo estuvieras.
—Sabés que les mintieron.
—Sí, posiblemente – respondí pausado.
—Y eso no te enoja.
—Claro que me enoja, pero en algún punto lo comprendo.
— ¿Qué comprendés? — insistió.  
—Que lo hayan mantenido oculto, imagínate lo que hubiera pasado de saber que no todo se había extinguido. Un caos.
—Nos dejaron acá cuando todo se derrumbaba.
—Sí y es terrible. Sólo digo que una vez que supieron que no todo había perecido no había forma de volver atrás. Están intentando construir algo nuevo, diferente.
—Están intentando después de haber destruido el planeta, después de habernos llevado casi a la extinción. – sentenció.
—También fueron ellos los que desarrollaron la tecnología que posibilitó el traslado y la supervivencia en otro planeta.
— ¿Qué estás defendiendo? – reprochó.  
—No estoy defendiendo nada, por eso volví.
—Estoy segura que se quedaron con las mejores o más grandes tierras o parcelas o como sea que las llamen.
—Sí, es posible – reconocí.
Clara estaba visiblemente irritada, pero eso no me molestaba, más bien me hacía sentir mejor, más humano, más cerca de ella que, por fin, levantaba lentamente su coraza.
—Es linda esta casa – atiné a decir.  
—Está bastante bien.
Alguien golpeaba la puerta.
—Andá a la pieza — ordenó.
Me estaba ocultando. La idea de que estuviese con alguien más me azotaba, pero habían sido veinte años. Busqué distraerme. Abrí la ventana, disfrutando el roce del sol sobre mi mano pálida y huesuda. Un árbol que se veía incipiente albergaba un pájaro solitario que no reconocía. Las hojas parecían rozarle las plumas, haciéndole cosquillas. Quisiera ser como ese pajarito, que le acarician el lomo y que puede volar y volver.  Quisiera ser como el pajarito que no sabe cuándo van a dejar de acariciarle las plumas, cuándo olvidará para siempre a los otros pájaros o el olor de la tierra fértil o cuándo su diminuta existencia se volverá polvo.
— ¿Querés jugar al ajedrez? – Clara me observaba apoyada en el marco de la puerta.
—Había olvidado cuán sigilosa sos. Sí, me gustaría.
Perdí las primeras tres partidas en pocos minutos. Clara se regocijaba, como siempre, en sus victorias. Yo sentía el cerebro lento y cansado, desorbitado. Tenía mucho sueño y el cuerpo entumecido pero no quería dormir, quería mirarla por todos los años que no había podido. Clara estaba tremendamente seria. Rocé su mano como si fuera una casualidad inmensa que justo mi mano se encontrara con la suya en aquel espacio pequeño, cuadriculado y binario. Era, sin duda, una casualidad inmensa.
—No imaginás cuánto te extrañé. Cuánto te extraño – dije por fin.
—Todo el tiempo hacés alusión a la imaginación: no te imaginás cómo fue el viaje, no te imaginás cuánto te extrañé. Sí me puedo imaginar, yo también te extrañé y estar acá fue un infierno.
—Quiero saber qué sentiste, cómo fue tu vida, pero no me dejás acercarme. Anoche no quisiste responder.
— ¿Y vos qué pensás? migramos, organizamos colonias, nos cuidamos entre nosotros, lo único que podíamos hacer: pensarnos de otro modo.
— ¿De qué modo?
—Iguales. Y leales — agregó.  
—A diferencia de nosotros querés decir.
—Sí, a diferencia de ustedes – confirmó.  
—Como si el pasado no hubiese sido una construcción colectiva.
—Nada fue una construcción colectiva.  
—No elegí lo que pasó — me excusé de modo infantil.
—Nadie lo eligió.
— ¿Qué querés decir?
—Nada.
—Entiendo tu enojo Clara, pero quiero intentarlo.
—Sos un desconocido.
—Quiero que nos volvamos a conocer — insistí.  
—Te toca mover. Prestá atención – dijo señalando el tablero con la mirada.  
De nuevo la coraza se levantaba frente a mí, de nuevo los veinte años entre nosotros y una eternidad que parecía entrar por la ventana. Me acerqué y bruscamente la llevé a la pieza. La desnudé muy suave, muy despacio, recordando poco a poco la delicadeza de su piel, sus curvas y lunares. Descubrí surcos desconocidos, quemaduras y cicatrices, pero las ignoré, como ignoré el desprecio que sentía hace años por mi cuerpo marciano.  Me sorprendió poder excitarme y creo que a Clara también.
La besé tonta, absurdamente, con una pasión que me llevó a mis trece años, al día que la conocí en esa plaza que ya no existe, bajo ese árbol que es ceniza, como nosotros, como los que fuimos, como todos los que fueron en el Universo durante miles de millones de años. Apreté su rostro contra el mío para poder respirar mejor el aire denso que recorría su boca.  Olvidé la última vez que la vi, nuestros sueños, las escaleras y la nave, Marte, maldito Marte que existas y que quieras recrear un hogar que ya no existe, maldito por llegar a este otro pedazo de tierra que alguna vez fue mi hogar y que hoy no tiene luces ni música, bares o perros, gente gritando, autos y ruidos molestos, molestia de vida, la saturación de estar rodeado de otros que tanto me había irritado y que durante veinte años añoré con locura.
Durante el tiempo que pude amarla, que me permitió amarla, entrar de nuevo a ese espacio que sólo nosotros pudimos crear, olvidé todo eso o simplemente recordé todo en un instante condensando mi vida entera en esos segundos en que volvía a sentirla mía.
Y dormí profundamente. Lejos del material monótono que recubría la incubadora y de la asquerosa comida envasada, del llanto del colombiano, del miedo a los fantasmas que imagino en las tormentas de polvo, del traje invariable y gris, lejos.
Cuando desperté Clara lloraba, densa. Intenté consolarla, le dije que salgamos a caminar, que nos haría bien cambiar el aire, que hace tanto no respiro. Me pidió quedarnos en la cama, charlar un rato, que le cuente si teníamos robots, si podía ver la tierra, la luna, el sol, desde allá. Intenté contarle cosas alegres, hacerla reír, describirle el brillo de las estrellas, de Fobos y Deimos, hablarle por primera vez en inglés. Pero cuando golpearon la puerta pareció partirse en un sollozo.
Tres hombres viejos se acercaron a mí, a sus ojos, el hombre nuevo, un traidor cualquiera en su vuelta a la conquista. ¿Hombre nuevo? yo, que no era más que un hombre cualquiera viviendo y muriendo en la inmensidad de un Universo inabarcable, yo, nostálgico por las luces y el ruido pero también por el polvo y por Fobos, un hombre sin tierra.
 Miré fijamente los ojos de Clara por última vez y comprendí qué quiso decir cuando habló de lealtad. Me había perdonado y ahora ella, suplicaba mi perdón.
Con la sangre desparramándose lentamente entre las sábanas volví a mis trece años, tonta, absurdamente, con la pasión de aquel día que debería haber sido el único día en la Tierra.


jueves, 17 de octubre de 2019

"Ramillete Carmesí" por Daniel Herrera Beltrán


Daniel Herrera es un autor mexicano apasionado de la ciencia ficción, la fantasía y el horror cósmico. Habiendo descubierto su vocación como escritor desde la edad de 16 años, se ha dedicado a buscar y pulir su estilo al tiempo que se esfuerza ferozmente por terminar sus proyectos literarios y tratar de publicarlos. Siempre inspirado y en constante creación de nuevas ideas, hoy día con 29 años de edad, trabaja como Diseñador Gráfico mientras sigue persiguiendo sus sueños de escritor.
¿Qué tanto me amas?
La luna se había alzado apenas por encima de las montañas invertidas despertando destellos color nácar sobre los rostros pulidos de las derretidas dunas del desierto.
Mahili subía con pasos trémulos sobre los trozos de erosionada roca del bosque de las lápidas mientras Trent, tras ella, le prestaba su mano para servirle de apoyo, siempre listo para atraparla si algo pudiese salir mal. Ella era ágil y ligera, él decidido y avezado, y ambos se habían enamorado perdidamente el uno del otro desde el momento en que se vieron por primera vez.
Salieron a hurtadillas tan pronto como la noche calló silenciando y encegueciendo los parajes áridos y silenciosos del agonizante mundo. Y no es que estuviera mal que se amaran, que estuvieran juntos, es sólo que la gente de la colonia subterránea tenía reglas y la que repetían con más ahínco era la que prohibía a los jóvenes enamorados salir de noche.
“Mientras haya amor en el mundo, habrá esperanza” decían “pero hagan lo que hagan, jamás salgan juntos de la colonia por la noche”.
Los viejos jamás entenderán las dulces ensoñaciones que a los jóvenes hacen tener arrebatos salvajes de impertinente locura. Por tanto, era mejor hacer las cosas a escondidas, a espaldas de todos y disfrutar de un enervante momento de ilícita convivencia bajo las estrellas.
Llegaron a la cima de la colina de las runas y desde ahí contemplaron el cielo estrellado, destellante de colores púrpuras, carmesíes y anaranjados, en la compañía solamente el uno del otro y de las estatuas decapitadas y corroídas de antiguos reyes sin nombre ni memoria. No había muchas oportunidades en el año de disfrutar de aquel momento, la mayor parte del tiempo la superficie era azotada por vientos aterradores que cortaban la piel y escocían los pulmones, otras veces las nubes ácidas se agolpaban en lo alto impidiendo ver detrás de su pardo cuerpo verdoso estrella alguna. Sin mencionar que prácticamente todos los días el calor que irradiaba el sol fuera de la colonia era suficientemente alto como para desmayar a un hombre adulto sano en tan sólo segundos.
Pero aquella noche había una tenue y apacible bonanza. La pureza del aire y la claridad del cielo era tal que levantaba el ánimo y aceleraba el palpitar del corazón con un perfume casi embriagador.
No deberíamos estar aquí dijo Mahili abrazada a sus rodillas pero con una reluciente sonrisa en el rostro.
No iba a dejar que unas absurdas advertencias de un montón de moribundos amargados me impidieran disfrutar de esto respondió Trent, acortando la distancia entre los dos y dejar de sostenerle la mirada.
Hablas de las estrellas aseveró la chica, aunque tal vez sólo olvidó añadir el tono de pregunta.
Hablo de todo esto. la interrumpió Trent antes de silenciarla acariciando con sus labios los de ella y con su mano la mejilla de la chica.
Fue ahí que ambos se perdieron, olvidándose de todo en un momento que pensaban vivir con toda la intensidad que les fuera posible. Para ellos no había más colonia, ni ancianos, ni peligros nocturnos, ni lluvia ácida, vientos torrenciales o calores asesinos. Incluso se olvidaron en mitad de su agitado abrazo, de que hay depredadores para todo tipo de presas en el mundo y, cada uno, está siempre atento a encontrar las señales de que alguno de sus codiciados trofeos está en la cercanía.
Nadie sabría decir si lo que llama a este depredador en particular es un sonido, un aroma o un tipo de movimiento, lo cierto es que siempre aparece, filtrando sus metálicos apéndices por entre las rocas como un arroyo viscoso que repta río arriba, y una vez que sus filosos tentáculos dentados lo han antecedido, se revela cerniéndose oscuro como un eclipse repentino que ha devorado la luz de la luna.
Aquella noche se posó sobre el monte de las runas, con su pútrida sonrisa de descarnados labios y dientes delgados y desiguales.
El grito de Mahili desgarró la noche primero y luego la mirada atónita de Trent lo contempló con un horror tan súbito que lo paralizó de pies a cabeza. Hubo un par de veloces chirridos y dos apéndices de la bestia salieron disparados enroscándose sobre los cuerpos de cada uno de los amantes y levantándolos en vilo como quien sostiene entre los dedos una nuez antes de aplastarla con violencia.
La criatura abandonó el monte, pasó por el bosque de lápidas, dejando atrás las dunas que rodean las montañas invertidas y, con ellas, la colonia subterránea y las familias de Mahili y Trent, mientras los dos enamorados eran llevados prisioneros por aquel engendro de grasa y óxido.
Pero no eran los únicos. Mientras su novio hacia su mejor esfuerzo por zafarse del brazo retorcido del monstruo, hiriéndose la piel en el proceso hasta comenzar a sangrar, Mahili levantó la vista alrededor y contempló bajo la luz de la luna que su situación era un poco menos solitaria pero bastante más macabra de lo que había imaginado.
La criatura debía tener varias decenas de tentáculos, pues, además de los que usaba para mover su abotagado cuerpo, tenía dos colecciones de apéndices, una a cada lado, con la que parecía sostener firmemente a las presas que iba capturando. Y no era coincidencia que él estuviera de un lado y su novia del otro. Los ojos llorosos y desesperados de la chica revisaron entre las demás víctimas que yacían de su lado de la bestia y comenzó a notar con horror que todas se trataban de mujeres jóvenes, apretadas, unas más brutalmente que otras, por las vértebras metálicas que formaban los brazos de aquella abominación de entre las que sobresalían una cabellera aquí, un par de piernas allá. Una joven en especial tenía solamente un delgado y pálido brazo expuesto, que estaba estirando en un inútil intento por alcanzar a tocar la mano de un muchacho que estaba atrapado en el lado opuesto de aquella monstruosidad.
Y tampoco era el único. De aquel lado, una colección de varones de distintas edades, ferozmente atenazados en los apéndices terribles, algunos de los cuales aún pugnaban por liberarse ellos y después soltar a alguna de las prisioneras del lado contrario.
Mahili y Trent intercambiaron una mirada desconsolada y es posible que ambos lo entendieran al mismo tiempo. Al parecer, todos los atormentados prisioneros del infernal engendro debían estar ahí por cometer el mismo crimen que ellos dos: estar enamorados, y salir juntos por la noche.
Con tenues pero enloquecedores rechinidos la carrera de la bestia continuó, recorriendo parajes oscuros y desolados. De vez en cuando, un chillido a la distancia interrumpía la canción mecánica de su andar robótico, y una encapuchada cabeza y un par de desecados ojos huecos escrutaban la noche anhelando, deseando. Luego prosiguió su avance habiéndolo descartado.
Unas frías gotitas empezaron a caer entonces en la frente de Mahili. Al levantar el rostro se fijó y descubrió el semblante sollozante de una chica mucho más joven que ella, igualmente atrapada que lloraba con desconsuelo.
Oye, está bien. le dijo la mayor tratando de consolar a la jovencita Tendrá que bajarnos en algún momento y entonces todos juntos le daremos su merecido.
Y no lo decía sólo para confortarla. En verdad tenía su esperanza puesta en un arrebato final de violencia desesperada. Después de todo, su novio era fuerte y valiente, ella sabía que estaba dispuesto aun a dar su vida por salvarla.
Pero la niña negó sin dejar de llorar.
No se encontraba colgada de cabeza y su cabello corto se mojaba con sus copiosas lágrimas luego caía en el rostro de Mahili No vamos a salvarnos. Conozco este camino. Nos dirigimos a la pirámide de obsidiana cuando lleguemos ahí, será el fin
La muchacha se atragantó un momento con sus propios lloriqueos, y luego, añadió con un aire de derrota, mezclado con resignación:
Por lo menos, él ya no va tener que sufrir la peor parte su mirada se desvió un momento a contemplar donde uno de los tentáculos metálicos estaba apretujado en un cerrado nudo del que brotaban delgados hilillos de sangre fresca.
Las primeras luces de la mañana comenzaron a emerger en el panorama de un desecado acantilado cuando, sobre el horizonte, una ominosa silueta negra y triangular se relevó ante ellos. Vapores calurosos y sofocantes llegaron a incomodar a los prisioneros al tiempo que el penetrante olor de la brea inundó sus narices.
Cuando llegaron a la base perlada de la negra edificación, la monstruosidad mecánica se escurrió por un centenar de escalones, subiendo cada vez más alto. La chica que lloraba se había desmayado de terror horas antes y Mahili, con la respiración acelerada volteó a mirar a Trent con un horror profundo y desconocido palpitándole en los ojos. El chico le respondió desesperado, pero la fatiga era patente sobre él. No quiso mencionarlo, pero hacía horas que se había dislocado el hombro en su infructuosa lucha por liberarse y no podía tolerar ya el dolor que le causaba su herida.
La maraña de brazos herrumbrosos se detuvo a algunos metros de la cima de la negrísima pirámide. Del cuerpo abultado de la bestia descendió quién la manejaba. Un ser con una apariencia vagamente humana, encapuchado, de postura encorvada y al girar a ver su botín con sus ojos vacíos ocultos tras un par de apretados goggles torció aquella antinatural sonrisa de momificados labios grises.
Se dio la vuelta nuevamente, subió unos cuantos escalones más con andar ansioso y luego hincó una rodilla en el suelo. Mahili estiró y torció el cuello de manera sumamente dolorosa sólo para poder mirar lo que sucedía desde donde estaba prisionera, justo al momento que el sol incandescente aparecía ya en la distancia.
En la cima de aquel monumento cristalino había un trono y sentada en él, lo que parecía ser una mujer. Su piel, aunque morena, resaltaba poderosamente pues sus cabellos largos y ondulados, al igual que su vestido, ceñido y apretado sobre un cuerpo fuerte, eran de un color más negro que su trono y pirámide que ya parecían ser un trozo dejado atrás de la noche misma. Se encontraba sentada, grácil y apaciblemente, como esperando un saludo o anunció que jamás llegaría. Por un angustioso minuto, lo único que pudo ser escuchado era la afectada respiración asmática del amo de la bestia que había bajado para presentarse ante aquella imponente dama.


¿Qué es lo que me has traído esta mañana? preguntó la mujer de negro, extendiendo su mano lentamente como para indicarle a su vasallo que ya podía ponerse de pie. Cuando lo hizo, parte de su vestido se quedó pegado en el brazo de su silla, estirándose como si estuviera hecho de alguna resina oscurísima y espesa.
Mahili, ¿Qué pasa? ¿Qué ves? preguntó Trent desesperado. La duda lo mataba, lo mismo que el dolor, al tiempo que gruesas gotas le resbalaban por la frente.
La chica no respondió.
Déjame adivinar. Es otro ramillete ¿no es así? la voz de la mujer volvió a escucharse, entonada y encantadora, pero con una leve y amenazante aspereza que a Mahili le heló la sangre.
El impune recolector asintió con su taimada sonrisa en el decrépito rostro y con un ademán de su mano, hizo que el cuerpo pesado de su bestia mecánica se levantara, sosteniéndose sobre los únicos cuatro tentáculos libres que le quedaban. La máquina se posicionó justo sobre el trono y desde ese nuevo ángulo, los dos amantes aprisionados pudieron contemplar perfectamente la tétrica escena que hasta entonces para ellos había estado incompleta.
La mujer sentada en el trono levantó la vista para mirarlos y entonces pudieron ver que aún sus grandes y expresivos ojos eran negros, oscuros como los abismos muertos que contemplaron entre las estrellas.
Y sucedió. Con un ensordecedor chirrido, el monstruo mecánico apretó a sus constreñidas presas contra su cuerpo esférico y de este comenzaron a emerger agudas y largas púas. La sangre brotó a chorros que se transformaron en cascadas conforme iban muriendo una a una las parejas capturadas. Al final, solo Trent y Mahili quedaron, en la parte más alta del mecanismo y los ojos arrepentidos de él se posaron una última vez en la sonrisa triste y resignada de su novia.
Quiso mascullar una disculpa, pero no hubo tiempo. Su sangre fluyó uniéndose a los torrentes que bajaron en tropel por los cuatro lados de la pirámide, pintándola de un resplandeciente y extrañamente vivo color rojo.
El cazador de enamorados contempló su obra un segundo y después volteó a mirar a la señora de la pirámide negra, ansioso y emocionado.
La mujer tenía el rostro tranquilo e inexpresivo como siempre, pero había cerrado sus ojos para entonces abrir el que tenía sobre la frente. Eso significaba que estaba feliz y el otro lo sabía.
Había perdido ya la cuenta de cuántos siglos pasaron desde que, en una ceremonia aterradora y sanguinaria, logró invocar a su Reina Oscura desde los fríos y enloquecedores vacíos estelares. El ritual había requerido que se cortara la lengua, pero ya no le hizo falta nunca más. Ella sabía perfectamente lo que estaba pensando todo el tiempo, pues su mente enajenada era para ella como un libro abierto.
¿Qué tanto me amas? le dijo ella aquella noche hace miles de años, antes de traer el fin del mundo sobre los miserables que tuvieron la desgracia de sobrevivir.
Él no pudo responderle, ni se atrevió a abrir su boca, tratando de no ahogarse con su propia sangre.
¿Estás dispuesto a matar aun a los de tu propia especie, entregármelos como una ofrenda de sangre, cada mañana y cada tarde, para borrar de la faz de este planeta toda muestra y rastro de amor, de manera que el único que quede es el que sientes tú por mí? su vestido negro se sacudía y temblaba removiéndose viscoso, como si estuviera hecho de un millón de cilios.
Aún joven, aún humano, él asintió enérgicamente, tratando de contener las arcadas y el dolor, pero en el fondo, muy contento, sabiendo que ella lo entendía y lo aceptaba, siempre vería a  través de él, como si estuviera hecho de vidrio.
Ella entonces inclinó el rostro y sonriendo, cerró sus dos ojos y abrió el tercero.