Jorge Eduardo Lacuadra nació en Santa Fe (Argentina) en 1971. Estudió en
la Escuela Industrial Superior recibiéndose de Técnico Mecánico-Eléctrico.. A
partir de 2002 reside en Córdoba (Argentina) A publicado tres poemarios: “Distancias
oceánicas” - Editorial Luna de marzo, “El olvido de la luna” -
Editorial MRV – Editor Independiente y “El silencio de la rosa” -
Editorial MRV, en cuyo Certamen Internacional El Molino, obtuvo el 2° premio.
Participa en la Antología “Cuentos y poemas - Lo mejor de Rumbos” de
Editorial Rumbos libros. Participa en la Antología de cuentos “WhiteStar”,
en la “Antología Poética de Post-Vanguardia” Desde el año 2015
integra La Conspiración de los Fuleros, grupo de producción literaria de la
ciudad de Santa Fe, editando tres libros de cuentos “Conspiración Año
Cero” (2017), “Puertas Adentro – Historias de una Santa Fe Extraña”
(2017) y el Especial de Ciencia Ficción “Fabulosos Relatos de
Otros Mundos” (2018). Participa en la Antología de Textos del “Premio
Municipal de Literatura San Miguel de Tucumán –Género Cuento” (Mención -
Edición 2018). Participa de la Antología de relatos Predator 2019 – Historias
Pulp (Epub). Prologa y participa de la Segunda Antología LETRAS COMPARTIDAS por
NaP – Ediciones de Autor.
Somos los amantes sincronizados en
Q23.
Continuamos abrazados al llegar la
hora del anuncio.
Otra vez vuelven a confirmar que se
han arrojado las últimas bombas, que ya no quedan más armas en los arsenales
del mundo. Hay nuevas noticias sobre la capitulación de China y se confirma que
París, hoy le tocó a París, es un enorme cráter. Solo el cinco por ciento de la
población se ha salvado. A decir verdad, todos los meses las transmisiones
repiten lo mismo, la misma voz monótona e hipnótica, un poco brusca y metálica.
Quizás solo es una grabación automática o un bot programado que lee
estadísticas de guerra al azar. La emisión culmina con la melodía de una vieja
canción infantil. Unidad de Control apaga el emisor de radio. Luego solo
chasquidos provenientes del cableado exterior. Bajamos las persianas de plomo y
encendemos las luces de emergencia. Poco ha durado la claridad suministrada
este día por un sol que parece estar muriendo.
Ella me mira y dice que somos
pasajeros incondicionales de una explosión eterna, pretende señalar también
todos los elementos a nuestro alrededor, incluyendo las latas de raciones
militares, las bio-linternas y los opacos y funcionales muebles del
dormitorio-hogar. Ella me asegura que busca el error deslizado en la obra
visible por un dios muy detallista y ambicioso, espera atisbar un día el
agujero que quemamos en el cielo o al terrorífico ejército de Soldados Esmeralda
avanzando por el jardín a la medianoche. Las cosas que suponemos han sucedido y
que nunca hemos visto. Le digo que sería más fácil encontrar un unicornio en el
jardín que las huellas verdaderas dejadas por esta guerra. Cambia de tema y me
habla de la soledad, de habitaciones cuadradas, de escaleras y pasillos
recubiertos de cables, de la humedad que forma imágenes surrealistas en los
muros de cemento. Contempla el emisor de radio y me señala el óxido que empieza
a comerse la carcasa, el hollín negruzco que envuelve los conectores. Le digo
que mañana lo voy a limpiar y que buscaré entre los trastos alguna pintura o
barniz para protegerlo.
Estas rutinas duran apenas segundos.
Cien veces al día.
Para calmarla le doy tres grageas
grandes, de las azules. Es una dosis fuerte, lo sé. Se recuesta sobre mi
hombro, rozando los implantes de conexión. Hace como que escucha algo en el
exterior. Hoy ella está más excitada que otras veces, quizás se siente un poco asustada.
Me susurra, me sugiere, que las estrellas son restos dispersos de espejos
rotos, solo reflejan el brillo de nuestras linternas desde las ventanas, y me
explica que los años y las edades son bibliotecas vacías al principio, que
luego se van llenando con las experiencias y los fantasmas del amor. Me dice
que los instintos son la corteza de un animal rápido y hermoso, y que las
emociones son corredores de fondo frente a nosotros. Ella cree que los actores
de las películas antiguas no han muerto, que aún deambulan por el mundo en la
búsqueda de la nostalgia de las palabras. Pasa las cintas a velocidades
pasmosas.
Demasiados videos-holo creo, cien
veces al día. Sobredosis visual.
Somos los amantes en Q23. Fuimos
seleccionados por la velocidad de nuestros impulsos nerviosos y la calidad en
los axones. El triple de la capacidad normal, casi 450 metros por segundo. Lo
que nos hace humanos casi superconductores. Muchas veces el mundo nos parece
demasiado lento, pero nuestra imaginación se acelera hasta límites perversos.
Cuando amamos terminamos exhaustos, quizás durante el infinito tiempo en que
una partícula de polvo tarda en tocar el suelo. El amor, cuanto más rápido, más
rápido se agota, y volvemos a empezar. La nuestra es una relación constante de
millones de acoplamientos como chispazos eléctricos. Unidad de Control nos
suministra miles de películas antiguas, una colección que parece no agotarse
nunca. En el tiempo muerto releemos los viejos manuales de la Estación Q23, una
y mil veces. Servos y androides nos cuidan y alimentan, desde siempre, desde
que obtuvimos las memorias. Delicados fluidos son vertidos por los conectores
mimando nuestras cortezas cerebrales. Las sinapsis químicas permiten a nuestros
neurotransmisores formar circuitos gigantescos dentro del sistema nervioso
central. Pero solo somos útiles cuando estamos enchufados, al ser llamados por
la Unidad de Control, el resto del tiempo no somos hackeables, somos humanos, y
esa es la premisa de nuestra condición. Somos un modelo no alterable por ataques
de programas externos. Un factor de seguridad.
Nuestra conexión biológica de amantes
en Q23.
El narcótico apenas ha rozado la
corteza de su encéfalo.
Ya hemos generado adicción.
Está conmigo, acurrucada en el hueco
tibio de mi cuello, sus piernas de a ratos sobre las mías alternando
sensaciones de temperatura y levedad de músculos bajo las rígidas sábanas.
Nuestras voces se encuentran, apenas roncas, son susurros y aleteos de vocablos
como grandes pájaros de silicio cansados de volar. No es la pereza de los
sentidos, es solo un naufragio lánguido y sereno. Esta tarde ella desliza su
dedo sobre el borde de mi nariz y yo observo ese movimiento en la penumbra, su
rostro escrutando mi semblante y analizando las arrugas de frente, un diente
pequeño mordiendo la comisura de sus labios entreabiertos.
Esta tarde somos barcos serenos en un
mar de algodón industrial, los almohadones son escolleras de entendimiento;
ella es una nadadora en el desierto de mi cama y yo el madero, un elemento para
asir. Las luces parpadean insensibles en sus nichos, sobre las consolas de
cromo. Permanece conmigo hasta que la noche reconquista su territorio,
adormecida sobre mi pecho, su brazo extendido hacia la nada. Un cansancio
moreno y leve con olor sintético, el aroma característico de los amantes
sincronizados a las estaciones de batalla. Ese perfume que ocupa las hendiduras
de nuestra anatomía y envuelve la presencia de los servos. Esta tarde los besos
encuentran el camino constantemente para aceptar los rápidos instantes, y
soportar una vida de encierro y la urgencia de la carne.
Una vez al mes tenemos estas tardes de
descanso. Unidad de Control lo cree necesario para desacelerarnos y no quemar
nuestro metabolismo. Como cuando nos permite caminar hasta el silo. Atravesamos
anulares portales de acero y luego un largo pasillo de concreto hasta el
contenedor del misil y sus propulsores dormidos. Nos rodean, sin poder verlos, los
depósitos del combustible, los brazos retractiles de la plataforma e
innumerables tuberías. El cohete está vacío, inactivo, silente, salvo la ojiva
que acuna el trueno de la destrucción. Caminamos a su alrededor, admirándolo,
rozando su piel metálica con nuestros dedos ágiles. Desde la plataforma que lo
rodea miramos hacia el pozo de contención, que se pierde en una bruma de luces
atenuadas. Guardamos silencio bajo el enorme cielo de cemento, hasta que el
tono agudo de Unidad de Control no indica el tiempo del regreso.
En un lejano y secreto lugar del
mundo, quizás a miles de kilómetros debajo de la tierra, un enorme dispositivo
se enciende y pide la sincronización de todas las estaciones de batalla. Es la
Unidad Central. La comunicación es subterránea, no queda ningún satélite
operativo. Poco se sabe de lo que ocurre en la superficie. Las peticiones
electrónicas se suceden, millones por segundo. El protocolo barre todas las
estaciones. Pocas responden, las consolas están llenas de luces muertas. Imposible
saber en qué punto se cortaron las conexiones o si esos países todavía existen.
Un parpadeo anuncia que la Unidad de Control de la Estación ISO 3166-1 - alfa-3
- AR-X – Q23 está aún operacional. Se desclasifican etiquetas, se enumeran
combinaciones y se expiden autorizaciones. Se chequea que los dos elementos
humanos en Q23 estén activos. La respuesta es satisfactoria. Complejos
algoritmos chequean las velocidades de las respuestas neuronales. Unidad de
Control inclina la cabeza ante la Unidad Central. A las demás estaciones se
emite el comunicado por radio habitual. Estas serán las últimas bombas. La
Guerra está por finalizar.
La Estación fue construida debajo de
un antiguo zoológico abandonado. Incluso una pista de patinaje hubo por allí
alguna vez. Ahora solo la atraviesan algunos animales parecidos a lobos, quizás
perros asilvestrados, que cazan en jaurías de pocos individuos. No sabemos si
quedan otros animales vivos. Ella me dice que somos turistas de un estallido
del tiempo y de la historia; suele espiar a través de la persiana a los lobos
de nieve semidormidos y les silba bajito viejas canciones infantiles mientras
esconde su preciosa nariz entre las cortinas de plomo enriquecido. Ella me dice
que suele viajar en sueños en los antiguos vehículos que ve en los video-holos,
mirando el paisaje desolado del mundo, para recordarlo más tarde junto a sus
personajes románticos imaginados en la noche. Creemos que el mundo está tan
desolado como un desierto. Me recuerda que el amor es como el truco del
ilusionista, el público, el espectador, adivina el pase mágico pero se
desconcierta siempre ante lo inesperado.
Hay un desvarío en el entorno al que
estamos sometidos. El encierro, la falta de comprensión de algunas funciones. Ignoramos
si los objetivos son zonas militares, ciudades o solo fábricas. Dependemos de
las directivas que emite una máquina lejana, ni siquiera sabemos si hay humanos
en la otra punta de los cables. Alguien que razone. Aunque ese alguien solo sea
un bot que tradujo algo programado hace cien años, al comienzo de la Guerra.
Las explicaciones ya se han agotado en la espera. Nosotros estamos agotados.
Desvariamos al triple de velocidad que la normal, sometidos a los cambios
bruscos de los pensamientos sin pausa ni sosiego. Corregimos algunos de los
síntomas con poderosas drogas de diseño. Nuestra extraña simbiosis, sin
embargo, funciona; no podemos enloquecer de soledad estando sexualmente
conectados y manteniendo activos nuestros pensamientos.
Ella me dice, con un dejo de reproche,
que leer los manuales de la Estación es un pasatiempo tonto y egoísta. Muchas
veces quiere quemarlos y olvidar todas las instrucciones. No hay peor
nostalgia, me dice, que recordar los besos y la piel que el tiempo esconde en
el recuerdo. Creo que confunde todo, quizás es el efecto de las grageas azules
y el encierro. Rompe diagramas y abandona páginas en los rincones del dormitorio-hogar
para no cargar más la memoria. Me ruega que la comprenda, que interprete sus
argumentos y su melancolía; las lágrimas trazan cauces de caracol en los
acoples redondos de sus mejillas. La abrazo y acomodo sus cabellos sobre la
frente afiebrada. También le digo que la amo, y que solo soy un pasajero
enamorado de la tarde roja reflejada en su mirada.
Volvemos a nuestra velocidad habitual.
Tardamos unos segundos en sincronizarnos, es increíble la satisfacción que eso
produce.
Unidad de Control toma el mando, en
forma tangible y directa. La radio ha enmudecido. No hay anuncios. Todo se
torna exacto y metódico, como dicta el manual. Nos concentramos en nuestra
tarea, olvidamos las ventanas bloqueadas por el plomo, el terror a los Soldados
Esmeralda y las luces de emergencia que matizan el color de nuestra piel.
Sincronizamos en Q23. Nos acoplamos a la velocidad de la Estación. En un
instante alcanzamos la definición de los circuitos y nuestros ojos se
convierten en el display móvil de innumerables blancos. Un centelleo doble y
tenemos el cálculo de todas las combinaciones de trayectorias y elegimos la
óptima. Unidad de Control chirría satisfecha. No sabemos si poseemos la última
bomba, desconocemos si los propulsores aun funcionan, pero la precisión no se
puede dejar a los agentes del azar. No sabemos si en alguna otra Estación
distante, otro par de amantes ha sido activado y sitúa su ojiva sobre nosotros.
El mundo ya no importa.
Un pensamiento rápido en el instante
infinitesimal. Nos amamos.
Hay veces que en un lugar pequeño,
solo dos importan.
Muchas gracias por este reconocimiento Revista "Cruz Diablo"...!!!
ResponderEliminarGracias a vos, narrador, por enriquecernos con tamaña historia.
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