domingo, 22 de diciembre de 2019

"El demonio de afuera" Lola Llatas


Lola Llatas nació en Valencia. Estudió Ingeniería de Caminos y aunque hubo quién pensó que la vida técnica acabaría con su creatividad, no ha hecho más que regalarle experiencias extraordinarias.
Lola ha trabajado en Europa, India e incluso Australia. Actualmente reside en Londres con su familia, donde ha dejado de lado su carrera para dedicarse a lo que ha querido hacer siempre: escribir.
Todos sus libros, independientemente de si son infantiles, juveniles o para adultos, se rodean de un halo de misterio que es la especialidad de la autora. Disfruta creando atmósferas únicas y espeluznantes.


Comenzaba a hacer frío y nos acurrucamos al fuego, en la cocina, mi hermana y yo. Observábamos las llamas con atención, como si fuera posible descifrar su baile y saber donde crepitarían la próxima vez, pero siempre nos pillaban fuera de guardia, impredecibles.
―Acércate, Sonia ―me dijo mi abuela.
Yo me volví hacia la mesa grande en la que seguía cortando judías con los dedos ya sucios.
―¿Por qué no vas afuera, al pozo, y traes un poco de agua?
Yo la observé tan atentamente como había estado contemplando a las llamas y casi podía verlas reflejadas en su ojos.
―Abuela, que es de noche ―contesté tímidamente.
Me volví hacia mi hermana y ella me miraba con los ojos bien abiertos también. Mis padres a lo suyo, arreglando el pollo que habían matado y que nos servirían de cena.
―Sonia, ven, escúchame ―insistió mi abuela.
Y yo la hice caso porque la quería muchísimo y era el ser más bondadoso del mundo.
―¿Cuántos años tienes ya, niña? ―me preguntó.
Me senté en su regazo mientras seguía cortando las habas. Me gustaba el olor.
―Tengo cinco ―contesté.
―Yo tengo tres ―contestó mi hermana, que al parecer estaba en el fuego y en lo mío. No se le escapaba ni una.
―Entonces, cariño ―me dijo mi abuela―, ya no tienes que temer al diablo.


Yo volví la cara hacia ella y se me abrió la boca de la sorpresa, porque lo que acababa de decir era sorprendente. Cuando anochecía en mi finca, que era la finca más aislada de toda la región, el diablo siempre rondaba. Se oían sus pasos y sus mil voces, por las noches. Se escondía entre la paja del granero, eso lo sabíamos todos.
Ya no se conformaba con quitarnos los huevos o llevarse las mejores gallinas, no. Nos quería a nosotros. Nos había visto y debimos parecerle mejor que las plumas y los picos que seguro que se le atragantaban en la garganta y no los podía masticar.
Seguro que a mí me tragaba de una, sin esfuerzo.
―¿Cómo no voy a temerle, abuela? ­―le pregunté―. Es un diablo y todo lo puede. Si salgo al pozo a por agua se me comerá. Tú me has contado cientos de historias a cerca de él.
Mi abuela se echó a reír, pero yo estaba sumamente asustada. ¿Se había vuelto mi abuela loca de repente esa noche?
―Madre ―dijo la mía levantando la vista del pollo―, deja a Sonia y no le metas miedo. Ya voy a por el agua cuando acabe, que me queda nada.
―Sonia es ya una chica grande y estamos hablando de nuestras cosas ―le contestó mi abuela haciéndome un guiño.
Me gustaba tener secretos con la abuela. Era la mejor contadora de secretos del mundo, pero este era algo excepcional y no me estaba comenzando a hacer mucha gracia.
Mi abuela me habló más bajito para que mi madre no nos escuchara y a mí sus palabras me ponían los pelos de punta. Tan en tensión estábamos que mi hermana Alba se vino con nosotras, a escuchar, porque desde el fuego decía que no nos oía bien.
―Te voy a decir una cosa ―dijo mi abuela―, os voy a decir una cosa a las dos, así que escuchadme. Vosotras podéis con ese demonio. No puede haceros nada… siempre que no se lo permitáis. Eso ya lo sabéis de mis relatos, no es nada nuevo.
Soltó las habas y estiró su dedo de señalar, recto, hinchado, con los huesos de en medio más prominentes que el resto de dedo y la uña arqueada hacia adentro, negra por lo que estaba haciendo. Con él nos hizo la señal del “no”, moviéndolo de un lado al otro, hasta que nos tocó la nariz y yo no, porque yo estaba muy nerviosa, pero Alba se echó a reír.
―Pero es muy fuerte ―dije.
―El demonio de las mil voces intentará llamaros para que vayáis a él. Os propondrá mil tretas, pero no es real, está solo en vuestra cabeza, así que simplemente, si no le hacéis caso, nada malo puede pasaros.
―Abuela ―dijo Alba―, pero yo creo que sí que es real porque yo lo he escuchado gritar algunas veces.
―Pues yo no lo he escuchado nunca ―dijo la anciana―, y si lo he escuchado, no me acuerdo, porque decidí que no me haría daño, que no le prestaría atención, y ya me veis cuantos años estoy durando… pero me hago vieja, así que Sonia, ¿ayudarás a tu anciana abuela e irás a coger el agua al pozo?
Alcé la mirada. Mi madre estaba demasiado ocupada como para ofrecerse voluntaria. Ni siquiera estaba siguiendo nuestra conversación, así que como mi padre también estaba de espaldas, fue a Alba a la que miré para ver qué le parecía la idea, y ella me animó también.
―Ya  tienes cinco años ―me dijo.
Miré a la abuela, me dedicó su sonrisa más tierna y me besó en la mejilla.
Después me tendió el cazo. Yo la abracé de vuelta. Bajé de su regazo y me dirigí a la puerta. Afuera, la negrura.
Había oscurecido y solo se veía la luna redonda y brillante y el contorno plateado de los árboles y las colinas.
Cuando puse un pie en el porche, miré atrás. La abuela quedaba fuera de mi alcance pero Alba sí me miraba, y su sonrisa de ánimo se transformó en una mueca de preocupación.
El demonio de las mil voces no era real, y solo me atacaría si yo se lo permitía, así que lo único que debía hacer era no hacerle ningún caso.
Comencé a bajar los escalones del porche repitiéndome a mí misma “no tienes poder sobre mí, no tienes poder sobre mí, no tienes poder sobre mí”. Lo repetí al menos cien veces, rápidamente, mi mantra, mientras caminaba con las manos apretadas y los brazos encogidos cerca del pecho.
El pozo quedaba más adelante, solo me separaban de él unos metros, pero mis pupilas barrían el paisaje, de izquierda a derecha, rápidamente, anticipando las sombras y los movimientos.
Me latía el corazón deprisa, más que cuando hacía carreras con padre, que era el único que me quedaba por ganar.
Cuando al fin toqué la superficie fría de piedra del pozo, las manos me temblaban.
Había caminado con todo el sigilo del mundo, pero al girar la rueda para subir el cubo, fue otro cantar. Se escucharon chirridos y la despedida del balde al separarse del agua; y lo escuché entonces.
Tenía voz de hombre esta vez, que a veces, la tenía de mujer.
¿Cuántas historias me había contado la abuela acerca de las almas que se había tragado?
Yo cerré los ojos con fuerza y mientras recitaba mi mantra subía el cubo.
No se acercaría, eso lo sabía, porque no le invitaría a hacerlo. No era como las gallinas o los terneros, tan curiosos que terminaban en su barriga. Yo no iba a darle ese gusto.
Cogí el agua con el cazo y caminé de vuelta. Las luces de la cocina estaban un poco más adelante, a unos veinte metros de distancia, y dentro se adivinaba el reflejo de las llamas. Pronto me sentaría ante ellas y no recordaría este incidente más que para alardear con Alba, pero en aquellos momentos, con los gritos del demonio que me traspasaban los oídos, no podía dejar de temblar.
Cuando llegué a la cocina de nuevo, respiré tranquila.
Mi abuela me recibió sonriente.
―¿Ves como no ha pasado nada? ―me dijo recibiendo el agua y ofreciéndomela primero a mí.
Yo bebí orgullosa y la sonreí de vuelta.
No podría quitarme los gritos de aquel demonio de la cabeza durante toda la noche. Su voz, estridente, provenía del granero, ahí es donde tenía su puerta al infierno, y no dejaba de gritar:
“¡Dejadme salir! ¡Atajo de desalmados, salvajes, asesinos, sádicos… soltadme! ¡Locos! ¡Quiero volver a mi casa! ¡Tengo esposa e hijos!”  

Además de ganar algunos premios literarios y participar en diferentes antologías, Lola Llatas ha publicado las siguientes novelas:

LOS MISTERIOS DE SARA. Serie de tres libros infantiles publicados por Ediciones Diquesí. https://www.edicionesdiquesi.es/catalogo/los-misterios-de-sara/
EL OJO INSCRTO. Novela de terror juvenil publicada por Dilatando Mentes Editorial. https://dilatandomenteseditorial.com/linea-jugando-a-piratas/55-el-ojo-inscrito-de-lola-llatas.html
RELATOS INTRANQUILOS PARA VIAJEROS. Antología de relatos de terror y misterio publicados por Ediciones Vernacci

jueves, 12 de diciembre de 2019

"Bolivian Nights" Juan Cruz López Rasch


Juan Cruz López Rasch es argentino. Nació en Lanús (Provincia de Buenos Aires), en el año 1986, pero a los dos años se radicó en Santa Rosa (Provincia de La Pampa), donde actualmente reside. Tiene 33 años, está casado y tiene una hija. Afirma, con absoluta seguridad, que  a través de los ojos de su niña puede ver los confines del universo y recorrer la totalidad del tiempo. Es Profesor, Licenciado y Doctor en Historia. Se desempeña como docente e investigador en la Universidad Nacional de La Pampa. Le encanta la literatura. Entre sus escritores favoritos se encuentran Edgar Allan Poe, Robert Chambers, Franz Kafka, Howard Phillips Lovecraft, Ray Bradbury, Philip Dick, Ursula K. Le Guin, Stephen King y Thomas Ligotti.

El pueblo está completamente inundado. No es una simple foto turística, exagerada o arreglada para captar la atención del cliente. El agua alcanza el metro. En el hostel, reconstruido ahora sobre pilotes, la “chola”, como algunos la llaman, despectiva o ignorantemente, espera a los viajeros haciendo ademanes. Los jóvenes se acercan con algarabía, con la sonrisa henchida, felices por encontrarse con la naturaleza de la realidad visceral, aquella a la cual aspiran los que están aburridos de la comodidad. Con vestimentas costosas que emulan la pobreza, los muchachos y las muchachas se concentran en torno a la casona. Vienen de numerosos lugares, especialmente, de las grandes ciudades repletas de aburrimiento y sobredimensionamiento de lo obvio. Con sus cabellos largos, pañuelos de colores y barbas cuidadosamente desprolijas, traen alzadas sus mochilas. Algunos incluso transportan a sus críos, pequeños retoños que, con el hartazgo de lo excesivamente correcto de lo incorrecto, en el futuro soñarán con transformarse en la nueva burguesía. La mujer los recibe a todos. Los ve cansados, con los músculos entumecidos por la excesiva caminata. No comprende por qué hacer a pie ese camino, tampoco entiende la gracia de romantizar la pobreza. Es más inteligente que ellos, mucho más. Cobra un alquiler que los que están de vacaciones todo el año consideran regalado. Toma el dinero y ofrece secar los pulóveres de lana. Se sorprende al contemplar cómo la imperiosidad del look contradice las necesidades prácticas del movimiento en una zona inundada. A lo lejos, la mujer mira y respira profundamente. Las cisternas de las plantas nucleares se alzan en la lontananza, orgullo de un país cuyas fuerzas productivas contienen el vigor de la historia.
O. llega a la posada. Mientras bebe café, conversa con la magnífica anfitriona. “El agua llegó hace quince años. Hasta enero del 2023 ni siquiera teníamos nuestras propias costas, y ahora…toma aire, mientras hace un movimiento con la mano izquierda, señalando la realidad que la rodea y, con una pequeña sonrisa irónica, prosigue ahora, hasta podríamos hacer playas. Así contesta la anfitriona frente a una pregunta exageradamente rebuscada que dibuja el inquisitivo joven. Lo curioso continúa ella, casi sin reparar en la presencia del forastero es que se trata de agua de mar. O. le recuerda que el país vecino quedó prácticamente sepultado bajo el océano, y se pregunta por el motivo del desastre, un misterio que aún no se ha resuelto. La mujer alza la cabeza, toma un vaso y, sacando de ella una enorme empanada de queso, dice: “Como todo en este mundo, el agua tiene vida. Cuando algo peligroso toma fuerza, ella corre y huye del desastre, como la haríamos nosotros”. Pragmática en todo momento, no necesita más palabras. Las nuevas preguntas de O. le resbalan, como las gotas que caen sobre la comida que la mujer degusta con parsimonia acabada.
Después de la siesta, O. se siente extrañado. Mirándose en el espejo del baño aprecia su delicada barba de rebelde contemporáneo. Concentra su atención sobre cada uno de los pelos que la forman. Cae entonces dentro de un universo mental que él mismo ha construido en los infinitos laberintos de las facultades de humanidades. Por supuesto que otros factores han colaborado en la confección de semejantes espacios siderales. Cuando reacciona, sale de la casa. En bote, durante el atardecer, llega a la ciudad. Camina vertiginosamente por calles estrechas, perpendiculares, que desafían la geometría, inclinándose y proyectándose hacia el infinito. Toma uno de los pasajes y deambula mientras se asoma la noche. Entre comida callejera, bebidas autóctonas y música, llega a la elevación más acusada de la urbe. Allí masca un poco de coca para calmar el letargo que le producen las alturas. Desde ese sitio observa el nuevo mar, el cual apareció hace década y media. Abyecto frente al movimiento zigzagueante del agua, descubre en el oleaje los ritmos del sistema lunar.


En algún momento, el agua parece detenerse y queda estancada como en una bañera. Desde las profundidades emerge algo. Una figura escamosa se alza. Con ojos rojos como el fuego, aletas de murciélago y tentáculos en la boca, la bestia observa todo, pero O. cree que dirige su mirada hacia él. Es más, cuando la bestia avanza con fijeza, lenta, pero decididamente, O. cree que va hacia su encuentro. Así son los egocéntricos, no pierden su modo de ver las cosas ni cuando el apocalipsis se cierne sobre la vida de los terrícolas. Las multitudes corren por las calles, la comida queda tirada en el piso, y el monstruo, que parece una montaña, sigue con su marcha. Lo rodea una copiosa niebla y un aura inexplicable. Las personas que observan podrían jurar que, literalmente, el cielo se derrumba mientras esa cosa camina. El agua, impulsada por el peso y el andar de ese ente ciclópeo, corre con una velocidad estrepitosa y llega hasta la calle elevada. A miles de kilómetros, en el cementerio de Swan Point, un cadáver sonríe.
No es como en el anime japonés. No se trata, simplemente, del deambular de un animal gigantesco. Es un dios, ajeno a toda naturaleza terrícola, despreocupado por cualquier noción del bien y del mal. Quiere sepultar a este mundo, que ahora considera suyo, en un espiral de miedo y locura o, mejor dicho, de lo que nosotros pensamos que es el miedo y la locura. Para aquellos seres que están más allá de nuestra imaginación, del racionalismo cartesiano o del giro posmodernista, la insania no es clara, ni precisa, tampoco mesurable, o repudiable.
Luego de un rato, hipnotizado por el estrepitoso y nigromántico movimiento de las nubes, el andar oscilante del mar y la niebla, y los indescriptibles sonidos del engendro, O. vuelve en sí. Termina, junto con cientos de personas, a las puertas de un banco, es decir, a las puertas del infierno. La propiedad privada y las finanzas pretenden sobrellevar el colapso de la humanidad, pero no pueden. Los guardias de seguridad, tal vez por miedo, resignación o presión popular, terminan por abrir las compuertas, y alojar a muchas de las personas dentro de las murallas de una institución que, desde el punto de vista de Bertolt Brecht, se especializa en el latrocinio.
La monumental figura, que se mueve con una parsimonia absoluta, recibe los primeros embates de la fuerza aérea nacional. Países vecinos dudan en apoyar la embestida. Los empresarios, que son los que verdaderamente toman las decisiones, conjeturan que la destrucción de la pujante economía incrementará el ejército industrial de reserva a nivel mundial. El conflicto se extiende. El engendro, que parece traído del averno, logra regenerarse, una y otra vez. Los aviadores atacan a la bestia. Los embates la obligan a dirigirse hacia el área en la cual se encuentran las centrales nucleares. El monstruo, arrebatado de lo que nosotros identificaríamos como ira, y decidido a devorar todo lo que encuentra a su paso, engulle una de las plantas nucleares. El cataclismo es absoluto. La criatura muere, porque ni siquiera los horrores del universo pueden contra la artificialidad de los seres humanos, pero el invierno nuclear ha comenzado.
O., parapetado, habiéndose cobijado oportunamente en la bóveda del banco, sobrevive. Cuando sale, ve lo que queda del Leviatán, sumergido en un lago de fuego y azufre, palideciendo frente a los humos radioactivos que le imposibilitan recomponer las partes de su cuerpo. O. traza explicaciones complejas de lo ocurrido, convencido que sus estudios de posgrado son más relevantes que la geopolítica mundial, o la relación entre armamento y crecimiento industrial que manifiesta la potencia latinoamericana. La pequeña gran nación, una de las herederas de un imperio que abarcaba las cuatro regiones de su mundo, ha erradicado a la creación más alucinante de las mentes que se encuentran al otro lado del Ecuador. O. decide permanecer en el país, puntualmente, en la casona, o lo poco que queda de ella. Lo dinamiza la solidaridad artificial construida entre múltiples adoradores de la catástrofe. Los habitantes no lo necesitan, pero él insiste. Genera más inconvenientes y trabajo que ayuda, pero los locales valoran su sincera predisposición para la cooperación, especialmente si ella le permite granjearse alguna reputación en los círculos intelectuales de su tierra natal. Pasados unos meses, O. observa cómo los jóvenes aburridos reafirman su modalidad de turismo, visitando la urbe con siniestra algarabía, en trajes de polipropileno amarillo.
Santa Rosa, 20 de agosto de 2019
Providence, 20 de agosto de 1890


lunes, 9 de diciembre de 2019

Nexus - 6 Relatos replicantes


En homenaje al universo de Philip K. Dick y su inspiración objeto de culto: Blade Runner (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?).
De Santa fe (Argentina) para el mundo.  Con ustedes: Nexus – 6
¿Te lo vas a perder? Descarga gratuita.

Descárgalo haciendo click en el siguiente enlace: http://bit.ly/2YD2mJ5



martes, 3 de diciembre de 2019

Editorial "Amar en Tiempos del Fin"


Número Especial Amar en Tiempos Del Fin

Editorial

Dicen que la historia se escribe para no cometer los errores del pasado. Yo afirmo que la literatura existe para evitar los errores del futuro. Cuando George Orwell escribió "1984", cuando Aldous Huxley escribió "Un Mundo Feliz" o cuando Yevgueni Zamiatin hizo lo propio con "Nosotros" no estaban denunciando el mundo en el que vivían, estaban anunciando y denunciando un mundo por venir. En ese anuncio - denuncia de un futuro posible nos convocan a hacer algo para detener el rumbo de la historia y corregirlo. Pero poco hicimos al respecto. En los años 80 Margaret Atwood nos alertaba sobre los peligros de mezclar la religión y la política en un mundo aterrador al que llamó República de Gilead en su novela "El cuento de la criada". Críticos y analistas vieron en la novela de Atwood el temor a la instauración de regímenes teocráticos ante al avance del fundamentalismo islámico. Sin embargo pasaron cuatro décadas y el islamismo no se hizo con ningún gobierno de occidente. No podemos decir lo mismo del fudamentalismo cristiano. Finalizando la segunda década del siglo veintiuno en Latinoamérica se dan golpes de Estado en el nombre de Cristo. Quizás sea tiempo de desempolvar a Carl Schmitt y meditar sobre su sentencia “Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”. Mientras los escritores malditos nos ayudan cada noche a encerrar al diablo en su botella, los seguidores de las sagradas escrituras la destapan cada mañana irradiando el terror por la faz de la Tierra. El occidente civilizado y cristiano está construyendo un mundo en donde el terror comienza a naturalizarse. Sea como sea no existe escenario de la humanidad en donde no florezca el amor. El hombre es un forjador de belleza y un amante por naturaleza. Aún en las peores guerras, cuando el Hombre deja de alimentarse adecuadamente, cuando deja de construir un futuro al perder su empleo, aun cuando pareciera dejar de soñar, no puede dejar de amar. Es condición sine qua non para “ser humano”. 

Quisimos en esta antolología reflejar el amor en los tiempos del fin. Para millones de hombres y mujeres sobre esta tierra ese tiempo ya comenzó. Para otros es una tormenta que se forma lentamente en el horizonte sin que nosotros podamos hacer mucho para detenerla.
Esperamos que disfruten de estos maravillosos relatos. Felicitaciones a cada uno de los escritores. Nuestro agradecimiento a cada uno de nuestros lectores y lectoras. Sin ellos Cruz Diablo no tendría razón de ser.

                                                                            Rogelio Oscar Retuerto

Link de descarga: http://bit.ly/35TuD0n

lunes, 2 de diciembre de 2019

Amar en Tiempos del Fin PDF


Amar en Tiempos del Fin
Ya puedes descargar el número especial de Cruz Diablo dedicado al amor en los tiempos del fin. Agradecemos a cada uno de los escritores y a cada una de las escritoras que hicieron posible esta obra.
Puedes descargarlo haciendo click aquí: http://bit.ly/35TuD0n


martes, 5 de noviembre de 2019

"El puente" por Martín Iguarán


Martín Iguarán, nació el 27 de mayo de 1994. Es graduado de la UBA en derecho. Todo lo demás sobre este autor… está en el futuro (no le pierdan pisada)
Esperó toda la mañana.


Era un día cálido, casi caluroso, y reinaba el silencio. Estaba apostada en la cima de una loma, camuflada entre la frondosa maleza. Los pastos estaban vivos, surcados por los silbidos de los insectos. No había contradicción con el silencio, puesto que los insectos era lo único que seguía haciendo ruido. Todo lo demás había cesado.
No había aviones en el cielo. Autos en la ruta de grava que desembocaba en el puente. Perros, gorriones, vacas, nada. Todo lo que era más grande que un puño cerrado estaba muerto y descompuesto.
Excepto Alex y ella, claro.
Respiró hondo y procuró controlarse. Si querían salir adelante, necesitaría apelar a todo su ingenio. Y rezar a Dios, si es que el muy jodido se dignaba a escuchar, que diera una mano.
Alex estaba del otro lado del puente, en una torre elevada. Antes la torre debía servir para las telecomunicaciones, y no había tenido otra opción que trepar ahí cuando los hackeados comenzaron a rodear la zona.
Recogió los binoculares y aplicó el único ojo que le quedaba a la vigilancia.
Tres hackeados, armados con escopetas y una pistola, montaban guardia en la entrada del puente. Era un puente viejo, de acero que comenzaba a oxidarse, y había un par de autos varados cerca del medio. Conectaba dos laderas de montañas, y debajo, había un caudaloso río bañado en espuma. Las laderas estaban salpicadas de gruesa vegetación.
Era la típica postal de viajes, que en otra circunstancia, hubiera encontrado encantadora. Pero las cosas encantadoras habían desaparecido hacía mucho tiempo, junto con todo lo demás. Solo quedaba sobrevivir.
Eso había pensado durante mucho tiempo, poco después de dirigir el cuchillo hacia su ojo. Se había armado de valor para extirpar el Enlace del globo. Dios, cuánta sangre. Pero lo hizo porque quería vivir a toda costa. En aquella época, todavía no había conocido a Alex. Fue cinco años después, cuando encontrar a otro ser humano era prácticamente un milagro, como antes lo era ganarse la lotería o un viaje con todos los gastos pagados al Caribe.
Sacudió la cabeza.
Recordó su impresión, mientras salía de ese supermercado saqueado con unas bolsas de comida, y vio a Alex. Lo primero que notó fue el inmenso vendaje que usaba para tapar el ojo derecho. Al igual que ella en un principio (luego lo cambió por un parche negro artesanal). Respiró, tranquilizada, pero no dejó de lado el fusil que empuñaba. Alex tenía una escopeta Itaka calibre doce, pero la bajó apenas la vio.
Luego dijo algo que nunca olvidaría.
Miró su bolsa con potes de salsa de tomate y dijo:
–Tengo un paquete de fideos. ¿Cenamos?
Hacía tanto tiempo que no escuchaba algo parecido, que soltó una carcajada.
A partir de entonces fueron inseparables. Primero como sobrevivientes, luego como pareja. Alex era inteligente, y coraje no le faltaba. Pero a eso se agregaba una sensibilidad especial. Le reveló, entre lágrimas, que había matado a su padre cuando lo hackearon, y Alex la sostuvo entre sus brazos mientras sollozaba. Hasta ese momento, no se lo había dicho a nadie.
Los hackeados estaban rígidos como estatuas. Eran dos hombres y una mujer. Estaban sucios, sus ropas eran andrajos, y tenían la mirada perdida, como si estuvieran mentalmente en otra parte. Estaban en modo pausa. Ya lo había visto antes. Cuando no tenían nada que hacer, ni recibían órdenes, adoptaban una actitud pasiva, totalmente apática. A tal punto que los mosquitos los hacían picadillo y ellos no se daban por enterados.
También estaban delgados como esqueletos, sus pómulos vacíos. No que ella estuviera mucho mejor. Conseguir alimento era la segunda cosa más difícil, después de evadir las hordas de hackeados.
Tres no era mucho. Podía bajarlos disparando desde la loma. Pero sabía que habría más del otro lado del puente y al final del camino, y los disparos los alertarían. Los hackeados estaban interconectados; verían que sus compinches caían acribillados y correrían hacia ella de inmediato.
Vigiló durante el resto de la tarde, pero los guardias no se desplazaron un centímetro de su puesto. Parecía que no había recambio. Seguirían en su lugar hasta que las piernas se quebraran o tuvieran algo mejor que hacer.
Volvió al escondite, amparada por la oscuridad.
Se habían escondido dos días atrás en el garaje de un galpón abandonado, oscuro y recubierto de polvo. Había gomas de auto apiladas, un motor desarmado, botellas de líquido limpiador y aceite, y tenía su mochila. Hizo un recuento sumario: tenía su fusil, la pistola, los binoculares, un cuchillo, dos botellas de agua, tres paquetes de galletitas, tres latas de arvejas, una botellita de alcohol en gel, un paquete de vendas, un poco de ropa de repuesto, el radio, y nada más.
Se acomodó en el suelo, con el fusil y la pistola a una distancia segura, y encendió el radio. Habían acordado que solo hablarían por las noches, y en voz baja. El aparato crepitó y luego se sintonizó correctamente.
Lo acercó ansiosamente a sus labios.
–¿Alex?
Un instante de angustioso silencio, y luego…
–¿Meli?
La invadió un profundo alivio.
–Acá estoy. Estuve vigilando el puente todo el día. ¿Cómo estás?
Escuchó una risita sarcástica.
–Respiro. Acá arriba hace un frío de la puta madre. Pero aparte de eso, estoy bien.  
–Me alegra.
–¿Qué viste?
–Una guardia mínima. Tres hackeados. ¿De tu lado?
–Cinco. Armas livianas. En modo pausa.
–Los míos también.
Hubo una pausa. Melisa contempló fijamente el desgastado radio. Su único lazo con Alex. Dios, que las baterías resistieran solo uno poco más…
Alex la devolvió a la realidad.
–¿Qué vamos a hacer? Podés bajar a los tuyos sin problema, pero no puedo liquidar a cinco de un solo golpe, y me verían enseguida.  
–Hay que crear una distracción.
Alex esperó un momento, y añadió:
–Hay otra opción.
Melisa se puso tiesa. Involuntariamente sacudió la cabeza, a pesar que sabía que Alex no podría ver el gesto.
–No.
Hay que considerarlo.
–Perdiste la cabeza si pensás que voy a dejarte.
–Vimos tres hordas recorriendo toda la zona. Nos tienen que estar buscando, porque acá no hay nada más. Éstos son apenas unos rezagados.         Podrías esconderte y dejar que pasen.
–¿Y mientras tanto te morís de hambre? ¿De sed? ¿Cuánto hace que no probás un bocado?
–Melisa, lo digo en serio.
–Yo también lo digo en serio. Quiero que me escuches: no voy a dejarte. Jamás de los jamases.
Percibió su suspiro. Imaginó a Alex contemplando el paisaje, tratando de ubicar el punto exacto del garaje. Pensando en ella. Deseó ardientemente estar allí, en la torre.  
Tragó saliva. No podía abusar de las baterías, pero no quería cortar.  
–¿Te acordás de esa vez que acampamos cerca de las cataratas?-preguntó repentinamente.
Alex guardó silencio por unos segundos, y luego replicó:
–Claro que me acuerdo.
–Dijiste que ahí sentías una sensación de libertad como nunca antes. Te sentías más libre que antes de toda esta mierda. Antes del fin del mundo. Te miré mientras te salpicaba el agua de la catarata, y recuerdo que pensé: “¡Dios, qué belleza!”.
–Hicimos el amor por primera vez esa noche.
Melisa se sumergió en el recuerdo: el tacto de otro cuerpo, con todas sus asperezas, sus partes calientes y frías, sus intentos de moldearse. Hacía tanto tiempo que estaba sola que se sintió como una liberación. Cuando los hackeos comenzaron, estaba soltera, y después, cuando ya no se trataba de ataques terroristas aislados, y todo el mundo comenzó a enloquecer y las personas a arrancarse los Enlaces de los ojos, no hubo tiempo para el amor. Era pura supervivencia y nada más.
Ella y Alex construyeron un mundo aparte, en el cual cada persona era el polo de atracción de la otra. Se mantuvieron al margen de las comunidades de sobrevivientes que se formaron en los primeros años, al calor del Gran Hackeo; hicieron bien, pues todas fueron arrasadas por oleadas de hackeados en menos de un lustro. Creían que la clave de la supervivencia radicaba en el disimulo. En pocas palabras, en pasar desapercibido. Había funcionado bien hasta entonces.
El problema yacía en que los hackeados habían cumplido demasiado bien con su programación. Ya no quedaban casi seres humanos en el planeta. Habían recorrido cuatro países, y solo en uno, y de lejos, vieron a otra persona.  
Las hordas de hackeados rastrillaban sistemáticamente todo el continente, y a medida que pasaban, destruían todo a su paso. Dejaban tierra quemada. Alex suponía que era parte ulterior de su programación; ya habían cumplido con sus protocolos primarios de agresión, y ahora completaban el resto.
–No me pidas que te deje. Por favor, no hagas eso –le imploró por el radio-. Yo también pensé así un tiempo, antes de conocerte. Hubiese matado a cualquiera con tal de vivir un poco más. Pero ya no quiero vivir de esa manera. Viviendo por vivir.
La radio crepitó un poco más de lo habitual.
–No quiero que te pase nada, Meli. ¿Pero qué otra alternativa tenemos? ¿Cómo los distraemos?
No supo qué contestar. Levantó la cabeza y miró alrededor del garaje. Rastreó la totalidad del contenido con la mirada y se detuvo en las botellas de aceite y líquido limpiador de motores.   
–Tengo una idea.
Se la describió rápidamente. Alex escuchó con atención y formuló un par de preguntas. Aunque hablaban por radio, sabía que asentía con la cabeza, como era su costumbre. 
–Puede funcionar. Lo haremos mañana por la mañana.
–Estoy de acuerdo. No podemos esperar más.
Se quedaron en silencio. Sentía que Alex quería decir algo más pero no sabía qué.  
–Si las cosas se ponen mal, Meli…  
–No digas más nada. Dos personas salen de esto, o ninguna. Punto final.
–Tuve tanta suerte en encontrarte. Fue el destino.
Se despidieron con un mutuo “te amo”. Melisa apagó el radio y se dispuso a dormir unas horas.



Se encontraba de vuelta en la cima de la loma. Alex aguardaba. Ella observaba a los hackeados. Los muy malditos no se habían movido en toda la noche.
Súbitamente, uno de ellos, la mujer, tornó la cabeza en dirección al este, y los otros la imitaron. Melisa se volvió y vio que la columna de humo se elevaba y ya era notoria.
Los tres se pusieron en marcha. Esperaba que el pastizal ardiera un buen rato. Encendió el radio y preguntó:
–¿Qué pasa?
–Se están yendo… los cinco. Van a cruzar el puente. Esperá que pasen.     Voy a bajar.
Aguardó y vio a los otros cinco hackeados cruzar. Cuando desaparecieron por la vuelta del camino de grava, descendió la loma y corrió hacia el puente.
Lo cruzó a la carrera. Intentó no mirar hacia abajo, al río. Cerca del final vio a Alex.
Fue como si le asestaran un mazazo al corazón.
Alexandra corría sin resuello, su largo cabello castaño bailoteaba con el viento, y sus ojos color avellana gritaban algo que el radio, muertas las baterías, no podía comunicar.
Agitaba los brazos como poseída.
–¡Atrás! ¡Hay más!
Melisa abrió los ojos como platos. Detrás de Alexandra, un trasfondo de un centenar de personas con ojos de fuego.
Aprestó el fusil contra su hombro y comenzó a disparar. Primero en el pecho a un hombre voluminoso que se desplomó y fue pisoteado por el resto de los hackeados. Después a dos mujeres mayores, y a varios adolescentes. Siempre a matar. Los hackeados replicaron el fuego: las balas repicaron a su alrededor como pepitas hipersónicas. El aire se tiñó de pólvora quemada y penachos azulados que emanaban de la boca de los fusiles.
Alexandra llegó a ella y la tomó de la mano. Volvieron a meterse en el puente.
Llegaron cerca de la mitad cuando se detuvieron. Del otro lado, los esperaba una veintena de hackeados. Así que no se habían creído el incendio, y todo había sido una trampa para conseguir que salieran de sus respectivos escondites.
Frenaron. Trataron de recuperar el resuello. Los hackeados de ambos extremos también dejaron de correr. Ya no tenía sentido.
Alexandra la abrazó y tomó su rostro entre sus manos y la besó. El contacto con sus labios hacía que todo el entorno pareciera irreal, que solo ellas dos fueran de verdad.
–Lo siento. Lo siento tanto. Te quise decir por radio pero se murió la batería. Dejaron uno atrás y le avisó al resto.
Melisa lloraba, pero también sonreía. La carrera que había iniciado hacía tantos años llegaba a su fin. Pero al menos llegaba a la meta acompañada.
Se tornó a los hackeados.
–¿Qué quieren? ¿Por qué no nos matan y ya?
–Van a hackearnos –dijo Alex, sombría–. Pondrán el Enlace en el otro ojo, y luego seremos como ellos.  
–No.                   
Alexandra la miró. Luego tomó su mano y entrelazaron los dedos. Miraron hacia el barandal, y más allá, el caudaloso río entre dos montañas.
–¿Lista?
–Lista.
Caminaron hacia el borde. Los hackeados las miraban. Pero ellas solo se miraban la una a la otra. Melisa temblaba. Alex ya no.  
–Me alegra que sea así. Juntas.
Alex esbozó una sonrisa y le acarició la mejilla.
–A mí también.
Los hackeados finalmente se percataron de lo que sucedía, y corrieron hacia ellas en masa. Pero era demasiado tarde. Dieron un paso en falso, y el vacío las abrazó.
Mientras caían, permanecieron tomadas de la mano. Melisa lloraba del alivio.
Se zambulleron en el agua helada. Primero oscuridad. Luego el agua se metió en sus pulmones, y por un tiempo interminable, permanecieron juntas, a la deriva, de modo que no estaban, en modo alguno, perdidas.
Todo lo contrario, se habían encontrado.  

lunes, 28 de octubre de 2019

"Anuncian la sexta extinción de las especies" por Anahí Bidegain


Anahí Bidegain
(1980. Buenos Aires, Argentina). Nacida en el sol de Acuario, nómada y amante de la selva y de los ríos. Documentalista, etnógrafa, cronista, poeta. Reside en México desde el 2015.


Anuncian la sexta extinción de las especies. Nosotros entre ellas. Nosotros con ellas.
Estos días han sido frescos y lluviosos. Una garúa limpió las hojas de los árboles junto a la casa, llenas del polvo y del tráfico.
Me mantuve en casa, al abrigo de las inclemencias del tiempo. Y vos y yo mirándonos por pantallas, viajamos a otros mundos, imaginarios. Vimos un instante de los momentos de los conocidos y los que seguimos. Te vi en un momento de tu mañana, con tus gatos, la ventana esa donde vemos el helipuerto del rascacielos aquél, la maceta de lavanda. Y yo, te envié una frase que hallé navegando en red, que decía más o menos, que si buscas amor vayas a tus padres y si quieres dar amor, vayas a tu pareja, porque no hay más gozo que el dar amor. Y no contestaste. La distancia, a veces, prolonga los silencios y los significados.
A 2500 km de distancia, dar un paso aquí o allí es como dar un salto.
Preparé el café que traen del sur, porque aquí sólo pescan y llevan hortalizas a otros lugares. Viajando, amor, como vos y yo de tanto en tanto. Ya ni reconozco de dónde hemos salido, y qué somos. Así este aguacate, este plátano del desayuno, este café tostado arábigo. Ya no se sabe en qué momento se madura, y qué cambia en el camino.
De donde vengo, el café era una bebida que tomabas en ocasiones especiales. Salir afuera a tomar un café, como una excusa para sentarte dos tragos con alguien en una mesita donde caben las manos, los saquitos de azúcar, el vaso de agua y la masa fina seca. Y luego a seguir camino. A tomar el subte, a meterse en esas cápsulas de hollín y astringencia que te acalora, te desconcierta, con sus puertas abiertas, con sus puertas cerradas. En automático. Los bondis, o el camión, como le dices, llevándote colgado a alguna parte. Y siempre, siempre, el tiempo se regula por la duración del trayecto.  Y en vehículos de combustión. ¿Has notado que ya se habla de minutos y no distancia? ¿Cuántos minutos nos separan ahora, desde mi casa a tu casa en la gran ciudad?
Las noticias no son alentadoras. Aún hay guerras por el crudo del petróleo, y las aguas dulces presadas, o llevando los residuos del campo. Allí donde vengo, la ciudad colonial no edificó encima del lago. Más bien la hicieron a espaldas del Río. En las riberas se concentraban los desechos, las casillas de madera, los pescadores, el limo de las crecidas, los poetas. Recuerdo que íbamos a la ribera, a ver pasar las garzas y adivinar qué traían las olas a lo lejos. Del otro lado del río, un entrevero de verdes, distintos verdes, amor, como dijiste ver distintos blancos en Islandia. Entonces, el río no era un ojo de agua, como luego se convirtió, presado. Trasladaron las casitas, los pescadores se fueron, los desechos pasaron a entubarse en concreto y la ribera convertida en vía rápida de acceso a la ciudad. Ya no hubo isla del Medio dónde llegar al verano, como un privilegio de pocos, con canoa o bote para ir a este lugar que parecía prístino. Quedó inundado, como toda la costa del Paraná. Luego sucederían otros desastres de deslaves e inundaciones. Pero estábamos lejos, y parecía como un murmullo de otros y lejanos, mientras andábamos en nuestras rutinas con horarios, fechas límites y demás preocupaciones laborales.


Aquí, no hay río cerca. El mar del Pacífico parece una tormenta horizontal. Aquí, aprendí a distinguir los distintos colores de la piedra, de los cerros, de las montañas. Todo concentrado en pequeño aunque todo alrededor pareciera extenso. Lo tupido no es como la selva que conocí. Aquí no es el sudor que atrae a las avispas, mariposas o cualquier insecto a chuparte. Aquí, el polvo se te mete en cada pliegue, y el olor a pino en la sien. Y como allí, he visto bajar montañas y cerros para hacer vías rápidas, condominios y campos de cultivo. Vides, hibernaderos, líneas extensas de un mismo verde. Los ejotes, los tomates, el espárrago ¿se comunican como los animales por sonidos y olores? ¿Se trasmiten información como los árboles a distancia? Y ¿qué dirán amor?, ¿qué tipo de lenguaje pueden hacer en tanta monotonía? ¿Qué dirán de nuestra especie? Comemos sol, dice un cronista del Hambre. Comemos sol, y lluvia, y rocío, y sudor.
Casi siempre las noticias son parciales. Lo suficiente como para dar vuelta la página, o distraerse con algún video, o una llamada o una mensajería. Más cada vez mensajes, menos llamadas. Llegará el día que la voz del otro nos estremecerá o nos dará un encanto fenomenal. Había olvidado cómo entonabas las palabras, tu acento y tu respiración entrecortada. Tu voz suave. Allí el tráfico. Aquí el ruido del viento y las olas. Casi siempre las historias son parciales. No sé del resto de tus días, ni sabes del resto de las mías. Deberíamos probar de nuevo a llamarnos por teléfono. Como una cita, como una hora en que te preparas para recibir una visita. Y sin embargo, lo único que al menos queda, son tus fotos en estos días, tus gatos que no sé cómo ronronean, los ríos y los árboles y las flores que no olí, ni rocé, ni abracé.
Y a seguirla. Preparar aquel informe, idear qué decir, cuánto y cómo aquel paper, y escribir sobre otros, que quedan en recuerdos, en notas de cuadernos, en audios varios. Qué decir de estos dos años que pasaron entre ellos y por mí. Sin embargo, lo que quedará es una rúbrica, un registro que comienza diciendo que en los días aquellos de lluvias intensas, llegué, a esta ciudad, y aprendí a caminar sus cerros, aprendí a desayunar huevos con winnies y a beber tazas enormes de café americano. Y de cómo la tos que asusta, aparecía en cada conversación como un pánico, o como una interrupción del aire que se gesticula para formar una vocal o consonante. La ronca voz, saliendo entre las humaradas del cigarrillo, aquellas tardes en que había Santanas y todo se cubría de un polvo gris.
Entonces, vos Amor, no habías estado en mi diario. Estabas yéndote de un amor para encontrar nuevos. Uno nuevo que te traería desarraigo, dijiste, y cautela futura, aclaraste luego. Y yo traía un vacío inmenso. Eran días de tres duelos, tierra nueva y olores nuevos. No te miento si te digo que los cerros, las flores de esa primavera, los santanas y los silencios entre aquellos que iba conociendo, fueron trayendo tibieza a los días. Recuerdo haber tocado por primera vez la resina de los pinos, las manzanitas y la salvia, que desde entonces es parte de todo cuanto vivo.
Así como cuando llegué a la gran ciudad me compré una guía de metros y buses, y de calles. Aquí, amor, estoy aprendiendo de la flora y fauna local. La guía de plantas, flores, árboles, matorral costero y las diferentes tipos de cactáceas. Salir a caminarlas, como cuando caminamos en la ciudad para ver los museos, la mano del hombre en tanta piedra, los bulevares, las fontanas.
Es tarde, parece. Dices que ya vas a dormir, mensajeas. Quisiera estar ahí, un ovillo de ser a tu lado. Escucharte hablar, sentir tu piel, tu respiración, tu olor, las venas de tus manos y el latido lejano que te mantiene viva. Como entonces, cuando luego de idas y venidas, me invitaste a pasar a tu casa, a tu mesa, a tus copas y a tu cama. Recuerdos, como la hamaca bajo el níspero y el mango de las tardes, en que los pájaros era el único bullicio de la siesta, con las moscas y todas las alas atraídas por la floración. Has notado amor, que florecer es tremendo, se extienden las hojas, los pistilos, y son llamadas hacia otros seres, que vienen, chupan, posan, agarran, se llevan un poco esto, un poco aquello y que si no fuera así amor, no podríamos ser fruto, semilla, caer. Anuncian las noticias que las abejas son el animal más importante de todas las especies. Hace frío, mañana hay planes y tareas. Mi gato se acomoda entre mis piernas buscando calor, dándome calor. Lloro un poco a veces, muriendo, presintiéndolo.

Mayo, 7, de 2019.