martes, 5 de noviembre de 2019

"El puente" por Martín Iguarán


Martín Iguarán, nació el 27 de mayo de 1994. Es graduado de la UBA en derecho. Todo lo demás sobre este autor… está en el futuro (no le pierdan pisada)
Esperó toda la mañana.


Era un día cálido, casi caluroso, y reinaba el silencio. Estaba apostada en la cima de una loma, camuflada entre la frondosa maleza. Los pastos estaban vivos, surcados por los silbidos de los insectos. No había contradicción con el silencio, puesto que los insectos era lo único que seguía haciendo ruido. Todo lo demás había cesado.
No había aviones en el cielo. Autos en la ruta de grava que desembocaba en el puente. Perros, gorriones, vacas, nada. Todo lo que era más grande que un puño cerrado estaba muerto y descompuesto.
Excepto Alex y ella, claro.
Respiró hondo y procuró controlarse. Si querían salir adelante, necesitaría apelar a todo su ingenio. Y rezar a Dios, si es que el muy jodido se dignaba a escuchar, que diera una mano.
Alex estaba del otro lado del puente, en una torre elevada. Antes la torre debía servir para las telecomunicaciones, y no había tenido otra opción que trepar ahí cuando los hackeados comenzaron a rodear la zona.
Recogió los binoculares y aplicó el único ojo que le quedaba a la vigilancia.
Tres hackeados, armados con escopetas y una pistola, montaban guardia en la entrada del puente. Era un puente viejo, de acero que comenzaba a oxidarse, y había un par de autos varados cerca del medio. Conectaba dos laderas de montañas, y debajo, había un caudaloso río bañado en espuma. Las laderas estaban salpicadas de gruesa vegetación.
Era la típica postal de viajes, que en otra circunstancia, hubiera encontrado encantadora. Pero las cosas encantadoras habían desaparecido hacía mucho tiempo, junto con todo lo demás. Solo quedaba sobrevivir.
Eso había pensado durante mucho tiempo, poco después de dirigir el cuchillo hacia su ojo. Se había armado de valor para extirpar el Enlace del globo. Dios, cuánta sangre. Pero lo hizo porque quería vivir a toda costa. En aquella época, todavía no había conocido a Alex. Fue cinco años después, cuando encontrar a otro ser humano era prácticamente un milagro, como antes lo era ganarse la lotería o un viaje con todos los gastos pagados al Caribe.
Sacudió la cabeza.
Recordó su impresión, mientras salía de ese supermercado saqueado con unas bolsas de comida, y vio a Alex. Lo primero que notó fue el inmenso vendaje que usaba para tapar el ojo derecho. Al igual que ella en un principio (luego lo cambió por un parche negro artesanal). Respiró, tranquilizada, pero no dejó de lado el fusil que empuñaba. Alex tenía una escopeta Itaka calibre doce, pero la bajó apenas la vio.
Luego dijo algo que nunca olvidaría.
Miró su bolsa con potes de salsa de tomate y dijo:
–Tengo un paquete de fideos. ¿Cenamos?
Hacía tanto tiempo que no escuchaba algo parecido, que soltó una carcajada.
A partir de entonces fueron inseparables. Primero como sobrevivientes, luego como pareja. Alex era inteligente, y coraje no le faltaba. Pero a eso se agregaba una sensibilidad especial. Le reveló, entre lágrimas, que había matado a su padre cuando lo hackearon, y Alex la sostuvo entre sus brazos mientras sollozaba. Hasta ese momento, no se lo había dicho a nadie.
Los hackeados estaban rígidos como estatuas. Eran dos hombres y una mujer. Estaban sucios, sus ropas eran andrajos, y tenían la mirada perdida, como si estuvieran mentalmente en otra parte. Estaban en modo pausa. Ya lo había visto antes. Cuando no tenían nada que hacer, ni recibían órdenes, adoptaban una actitud pasiva, totalmente apática. A tal punto que los mosquitos los hacían picadillo y ellos no se daban por enterados.
También estaban delgados como esqueletos, sus pómulos vacíos. No que ella estuviera mucho mejor. Conseguir alimento era la segunda cosa más difícil, después de evadir las hordas de hackeados.
Tres no era mucho. Podía bajarlos disparando desde la loma. Pero sabía que habría más del otro lado del puente y al final del camino, y los disparos los alertarían. Los hackeados estaban interconectados; verían que sus compinches caían acribillados y correrían hacia ella de inmediato.
Vigiló durante el resto de la tarde, pero los guardias no se desplazaron un centímetro de su puesto. Parecía que no había recambio. Seguirían en su lugar hasta que las piernas se quebraran o tuvieran algo mejor que hacer.
Volvió al escondite, amparada por la oscuridad.
Se habían escondido dos días atrás en el garaje de un galpón abandonado, oscuro y recubierto de polvo. Había gomas de auto apiladas, un motor desarmado, botellas de líquido limpiador y aceite, y tenía su mochila. Hizo un recuento sumario: tenía su fusil, la pistola, los binoculares, un cuchillo, dos botellas de agua, tres paquetes de galletitas, tres latas de arvejas, una botellita de alcohol en gel, un paquete de vendas, un poco de ropa de repuesto, el radio, y nada más.
Se acomodó en el suelo, con el fusil y la pistola a una distancia segura, y encendió el radio. Habían acordado que solo hablarían por las noches, y en voz baja. El aparato crepitó y luego se sintonizó correctamente.
Lo acercó ansiosamente a sus labios.
–¿Alex?
Un instante de angustioso silencio, y luego…
–¿Meli?
La invadió un profundo alivio.
–Acá estoy. Estuve vigilando el puente todo el día. ¿Cómo estás?
Escuchó una risita sarcástica.
–Respiro. Acá arriba hace un frío de la puta madre. Pero aparte de eso, estoy bien.  
–Me alegra.
–¿Qué viste?
–Una guardia mínima. Tres hackeados. ¿De tu lado?
–Cinco. Armas livianas. En modo pausa.
–Los míos también.
Hubo una pausa. Melisa contempló fijamente el desgastado radio. Su único lazo con Alex. Dios, que las baterías resistieran solo uno poco más…
Alex la devolvió a la realidad.
–¿Qué vamos a hacer? Podés bajar a los tuyos sin problema, pero no puedo liquidar a cinco de un solo golpe, y me verían enseguida.  
–Hay que crear una distracción.
Alex esperó un momento, y añadió:
–Hay otra opción.
Melisa se puso tiesa. Involuntariamente sacudió la cabeza, a pesar que sabía que Alex no podría ver el gesto.
–No.
Hay que considerarlo.
–Perdiste la cabeza si pensás que voy a dejarte.
–Vimos tres hordas recorriendo toda la zona. Nos tienen que estar buscando, porque acá no hay nada más. Éstos son apenas unos rezagados.         Podrías esconderte y dejar que pasen.
–¿Y mientras tanto te morís de hambre? ¿De sed? ¿Cuánto hace que no probás un bocado?
–Melisa, lo digo en serio.
–Yo también lo digo en serio. Quiero que me escuches: no voy a dejarte. Jamás de los jamases.
Percibió su suspiro. Imaginó a Alex contemplando el paisaje, tratando de ubicar el punto exacto del garaje. Pensando en ella. Deseó ardientemente estar allí, en la torre.  
Tragó saliva. No podía abusar de las baterías, pero no quería cortar.  
–¿Te acordás de esa vez que acampamos cerca de las cataratas?-preguntó repentinamente.
Alex guardó silencio por unos segundos, y luego replicó:
–Claro que me acuerdo.
–Dijiste que ahí sentías una sensación de libertad como nunca antes. Te sentías más libre que antes de toda esta mierda. Antes del fin del mundo. Te miré mientras te salpicaba el agua de la catarata, y recuerdo que pensé: “¡Dios, qué belleza!”.
–Hicimos el amor por primera vez esa noche.
Melisa se sumergió en el recuerdo: el tacto de otro cuerpo, con todas sus asperezas, sus partes calientes y frías, sus intentos de moldearse. Hacía tanto tiempo que estaba sola que se sintió como una liberación. Cuando los hackeos comenzaron, estaba soltera, y después, cuando ya no se trataba de ataques terroristas aislados, y todo el mundo comenzó a enloquecer y las personas a arrancarse los Enlaces de los ojos, no hubo tiempo para el amor. Era pura supervivencia y nada más.
Ella y Alex construyeron un mundo aparte, en el cual cada persona era el polo de atracción de la otra. Se mantuvieron al margen de las comunidades de sobrevivientes que se formaron en los primeros años, al calor del Gran Hackeo; hicieron bien, pues todas fueron arrasadas por oleadas de hackeados en menos de un lustro. Creían que la clave de la supervivencia radicaba en el disimulo. En pocas palabras, en pasar desapercibido. Había funcionado bien hasta entonces.
El problema yacía en que los hackeados habían cumplido demasiado bien con su programación. Ya no quedaban casi seres humanos en el planeta. Habían recorrido cuatro países, y solo en uno, y de lejos, vieron a otra persona.  
Las hordas de hackeados rastrillaban sistemáticamente todo el continente, y a medida que pasaban, destruían todo a su paso. Dejaban tierra quemada. Alex suponía que era parte ulterior de su programación; ya habían cumplido con sus protocolos primarios de agresión, y ahora completaban el resto.
–No me pidas que te deje. Por favor, no hagas eso –le imploró por el radio-. Yo también pensé así un tiempo, antes de conocerte. Hubiese matado a cualquiera con tal de vivir un poco más. Pero ya no quiero vivir de esa manera. Viviendo por vivir.
La radio crepitó un poco más de lo habitual.
–No quiero que te pase nada, Meli. ¿Pero qué otra alternativa tenemos? ¿Cómo los distraemos?
No supo qué contestar. Levantó la cabeza y miró alrededor del garaje. Rastreó la totalidad del contenido con la mirada y se detuvo en las botellas de aceite y líquido limpiador de motores.   
–Tengo una idea.
Se la describió rápidamente. Alex escuchó con atención y formuló un par de preguntas. Aunque hablaban por radio, sabía que asentía con la cabeza, como era su costumbre. 
–Puede funcionar. Lo haremos mañana por la mañana.
–Estoy de acuerdo. No podemos esperar más.
Se quedaron en silencio. Sentía que Alex quería decir algo más pero no sabía qué.  
–Si las cosas se ponen mal, Meli…  
–No digas más nada. Dos personas salen de esto, o ninguna. Punto final.
–Tuve tanta suerte en encontrarte. Fue el destino.
Se despidieron con un mutuo “te amo”. Melisa apagó el radio y se dispuso a dormir unas horas.



Se encontraba de vuelta en la cima de la loma. Alex aguardaba. Ella observaba a los hackeados. Los muy malditos no se habían movido en toda la noche.
Súbitamente, uno de ellos, la mujer, tornó la cabeza en dirección al este, y los otros la imitaron. Melisa se volvió y vio que la columna de humo se elevaba y ya era notoria.
Los tres se pusieron en marcha. Esperaba que el pastizal ardiera un buen rato. Encendió el radio y preguntó:
–¿Qué pasa?
–Se están yendo… los cinco. Van a cruzar el puente. Esperá que pasen.     Voy a bajar.
Aguardó y vio a los otros cinco hackeados cruzar. Cuando desaparecieron por la vuelta del camino de grava, descendió la loma y corrió hacia el puente.
Lo cruzó a la carrera. Intentó no mirar hacia abajo, al río. Cerca del final vio a Alex.
Fue como si le asestaran un mazazo al corazón.
Alexandra corría sin resuello, su largo cabello castaño bailoteaba con el viento, y sus ojos color avellana gritaban algo que el radio, muertas las baterías, no podía comunicar.
Agitaba los brazos como poseída.
–¡Atrás! ¡Hay más!
Melisa abrió los ojos como platos. Detrás de Alexandra, un trasfondo de un centenar de personas con ojos de fuego.
Aprestó el fusil contra su hombro y comenzó a disparar. Primero en el pecho a un hombre voluminoso que se desplomó y fue pisoteado por el resto de los hackeados. Después a dos mujeres mayores, y a varios adolescentes. Siempre a matar. Los hackeados replicaron el fuego: las balas repicaron a su alrededor como pepitas hipersónicas. El aire se tiñó de pólvora quemada y penachos azulados que emanaban de la boca de los fusiles.
Alexandra llegó a ella y la tomó de la mano. Volvieron a meterse en el puente.
Llegaron cerca de la mitad cuando se detuvieron. Del otro lado, los esperaba una veintena de hackeados. Así que no se habían creído el incendio, y todo había sido una trampa para conseguir que salieran de sus respectivos escondites.
Frenaron. Trataron de recuperar el resuello. Los hackeados de ambos extremos también dejaron de correr. Ya no tenía sentido.
Alexandra la abrazó y tomó su rostro entre sus manos y la besó. El contacto con sus labios hacía que todo el entorno pareciera irreal, que solo ellas dos fueran de verdad.
–Lo siento. Lo siento tanto. Te quise decir por radio pero se murió la batería. Dejaron uno atrás y le avisó al resto.
Melisa lloraba, pero también sonreía. La carrera que había iniciado hacía tantos años llegaba a su fin. Pero al menos llegaba a la meta acompañada.
Se tornó a los hackeados.
–¿Qué quieren? ¿Por qué no nos matan y ya?
–Van a hackearnos –dijo Alex, sombría–. Pondrán el Enlace en el otro ojo, y luego seremos como ellos.  
–No.                   
Alexandra la miró. Luego tomó su mano y entrelazaron los dedos. Miraron hacia el barandal, y más allá, el caudaloso río entre dos montañas.
–¿Lista?
–Lista.
Caminaron hacia el borde. Los hackeados las miraban. Pero ellas solo se miraban la una a la otra. Melisa temblaba. Alex ya no.  
–Me alegra que sea así. Juntas.
Alex esbozó una sonrisa y le acarició la mejilla.
–A mí también.
Los hackeados finalmente se percataron de lo que sucedía, y corrieron hacia ellas en masa. Pero era demasiado tarde. Dieron un paso en falso, y el vacío las abrazó.
Mientras caían, permanecieron tomadas de la mano. Melisa lloraba del alivio.
Se zambulleron en el agua helada. Primero oscuridad. Luego el agua se metió en sus pulmones, y por un tiempo interminable, permanecieron juntas, a la deriva, de modo que no estaban, en modo alguno, perdidas.
Todo lo contrario, se habían encontrado.