viernes, 9 de junio de 2017

"La roncera" Por Marcelo Adrían Lillo

Marcelo Adrían Lillo es escritor argentino. Nació en Río Cuarto, Córdoba, el 1 de noviembre de 1968. Ha publicado sus trabajos en la revista literaria de la Universidad Nacional de Río Cuarto y en la sección literaria de Diario Puntal de la misma ciudad.
En noviembre de 2005 editó el libro de cuentos “Cuatro para la medianoche”, primer trabajo publicado con historias de su exclusiva creación, a través de la editorial CARTOGRAFÍAS de la ciudad de Río Cuarto, Argentina.
En Junio de 2006 publicó su primera novela titulada “El instigador” bajo el sello de Alción Editora de la ciudad de Córdoba, Argentina.
En junio de 2007 ganó el primer premio en el concurso de cuentos Amadis de Gaula, España, con su trabajo titulado “El matador de Gonzalo Fischer”.
En marzo de 2011 publicó su cuento titulado “Un secuestro” en la revista de ficción fantástica ON SPEC de la ciudad de Edmonton, Canadá.
En octubre 2013, publicó su libro de relatos titulado “Mésalliances” en edición conjunta de Editorial CARTOGRAFÍAS y UniRío (Editorial de la Universidad Nacional de Río Cuarto).
Desde agosto de 2009 publica regularmente y bajo contrato sus relatos en el diario PUNTAL de la ciudad de Río Cuarto, Argentina.
Podés descargar este relato en PDF desde el siguiente enlace:


Lo conocí en el bar donde habíamos quedado en encontrarnos para tratar el negocio. Lo primero que pensé al verlo fue en una equivocación, porque el tipo no se acoplaba en nada a la idea que me había hecho a partir de lo que Norma me contó cuando me acompañó desde la inmobiliaria.
—Llegó del extranjero hace un par de meses. El viejo era cliente de mi viejo. Arrendamientos de campos, hectáreas de soja, mucha guita. Hace poco falleció y le dejó la casa, así que tuvo que venir para arreglar los trámites de la sucesión. Me fue a ver para que lo ayudara a venderla, y como vos estabas interesado…
Seguro que lo estaba. Si las fotos que Norma me había mostrado en la inmobiliaria eran lo suficientemente fidedignas, jamás iba a conseguir una propiedad semejante al precio que la ofrecían. Una oportunidad irrepetible. Lo cual me hacía desconfiar. Por eso le pedí que arreglara una entrevista ese mismo día. Si había algún problema, mejor desengañarse pronto. Como el tipo andaba por el centro a esa hora, decidimos reunirnos cuanto antes en el bar.
Lo encontramos sentado bajo las escaleras, arrinconado entre la mesa y la pared, como un objeto tirado. Vestía una campera vaquera y pantalones desteñidos. Un pelo largo y desgreñado hacía juego con una barba de varios días. Miraba hacia atrás, como si examinara algo con atención, aunque a sus espaldas no hubiera más que vacías superficies de pared. Se sobresaltó cuando nos acercamos a la mesa. Tenía la tez pálida y ojeras que parecían haber sido pintadas con los dedos. Olía a tabaco y a taller mecánico. Nos invitó a sentarnos y luego de las presentaciones de rigor me resumió sus condiciones.
—La venta es al contado. No estoy dispuesto a otorgar facilidades ni a aceptar permutas. Necesito venderla rápido. De ahí que he optado por hacerle una rebaja al precio final. —Y agregó como un inciso suplementario de su resolución—. No puedo quedarme por mucho tiempo.
Lo juzgué razonable. Indagué sobre impuestos y gravámenes.
—Todo al día —sintetizó—. Norma tiene los comprobantes. Pago en efectivo y escritura inmediata.
Mientras hablaba, giraba la vista a todos lados, la fijaba en algún punto y enseguida la retiraba. Sus ojos se contraían ante estímulos invisibles. Le propuse ir a ver la casa. Eso pareció relajarlo un poco.
A punto de levantarnos, el teléfono de Norma sonó, abortando nuestra partida. Él se rascó sus mejillas sin afeitar, produciendo un ritmo rasposo y veloz, como si tratara de apurarla con su cadencia de metrónomo. Una mujer se nos acercó para ofrecernos trapos de piso y bolsas de residuos. Él se estremeció al descubrirla parada junto a la mesa y la rechazó con enérgico desdén. La cara se le había vuelto de porcelana. No me costó mucho pensar en insomnios y psicofármacos.
—Estos boludos —rezongó Norma al cortar la comunicación—. Traspapelaron un contrato que iban a venir a firmar hoy. Parece que si no estoy yo se salen los planetas de órbita. Vayan yendo ustedes. Yo en un rato los alcanzo.
Salimos. El tipo paseó una lenta mirada a lo largo de la vereda del otoño y subimos al auto.
La casa estaba en las afueras, en el camino a Santa Catalina. Una de esas viejas fincas remodeladas que aún subsisten en la periferia de los espacios y del tiempo. Tenía senderos arbolados y un patio con jardines, y también servicio de Internet, televisión satelital y cámaras de vigilancia. Un lugar imbuido en esa media atmósfera entre lo urbano y lo campestre, tomando lo mejor de cada uno. No me disgustaba, encontraba cierto encanto en su ambiente sombrío, como una belleza esperando ser rescatada.
El interior estaba más desamoblado de lo que había imaginado. Sólo quedaban una mesa, un par de sillas, un escritorio con una computadora y un heterogéneo conjunto de objetos desparramados, un horno a microondas, una heladera y un sofá-cama desplegado en un rincón del living, cerca de la puerta. Quizá la habían dejado así, o tal vez él ya se había desecho de los otros muebles y había conservado lo justo y necesario para permanecer allí hasta que se efectuara la venta.
Inspeccioné los cuartos, los techos y las paredes, buscando defectos inexistentes. No encontré nada que me despertara dudas, excepto los cordeles con ristras de campanillas colgados sobre las puertas y las ventanas. Estaban enganchados a cada extremo del marco, combados en posición horizontal, como un adorno navideño. La curiosidad me ganó.
—Me los dio una curandera en un viaje que hice a los Cárpatos el año pasado —me contó. Sopló apenas el cordel y las campanas tintinearon ante la leve caricia de aire—. Para protección contra los malos espíritus, según me dijo.
—Algo así como un llamador de ángeles —dije yo.
—Como un sistema de alarmas —contestó.
Yo asentí como si hubiera entendido.
—Veo que le gusta traer recuerdos bastante particulares de los lugares que visita.
Él sonrió y arqueó las cejas.
—No siempre.
—Digo, por las cosas que tiene ahí —comenté, señalando el escritorio.
Él, adivinando mi intriga, me describió brevemente lo que ahí tenía. Un pequeño libro de conjuros latinos, una escultura de madera de un chamán africano, una piedra energética del Uritorco, una fragancia que sólo los curas de San Marino sabían preparar y un estilete francés del siglo XVII. Salvo este último, los demás parecían compartir un mismo factor común de esoterismo fetichista. Me saltó a la vista esa discordancia y así se lo expresé.
—Los jesuitas de Poitiers acostumbraban llevarlo a los exorcismos en caso de que fallaran los otros métodos —me explicó—. Una especie de último recurso.
—¿Contra quién?
Él se encogió de hombros.
—Calculo que contra ellos mismos.
Admirando su desordenada colección, le dije tratando de evitar el halago.
—Un verdadero apasionado de los viajes.
Puso el estilete en su lugar.
—He hecho varios, la mayoría por placer.
—¿Y los otros fueron por necesidad?
—Podría decirse —señaló como un punto final—. Supongo que querrá ver el patio.
—Claro.
Una galería techada servía de umbral a un extenso terreno parquizado, con faroles distribuidos a lo largo de un camino de piedra lisa y negra. Una cámara sobresalía de un ángulo de pared como un ojo en una mirilla. Desde un rincón, un perro encadenado emitió un gruñido indagatorio al vernos salir. Él lo silenció con un chistido y me guió por el sendero neblinoso que serpenteaba entre los pinos y los ligustres. Aquella inmensidad amurallada, con su aire condensado entre grises y verdes, me causó una nostalgia casi terapéutica, como si extrañara un lugar en el que nunca había estado.
—Me gusta —le dije, sintetizando mi interés.
Él no pareció escucharme. Su atención se había torcido hacia un caracol que imprimía un filamento viscoso sobre la humedad de la piedra plana.
—Es curioso, ¿no?
—¿Perdón?
—Uno pensaría que va a tardar un día entero en cruzar todo el jardín. Para él, una distancia como ésa equivaldría a unos cincuenta o sesenta kilómetros para nosotros. Pero a la hora sale al patio y ve que ya cubrió un cuarto del trayecto. Una hora más, y ya pasó la mitad. Cuando menos se quiera acordar, abre la puerta y lo tiene ahí. Es increíble cuánto nos engaña la perspectiva.
Y acto seguido lo aplastó.
Yo lo observé sin escándalo ni repudio, como si no me importara mi propio desconcierto, o como si me estuviera acostumbrando.
—Podemos acelerar las cosas, si quiere —habló mientras se frotaba la suela contra el césped.
—¿Cómo dice?
—Si de verdad le interesa —añadió, abarcando la casa con un índice giratorio.
—Sí, claro. En tres días me habilitan el plazo fijo y entonces podemos transferir el pago contra escritura.
—Tres días —repitió como un eco tardío.
El timbre sonó. Él permaneció pensativo y ausente, como si estuviera haciendo cálculos. El timbre volvió a sonar y lo acompañé hasta la puerta. Había otro cordel de campanillas colgado junto al marco, sólo que en posición vertical. Abrió.
—Pensé que ya habían cerrado trato sin mí —dijo Norma—. ¿Y? ¿Qué te pareció?
—Está bien —le respondí.
—¿Viste? —le tocó el hombro, tratando de transmitirle su entusiasmo—. Te dije que te la iba a hacer correr rápido.
—Ahora por fin te vas a poder librar de mí —replicó él en un tono que murió a medio camino entre la ironía y la languidez.
—No seas tonto —le dijo ella—. Sabés que no lo hago por eso.
—¿De veras?
—Claro que no. Es por la comisión.
Nos despedimos en el umbral. El tipo miró a ambos lados del exterior de la casa y cerró la puerta.
Habíamos quedado en encontrarnos en la escribanía el viernes a las cuatro. A las seis y diez, luego de exasperantes intentos por contactarlo, nos propusieron concertar una nueva cita para la semana siguiente.
Norma subió molesta al auto. Supuse que se debía al riesgo de perder su comisión. Le sugerí llegarnos hasta la casa. Tuve que recurrir a varios argumentos para convencerla.
Nadie atendió al llamado del timbre. Ni la primera vez, ni la segunda, ni la tercera. Entonces ella sacó una llave de la cartera, la introdujo en la cerradura y explicó sin que yo le preguntara nada.
—A veces tenía que venir a mostrar la casa y él no estaba.
Un imprevisto tintineo nos hizo saltar hacia atrás cuando ella abrió la puerta. El cordel se desprendió del gancho con el envión y quedó colgando como el brazo de un muerto.
Norma desactivó la alarma, entró y lo llamó. Sabía que nadie contestaría, pero era una mujer práctica y debía cumplir el trámite. Me quedé en el umbral mientras ella desaparecía por el pasillo para fijarse en las habitaciones. La casa estaba a oscuras. Eran sólo las siete, pero a mediados de otoño ésa es una hora impredecible.
Me asomé y observé el living, concentrándome en objetos que no podía ver. No percibí nada, excepto una luz rojiza y titilante que me hacía guiños desde el escritorio. Me aproximé y comprobé que la computadora estaba encendida. También había una taza con café frío, una tableta de cápsulas vacía y un cigarrillo en la ranura de un cenicero; inferí, por la larga curva de ceniza que se extendía desde el filtro, que se había consumido allí solo.
Moví la silla apoyada contra el escritorio, pulsé una tecla y la pantalla de la computadora se aclaró gradualmente. Bajo la luz fluorescente de la pantalla alcancé a divisar un par de cabellos sobre el teclado, como si alguien se hubiera quedado dormido allí. Comencé a revisar las páginas, había varias abiertas. La primera era una noticia de hacía siete años publicada en un diario de Catamarca; algo sobre una tragedia vial en el cruce con la ruta 38. En la siguiente había un nombre escrito en el buscador: Silvia Belisario. La otra era un video en YouTube: Avistamiento de la Roncera en Lima. La última era un sitio de compras de pasajes aéreos; había una reserva confirmada a Moscú.
Efectué el recorrido en reversa. Examiné el video; databa de cinco meses atrás. Al principio mostraba una calle nocturna y brumosa, apenas bañada por el resplandor amarillo de los faroles. Una apretada voz masculina servía como sonido de fondo al paisaje inmóvil. “Creo que ahí está, padre,” repetía. Por un rato no vi nada. Luego, como una vela en la oscuridad, una sombra blanca se fue agrandando en un segundo plano de la pantalla. Una silueta caminando por la vereda empapada de claroscuros, tambaleándose a paso lento y constante, como si las tinieblas la escupieran. Una figura encogida y cabizbaja, como de vieja reumática. Una figura que parecía humana. Y a continuación un grito ahogado, mezclado con el ruido de cosas que se caen, y una voz con inconfundible acento andino indicándole al otro que no debía perder tiempo, que se fuera ya mismo de ahí, que no podía hacer nada más por él. Uno de los tantos fraudes por los que la gente ya no cree en el misterio, pensé. Y miré sin querer el estilete francés que adornaba el escritorio. Todavía estaba allí, donde él lo había dejado.
Pasé a la otra página y revisé los enlaces facilitados por el nombre en el buscador. Hablaban de accidentes, de fugas y de investigaciones en curso. Me pregunté si guardaban alguna relación con la noticia del principio, y a punto de cerciorarme una mano en el hombro me hizo girar y ponerme en guardia, revelándome una tensión que hasta entonces no sabía que tenía.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Eh?
—No toques nada —me previno Norma. Y agregó de una manera que no daba lugar a malentendidos—. Por las dudas.
—¿Todo en orden adentro?
Ella miró hacia atrás y después de vuelta hacia mí.
—Demasiado —dijo—. Vamos. —Dio media vuelta hacia la puerta—. Vámonos de acá.
Algo en su entonación me hizo acordar a la voz que acababa de escuchar en el video.

Volvimos a encontrarnos la semana siguiente en su oficina, cuando toda esperanza de ventajosos tratos ya se había esfumado del todo.
Me reembolsó el monto de los honorarios que le había adelantado y advertí menos fastidio que desazón en su actitud.
Le pregunté si estaba bien, no por formalismo sino por sincera curiosidad. Ella me contestó que sí, considerando lo que había pasado.
—¿Y qué fue lo que pasó?
—No sé. Quiero creer que le agarró un ataque de espontaneidad y simplemente se arrepintió de vender.
—No entiendo.
—No importa. No sería la primera vez que hace algo así.
—Es que de veras no entiendo. Si su plan era vender pero no quería quedarse, ¿por qué no nombró a algún apoderado que hiciera los trámites por él?
—¿A quién? Si acá no tenía a nadie.
—A vos, por ejemplo.
—¿Y quedar prendida en una historia como ésa? Ni en pedo.
—¿Cuál historia?
Ella suspiró, contrariada por el aprieto en el que ella misma se había metido.
—Hace unos años protagonizó un accidente en una ruta del Norte con una novia que tenía por allá. Se les atravesó una mujer que vendía mantas o alpaca o qué sé yo. Fatal. Para hacerla corta, papi y mami pusieron los billetes, movieron algunos hilos, probaron que no hubo forma de evitar el choque y en menos de tres meses los largaron sin cargo ni culpa. Quién sabe, a lo mejor fue así, tal vez no alcanzaron a verla, a lo mejor el chabón no iba en pedo y la mina no se la estaba chupando mientras él manejaba. La verdad que eso mucho no importa, porque lo más jodido vino después.
—¿Cuándo?
—Cuando desapareció la novia.
Yo me la jugué.
—¿Silvia Belisario?
Ella tomó aire.
—Parece que alcanzaste a ver más de la cuenta. En fin, no voy a pretender que creas lo que voy a decirte porque ni yo misma lo puedo creer. Así que me da lo mismo. El tema es que cuando vino a hablarme por lo de la venta y me dijo que tenía que quedarse hasta completar los trámites, lo noté angustiado, muy colgado, más que de costumbre. Nos conocemos desde chicos, desde que nuestros viejos empezaron a hacer negocios. Tuvimos alguna que otra historia juntos, y como no nos habíamos visto por tanto tiempo lo invité a cenar. Tomamos unas copas, charlamos sobre el pasado, una cosa llevó a la otra y… bueno, no necesitás detalles. Se ve que el whisky le aflojó la lengua, o a lo mejor las ganas de descargarse que tenía. Así que me contó. Todo ese asunto acerca de la mina.
—Ajá.
—Una mañana la mucama tocó el timbre en la casa de la piba, una india de la zona que le iba a limpiar la casa dos veces por semana. Como no le abrían, la mujer lo llamó a él y entraron. Nadie. Forzaron la puerta, estaba cerrada con pestillo. Las ventanas bajas, la alarma activada, todo en perfecto orden… igual que la otra noche, ¿te das cuenta?
Claro que me daba cuenta. El problema no era que no pudiese creerlo, sino que no quería. Y también presentí que, de la misma forma en que se lo habían contado a ella, ahora era ella quien necesitaba descargarse.
—El único detalle que les saltó a la vista fue la cama destendida. La mucama dijo que seguro la había agarrado dormida. Él le preguntó a quién se refería, ella no quiso largar el rollo, él la apretó y entonces ella le dijo que se fuera rápido, que el accidente había convertido a la vieja en La Roncera y ahora andaba cerca. Él le preguntó qué carajo era eso. Y ella se lo dijo.
—La Roncera —indagué yo.
—El espíritu vengativo de alguien a quien le truncaron su ciclo de vida y reclama justicia rastreando a su objetivo en cada lugar adonde va. Lo persigue a paso constante,  por sus espacios paralelos de niebla y sombras, sin detenerse jamás. Y ahí está la trampa. Uno se relaja después de pasar meses o años sin verla, creyendo que le ha sacado toda una vida de ventaja, como la fábula de la liebre y la tortuga. Pero por más lento que se mueva, tarde o temprano lo alcanza. Por eso no puede quedarse tanto tiempo en un mismo lugar. Ni hablar de establecerse. Y si en algún momento se descuida… —y se abstuvo de completar la oración—. La cuestión es que la mandó a la mierda a la mucama por decir tantas boludeces en un momento así. Y hasta la semana siguiente siguió creyendo que no eran nada más que eso. Un rosario de supersticiones delirantes.
—¿Qué pasó a la semana siguiente?
Norma se removió en la silla, como si estuviera incómoda.
—Se la encontró una noche a la vuelta de una esquina. A la misma vieja, la que se habían llevado por delante en la ruta. Tenía las piernas quebradas y el cuerpo descoyuntado, y aun así se le acercaba.  De pedo que tuvo tiempo de salir corriendo. Cinco segundos más que tardara en doblar la esquina y…
Volvió a interrumpirse.
—Eso fue lo que te contó.
Norma se encogió de hombros.
—Como te dije, no pretendo que me creas. Pero desde ese día se la pasa yendo de un lado a otro, como un fugitivo. Una vez la adivinó entre la multitud en una plaza de Nueva York, según me dijo. Otra, en el andén de una estación sueca. Otra, en medio de la selva durante una excursión que hizo en Sudáfrica. La última vez fue en un monasterio en Perú.
Recordé las palabras del video. “Creo que ahí está, padre.” No quise preguntarme de quién era esa voz. Quizá porque no quería conocer la respuesta.
—¿Y cómo hace para seguirlo de un continente a otro? ¿Va caminando sobre el mar?
—¿En serio? ¿Eso es lo que más te llama la atención?
Tenía razón. Una vez admitida la idea de una persecución de ultratumba, ya todo lo demás dejaba de sonar tan imposible. Me abstuve de seguir haciendo comentarios. Ella continuó.
—No sé si cuánto hay de cierto en la historia y cuánto de alucinado. Pero la verdad que nunca antes lo había visto llorar así. Y honestamente, tampoco creo que vaya a verlo después.
Agité una negación, sin saber qué estaba negando en realidad.
—Tengo que irme. Llamame si te enterás de algo, ¿sí?
—Andá tranquilo. Yo te aviso.
Me levanté y le dije:
—Y no te des tanta manija por este tipo. Me da la impresión de que conocer tantas cosas terminó por volverlo loco.
—¿Vos decís?
—Me juego que ahora está en un cabaret de la Plaza Roja, hasta el culo de vodka y enroscado con un par de gringuitas de diecisiete años.
Y me retiré.
El tiempo acabó por reafirmar esta convicción. En ningún momento me permití dudar de ella. Ni siquiera anoche, después de descubrir el video.
Lo había subido alguien que se hacía llamar NighTremors. Se titulaba “El enigma de Santa Catalina”.
Apenas empecé a verlo distinguí las oscuras hileras de pinos y ligustres. En el borde inferior, los números marcaban las cuatro y veintitrés. La fecha era de mediados de otoño. Había un perro en el centro de la pantalla, ladrándole a la nada de la noche. De repente se precipitó hasta el fondo, se perdió de vista en la última frontera de penumbras y no volvió a aparecer. Por un momento sólo vi el paisaje inmóvil, sereno e insonoro. Luego, como siguiendo el compás de los segundos que transcurrían en el borde inferior, una figura encogida y cabizbaja avanzó por el sendero de piedra negra. Lenta, constante y dolorida. Lo último que vi fue una cabellera tan enmarañada que parecía flotar mientras pasaba por debajo del punto de visión. Entonces me acordé de la cámara ubicada en lo alto de la galería.
De alguna manera la proyección se había filtrado y alguien la había difundido. Supuse que teniendo en cuenta el trasfondo de la historia, no habrá faltado el trastornado cibernético de turno que se tomó la molestia de insertar aquellas imágenes imposibles para dar una explicación mística a la desaparición del propietario. Otro de los tantos fraudes por los que la gente ya no cree en el misterio. Un sofisticado truco de magia informática. Nada más.
Pero sin saber por qué, pensé en el estilete que vi sobre el escritorio de la casa desierta.
Y una voz interior que no era la mía se preguntó si había tenido tiempo para usarlo o si había sido arrastrado en cuerpo y alma hacia los espacios paralelos de niebla y sombras.

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