Daniel Herrera es un
autor mexicano apasionado de la ciencia ficción, la fantasía y el horror
cósmico. Habiendo descubierto su vocación como escritor desde la edad de 16
años, se ha dedicado a buscar y pulir su estilo al tiempo que se esfuerza
ferozmente por terminar sus proyectos literarios y tratar de publicarlos.
Siempre inspirado y en constante creación de nuevas ideas, hoy día con 29 años
de edad, trabaja como Diseñador Gráfico mientras sigue persiguiendo sus sueños
de escritor.
―¿Qué
tanto me amas?
La
luna se había alzado apenas por encima de las montañas invertidas despertando
destellos color nácar sobre los rostros pulidos de las derretidas dunas del
desierto.
Mahili
subía con pasos trémulos sobre los trozos de erosionada roca del bosque de las
lápidas mientras Trent, tras ella, le prestaba su mano para servirle de apoyo,
siempre listo para atraparla si algo pudiese salir mal. Ella era ágil y ligera,
él decidido y avezado, y ambos se habían enamorado perdidamente el uno del otro
desde el momento en que se vieron por primera vez.
Salieron
a hurtadillas tan pronto como la noche calló silenciando y encegueciendo los
parajes áridos y silenciosos del agonizante mundo. Y no es que estuviera mal
que se amaran, que estuvieran juntos, es sólo que la gente de la colonia
subterránea tenía reglas y la que repetían con más ahínco era la que prohibía a
los jóvenes enamorados salir de noche.
“Mientras
haya amor en el mundo, habrá esperanza” decían “pero hagan lo que hagan, jamás
salgan juntos de la colonia por la noche”.
Los
viejos jamás entenderán las dulces ensoñaciones que a los jóvenes hacen tener
arrebatos salvajes de impertinente locura. Por tanto, era mejor hacer las cosas
a escondidas, a espaldas de todos y disfrutar de un enervante momento de
ilícita convivencia bajo las estrellas.
Llegaron
a la cima de la colina de las runas y desde ahí contemplaron el cielo
estrellado, destellante de colores púrpuras, carmesíes y anaranjados, en la
compañía solamente el uno del otro y de las estatuas decapitadas y corroídas de
antiguos reyes sin nombre ni memoria. No había muchas oportunidades en el año
de disfrutar de aquel momento, la mayor parte del tiempo la superficie era
azotada por vientos aterradores que cortaban la piel y escocían los pulmones,
otras veces las nubes ácidas se agolpaban en lo alto impidiendo ver detrás de
su pardo cuerpo verdoso estrella alguna. Sin mencionar que prácticamente todos
los días el calor que irradiaba el sol fuera de la colonia era suficientemente
alto como para desmayar a un hombre adulto sano en tan sólo segundos.
Pero
aquella noche había una tenue y apacible bonanza. La pureza del aire y la
claridad del cielo era tal que levantaba el ánimo y aceleraba el palpitar del
corazón con un perfume casi embriagador.
―No deberíamos estar aquí ―dijo Mahili abrazada
a sus rodillas pero con una reluciente sonrisa en el rostro.
―No iba a dejar que
unas absurdas advertencias de un montón de moribundos
amargados me impidieran disfrutar de esto ―respondió Trent, acortando la
distancia entre los dos y dejar de sostenerle la mirada.
―Hablas de las
estrellas… ―aseveró la chica, aunque tal
vez sólo olvidó añadir el tono de
pregunta.
―Hablo de todo esto. ―la interrumpió Trent antes de
silenciarla acariciando con sus labios los de ella y con su mano la mejilla de
la chica.
Fue
ahí que ambos se perdieron, olvidándose de todo en un momento que pensaban
vivir con toda la intensidad que les fuera posible. Para ellos no había más
colonia, ni ancianos, ni peligros nocturnos, ni lluvia ácida, vientos
torrenciales o calores asesinos. Incluso se olvidaron en mitad de su agitado
abrazo, de que hay depredadores para todo tipo de presas en el mundo y, cada
uno, está siempre atento a encontrar las señales de que alguno de sus
codiciados trofeos está en la cercanía.
Nadie
sabría decir si lo que llama a este depredador en particular es un sonido, un
aroma o un tipo de movimiento, lo cierto es que siempre aparece, filtrando sus
metálicos apéndices por entre las rocas como un arroyo viscoso que repta río
arriba, y una vez que sus filosos tentáculos dentados lo han antecedido, se
revela cerniéndose oscuro como un eclipse repentino que ha devorado la luz de
la luna.
Aquella
noche se posó sobre el monte de las runas, con su pútrida sonrisa de
descarnados labios y dientes delgados y desiguales.
El
grito de Mahili desgarró la noche primero y luego la mirada atónita de Trent lo
contempló con un horror tan súbito que lo paralizó de pies a cabeza. Hubo un
par de veloces chirridos y dos apéndices de la bestia salieron disparados
enroscándose sobre los cuerpos de cada uno de los amantes y levantándolos en
vilo como quien sostiene entre los dedos una nuez antes de aplastarla con
violencia.
La
criatura abandonó el monte, pasó por el bosque de lápidas, dejando atrás las
dunas que rodean las montañas invertidas y, con ellas, la colonia subterránea y
las familias de Mahili y Trent, mientras los dos enamorados eran llevados
prisioneros por aquel engendro de grasa y óxido.
Pero
no eran los únicos. Mientras su novio hacia su mejor esfuerzo por zafarse del
brazo retorcido del monstruo, hiriéndose la piel en el proceso hasta comenzar a
sangrar, Mahili levantó la vista alrededor y contempló bajo la luz de la luna
que su situación era un poco menos solitaria pero bastante más macabra de lo
que había imaginado.
La
criatura debía tener varias decenas de tentáculos, pues, además de los que
usaba para mover su abotagado cuerpo, tenía dos colecciones de apéndices, una a
cada lado, con la que parecía sostener firmemente a las presas que iba
capturando. Y no era coincidencia que él estuviera de un lado y su novia del
otro. Los ojos llorosos y desesperados de la chica revisaron entre las demás
víctimas que yacían de su lado de la bestia y comenzó a notar con horror que
todas se trataban de mujeres jóvenes, apretadas, unas más brutalmente que
otras, por las vértebras metálicas que formaban los brazos de aquella
abominación de entre las que sobresalían una cabellera aquí, un par de piernas
allá. Una joven en especial tenía solamente un delgado y pálido brazo expuesto,
que estaba estirando en un inútil intento por alcanzar a tocar la mano de un
muchacho que estaba atrapado en el lado opuesto de aquella monstruosidad.
Y
tampoco era el único. De aquel lado, una colección de varones de distintas
edades, ferozmente atenazados en los apéndices terribles, algunos de los cuales
aún pugnaban por liberarse ellos y después soltar a alguna de las prisioneras
del lado contrario.
Mahili
y Trent intercambiaron una mirada desconsolada y es posible que ambos lo
entendieran al mismo tiempo. Al parecer, todos los atormentados prisioneros del
infernal engendro debían estar ahí por cometer el mismo crimen que ellos dos:
estar enamorados, y salir juntos por la noche.
Con
tenues pero enloquecedores rechinidos la carrera de la bestia continuó,
recorriendo parajes oscuros y desolados. De vez en cuando, un chillido a la
distancia interrumpía la canción mecánica de su andar robótico, y una
encapuchada cabeza y un par de desecados ojos huecos escrutaban la noche
anhelando, deseando. Luego prosiguió su avance habiéndolo descartado.
Unas
frías gotitas empezaron a caer entonces en la frente de Mahili. Al levantar el
rostro se fijó y descubrió el semblante sollozante de una chica mucho más joven
que ella, igualmente atrapada que lloraba con desconsuelo.
―Oye, está bien. ―le dijo la mayor
tratando de consolar a la jovencita ―Tendrá que bajarnos en algún momento y entonces
todos juntos le daremos su merecido.
Y
no lo decía sólo para confortarla. En verdad tenía su esperanza puesta en un
arrebato final de violencia desesperada. Después de todo, su novio era fuerte y
valiente, ella sabía que estaba dispuesto aun a dar su vida por salvarla.
Pero
la niña negó sin dejar de llorar.
―No… ―se encontraba colgada
de cabeza y su cabello corto se mojaba con sus copiosas lágrimas luego caía en el rostro de
Mahili ―No vamos a salvarnos.
Conozco este camino. Nos dirigimos a la pirámide de obsidiana… cuando lleguemos ahí, será el fin…
La
muchacha se atragantó un momento con sus propios lloriqueos, y luego, añadió
con un aire de derrota, mezclado con resignación:
―Por lo menos, él ya no va tener que
sufrir la peor parte… ―su mirada se desvió un momento a
contemplar donde uno de los tentáculos metálicos
estaba apretujado en un cerrado nudo del que brotaban delgados hilillos de
sangre fresca.
Las
primeras luces de la mañana comenzaron a emerger en el panorama de un desecado
acantilado cuando, sobre el horizonte, una ominosa silueta negra y triangular
se relevó ante ellos. Vapores calurosos y sofocantes llegaron a incomodar a los
prisioneros al tiempo que el penetrante olor de la brea inundó sus narices.
Cuando
llegaron a la base perlada de la negra edificación, la monstruosidad mecánica
se escurrió por un centenar de escalones, subiendo cada vez más alto. La chica
que lloraba se había desmayado de terror horas antes y Mahili, con la
respiración acelerada volteó a mirar a Trent con un horror profundo y
desconocido palpitándole en los ojos. El chico le respondió desesperado, pero
la fatiga era patente sobre él. No quiso mencionarlo, pero hacía horas que se
había dislocado el hombro en su infructuosa lucha por liberarse y no podía
tolerar ya el dolor que le causaba su herida.
La
maraña de brazos herrumbrosos se detuvo a algunos metros de la cima de la
negrísima pirámide. Del cuerpo abultado de la bestia descendió quién la
manejaba. Un ser con una apariencia vagamente humana, encapuchado, de postura
encorvada y al girar a ver su botín con sus ojos vacíos ocultos tras un par de
apretados goggles torció aquella
antinatural sonrisa de momificados labios grises.
Se
dio la vuelta nuevamente, subió unos cuantos escalones más con andar ansioso y
luego hincó una rodilla en el suelo. Mahili estiró y torció el cuello de manera
sumamente dolorosa sólo para poder mirar lo que sucedía desde donde estaba
prisionera, justo al momento que el sol incandescente aparecía ya en la
distancia.
En
la cima de aquel monumento cristalino había un trono y sentada en él, lo que
parecía ser una mujer. Su piel, aunque morena, resaltaba poderosamente pues sus
cabellos largos y ondulados, al igual que su vestido, ceñido y apretado sobre
un cuerpo fuerte, eran de un color más negro que su trono y pirámide que ya
parecían ser un trozo dejado atrás de la noche misma. Se encontraba sentada,
grácil y apaciblemente, como esperando un saludo o anunció que jamás llegaría.
Por un angustioso minuto, lo único que pudo ser escuchado era la afectada
respiración asmática del amo de la bestia que había bajado para presentarse
ante aquella imponente dama.
―¿Qué es lo que me has traído
esta mañana? ―preguntó la mujer de negro,
extendiendo su mano lentamente como para indicarle a su vasallo que ya podía
ponerse de pie. Cuando lo hizo, parte de su vestido se quedó pegado en el brazo
de su silla, estirándose como si estuviera hecho de alguna resina oscurísima y
espesa.
―…Mahili, ¿Qué pasa? ¿Qué ves? ―preguntó Trent desesperado.
La duda lo mataba, lo mismo que el dolor, al tiempo que gruesas gotas le
resbalaban por la frente.
La chica no
respondió.
―Déjame
adivinar. Es otro ramillete ¿no es así? ―la voz de la mujer volvió
a escucharse, entonada y encantadora, pero con una leve y amenazante aspereza
que a Mahili le heló la sangre.
El impune recolector
asintió con su taimada sonrisa en el decrépito rostro y con un ademán de su
mano, hizo que el cuerpo pesado de su bestia mecánica se levantara,
sosteniéndose sobre los únicos cuatro tentáculos libres que le quedaban. La
máquina se posicionó justo sobre el trono y desde ese nuevo ángulo, los dos
amantes aprisionados pudieron contemplar perfectamente la tétrica escena que hasta
entonces para ellos había estado incompleta.
La mujer sentada en
el trono levantó la vista para mirarlos y entonces pudieron ver que aún sus
grandes y expresivos ojos eran negros, oscuros como los abismos muertos que
contemplaron entre las estrellas.
Y sucedió. Con un
ensordecedor chirrido, el monstruo mecánico apretó a sus constreñidas presas
contra su cuerpo esférico y de este comenzaron a emerger agudas y largas púas.
La sangre brotó a chorros que se transformaron en cascadas conforme iban
muriendo una a una las parejas capturadas. Al final, solo Trent y Mahili
quedaron, en la parte más alta del mecanismo y los ojos arrepentidos de él se
posaron una última vez en la sonrisa triste y resignada de su novia.
Quiso mascullar una
disculpa, pero no hubo tiempo. Su sangre fluyó uniéndose a los torrentes que
bajaron en tropel por los cuatro lados de la pirámide, pintándola de un
resplandeciente y extrañamente vivo color rojo.
El cazador de
enamorados contempló su obra un segundo y después volteó a mirar a la señora de
la pirámide negra, ansioso y emocionado.
La mujer tenía el
rostro tranquilo e inexpresivo como siempre, pero había cerrado sus ojos para
entonces abrir el que tenía sobre la frente. Eso significaba que estaba feliz y
el otro lo sabía.
Había perdido ya la
cuenta de cuántos siglos pasaron desde que, en una ceremonia aterradora y
sanguinaria, logró invocar a su Reina Oscura desde los fríos y enloquecedores
vacíos estelares. El ritual había requerido que se cortara la lengua, pero ya
no le hizo falta nunca más. Ella sabía perfectamente lo que estaba pensando
todo el tiempo, pues su mente enajenada era para ella como un libro abierto.
―¿Qué
tanto me amas? ―le dijo ella aquella
noche hace miles de años, antes de traer el fin del mundo sobre los miserables
que tuvieron la desgracia de sobrevivir.
Él no pudo
responderle, ni se atrevió a abrir su boca, tratando de no ahogarse con su
propia sangre.
―¿Estás
dispuesto a matar aun a los de tu propia especie, entregármelos
como una ofrenda de sangre, cada mañana y cada tarde, para borrar de la faz
de este planeta toda muestra y rastro de amor, de manera que el único que quede
es el que sientes tú por mí? ―su vestido negro se
sacudía y temblaba removiéndose viscoso, como
si estuviera hecho de un millón de cilios.
Aún joven, aún
humano, él asintió enérgicamente, tratando de contener las arcadas y el dolor,
pero en el fondo, muy contento, sabiendo que ella lo entendía y lo aceptaba,
siempre vería a través de él, como si
estuviera hecho de vidrio.
Ella entonces inclinó
el rostro y sonriendo, cerró sus dos ojos y abrió el tercero.
Wow, mi cuento nunca se ha visto mejor que ahora que esta publicado. Gracias a Cruz Diablo y su editor por esta oportunidad de cooperar con su revista.
ResponderEliminarGracias a vos por haberlo enviado a la convocatoria, Daniel. Felicitaciones. Es un hermoso relato.
EliminarFelicidades ��
ResponderEliminar