Ricardo Piera Chacón. Máster en
Estudio de Lenguajes. Profesor de Literatura. Cursa estudios de Doctorado en la
Universidade Federal da Bahia. Nacido en Chile, ha vivido durante dos décadas
en la ciudad de Salvador de Bahia, Brasil. Actualmente, pasa una temporada de
dos años en la ciudad de Valencia, España, donde, además de escribir su tesis
doctoral, frecuenta un taller de escritura creativa en los Talleres Libro Vuela
Libre, dirigidos por Aurora Luna. Aunque escribe desde pequeño, solo hace
algunos meses ha decidido enviar sus relatos a concursos y editoras. Hasta la
fecha, no ha publicado.
El excesivo deseo en el rostro que ocupaba casi toda
la pantalla incomodó a José María. Fue lo primero que vio al entrar en la oscuridad
de la sala. Dos o tres siluetas casi lo rozaron al pasar a su lado. Pero él se
concentró en la luz que venía de la película. Todo en la chica era artificial: el
pelo teñido de un rubio canario, el carmín que extravasaba las líneas de sus
labios, como si hubiera querido dibujarse una boca más sensual de la que tenía,
el negro que bordeaba unas pupilas de vidrio azul. Pero, sobre todo, su deseo:
una calentura que no parecía sentir ni sabía interpretar. La cámara se alejó
dejando ver los cuerpos bien delineados de los dos hombres que compartían la
escena con ella. Por qué tienen que dar películas hetero en esta mierda, si
saben que aquí solo vienen maricones, pensó José María, dirigiendo su mirada
hacia las butacas.
Despacio,
caminó a ciegas por el costado. Antes de tomar el pasillo central, se sentó en
una de las butacas de la primera fila y miró hacia atrás. Sus ojos se iban
acostumbrando a la oscuridad. Varias figuras ocupaban los asientos de ambos
lados del corredor, alejados unos de otros. Su corazón palpitó más fuerte al
constatar que ese día había muchos. Más de uno querrá romperme el culo, pensó
excitado. Se levantó. Tomó el pasillo del medio y subió hasta la puerta que
daba a los baños. Sintió varios ojos observarlo mientras avanzaba. En la última
butaca antes de la puerta, un hombre bastante mayor extendió el brazo tratando
de agarrarle el bulto con la mano. ¿Te la chupo?, le preguntó, abriendo una
boca con pocos dientes.
José María se esquivó sin
responderle. No era porque fuera viejo ni nada parecido. Simplemente, no estaba
allí para hacer lo que siempre hacía con su marido. El Nilo era el lugar adonde
iba para ser penetrado. Un deseo que le había vuelto cuando habían cumplido más
de diez años juntos. Sentía que, de decírselo a su pareja, la relación se vería
afectada. Y eso era lo último que José María habría querido. Apreciaba, por
sobre todas las cosas, su estabilidad. Aunque al principio había sido difícil
que su familia lo aceptara, su matrimonio le había dado, sin duda, legitimidad
a su condición. Si se separase, vendrían las miradas reprobadoras, las
preguntas, las críticas. No estaba dispuesto a pasar por nada de todo aquello
que conocía de sobra.
Giró brusco, huyendo de la
mano curiosa. Agarró la manija que hacía de picaporte y entró en el baño de la
izquierda. No había nadie. Se miró en el espejo y salió para entrar por la
puerta derecha. Un muchacho delgado, en medio del baño, mamaba de rodillas un
hombre barrigudo, mientras otros dos, cerca de los orinales, se tocaban el pene
mirando la escena. José María sintió apretársele la braguilla. Su mirada se
cruzó con la de otro tipo que lo observaba todo apoyado en la puerta de uno de
los retretes. Al percibir la excitación de José María, el tipo le sonrió
descarado. Era bajo, aunque no del todo para los padrones del país. La piel
tersa y un cuerpo bien definido le daban una apariencia de adolescente. Pero
sus ojos marrones sostenían la mirada de quien ya ha vivido lo suficiente. Debe
tener unos treinta y cinco, pensó José María atraído.
Se lo comió con los ojos, dejando
asomar la punta de la lengua entre los dientes, al sonreír con ese gesto que
había vuelto loco a su marido cuando se conocieron. El mismo gesto que le
ofrecía a todos los extraños por los que se dejaba poseer cuando salía a buscar.
Con un movimiento rápido de cabeza lo invitó a que lo acompañara. El tipo lo
siguió hasta llegar al hoyo, nombre que José María le había dado a la hendidura
que se formaba entre la pared y el arco de la escalera que llevaba hacia la
platea superior. Para tener acceso a ella había que salir de la sala y pasar por
el corredor en frente a la boletería que daba a la galería comercial. Había
caminado sin mirar atrás, pero sabía que el hombre lo escoltaba. El deseo trepándole
por las piernas.
Se detuvo. Miró por debajo
de la concavidad, casi seguro de que habría otros al acecho. Pero estaba
desocupado. Entró aún más excitado y esperó de espaldas en la oscuridad. No
tardó en sentir la respiración que salía de la boca que había empezado a
morderle el cuello. Sin darse vuelta, palpó el cuerpo que lo rozaba. Al sentir
la mano de José María que le acariciaba la dureza del bulto, el hombre lo
apretó contra sí, encajando sus cuerpos viriles.
– A que quieres que te
folle, le dijo bajito. – Estás bueno, es verdad, pero tendrás que pagar.
La frase no sorprendió a
José María. Pero tampoco le quitó la calentura como solía pasarle. Era común
encontrar muchachos que lo hacían por dinero en esos cines del centro y, aunque
nunca pagaba, pues se sentiría poco atractivo teniendo que compensar su placer
con algo que no fuera su cuerpo, se dio cuenta de que su vanidad cedía ante el
deseo que le despertaba aquel tipo. No era su físico, sino la forma como lo
había apretado entre sus brazos.
– ¿Cuánto?, le preguntó manteniendo
la espalda pegada al pecho que lo ceñía firme.
La respuesta fue
interrumpida por un estruendo que sacudió el edificio. José María vio perplejo
cómo el hombre lo soltaba y segundos después corría hasta la salida del hoyo.
Pedazos de cemento y polvo blanco obstaculizaban la pasada. El hombre empujaba
inútilmente con todo su cuerpo.
– ¿Te vas a quedar ahí
parado, maricón?, le gritó. – ¡Ayúdame a abrir un hueco, si no quieres que se
nos venga encima esta cagada!
El ímpetu de su voz hizo que
José María intentara salir de su letargo. Pero le dolían los oídos y el polvo
se le metía en los ojos, irritándolos. El hombre lo tironeó por el brazo. Entonces,
como por inercia, José María se acercó y empezó a escarbar junto a él, sin
fuerza, sin ganas, ajeno. No sabía qué había ocurrido y la tarea se le hacía
interminable, pues la polvareda le dificultaba la respiración. Un ardor le
recorría el cuerpo. Aunque no conseguía ver muy bien, intuyó que el derrumbe le
había provocado algunas excoriaciones. Abandonó la faena y se sentó cansado en
el suelo sucio. Los ojos cada vez más hinchados, las heridas quemándole la
piel.
Un haz de luz entró por el
vano. José María se incorporó lento. Con una mano trémula, le tocó el hombro.
El hombre lo miró agotado. Siguió retirando uno por uno los pedazos de cemento
y fierro, hasta formar un agujero lo suficientemente grande para sus cuerpos.
Primero empujó a José María, que se dejaba manipular indolente. Cuando lo vio
fuera, le pidió que lo ayudara con una mano. Al palpar la callosidad de su
piel, José María volvió a sentir deseo. Pero, aunque se le puso la piel de
gallina, no tuvo coraje para insinuársele, cuando lo vio de pie, masculino,
frente a él.
– ¿Qué mierda ha pasado?,
preguntó el hombre al ver la galería totalmente abajo.
Sin responderle, José María
lo siguió al verlo moverse. Recorrieron lo que quedaba del corredor. Al llegar
a la calle, se detuvieron ante una ciudad en ruinas. En silencio, el hombre
tomó el camino que quedaba a su izquierda, pues pensó que el cerro que se
vislumbraba al final de la avenida, en medio del humo gris, le serviría de
guía. De lo contrario, sería imposible no perderse en la urbe que se levantaba
delante de ellos. Todos los puntos de referencia habían desaparecido, como si
la ciudad hubiera sido bombardeada.
Anduvieron entre baches,
coches en llamas, postes derrumbados en medio de la vía. Arcos de cemento o madera
cuyas puertas destrozadas ocupaban lo que habían sido aceras; vigas de fierro
entre ventanas hechas añico. Todo ello era el testimonio de los grandes
edificios, palacios, casonas y malls que, en el transcurso de dos siglos, le
habían dado a la ciudad sus trazos de metrópolis cosmopolita y señorial a la
vez. Todo en ruinas. Todo abajo.
El hombre continuaba
avanzando sin pensar en nada que no fuera encontrar a alguien que le diera una
respuesta. Parecía haber olvidado a José María que continuaba mudo atrás de él.
El profesor, dueño de sí, acostumbrado a llevar las cosas a su manera, se había
desmoronado junto a la ciudad, dejando al aire libre al niño asustado que vivía
dentro suyo. El niño que había conocido el sexo de un hombre a temprana edad,
cuando el vendedor del carrito de los helados le había mostrado su miembro
enorme. El niño que deseaba ser protegido, llevado, dominado. Lo único que
deseaba era no pensar en nada y seguirlo a él.
Tiene personalidad, pensaba,
mientras lo veía avanzar decidido. Sus piernas arqueadas, su espalda erecta, la
musculatura de sus brazos, las venas que se le hinchaban al levantar algún
pedazo de fierro que les bloqueaba el paso. Todo en él lo fascinaba. Sin
reconocerse, se daba cuenta de que agradecía lo que estaba ocurriendo, pues,
por primera vez en su vida, alguien cuidaba de él. Sabía que otros lo habían
cuidado: su madre, su hermana mayor, su marido. Pero ninguno lo había hecho
como aquel hombre lo hacía: como un hombre puede cuidar a otro hombre.
Al llegar al final del cerro,
pudieron ver dos pares de columnas jónicas de piedra marrón separados entre sí
por unos dos metros de distancia. El capitel de la última a la izquierda se
había desplomado, atascándose entre ella y la columna a su lado. Las dos de la
derecha solo conservaban sus bases y sus fustes, que no alcanzaban más de la
mitad de la altura que habían tenido algunas horas atrás. Al fondo, pedazos de
cemento se apilaban formando entre las ruinas lo que parecía el borrador de un
edificio neoclásico.
– La biblioteca nacional –
murmuró José María, recobrando de pronto parte de su identidad. Y se sentó en
los restos de las escalinatas, mientras seguía con la mirada al hombre que,
incansable, buscaba a alguien que le explicara todo. Parece que el mundo se ha
acabado, pensó José María, y este hombre quiere saber el porqué. Rio de sí
mismo, por lo que le pareció absurdo: toda una vida buscando el conocimiento y
ahora, en la hora más apremiante, no quería saber de nada. Quedarse junto a él
le bastaría.
Soñó con una vida al lado
suyo, sin su familia, sin sus amigos, sin nadie para recordarle quién era y lo
que debía ser: «No hay problema en que seas gay», le había dicho su tío, el
hermano mayor de su madre, «Pero nunca dejes de ser un caballero», había
concluido. Volvió en sí al verlo retornar de las ruinas de la antigua
biblioteca.
– No hay nadie allá – le
dijo irritado. – No puede ser que seamos los únicos vivos, murmuró sin
entregarse.
En ese momento, José María
se dio cuenta de que no sabía su nombre y se lo preguntó medio tímido.
– Adán – le respondió el
tipo. Y siguió recorriendo los alrededores, ahora con la mirada, en busca de
gente viva.
– Deja de buscar, hombre –
le dijo José María. – ¿Para qué quieres más si me tienes aquí contigo? –
bromeó, sintiendo que recuperaba su osadía.
Adán se volvió hacia él. Lo
examinó con los ojos, deteniéndose en cada parte de su cuerpo, de su rostro. Se
puso delante suyo, sin tocarlo. Con uno de los pies le acarició el bulto. Subió
por su barriga hasta llegar a su rostro. El zapato de cuero negro, raído,
estaba lleno de tierra. Pero José María no se lo retiró. Permaneció sentado,
mirándolo con ojos de niño carente, pidiéndole que lo hiciera.
– Tengo esposa – le dijo
Adán. – Y dos hijos: un niño y una niña. Voy al Nilo y a otros sitios como ése
para conseguir lo que no he podido nunca lograr de otro modo. La vida es muy
hija de puta con los de mi clase. Y uno tiene que hacer sacrificios. Follando
maricones como tú, por ejemplo. Pero estás bueno, ya te dije. Y aquí no hay más
que tú y yo. Si te quedaras conmigo…
José María había escuchado
quieto, manteniendo su rostro apretado por el zapato de Adán. Pero, al oírlo pronunciar
la última frase, lentamente, fue irguiendo la mirada hasta clavarle las
pupilas, desafiante.
– ¿Qué esperas
de mí? – le dijo con la punta de la lengua entre sus dientes.
En ese
momento, una muchacha y dos señoras de edad aparecieron atrás del Cristo que
había coronado la fachada de la universidad que se ubicaba al otro lado de la
avenida y que ahora yacía, cabeza y cuerpo separados, en medio de la acera. La joven
agitaba su brazo mientras el pequeño grupo acudía al encuentro de los dos hombres.
José María las vio primero, pues Adán estaba de espaldas, todavía con el pie en
su rostro, mirándolo, sopesando su respuesta. Pocos habrían sobrevivido.
Probablemente su mujer y sus hijos yacían debajo de algún escombro. En su
barrio las construcciones no tenían la tecnología de los barrios altos. Nada le
ataba, a no ser ese deseo de tener a ese hombre en frente suyo a su disposición,
sin rendirle cuentas a nadie. Solo yo y él, pensó agradado.
De
repente, el bolsillo del vaquero de José María vibró. Se le había olvidado su
móvil y en ese instante recibía un mensaje. Pepe, estás bien? Solo ahora
encontré señal. Si lo lees, vente al refugio de los Peñafiel. Estoy bien. Te
quiero mucho.
¿Respondía
o no? Hace tiempo que había quitado el dispositivo que acusaba con dos barritas
azules el recibo de sus mensajes. Así podía demorarse sin tener que explicar la
falta de respuestas. Veía a las mujeres acercárseles y no lograba decir nada.
Adán, qué lindo nombre, pensó. Todo lo que necesito. Con sumo cuidado, como si
fuera una geisha, le retiró el pie de su rostro. Se levantó.
Y ahí se
quedaron, uno frente al otro, escuchando la voz de la muchacha que les
imploraba ayuda. Tenían toda la libertad de amarse, sin censuras, sin excusas,
sin gentío. Pero José María deslizó su dedo por la pantalla del móvil y caminó
en dirección a la cordillera. Adán lo habría seguido, si una condición atávica no
se lo hubiera impedido.
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