martes, 22 de octubre de 2019

"Un día en la tierra" Por Josefina Decoud


Mi nombre es Josefina Decoud, tengo 23 años y vivo en la ciudad de Santa Fe, lugar donde nací. Soy abogada y estudiante de filosofía, amante de la naturaleza, el fútbol, los viajes, el arte y las buenas historias. Creo en la política como herramienta transformadora de la realidad.  Escribo narrativa y poesía desde los catorce o quince años. Mi biblioteca abraza autores diversos: desde Sófocles a Saramago, pasando por Shakespeare, Cervantes, Wilde y Allan Poe. Tengo preferencia por autores latinoamericanos, entre los que destaco a Cortázar, Sabato, García Márquez, Borges, Bioy Casares, Benedetti, Saer, entre otros.    Sueño con crear una obra compleja, contradictoria, profunda, estética y ética, en una palabra: humana. 

No pude dormir durante la noche y creo que Clara tampoco. El vidrio de la ventana temblaba y la lluvia traía consigo recuerdos lejanos.  
Cuando amaneció, Clara me ofreció café y pensé en el colombiano. Le conté que los cultivos son aún incipientes y que mi compañero extraña el clima tropical.  Anoche, superado el impacto del primer encuentro, habíamos dedicado parte de la madrugada hablando de él y de las personas que conocí.
—A los latinos deberían hacerlos vivir en la zona más cálida – me dijo con voz ronca.
—La temperatura es uniforme – le respondí.
—Pero anoche me contaste que existen las estaciones y dos zonas del planeta muy distintas.
—Sí, pero en las incubadoras la temperatura está controlada y apenas si se ve afectada por los cambios exteriores... De cualquier modo, hace más frío.
—Acá también hace más frío – replicó Clara.
Tomé un sorbo, sí, acá también hace más frío.
—No puedo creer que estés viva – le dije ensayando una sonrisa.
—No puedo creer que estés vivo – repitió.
—Yo tampoco. Mi cuerpo, como verás, no es el mismo.
—Parecés un extraterrestre – me dijo.
—Se podría decir que es exactamente como me siento.
Su mirada era extraña, a pesar de su alegría inicial al encontrarnos notaba en ella algo distinto, pero procuraba no cuestionarla, todos habíamos cambiado mucho.
— ¿Qué sentís? Desayunando juntos después de veinte años – le pregunté.
—Muchas cosas.
—No estás feliz.
— ¿Querés otro café?
Me convencí que no tenía que insistir, pero cuántas ganas de insistir, de saber cómo se siente, de verla hermosa y desnuda otra vez.
—Contame un poco más – me pidió.
— ¿Qué querés saber?
—Cómo fue el viaje, qué encontraron cuando llegaron.
—El viaje fueron los peores años de mi vida, lejos tuyo, sin saber si íbamos a sobrevivir. Pero a medida que pasaba el tiempo me convencía que era posible.
— ¿Qué cosa?
—La adaptación de mi cuerpo, de nuestros cuerpos — aseguré
— ¿Y allá? ¿Qué encontraron?
— ¿Querés saber si hay extraterrestres?
—Anoche sugeriste que sí.
—Estaba bromeando.
— ¿Qué es esa expresión?
—Influencias latinas – le respondí riendo.
—Entonces… — me apresuró.
—Nada Clara, es una Tierra polvorienta y seca, los únicos seres que pueden existir naturalmente en esas condiciones son algunos microbios, en un agua muy salada atrapada debajo del casquete polar.  
—Pero en las incubadoras hay plantas.
—Sí, hay plantas y más comodidades que en los tubos de lava, pero aun así la vida es obscura y fría. Terriblemente solitaria.
—Tuviste hijos – me increpó de repente.
—Elegí no saberlo. Hacen pruebas y algunas funcionan.

La idea de que exista otro ser con mis genes que no sea nuestro parecía lastimarla.
—Sabías que no iba a poder viajar – lanzó como un golpe seco.
—No Clara, fue lo primero que dije al verte. Jamás me hubiese ido sin vos.
—Pero te fuiste.
— ¿Y por qué estoy acá?
—Tardaste años en volver.
—Volví a pesar de la inmensa posibilidad de morir en el viaje, el peor viaje que puedas imaginarte. Y volví aún sin saber si estabas viva, a pesar de la inmensa posibilidad de que no lo estuvieras.
—Sabés que les mintieron.
—Sí, posiblemente – respondí pausado.
—Y eso no te enoja.
—Claro que me enoja, pero en algún punto lo comprendo.
— ¿Qué comprendés? — insistió.  
—Que lo hayan mantenido oculto, imagínate lo que hubiera pasado de saber que no todo se había extinguido. Un caos.
—Nos dejaron acá cuando todo se derrumbaba.
—Sí y es terrible. Sólo digo que una vez que supieron que no todo había perecido no había forma de volver atrás. Están intentando construir algo nuevo, diferente.
—Están intentando después de haber destruido el planeta, después de habernos llevado casi a la extinción. – sentenció.
—También fueron ellos los que desarrollaron la tecnología que posibilitó el traslado y la supervivencia en otro planeta.
— ¿Qué estás defendiendo? – reprochó.  
—No estoy defendiendo nada, por eso volví.
—Estoy segura que se quedaron con las mejores o más grandes tierras o parcelas o como sea que las llamen.
—Sí, es posible – reconocí.
Clara estaba visiblemente irritada, pero eso no me molestaba, más bien me hacía sentir mejor, más humano, más cerca de ella que, por fin, levantaba lentamente su coraza.
—Es linda esta casa – atiné a decir.  
—Está bastante bien.
Alguien golpeaba la puerta.
—Andá a la pieza — ordenó.
Me estaba ocultando. La idea de que estuviese con alguien más me azotaba, pero habían sido veinte años. Busqué distraerme. Abrí la ventana, disfrutando el roce del sol sobre mi mano pálida y huesuda. Un árbol que se veía incipiente albergaba un pájaro solitario que no reconocía. Las hojas parecían rozarle las plumas, haciéndole cosquillas. Quisiera ser como ese pajarito, que le acarician el lomo y que puede volar y volver.  Quisiera ser como el pajarito que no sabe cuándo van a dejar de acariciarle las plumas, cuándo olvidará para siempre a los otros pájaros o el olor de la tierra fértil o cuándo su diminuta existencia se volverá polvo.
— ¿Querés jugar al ajedrez? – Clara me observaba apoyada en el marco de la puerta.
—Había olvidado cuán sigilosa sos. Sí, me gustaría.
Perdí las primeras tres partidas en pocos minutos. Clara se regocijaba, como siempre, en sus victorias. Yo sentía el cerebro lento y cansado, desorbitado. Tenía mucho sueño y el cuerpo entumecido pero no quería dormir, quería mirarla por todos los años que no había podido. Clara estaba tremendamente seria. Rocé su mano como si fuera una casualidad inmensa que justo mi mano se encontrara con la suya en aquel espacio pequeño, cuadriculado y binario. Era, sin duda, una casualidad inmensa.
—No imaginás cuánto te extrañé. Cuánto te extraño – dije por fin.
—Todo el tiempo hacés alusión a la imaginación: no te imaginás cómo fue el viaje, no te imaginás cuánto te extrañé. Sí me puedo imaginar, yo también te extrañé y estar acá fue un infierno.
—Quiero saber qué sentiste, cómo fue tu vida, pero no me dejás acercarme. Anoche no quisiste responder.
— ¿Y vos qué pensás? migramos, organizamos colonias, nos cuidamos entre nosotros, lo único que podíamos hacer: pensarnos de otro modo.
— ¿De qué modo?
—Iguales. Y leales — agregó.  
—A diferencia de nosotros querés decir.
—Sí, a diferencia de ustedes – confirmó.  
—Como si el pasado no hubiese sido una construcción colectiva.
—Nada fue una construcción colectiva.  
—No elegí lo que pasó — me excusé de modo infantil.
—Nadie lo eligió.
— ¿Qué querés decir?
—Nada.
—Entiendo tu enojo Clara, pero quiero intentarlo.
—Sos un desconocido.
—Quiero que nos volvamos a conocer — insistí.  
—Te toca mover. Prestá atención – dijo señalando el tablero con la mirada.  
De nuevo la coraza se levantaba frente a mí, de nuevo los veinte años entre nosotros y una eternidad que parecía entrar por la ventana. Me acerqué y bruscamente la llevé a la pieza. La desnudé muy suave, muy despacio, recordando poco a poco la delicadeza de su piel, sus curvas y lunares. Descubrí surcos desconocidos, quemaduras y cicatrices, pero las ignoré, como ignoré el desprecio que sentía hace años por mi cuerpo marciano.  Me sorprendió poder excitarme y creo que a Clara también.
La besé tonta, absurdamente, con una pasión que me llevó a mis trece años, al día que la conocí en esa plaza que ya no existe, bajo ese árbol que es ceniza, como nosotros, como los que fuimos, como todos los que fueron en el Universo durante miles de millones de años. Apreté su rostro contra el mío para poder respirar mejor el aire denso que recorría su boca.  Olvidé la última vez que la vi, nuestros sueños, las escaleras y la nave, Marte, maldito Marte que existas y que quieras recrear un hogar que ya no existe, maldito por llegar a este otro pedazo de tierra que alguna vez fue mi hogar y que hoy no tiene luces ni música, bares o perros, gente gritando, autos y ruidos molestos, molestia de vida, la saturación de estar rodeado de otros que tanto me había irritado y que durante veinte años añoré con locura.
Durante el tiempo que pude amarla, que me permitió amarla, entrar de nuevo a ese espacio que sólo nosotros pudimos crear, olvidé todo eso o simplemente recordé todo en un instante condensando mi vida entera en esos segundos en que volvía a sentirla mía.
Y dormí profundamente. Lejos del material monótono que recubría la incubadora y de la asquerosa comida envasada, del llanto del colombiano, del miedo a los fantasmas que imagino en las tormentas de polvo, del traje invariable y gris, lejos.
Cuando desperté Clara lloraba, densa. Intenté consolarla, le dije que salgamos a caminar, que nos haría bien cambiar el aire, que hace tanto no respiro. Me pidió quedarnos en la cama, charlar un rato, que le cuente si teníamos robots, si podía ver la tierra, la luna, el sol, desde allá. Intenté contarle cosas alegres, hacerla reír, describirle el brillo de las estrellas, de Fobos y Deimos, hablarle por primera vez en inglés. Pero cuando golpearon la puerta pareció partirse en un sollozo.
Tres hombres viejos se acercaron a mí, a sus ojos, el hombre nuevo, un traidor cualquiera en su vuelta a la conquista. ¿Hombre nuevo? yo, que no era más que un hombre cualquiera viviendo y muriendo en la inmensidad de un Universo inabarcable, yo, nostálgico por las luces y el ruido pero también por el polvo y por Fobos, un hombre sin tierra.
 Miré fijamente los ojos de Clara por última vez y comprendí qué quiso decir cuando habló de lealtad. Me había perdonado y ahora ella, suplicaba mi perdón.
Con la sangre desparramándose lentamente entre las sábanas volví a mis trece años, tonta, absurdamente, con la pasión de aquel día que debería haber sido el único día en la Tierra.


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