“Mi
nombre es Nicolás Gerónimo Sambuceti. Escribo porque me surge. Publiqué una vez
de manera independiente porque decidí gastar en eso el dinero de unas
vacaciones. Disfruto más que nada de leer. Enumero los relatos desde la
adolescencia aunque no llevo bien el orden y casi nunca los concluyo. A veces
algún borrador coincide con la que solicitan en un concurso y me atrevo a
enviarlo”
―Sí ―reafirmó el muchacho.
El viejo masculló un poco, se sintió un tanto extraño al pensarlo. Todo
se había ido degradando de tal forma que recordando uno no podía tener la
seguridad de qué no era normal y qué aún lo era. No apretó demasiado los
dientes para pensar, no tanto como le gustaba, una muela le dolía desde hacía
semanas. Sabía que debería sacarla con una pinza y por la fuerza, mientras
antes mejor, para evitar la infección. Tener una infección, se decía, es lo
último que llega alguien a tener. Pero eso no le preocupaba.
―Supongo
que una película ―respondió tras tomarse un momento―, la última
que vi. Nunca viste una, ¿no?
El muchacho había nacido después de que los tendidos eléctricos se
volviesen apenas un decorado y una fuente de metal para saqueadores. Apenas
había visto alguna vez la luz eléctrica funcionando en faros de un automóvil,
en los que andaban las bandas mejor equipadas que podían encontrarse por allí.
Sin embargo, le habían contado qué eran. El hombre que lo había criado
como su padre solía contarle películas como si fuesen cuentos para antes de
dormir.
―¿De qué
trataba? ―preguntó el muchacho, un tanto nostálgico.
―Del
fin del mundo ―el
viejo no pudo evitar la carcajada sincera, aunque de bajo volumen―. Había
grandes catástrofes
climáticas. Nunca sucedió tan rápido
como en las películas, pero ese día fue el primero en que me costó conseguir
verduras. Simplemente había tan poco y eran tan caras que no llegaban
a mi barrio, que no era un barrio pobre. Después faltó la carne, la leche, el
agua. Antes de terminar mi juventud ya era prisionero en una granja de
alimentos controlada por el ejército, haciendo de mano de obra esclava. Ese fue
el primer lugar del que me escapé.
El muchacho sintió lástima por el viejo, parecía haberle costado mucho
llegar hasta allí. Era normal encontrar gente en mal estado, de cuerpo y ropas,
pero este era el peor que había visto. Si se lo encontraba dormido al lado de
un camino, cualquiera se hubiese acercado a tomar sus pertenencias dándolo por
muerto.
―Aquí funcionaba una de esas granjas ―contó el muchacho―, cuando yo nací ya no la controlaba el ejército. Son buenas tierras.
―De
ésta fue mi primer escape ―interrumpió
el viejo―,
cuando dejaron de recibir órdenes
los militares se pusieron a cargo, tuvieron algunas riñas entre ellos. La comida no alcanzaba y
no sabían si matar a las mujeres, que usaban como amantes obligadas, o a los
hombres, que usaban como esclavos. A veces mataban a unos, a veces a otros.
El muchacho guardó silencio un momento, el viejo aprovechó para
observarlo. El arma que llevaba en la mano era de aquel entonces, seguramente
ya no funcionara o ya no quedaran balas. Con los años, con cada vez menos personas y
ciudades, la tierra iba recuperando poco a poco su capacidad de alimentar a sus
huéspedes. El cercado inmenso que encerraba la vieja granja se encontraba
destruido por partes, copado por una vegetación rebelde enredándose entre
alambres. La tierra había vuelto a ser fértil en muchos lados, el agua de
lluvia ya podía beberse y la de muchos ríos también. La tierra volvía a
alimentarlos a todos, pero para entonces esos todos eran cada vez menos.
El viejo sabía por haberlo visto que más que en manos del hambre, las
personas habían muerto en manos de otros hombres, los enceguecidos por el temor
al hambre y la sed. El miedo es peor que
el hambre, le dijo al viejo años atrás el Jefe Garrido cuando él era una
especie de soldado en su banda. Una banda que se dedicaba a robar comida en la
época en que aún escaseaba. El jefe había enviado a vaciar los propios
depósitos de comida y fingir un incendio, anunciando luego que ya no habría
comida para atravesar el invierno. Muchos escaparon, solo quedó una cantidad de
hombres avisados previamente, para los que sí alcanzaba la comida. Después
reclutarían más, para volver a robar y encontrar una forma de deshacerse de
ellos una vez que se hubiese almacenado suficiente.
―¿Escapó
antes de la revuelta?
El viejo había quedado un tanto abstraído en sus pensamientos y le tomó
un tiempo retomar el hilo de la conversación para responder:
―Después de la primera, la que se perdió. Me
iban a ahorcar, para no gastar balas. ¿Aún les quedan?
―¿Qué?
―Balas
―
el viejo señaló el arma―,
ese fusil debe tener unos cuarenta años.
El muchacho, a pesar de apenas haber sido niño cuando ocurrieron los
últimos asaltos para robarles comida, tomaba los recaudos que le habían
enseñado. Sabía que aún había humanos que no conseguían su alimento de la
tierra, o que podía perderse una cosecha en algún lugar o morir animales en
otro.
―Sí ―mintió―,
las fabricamos.
El muchacho era bueno para mentir, pero el viejo supo que era farsa. Él
mismo había atacado esa granja. Él había comandado una banda entera de
saqueadores, luego de juntar coraje y llevarse consigo a una fracción de los
seguidores del Jefe Garrido. Los llamó Hermanos
del Hambre, una aventura que duró apenas unos meses. Esa granja del
ejército fue su último saqueo. Pero para cuando llegó la granja ya no estaba
bajo control de los militares. Alguna revuelta se las había arrebatado. Se enteró mientras incendiaban las casas donde ya no vivían
los sargentos. Lo planificado como venganza a los captores terminó siendo un
ataque a los compañeros de captura. Decidió no decirle nada al muchacho.
Suspiró como respuesta a la culpa, los años le habían dado esa costumbre.
El muchacho lo observaba, las arrugas de la piel morena estaban rellenas
de tierra. Los ojos marrones, cansados de años, distraían de las canas que
sobresalían a los costados del gastado gorro de lana. El viejo echó su mochila
sobre la gramilla y con dificultad se sentó a su lado. El muchacho tuvo
intenciones de ayudarlo pero no debía, aún podía ser todo una trampa. Hacía más
de un año que nadie llegaba a las puertas de la vieja granja, era la segunda
persona que él veía llegar en todas sus horas como guardia.
―¿Ya recordó a qué venía? ―preguntó
al viejo, intentando retomar la postura de autoridad.
―Eso
no importa ya, quería
llegar. Ahora que estoy voy a ofrecerte un trato.
El gesto del muchacho fue de total incredulidad, el viejo pudo verlo. El
muchacho se había criado en un mundo así, debía no tener más de veinte años.
Nunca había viajado en automóvil, nunca había ido al cine, tampoco había
formado parte de una banda que se dedicase a robar comida para sobrevivir.
―Desde
esta puerta ―comenzó el viejo como si el trato se hubiese
cerrado―,
contando seis postes hacia el este. Hay que alejarse después veinte pasos hacia el norte y
aún está, lo vi antes de venir hasta aquí, un montón de escombros que ya han
ocultado un poco el tiempo y los pastos. No tengo fuerzas para hacerlo, pero si
pudiese moverlos y cavar un metro hacia abajo, encontraría algo que dejé
enterrado hace años, lo más preciado que tengo. Si me ayudas podemos
compartirlo.
―Puedo
dispararte ―razonó el muchacho―, decir que venías a atacar y buscar lo que sea que esté escondido esta noche.
―Nunca
lastimaste a nadie ―aseguró el viejo con una expresión casi risueña―,
y no sabes si no queda aún
algún secreto.
Conversaron un poco más y llegaron a un acuerdo, el viejo se fue sin
haber sido visto por nadie y el muchacho fue relevado de su guardia al
atardecer.
Cuando la noche llevaba ya varias horas el muchacho llegó caminando al
lugar indicado, el viejo dormitaba sobre unos escombros enmarañados con
gramilla. De no haberlo oído roncar aún por encima del ruido del viento, se lo
podría haber supuesto muerto. La dificultad con la que respiraba dejaba en
evidencia el deteriorado estado de su salud. Hacía unos cincuenta años que todo
había comenzado a desmoronarse lentamente, y si el viejo era joven para ese
entonces debía tener al menos sesenta y cinco o setenta años, una edad más que
envidiable para los tiempos que corrían. Lo despertó sacudiéndole el hombro, el
viejo se sobresaltó y sonrió al verlo. Cuando habló su respiración aún sonaba
como un ronquido:
―Sabía que ibas a venir, hay que apurarse, el
viento va a ayudar a que no nos escuchen.
Tal como habían acordado el muchacho comenzó a mover los escombros que
parecían indicar un lugar, los trozos de ladrillo y cemento habían sido
lentamente abrazados por la tierra y una parte parecía haber sido enterrada a
propósito. El viejo, entretanto, lo observaba sentado en el suelo a pocos
metros, con la espalda apoyada en el grueso tronco de un ombú y el brazo
descansando en su mochila.
―El
ejército solía
hacernos podar los árboles
de alrededor para mantener despejado ante un ataque ―comentó
el viejo al aire.
―El
ejército no manda aquí hace mucho ―respondió
agitado el muchacho tomando la conversación como un recreo―, y no hay gente para tantos trabajos.
Creo que te aceptarían
en la granja, más
si ya has trabajado. Para algo debes servir, separar los vegetales malos,
cuidar niños,
algo.
―Ya
no me interesa nada de eso. ¿Cómo vas con los escombros?
―Creo
que los quité a
todos, solo queda cavar.
El viejo se puso de pie y se acercó arrastrando su mochila, la luz de la
luna apenas pasaba entre los árboles, pero se notaba que la pala se enterraba
en tierra negra.
El pozo que el muchacho cavaba ya llegaba encima de sus rodillas cuando
el filo de la pala dio contra algo realmente duro. Ya había tenido que cortar
antes algunas raíces pero esto parecía más prometedor. Dejó la pala a un
costado y enterró sus dedos donde el filo había encontrado la dureza. Parecía
madera, algún tipo de varilla áspera. Mientras sacudía para desprenderla de la
tierra que la abrazaba, notó lo liviano que era. Cuando al fin venció a los
años de entierro buscó la luz de la luna para ver qué era y, al descubrirlo, lo
soltó bruscamente mientras ahogaba un grito. Sus manos habían sostenido un
hueso largo, con asco buscó al viejo. Estaba a sus espaldas y apuntándolo con
un revolver. El muchacho se notó en grave desventaja, en un pozo, desarmado y a
demasiada distancia como para creer que ser más veloz que su oponente le diese
alguna oportunidad.
―¿Qué
es esto? ―aunque
intentó mostrar fortaleza, la voz le salió quebrada.
―La
tumba de Eva ―respondió el viejo sin dejar de apuntarle con el
arma.
El muchacho sintió nauseas, pero le daba aún más asco vomitar sobre el
esqueleto que pisaba. Aún asomaba entre la tierra lo que quedaba de la mortaja
y pisaba sobre algo duro. Intentaba no pensarlo, pero seguramente sería otro
hueso.
―Mantendremos
el trato ―dijo
el viejo―,
aún tengo algo para darte.
―
¿Un balazo?
El viejo sonrió con su boca torcida, débil. Parecía haber mejorado un
poco su porte, como si encontrar el cadáver o sostener el arma le mejorasen
sustancialmente la postura. Mostró el revólver y lo arrojó por encima de la
cabeza del muchacho hacia el otro lado del pozo. Ágilmente el joven salió con
sólo un salto y llegó al revolver, cuando volteó con el arma empuñada no vio al viejo. Se acercó al pozo y lo encontró
tendido boca arriba, en silencio. Las lágrimas que caían lavando la mugre de su
rostro parecían captar la poca luz de la luna que las copas de los árboles
dejaban pasar. En su mano empuñaba un cuchillo simple, pequeño pero
evidentemente afilado.
―Cuando
me entierres, al final de los escombros, encontrarás tu regalo. Por ahora te doy el
revólver.
El viejo acomodó la punta del cuchillo en un costado de su cuello y
presionó con la determinación de las últimas decisiones. La sangre oscura
manchó sus manos, su rostro y su cuerpo que se sacudía e involuntariamente se
ponía de costado. El muchacho enmudeció en los segundos que lo vio morir. El
cadáver quedó tan inmóvil como se hubiese esperado.
El joven demoró un largo instante en entender qué había pasado, luego se
tentó de bajar a revisar los bolsillos del viejo, pero supuso que con su mochila
sería suficiente. De allí apenas rescató alguna herramienta, el resto lo arrojó
sobre el cadáver. Decidió que no sería mala idea tapar el pozo, ocultar el
cadáver y ver qué le había dejado el viejo.
El viejo se llamaba Felipe. Había
regresado con sus Hermanos del Hambre muchos años atrás a atacar la granja que
creía aún controlaban los militares. Pero no regresó por comida, ni a liberar a
sus compañeros. Quería la cabeza del sargento que le dijo había matado a Eva,
lo demás eran excusas. Casi perdió el alma aquella noche, cuando entre
escombros y luces del ataque, encontró a Eva moribunda por las esquirlas de las
bombas que sus hombres habían fabricado. Sólo un ser tan estúpido como él, ante
la inminencia de la horca, podría haberle creído a un sargento que Eva había
muerto durante el levantamiento.
Ella lo reconoció a pesar de lo mucho que
había cambiado su aspecto en esos pocos años. Él la alejó del fuego intentando
salvarla, la llevó al bosque y pudo verla morir en sus brazos y por su culpa.
Mientras, sus Hermanos del Hambre escapaban con el botín dándolo por capturado
o muerto. Envolvió el cadáver, utilizando una sábana como improvisada
mortaja, y lo enterró. Se juró volver para que sus cadáveres descansaran juntos
una vez que se hubiese redimido.
Felipe notó al despertar una mañana,
muchos años después, que estaba más cerca de la muerte que de la redención, que
habían pasado muchos años y la soledad del bosque no le había compensado el
dolor de sus errores. Al menos debía cumplir su última promesa al cadáver de
una mujer con la que profesó un amor mutuo. Aunque ella hubiese preferido no
morir.
El muchacho había tapado la tumba con los dos cadáveres, y había
utilizado hasta el último escombro para ello. El viejo no le había dejado nada.
Se conformó con el revólver y con haber ayudado en vaya a saber qué cosa a uno
de esos tantos locos que dejó por ahí la hambruna del mundo.
Gracias por permitirnos conoer tu narrativa, Nicolás. Felicitaciones por logro en nombre de todos los que hacemos Cruz Diablo.
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