Martín
Iguarán, nació el 27 de mayo de 1994. Es graduado de la UBA en derecho. Todo lo
demás sobre este autor… está en el futuro (no le pierdan pisada)
Esperó toda la mañana.
Era un día cálido, casi
caluroso, y reinaba el silencio. Estaba apostada en la cima de una loma,
camuflada entre la frondosa maleza. Los pastos estaban vivos, surcados por los
silbidos de los insectos. No había contradicción con el silencio, puesto que
los insectos era lo único que seguía haciendo ruido. Todo lo demás había
cesado.
No había aviones en el cielo. Autos en la ruta
de grava que desembocaba en el puente. Perros, gorriones, vacas, nada. Todo lo
que era más grande que un puño cerrado estaba muerto y descompuesto.
Excepto Alex y ella, claro.
Respiró hondo y procuró
controlarse. Si querían salir adelante, necesitaría apelar a todo su ingenio. Y
rezar a Dios, si es que el muy jodido se dignaba a escuchar, que diera una
mano.
Alex estaba del otro
lado del puente, en una torre elevada. Antes la torre debía servir para las
telecomunicaciones, y no había tenido otra opción que trepar ahí cuando los
hackeados comenzaron a rodear la zona.
Recogió los binoculares
y aplicó el único ojo que le quedaba a la vigilancia.
Tres hackeados, armados
con escopetas y una pistola, montaban guardia en la entrada del puente. Era un
puente viejo, de acero que comenzaba a oxidarse, y había un par de autos
varados cerca del medio. Conectaba dos laderas de montañas, y debajo, había un
caudaloso río bañado en espuma. Las laderas estaban salpicadas de gruesa
vegetación.
Era la típica postal de
viajes, que en otra circunstancia, hubiera encontrado encantadora. Pero las
cosas encantadoras habían desaparecido hacía mucho tiempo, junto con todo lo
demás. Solo quedaba sobrevivir.
Eso había pensado durante
mucho tiempo, poco después de dirigir el cuchillo hacia su ojo. Se había armado
de valor para extirpar el Enlace del globo. Dios, cuánta sangre. Pero lo hizo
porque quería vivir a toda costa. En aquella época, todavía no había conocido a
Alex. Fue cinco años después, cuando encontrar a otro ser humano era
prácticamente un milagro, como antes lo era ganarse la lotería o un viaje con
todos los gastos pagados al Caribe.
Sacudió la cabeza.
Recordó su impresión,
mientras salía de ese supermercado saqueado con unas bolsas de comida, y vio a
Alex. Lo primero que notó fue el inmenso vendaje que usaba para tapar el ojo
derecho. Al igual que ella en un principio (luego lo cambió por un parche negro
artesanal). Respiró, tranquilizada, pero no dejó de lado el fusil que empuñaba.
Alex tenía una escopeta Itaka calibre doce, pero la bajó apenas la vio.
Luego dijo algo que
nunca olvidaría.
Miró su bolsa con potes
de salsa de tomate y dijo:
–Tengo un paquete de
fideos. ¿Cenamos?
Hacía tanto tiempo que
no escuchaba algo parecido, que soltó una carcajada.
A partir de entonces
fueron inseparables. Primero como sobrevivientes, luego como pareja. Alex era
inteligente, y coraje no le faltaba. Pero a eso se agregaba una sensibilidad
especial. Le reveló, entre lágrimas, que había matado a su padre cuando lo
hackearon, y Alex la sostuvo entre sus brazos mientras sollozaba. Hasta ese
momento, no se lo había dicho a nadie.
Los hackeados estaban
rígidos como estatuas. Eran dos hombres y una mujer. Estaban sucios, sus ropas
eran andrajos, y tenían la mirada perdida, como si estuvieran mentalmente en
otra parte. Estaban en modo pausa. Ya lo había visto antes. Cuando no tenían
nada que hacer, ni recibían órdenes, adoptaban una actitud pasiva, totalmente
apática. A tal punto que los mosquitos los hacían picadillo y ellos no se daban
por enterados.
También estaban delgados
como esqueletos, sus pómulos vacíos. No que ella estuviera mucho mejor.
Conseguir alimento era la segunda cosa más difícil, después de evadir las
hordas de hackeados.
Tres no era mucho. Podía
bajarlos disparando desde la loma. Pero sabía que habría más del otro lado del
puente y al final del camino, y los disparos los alertarían. Los hackeados
estaban interconectados; verían que sus compinches caían acribillados y
correrían hacia ella de inmediato.
Vigiló durante el resto
de la tarde, pero los guardias no se desplazaron un centímetro de su puesto.
Parecía que no había recambio. Seguirían en su lugar hasta que las piernas se
quebraran o tuvieran algo mejor que hacer.
Volvió al escondite, amparada por la oscuridad.
Se habían escondido dos
días atrás en el garaje de un galpón abandonado, oscuro y recubierto de polvo.
Había gomas de auto apiladas, un motor desarmado, botellas de líquido limpiador
y aceite, y tenía su mochila. Hizo un recuento sumario: tenía su fusil, la
pistola, los binoculares, un cuchillo, dos botellas de agua, tres paquetes de
galletitas, tres latas de arvejas, una botellita de alcohol en gel, un paquete
de vendas, un poco de ropa de repuesto, el radio, y nada más.
Se acomodó en el suelo,
con el fusil y la pistola a una distancia segura, y encendió el radio. Habían
acordado que solo hablarían por las noches, y en voz baja. El aparato crepitó y
luego se sintonizó correctamente.
Lo acercó ansiosamente a
sus labios.
–¿Alex?
Un instante de
angustioso silencio, y luego…
–¿Meli?
La invadió un profundo
alivio.
–Acá estoy. Estuve
vigilando el puente todo el día. ¿Cómo estás?
Escuchó una risita
sarcástica.
–Respiro. Acá arriba
hace un frío de la puta madre. Pero aparte de eso, estoy bien.
–Me alegra.
–¿Qué viste?
–Una guardia mínima.
Tres hackeados. ¿De tu lado?
–Cinco. Armas livianas.
En modo pausa.
–Los míos también.
Hubo una pausa. Melisa
contempló fijamente el desgastado radio. Su único lazo con Alex. Dios, que las
baterías resistieran solo uno poco más…
Alex la devolvió a la
realidad.
–¿Qué vamos a hacer?
Podés bajar a los tuyos sin problema, pero no puedo liquidar a cinco de un solo
golpe, y me verían enseguida.
–Hay que crear una
distracción.
Alex esperó un momento,
y añadió:
–Hay otra opción.
Melisa se puso tiesa.
Involuntariamente sacudió la cabeza, a pesar que sabía que Alex no podría ver
el gesto.
–No.
Hay que considerarlo.
–Perdiste la cabeza si
pensás que voy a dejarte.
–Vimos tres hordas
recorriendo toda la zona. Nos tienen que estar buscando, porque acá no hay nada
más. Éstos son apenas unos rezagados. Podrías
esconderte y dejar que pasen.
–¿Y mientras tanto te
morís de hambre? ¿De sed? ¿Cuánto hace que no probás un bocado?
–Melisa, lo digo en
serio.
–Yo también lo digo en
serio. Quiero que me escuches: no voy a dejarte. Jamás de los jamases.
Percibió su suspiro.
Imaginó a Alex contemplando el paisaje, tratando de ubicar el punto exacto del
garaje. Pensando en ella. Deseó ardientemente estar allí, en la torre.
Tragó saliva. No podía
abusar de las baterías, pero no quería cortar.
–¿Te acordás de esa vez
que acampamos cerca de las cataratas?-preguntó repentinamente.
Alex guardó silencio por
unos segundos, y luego replicó:
–Claro que me acuerdo.
–Dijiste que ahí sentías
una sensación de libertad como nunca antes. Te sentías más libre que antes de
toda esta mierda. Antes del fin del mundo. Te miré mientras te salpicaba el
agua de la catarata, y recuerdo que pensé: “¡Dios, qué belleza!”.
–Hicimos el amor por
primera vez esa noche.
Melisa se sumergió en el
recuerdo: el tacto de otro cuerpo, con todas sus asperezas, sus partes
calientes y frías, sus intentos de moldearse. Hacía tanto tiempo que estaba
sola que se sintió como una liberación. Cuando los hackeos comenzaron, estaba
soltera, y después, cuando ya no se trataba de ataques terroristas aislados, y
todo el mundo comenzó a enloquecer y las personas a arrancarse los Enlaces de
los ojos, no hubo tiempo para el amor. Era pura supervivencia y nada más.
Ella y Alex construyeron
un mundo aparte, en el cual cada persona era el polo de atracción de la otra.
Se mantuvieron al margen de las comunidades de sobrevivientes que se formaron
en los primeros años, al calor del Gran Hackeo; hicieron bien, pues todas
fueron arrasadas por oleadas de hackeados en menos de un lustro. Creían que la
clave de la supervivencia radicaba en el disimulo. En pocas palabras, en pasar
desapercibido. Había funcionado bien hasta entonces.
El problema yacía en que
los hackeados habían cumplido demasiado bien con su programación. Ya no
quedaban casi seres humanos en el planeta. Habían recorrido cuatro países, y
solo en uno, y de lejos, vieron a otra persona.
Las hordas de hackeados
rastrillaban sistemáticamente todo el continente, y a medida que pasaban,
destruían todo a su paso. Dejaban tierra quemada. Alex suponía que era parte
ulterior de su programación; ya habían cumplido con sus protocolos primarios de
agresión, y ahora completaban el resto.
–No me pidas que te
deje. Por favor, no hagas eso –le imploró por el radio-. Yo también pensé así
un tiempo, antes de conocerte. Hubiese matado a cualquiera con tal de vivir un
poco más. Pero ya no quiero vivir de esa manera. Viviendo por vivir.
La radio crepitó un poco
más de lo habitual.
–No quiero que te pase
nada, Meli. ¿Pero qué otra alternativa tenemos? ¿Cómo los distraemos?
No supo qué contestar.
Levantó la cabeza y miró alrededor del garaje. Rastreó la totalidad del
contenido con la mirada y se detuvo en las botellas de aceite y líquido
limpiador de motores.
–Tengo una idea.
Se la describió
rápidamente. Alex escuchó con atención y formuló un par de preguntas. Aunque
hablaban por radio, sabía que asentía con la cabeza, como era su costumbre.
–Puede funcionar. Lo
haremos mañana por la mañana.
–Estoy de acuerdo. No
podemos esperar más.
Se quedaron en silencio.
Sentía que Alex quería decir algo más pero no sabía qué.
–Si las cosas se ponen
mal, Meli…
–No digas más nada. Dos
personas salen de esto, o ninguna. Punto final.
–Tuve tanta suerte en
encontrarte. Fue el destino.
Se despidieron con un
mutuo “te amo”. Melisa apagó el radio y se dispuso a dormir unas horas.
Se encontraba de vuelta
en la cima de la loma. Alex aguardaba. Ella observaba a los hackeados. Los muy
malditos no se habían movido en toda la noche.
Súbitamente, uno de
ellos, la mujer, tornó la cabeza en dirección al este, y los otros la imitaron.
Melisa se volvió y vio que la columna de humo se elevaba y ya era notoria.
Los tres se pusieron en
marcha. Esperaba que el pastizal ardiera un buen rato. Encendió el radio y
preguntó:
–¿Qué pasa?
–Se están yendo… los
cinco. Van a cruzar el puente. Esperá que pasen. Voy a bajar.
Aguardó y vio a los
otros cinco hackeados cruzar. Cuando desaparecieron por la vuelta del camino de
grava, descendió la loma y corrió hacia el puente.
Lo cruzó a la carrera.
Intentó no mirar hacia abajo, al río. Cerca del final vio a Alex.
Fue como si le asestaran
un mazazo al corazón.
Alexandra corría sin
resuello, su largo cabello castaño bailoteaba con el viento, y sus ojos color
avellana gritaban algo que el radio, muertas las baterías, no podía comunicar.
Agitaba los brazos como
poseída.
–¡Atrás! ¡Hay más!
Melisa abrió los ojos
como platos. Detrás de Alexandra, un trasfondo de un centenar de personas con
ojos de fuego.
Aprestó el fusil contra su hombro y comenzó a
disparar. Primero en el pecho a un hombre voluminoso que se desplomó y fue
pisoteado por el resto de los hackeados. Después a dos mujeres mayores, y a
varios adolescentes. Siempre a matar. Los hackeados replicaron el fuego: las
balas repicaron a su alrededor como pepitas hipersónicas. El aire se tiñó de
pólvora quemada y penachos azulados que emanaban de la boca de los fusiles.
Alexandra llegó a ella y
la tomó de la mano. Volvieron a meterse en el puente.
Llegaron cerca de la
mitad cuando se detuvieron. Del otro lado, los esperaba una veintena de
hackeados. Así que no se habían creído el incendio, y todo había sido una
trampa para conseguir que salieran de sus respectivos escondites.
Frenaron. Trataron de
recuperar el resuello. Los hackeados de ambos extremos también dejaron de
correr. Ya no tenía sentido.
Alexandra la abrazó y
tomó su rostro entre sus manos y la besó. El contacto con sus labios hacía que
todo el entorno pareciera irreal, que solo ellas dos fueran de verdad.
–Lo siento. Lo siento
tanto. Te quise decir por radio pero se murió la batería. Dejaron uno atrás y
le avisó al resto.
Melisa lloraba, pero
también sonreía. La carrera que había iniciado hacía tantos años llegaba a su
fin. Pero al menos llegaba a la meta acompañada.
Se tornó a los
hackeados.
–¿Qué quieren? ¿Por qué
no nos matan y ya?
–Van a hackearnos –dijo
Alex, sombría–. Pondrán el Enlace en el otro ojo, y luego seremos como ellos.
–No.
Alexandra la miró. Luego
tomó su mano y entrelazaron los dedos. Miraron hacia el barandal, y más allá,
el caudaloso río entre dos montañas.
–¿Lista?
–Lista.
Caminaron hacia el
borde. Los hackeados las miraban. Pero ellas solo se miraban la una a la otra.
Melisa temblaba. Alex ya no.
–Me alegra que sea así.
Juntas.
Alex esbozó una sonrisa
y le acarició la mejilla.
–A mí también.
Los hackeados finalmente
se percataron de lo que sucedía, y corrieron hacia ellas en masa. Pero era
demasiado tarde. Dieron un paso en falso, y el vacío las abrazó.
Mientras caían,
permanecieron tomadas de la mano. Melisa lloraba del alivio.
Se zambulleron en el
agua helada. Primero oscuridad. Luego el agua se metió en sus pulmones, y por
un tiempo interminable, permanecieron juntas, a la deriva, de modo que no
estaban, en modo alguno, perdidas.
Todo lo contrario, se habían encontrado.
intenso,triste y emocionante, me gusto. Gracias.
ResponderEliminarMuy bueno. Felicidades...
ResponderEliminarMuuy bueno, felicidades...
ResponderEliminarExcelente como nos tenés acostumbrados.nunca dejes de escribir
ResponderEliminarPlay the best free roulette games | Play with best casino bonus
ResponderEliminarTop roulette online 카지노 Casinos 메리트카지노 ✓ Best Live Dealer Roulette & Mobile Casino ✓ Best Welcome Bonus 바카라 ✓ Best Roulette Games Online ✓ Latest Slots Games.