Rocío
Comini (Buenos Aires, 2000) es escritora e ilustradora. Los primeros autores que leyó fueron Nik
(creador de Gaturro) y J.K Rowling (autora de la saga Harry Potter), cuya prosa
siempre fue para ella una fuente de inspiración y admiración. Participó en
varios concursos literarios, siendo premiada como primer puesto en los
concursos Arte Digital, Cuento e Historieta, organizados por la Fundación El
Libro.
Ama
escribir sobre misterios, romances, crímenes y los aspectos más complejos de
las personas. Actualmente estudia Edición en la Universidad de Buenos Aires y
crea contenido para sus redes sociales, donde responde al nombre de
@roroenbocetos.
Todo se nos
terminaba: los cigarrillos, la plata a fin de mes, las tazas de café;
pero nunca podríamos habernos imaginado que la humanidad también
se terminaría, o al menos de la forma en que la conocíamos. Éramos parte de una
sociedad a la que le gustaba hablar del futuro, de los próximos modelos de
celulares y fantasear con el día en que las herencias familiares se cobraran en
bitcoins. Éramos ignorantes del futuro que nos esperaba a la vuelta de la
esquina.
El primer indicio de lo que se nos venía encima, se dio hace
tan sólo unos meses, aunque parece haber sucedido hace una eternidad y media,
cuando una mañana de abril nos despertamos vos y yo, desnudos entre las cálidas
sábanas, ante las noticias de un nuevo decreto, promulgado por el presidente de
turno, a quien se lo veía en las pantallas planas junto con el secretario de
Alimentos y Bioeconomía. Me miraste y me dijiste:
—Subí el volúmen, amor.
El gobierno daba cuentas de una permanente sucesión de malas
cosechas en los campos y de ganados
enteros que, de la noche a la mañana, aparecían muertos. Se decidió restringir
el comercio de alimentos. El gobierno designó a un grupo de trabajadores para
controlar todos los puntos de venta de comida y bebida, todos,
se dijo con tal énfasis que en un primer momento parecía un absurdo, una idea
abstracta que ni en mil años lograrían llevar a cabo. Nos reímos viendo ese
noticiero, nos besamos, hicimos el amor y te fuiste descalzo a la cocina a
preparar el desayuno.
Esa tarde fui a comprar fideos y manteca para nuestra cena, y
los vi a una calle de distancia del minimercado chino. Los trabajadores que el
gobierno había contratado “para ejercer un control de los alimentos en stock” resultaron
ser militares de caras impasibles, armados con fusiles y las nueve milímetros,
que hasta hoy tantas veces les hemos escuchado disparar. Miré alrededor y los
vi en todas las calles, todas las esquinas, en los quioscos, en las grandes
cadenas de hipermercados, en los restaurantes y los puestitos de café. Quise
entrar al chino en busca del paquete de fideos y de la manteca pero no me lo
permitieron.
—Se acaba de hacer público un nuevo decreto—dijo uno de ellos,
sin mirarme a los ojos—. Tiene que hacer un trámite para sacar su libreta de alimentos.
Hasta que no la tenga, no podrá adquirir productos de consumición.
—Pero no tengo comida para hoy.
No me respondieron, y me fui a casa con la bolsa ecológica vacía
y un dolor de estómago que no era hambre, no aún, era miedo. Esa fue la primera
de muchas noches en que nos fuimos a dormir sin cenar. Me abrazaste y me
hiciste sentir que todo estaría bien.
En las semanas que siguieron, amor mío, se nos limitó la venta
de comida. Cada grupo familiar sólo podría comprar una vez por semana, y en cantidades
tan pequeñas que no nos llegaban a abastecer los estómagos más de un par de días.
Idearon sistemas de control altamente efectivos, nuevos impuestos y barreras
cada vez más difíciles de cruzar. Tal eficacia y organización nunca se había
visto en los organismos del gobierno, que incontables veces hemos tachado de
incompetentes. Las órdenes de la Secretaría de Alimentos se despachaban con
rapidez, y se iban acumulando sobre una creciente cantidad de vientres cóncavos,
niños famélicos y tumbas que llenaban los cementerios, tanto en barrios ricos
como en los pobres. Pues, si acaso era posible, el hambre ya no discriminaba
entre los que tenían plata y los que no. Bolsillos vacíos o llenos, el estómago
no tenía qué comer, y ya no había cantidad suficiente de billetes que pudiera
comprar un pancito más en la panadería. Cada migaja era medida y supervisada
como si de oro se tratara.
La discriminación económica se extinguió para dar lugar a una
nueva discriminación, más profunda y despiadada, y se la conocía con el nombre
de “Hostilidad de balanza”. Si tenías kilos de más, como yo, tenías aseguradas
las miradas reprobatorias al salir a la calle. Recuerdo que íbamos a comprar,
con toda la documentación a mano, y yo tendría que esconderme detrás de tu
cuerpo, que cada vez más delgado estaba, avergonzada de mis piernas gruesas,
que se negaban a adelgazar ante los cambios forzados en mi dieta, y de mis
cachetes rellenos, atributo genético que tengo desde el nacimiento.
En un principio, tratabas de consolarme, pero luego fueron
cada vez menos las miradas que me perseguían con desprecio, pues ya no había
rostros en la calle que las portaran. Los cementerios se llenaron, y cuando no
dieron para más abasto, comenzaron a apilarse los cuerpos en las calles.
El destino de la sociedad era morir, y si no era por inanición,
entonces sería a manos de los militares, ya que cuando el hambre escalaba,
también lo hacían los robos. Fue ante esa circunstancia que se dio a entender
el propósito de las armas que portaban aquellos hombres que el gobierno
colocaba dondequiera que se oliera comida. Las muertes fueron archivadas bajo
la carátula “ladrones de sustento” y amparadas por la orden “quienes roben
cualquier producto apto para la consumición, serán ejecutados en el acto”,
pronunciada por el presidente, pocas semanas luego del primer decreto.
Las mujeres perdimos la menstruación una por una, como una
menopausia forzada gubernamentalmente, trayendo consigo el germen de la
infertilidad. La migración del campo a las ciudades que se dio con la
industrialización siglos atrás, la cual había estudiado en mis años de
secundaria, volvió pero de forma inversa. La gente huía de las calles
pavimentadas de la ciudad para vivir en el campo, incluso si eso significaba
estar condenado a comer pasto del suelo pampeano y rumiarlo cual vaca
desnutrida. Pero pronto corrió el rumor, entre los pocos que aún quedábamos
vivos, de que las cosechas se terminaron hacía ya mucho tiempo.
Eventualmente, como un agente externo, vi cerrar a todos los
comercios, y los militares desaparecieron de la noche a la mañana, como si el
gobierno los hubiese exonerado una vez cumplido su objetivo.
A pesar de que nuestra relación fuera privada de los desayunos
en la cama y la energía para revolcarnos entre las sábanas, llegada la noche,
el amor era el único método de supervivencia que el gobierno no pudo sacarnos.
Nos besábamos largo y tendido hasta que uno le mordía el labio al otro. Cuando
ambos descendimos el umbral de los 35 kilos, comenzamos a perder la conciencia
por largos intervalos de tiempo. Vos estabas ahí para mí, cuando las
sudoraciones extremas y la fiebre me llevaban al límite entre la vida y la
muerte. Y yo estaba ahí, curándote las heridas que te provocabas al caer
desmayado al piso, llevándote puesto todo lo que tuvieras por delante.
Ya casi no salíamos a la calle, nos manteníamos encerrados,
escuchando a la distancia uno que otro grito desesperado de hambre. El edificio
en el que vivíamos se quedó sin supervisión alguna, y pisos enteros se llenaron
del olor a putrefacción de los cuerpos que morían sin ser reclamados. A veces
me asomaba por la ventana de la cocina, un espacio que poco y nada utilizábamos,
a contar desde la altura las personas que vislumbraba en la calle. Algunos días
contaba a dos personas, pero la mayoría no llegaba a contar ninguna. De vez en
cuando pasaba un auto negro de alta gama, con las ventanas polarizadas, y sabía
que adentro se escondía algún político, regocijándose de la devastación masiva
y dándose, con delirios de grandeza, el título de divinidad apocalíptica.
Porque si de algo teníamos certeza, amor, era que las personas que nos
confinaban a esta hambruna desgarradora estaban escondidas en sus oficinas
gubernamentales, con la poca comida que habrán salvado y preparados para
matarse entre sí.
Amor…
¿Por qué no me respondés? ¿Por qué debajo de tus costillas
prominentes no hay movimiento alguno? Te toco pero no te despertás, no puedo más
que sentir tus huesos rodeados de piel fría e interte. Puedo ver las venas a
través de tu piel traslúcida y sé que no circula sangre por ellas. Acuesto la
cabeza en tu panza, esquivando los huesos, afilados como cuchillas, y lloro
todo el vacío que tengo adentro.
Que difícil vivir en un futuro así. Me gustó el cuento, la manera que se plantea y como retrata tan de cerca las vivencias de los personajes. Felicidades a la autora.
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