Lolabistrot. Nacida en la
Ciudad de México. Pertenece a la llamada Generación X. Es maestra en Literatura
Mexicana Contemporánea y licenciada en Comunicación Social por parte de la UAM.
Compiló, editó y publicó Necrópolia, Horror en Día de Muertos (2014) y
Mortuoria, Sombras en Día de Muertos (2017) bajo el sello independiente
Ediciones Lulú. Por otro lado, sus cuentos han sido publicados en más de 20
antologías de diversas editoriales (impresas y electrónicas) tanto de México,
España, Canadá y Argentina. Entre sus aficiones y gustos está el terror. Ha
dado cursos de literatura y organizado ciclos de cine del género en
varias casas de cultura de la Ciudad de México.
¿Amar?
¿Ahora? Lo que más deseo es ir al norte y quedarme ahí…solo. Aunque ella venga
tras mis pasos, estoy solo en este mundo enfermo lleno de putrefacción, muerte
y hambre. La respuesta no está en ella… ¿Mi familia? La única que he tenido,
todos ellos muertos.
Rafael, el único padre que conocí. Cuando cumplí los 15 me
explicó todo. Yo era hijo de una pareja de mormones ricos adictos a la cocaína
y al sadismo. Tengo recuerdos vagos de mucho dolor. Sí, mis padres biológicos
me golpeaban. Me ataban a una de las columnas de la sala y se turnaban para
castigarme con látigos y puños cerrados. Recuerdo otras caras, extraños,
invitados, vitoreando y ejecutando lo mismo. Yo no entendía nada. ¿Llorar?
¿Gritar? Después de un mes de continuos golpes ya no podía hacerlo. Pero de
repente, eso terminó. Rafael me platicó que me encontró por azares del destino.
Ese día decidió acabar hasta con el último de esos millonarios porque le debían
una importante cantidad. Bastó con
llamar a la puerta para descargar su M249 sobre todo lo que se moviera. Esa vez
me habían llevado al sótano, así que cuando se puso a explorar la casona y dio
conmigo, sus ojos no podían creerlo. Me dijo que me apuntó con el arma, pero
fue incapaz de apretar el gatillo al verme en ese estado.
–Estabas moribundo, eras casi un despojo humano.
Dijo que cuando me llevó
al hospital, los encargados de asistencia social lo obligaron a abandonarme ahí
mismo para que el orfanato se encargara de mí.
–Vi lo que los empleados
le hacían a los bebés en lugares como ésos, por eso me negué a dejarte.
E hizo lo que mejor le
salía: repartir golpes y disparar contra quienes intentaron detenerlo. Me
arrebató de los brazos de un sujeto que ya me llevaba hacia un vehículo no sin
antes aporrearlo con un extinguidor. Y simplemente huimos para perdernos en la
noche. Nos quedábamos en hoteles de paso una o dos noches. Y al otro día, a seguir
emprendiendo la huida. La policía ya andaba tras su paso. De los hoteles
pasamos a los bajopuentes y sitios abandonados. El dinero escaseó.
Pasaron meses hasta que
mi padre conoció a Zelma, una cantante punk. Su hogar era una camioneta
destartalada a la que nombraban La Endemoniada.
Con ella viajaban Sid, Joey y Mick, unos músicos de medio pelo con los cuales
Zelma tenía una banda: Misifús. Mi padre se enamoró de esa chica audaz y le
ofreció ácidos y heroína gratis a cambio de dejarlo conducir a través del país
que ya estaba sumido en un caos. Zelma aceptó. Y entonces nos integramos a
ellos. Recuerdo cuando Sid, al verme, se acercó y me sobó la cabeza y preguntó
mi nombre. Mi padre no supo qué decirle. Lo primero que le vino a la mente fue:
Aldair. Cuando Joey le preguntó si yo era su hijo, mi padre lo tomó por el
cuello y lo empujó contra la pared para advertirle que no se metiera en donde
no lo llamaban y que dejara de preguntar.
Mi vida de repente se
vio rodeada de huidas, alcohol y música. Rodábamos por ciudades en cuarentena. No
había comida, los apagones eran frecuentes, las rapiñas, constantes. La violencia
en las calles, imparable. En más de una ocasión intentaron robarnos la
camioneta pero mi padre siempre estaba ahí para evitarlo. Nos convertimos en
unos forajidos, la poca gente que salía a las calles empezó a temernos. No
muchos clubes querían contratar a Misifús, así que los chicos optaron por robar
mientras Zelma escribía canciones de desconsuelo y tristeza. La vi muchas veces
dar zarpazos desesperados a la guitarra y al bajo, producto del efecto de las
drogas.
Pero ¿Aún no he contado
la historia de Grisa? Una noche de tantas, La
Endemoniada, con apenas unos cuantos litros de gasolina, se metió por un
barrio derruido y solitario. A lo lejos, en medio del silencio, llegó el sonido
de lo que parecía una niña sollozando. Para entonces yo había cumplido, según
cálculos de mi padre, cinco años. En mi memoria está todavía aquella
conversación, fresca como carne recién empaquetada.
–¡Diablos! ¿Por qué
llora esa pobre niña? –preguntó Sid.
–Seguramente es de algún
indigente –respondió Mick.
–¡Rayos, man! eso se oye
escalofriante. –agregó Joey.
–¿Qué tal si es un
fantasma? –repuso Mick.
–¡Déjense de tonterías!
Tal vez necesite ayuda –replicó Zelma.
–Ahora resulta que eres
la bondad andando. Zelma, la vocalista y líder de Misifús, repartiendo caridad –añadió
Sid.
–Me conoces y sabes lo
que he vivido…cariño, necesito ir a ver…–comentó Zelma dirigiéndose primero a
Sid y después, a mi padre. }
–No vas a salir. No te
lo permitiré –vociferó mi padre.
–Tú no me vas a prohibir
nada. Eso no entra en el acuerdo, querido. Quédate con Aldair y Sid. Yo me
llevaré a Joey y a Mick –afirmó Zelma en un tono calmo.
–Siempre te sales con la
tuya, llévate las armas por si las ocupan –ordenó mi padre.
–Me sé cuidar
sola…¡Vamos, chicos! –concluyó Zelma.
Salieron al fresco de la
noche. Al poco tiempo, regresaron corriendo. Zelma traía en brazos a una niña.
–¡Arranquen!!!!!
¡Váaaaaamonos!!!!!!!!! –gritó Joey.
Sid abrió las
portezuelas en lo que mi padre arrancó la camioneta para ponerla en marcha.
Apenas entraron, La Endemoniada giró
y salió volando como pudo por ese camino oscuro y solitario. Escuchamos pasos y
murmullos. Una muchedumbre venía persiguiéndonos, gritaban al unísono: “¡Que
venga la luz y que se vayan los jinetes de la oscuridad!” “¡Sálvanos, señor!, ¡Te
honraremos! ¡Hemos visto la señal! ¡Por ti lo haremos!”.
Llevaban en las manos
linternas, cuchillos y hachas. El miedo me hizo abrazar a mi padre, pero el
temor se desvaneció cuando, por el enmohecido retrovisor, vimos que esa gente
se quedaba muy atrás.
–¡La niñaaaa! ¡No tiene
ojos! –gritó Sid.
–¡Esos malditos se los
sacaron! ¡Fanáticos religiosos dementes!.-agregó Zelma.
–¡La pusieron como
carnada! –agregó Sid.
–No lo creo –añadió
Joey.
–Bienvenidos al
post-apocalipsis. Busquemos combustible y larguémonos lejos –masculló mi padre
mientras bajaba la velocidad de La Endemoniada.
–¡Hay que curarla! –repuso
Zelma.
Mi padre siguió
conduciendo hasta detenerse. Respiró y reviró:
–¿Y dónde buscaremos
ayuda?
–Ya encontraremos,
cariño. No podemos dejarla a su suerte –contestó Zelma en un tono amable.
–Bien, pero ahora tú
serás la responsable de esto. Ya te sigo –respondió mi padre.
Me quedé con Joey y Mick
en lo que mi padre, Zelma y Sid salieron con la niña al exterior en busca de
medicamentos. Antes de irse, la advertencia fue dura como una bala incrustada
en el pie contra el baterista y bajista de Misifús:
–Cuiden al chico, pero
no se pasen de listos. Si me entero de que le pusieron un dedo encima, los hago
picadillo con mi Kahr PM9.
–¡Heyyyy, no tienes que
ser duro con ellos!!! Los conozco mejor que nadie y son incapaces de esor – eplicó
Zelma.
–Tranquilo, man. ¿Por
quiénes nos tomas? –alegó Mick.
–Somos unos patanes pero
no unos pederastas ni violadores…–confesó Joey.
–Si acaso, le
enseñaremos cómo fumar y alcoholizarse…–bromeó el baterista.
–Muy gracioso, Mick –respondió
Zelma.
–¡Bahh! Ensayemos
algunas canciones y que Aldair nos vea, ¿verdad, chico? –me preguntó Joey.
–¡Él podría ser el futuro
líder de Misifús! –dijo Mick.
–¡YEEAAHHHHHH!-corearon aquellos
chicos con piercings y pantalones rotos y ajustados mientras chocaron sus
palmas. Yo sólo sonreía.
Mi padre no estaba acostumbrado a las bromas de la
pandilla, así que se dio vuelta y los dejó con la palabra en la boca.
Después de que se marcharon, me quedé contemplando a
ese par de locos pero no dejaba de pensar en la niña. Me preguntaba dónde
estaban sus ojos, por qué no los tenía. Mi mente giraba hasta que me aburrí. Me
quedé dormido a pesar de los guitarrazos de aquellos dos individuos, que me
dejaron boquiabierto la primera vez que los vi con sus cabellos parados y
pintados de colores.
Cuando desperté, Zelma me dio un par de huevos duros y
Sid una soda que se había encontrado. La hora del desayuno había llegado.
Busqué y ahí estaba ella con unos grandes botones negros encima de sus ojos.
–¿Qué son ésos? –pregunté intrigado.
–Se llaman lentes, pequeño curioso –me respondió Mick.
Zelma estaba alimentando a la niña con unos cacahuates
y un poco de leche que había robado.
–Pues ya tenemos un nuevo miembro en la familia ¡qué
rápido estamos creciendo! –dijo con cierto entusiasmo Sid. –Aldair
ya tendrá con quien jugar, necesita a alguien de su edad –afirmó mi padre.
–Serán como hermanitos –añadió Joey.
–Esperen ¿Qué nombre le ponemos a la pequeña? –preguntó
Mick.
–Grisa es un lindo nombre. Así se llamaba mi antigua
banda de la secundaria –contestó Zelma–. Bien, ahora escuchen con atención.
Mismas reglas para esta nena que nos cayó del cielo. Es una mujercita y hay que
respetarla. De lo contrario, les colocaré pólvora en el trasero y los haré
explotar ¿entendido? –advirtió Zelma a todos.
Los tres punks asintieron mientras masticaban unos
tocinos duros.
Ese fue el comienzo de
una serie de circunstancias que nos habían obligado a convivir para poder
sobrevivir. La banda lo entendió al paso de los meses. Yo lo supe mucho tiempo
después, cuando empecé a hacer uso de la razón. La llegada de Grisa a nuestras
vidas significó aprender a lidiar con otras cosas. Para mí, fue una novedad
porque ya no tendría que estar todo el tiempo con adultos. Tenía ahora una nueva
tarea. Hablarle a Grisa de las cosas que no podía ver, llevarla de la mano,
guiarla y enseñarle a hablar.
A pesar de su ceguera,
Grisa desarrolló el oído. Pronto agarró gusto por la música de Misifús. Cuando
cumplió los 6, buscó a tientas la guitarra para ponerse a tocar. Se aprendió de
memoria todo el repertorio de la banda, incluso tarareaba las canciones. Nuestra
felicidad era relativa y llevadera. Yo ya tenía ocho.
Pero lo peor del post-apocalipsis
apenas iniciaba. Los poblados estaban atascados de cadáveres en las calles. Cucarachas
y gusanos abundaban por todas partes. Caí enfermo. Recuerdo haber estado en el
sillón gris descosido y sucio donde solía dormirme, acostado por la fiebre
alta. En ese momento, Zelma se convirtió en mi madre mientras mi padre atendía
a Grisa que sufría de anemia. Cada situación difícil nos unió más pero
necesitábamos dinero. Joey pudo conseguir una tocada en un lugar infestado de
ratas al que iba gente de mala calaña pero la paga valió la pena. En cuanto el
grupo acabó la última canción, salimos volando por miedo a que nos quitaran el
dinero. Pero entonces, tanto yo como Grisa debíamos formar parte del equipo.
Aprendí a manejar y disparar armas para defensa propia. Grisa, además del oído,
hizo de su olfato una herramienta poderosa para detectar peligro o
contaminación. Extraña coincidencia, Grisa y yo, violentados de la forma más
sanguinaria, reunidos en tiempo y espacio ¿Qué clase de sociedad tortura e
inflige atrocidades de esa naturaleza a unos niños pequeños? La decadencia humana
nos alcanzó en su punto máximo.
Crecimos. Mi padre
empezó a serle infiel a Zelma con cuanta mujer se topaba. Al principio, mi
madre le reclamaba y discutían a diario. Pero después, pareció no importarle.
Incluso, mi padre tenía el descaro de besarse con otras en las narices de
Zelma, quien permanecía callada. En cuanto a Mick, Joey y Sid, conquistaban a
chicas por ocasión en cada parada. Y aprendí que eso era el amor: tomar y
desechar. Cuando mis instintos masculinos brotaron, seduje a Grisa. La tomaba
en cuanto me placía. Accedía gustosa pero cuando la iniciativa salía de ella me
daba el lujo de rechazarla. Y así la familia se envolvió en un círculo de
promiscuidad en el que cada uno buscaba saciarse. Sucedía en los rincones de las
ruinas, entre escombros o paredes que apestaban a orines y excremento. Entre
nosotros siempre nos respetamos. Todo ocurría extra muros. Yo tenía quince
años. Grisa, trece…
Pero el destino nos tenía preparada una
jugada final. Mick se enfermó de tifoidea. Mi padre y Zelma buscaron en vano algún
tipo de remedio. A los pocos días, el baterista de cabello naranja murió en
medio de su vómito, ante nuestras miradas atónitas. Luego, siguió Sid. Una tos
incontrolable acabó con sus pulmones. Esa noche, de pronto calló. Llevaba horas
de haber fallecido. Jamás nos dimos cuenta. A la semana siguiente, Joey se
deprimió tanto que se inyectó una dosis doble de heroína. Su corazón no
resistió.
Con cada muerte, un
hueco se abría muy dentro de mí. Ya no escucharía más sus canciones, no más verlos
tocar, no más reírme de sus estupideces…sí, realmente el mundo ya se había ido
al carajo. Mi madre continuó sin la banda y por su cuenta. Se dedicó a cantar
en bares de dudosa reputación, con el bajo y la guitarra, sus nuevos
acompañantes. Aquella ocasión tardó en salir. Padre y yo la esperábamos
impacientes. La fuimos a buscar al cabo de veinte largos minutos, nadie la
había visto. Rodeamos el lugar. Encontramos un rastro de sangre. Al seguirlo,
dimos con un rincón maloliente. Allí yacía moribunda. Le habían cortado la
garganta para asaltarla. Aún respiraba.
–¡Cuida a Grisa! –se
despidió con una caricia y un beso en mi frente.
Cuando se lo dijimos, Grisa
se echó a llorar. Lloraba sin lágrimas, ante la ausencia de sus ojos. Sollozaba
como esa vez cuando la encontraron, hace años. Esa noche, mi padre decidió
abandonar a La Endemoniada y
continuar por nuestro propio pie.
En el transcurso de tres
años nuestra vida fue gris. Vagábamos por un despoblado llamado Villa Perdición.
La tarde era fría. De la nada, salieron varios vehículos. Nos interceptaron. Varios
sujetos bajaron. Traían armas. Quise hacer gala de mis cualidades como tirador
pero mi padre me hizo una seña.
–¡Rafael Zuñiga, hasta
que te encontramos! Todos estos años, en medio de este caos y muerte. Te seguimos
la pista. Reza, por fin llegó tu hora –gritó uno de esos tipos.
–Lo acepto, pero a los
chicos déjenlos ir, no los lastimen. No quiero que me vean morir –les contestó
mi padre.
–Bien, que se haga tu
última voluntad –añadió el sujeto.
Nos forzaron a caminar
desierto adentro, a Grisa y a mí, con la cabeza baja. Después de algunos
kilómetros, oí las detonaciones. Y lloré como nunca, como cuando fui niño y aún
podía llorar. Creo que Rafael debió dispararme cuando me halló en aquel sótano
y Zelma debió ignorar a Grisa y pasar de largo ante su desgarrador llanto. Más
nos hubiera valido no existir en este mundo habitado por bestias.
En un instante, los hombres
que nos llevaban se retiraron. Nos quedamos en medio de la nada ¿Para dónde
seguir? Pensé entonces en el trayecto del sol. Ayudaría a orientarme. Y agarré
camino.
–¡Aldair, Aldair!...
¿Adónde vas?... No me dejes...
–me gritó Grisa
desesperada.
Ella se había enamorado de mí. Comprendí
que no podría deshacerme de ella. Con su olfato y oído tan desarrollados
lograba localizarme en cuestión de segundos a decenas de metros de distancia.
Yo sólo quiero llegar al norte, como mi padre, y esperar. Ella sólo quiere
estar a mi lado y ser correspondida. Grisa me ama, yo nunca la amaré.
Felicitaciones Lolabistrot y gracias en nombre de todos los que hacemos Cruz Diablo por tan bello relato.
ResponderEliminarGracias.
ResponderEliminarEs una tierna y terrible historia de orfandad. Es un road movie interesante. ¡Felicidades!
ResponderEliminarEstremecedor, muchas gracias.
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