Maximiliano Sacristán nació Luján,
provincia de Buenos Aires, en 1974. Estudió periodismo y letras. Se desempeñó
como articulista y asesor de redacción en diversos medios gráficos zonales.
Publicó El gotero de tinta (haikus, 2004), Tríptico
postmoderno (cuento breve, 2008), y Diario liberto (diario
literario, 2012) en ediciones independientes, más la novelaGayumbo
empieza por gay (Madrid, Literaturas com Libros, 2016) como finalista
del Premio Desfase. En 2016 ganó el XIV Concurso de cuento breve organizado por
la Asociación cultural “El Coloquio de los perros” de Montilla, España.
En 2017 recibió, entre otros, el
primer premio del Quinto Certamen de relato corto “Tabarca Cultural” de Murcia,
el segundo premio del Segundo Concurso de relato “El baloncesto es tu palabra”
organizado por el club Fuenlabrada y la editorial Entrelíneas (Madrid), y el
segundo premio de cuento del Tercer concurso organizado por la Asociación
cultural Letras Cascabeleras (Cáceres, España) por el volumen “Tripalium”,
publicado en 2019.
En 2018 ganó el primer premio del
concurso de poesía “Mujer y madre” coorganizado por la Asociación de Escritores
de Asturias y MundoArti (España) y el primer premio del XII certamen de novela
corta organizado por la editorial Mis Escritos (Buenos Aires). Actualmente reside en la localidad de General Rodríguez, provincia de
Buenos Aires.
La que pasaré a contar es apenas una escena de nuestra gran
aventura.
Veníamos confiados, contentos pese al derrumbe que nos
rodeaba, abriéndonos camino a machetazo limpio por el medio de un monte, cuando
de repente lo vimos, la crecida había convertido al río en un mar. La otra
orilla había desaparecido. Ernesto, mi hermano menor, suspiró profundo y dejó
caer su machete entre los pastos, sin dejar de observar el agua interminable.
Otra vez a enfrentar su fobia. Este nuevo mundo estaba poniéndolo a prueba todo
el tiempo. Me miró y con hilo de voz me dijo:
―Basta, a este no lo cruzo. Seguí vos. Yo voy a hacer un
rodeo por el norte. Nos encontramos en las sierras.
―Hermano, los puentes son historia. Vamos, vos podés ―lo
alenté, y para quitarle dramatismo a la escena agregué con una sonrisa―: El
operativo Aquamán está a mitad de camino...
Luego le palmeé un hombro y con suavidad lo empujé para que
descendiera la ribera, o lo que quedaba de ella. Desde entonces y para siempre,
a nuestra travesía la bautizamos así, el “Operativo Aquamán”.
Sabíamos bien que éramos inseparables: más ahora, que
estábamos viviendo el apocalipsis tantas veces anunciado. No teníamos
alternativa ni podíamos perder un minuto más ahí parados, viendo cómo a nuestro
alrededor familias enteras se subían a las apuradas a unas balsas enclenques
para cruzar ese mar de agua dulce. Debíamos ganarle a nuestros propios paisanos
si queríamos conseguir un pedazo de tierra a salvo de la inundación. Era una
carrera desesperada hacia el corazón del país, en busca de las regiones
elevadas. El único negocio que parecía prosperar era el de los balseros, que no
daban abasto para cruzar a tantos migrantes que huían hacia las provincias
interiores.
Sí, suena
gracioso. Que un entrerriano padeciera de acuafobia pareciera una contradicción
en términos, un chiste tonto para humorista de stand up. Pero era así. Ernesto debía poner a prueba sus miedos a
cada paso. Su lucha personal era como un juego de la oca en donde todas las
tarjetas incluían la palabra “agua”. Es por todos sabido: en el año 2038 el
continente antártico terminó de derretirse bajo los efectos del calentamiento
global, y el nivel del mar subió de manera dramática. Nuestra sociedad, que
hace todo a último momento, que no sabe más que improvisar, se volvió un caos,
como era de esperarse. ¿O acaso no somos expertos en crisis? En fin... La
cuestión fue que los pueblos costeros quedaron bajo las aguas en cuestión de
días. Cuando se declaró la emergencia no pudimos hacer más que meter dentro de
una mochila lo poco que teníamos y seguir a los otros. Nos dirigíamos rumbo al
noroeste, hacia las sierras cordobesas. O al menos eso se comentaba entre los
peregrinos.
Por entonces,
yo tenía diecinueve años y mi hermano dieciséis. Nosotros dos éramos toda
nuestra familia, así que no había manera de que nos separaran. A falta de un
plan propio, nos limitamos a acompañar a nuestros vecinos. Detrás de nosotros,
viniendo desde el sudeste, el agua seguía subiendo. Decían que ya media
provincia había quedado sumergida, y que nuestro pueblito natal era una nueva
Atlantis.
Recuerdo que ya
habíamos atravesado siete ríos, pero ninguno de las proporciones del que nos
topábamos ahora. Calculábamos que aún no habíamos cruzado el Paraná. ¿O sería
este monstruo desbocado que teníamos ahí delante? Para alentar a Ernesto fingí
certeza y le anuncié:
―Fijate: cruzamos de orilla y estamos en Santa Fe. Una
provincia menos. ―Hacía una semana que caminábamos a tientas, y estábamos
urgidos de certezas.
Por aquellos días era común tener que atravesar llanuras
devenidas en lagunas inacabables. Había que avanzar con el agua barrosa hasta
las rodillas, sin saber qué pisábamos o si en algún momento perderíamos pie por
un declive o nos llevaríamos por delante un alambrado. Imagínense todo esto
para un fóbico al agua. A los anteriores cauces Ernesto los había cruzado con
los ojos apretados, temblando de miedo y aferrado a mi brazo. Yo trataba de que
no le transmitiera su miedo a los demás pasajeros de la balsa. El último
balsero que nos llevó nos había mirado fijo durante todo el lento viaje hasta
la orilla de enfrente. Una nena que escuchó a Ernesto moqueando, medio
escondido bajo mi axila, repitiendo en un susurro “nos vamos a ahogar” como un
poseso, quiso imitarlo y se largó a berrear. Otros chicos la siguieron por
solidaridad. En segundos, el silencio de la mañana se volvió un lloradero de
críos que parecían haber tomado más conciencia que los adultos sobre el futuro
que nos esperaba. Yo sonreía a los demás, tratando de hacerles comprender. Pero
la situación no estaba para esperar tolerancia. Era un sálvese quien pueda.
Pues bien, lo
de aquel día frente al supuesto Paraná era mucho peor. Como les he dicho ni
siquiera se veía la ribera opuesta. Recuerdo clarito cómo se dieron las cosas.
Convencido de que estaba todo bajo control, fui arrastrando con gentileza a
Ernesto hacia las balsas, cuando pasó algo inesperado: tuvo un ataque de
pánico. De repente mi hermanito empezó a gritar “No quiero, no quiero”, dio
media vuelta y salió corriendo en dirección al monte que acabábamos de cruzar.
Yo lo perseguí y lo tackleé por las piernas antes de que alcanzara los primeros
árboles. Una decena de familias, que cargaban sus bultos sobre las balsas, se
nos quedaron mirando. Yo retenía a Ernesto entre los pastos, tratando de
tranquilizarlo. Pero me contagió su miedo y en la desesperación el forcejeo se
volvió lucha; no como cuando éramos chicos y jugábamos a “Titanes en el ring”
sobre la cucheta del orfanato, sino de verdad. Me le senté sobre el pecho y
comencé a sopapearlo, descontrolado. Un hombre gordo y de bigotes en herradura
se nos acercó por detrás y sin decir una palabra me levantó en el aire con una
manaza y me lanzó a un metro de distancia. Su intervención fue suficiente para
ambos. Cuando nos vio calmados regresó con su familia en silencio.
Me puse de pie
y lo miré.
―¿Y? ¿Nos salvamos o no nos salvamos? ―le dije a mi hermano
con voz jadeante.
―Nos salvamos ―me respondió, y se dispuso a embarcarse en
una balsa. Pero ahora ningún balsero quería subirnos, ni por el doble de la
tarifa.
―Acá no quiero quilomberos, ―nos dijo un viejo canoso y
morocho.
―Mirá si le agarra otro ataque en el medio del agua y nos
ahoga a todos..., ―argumentó una mujer gorda para apoyar la decisión de otro
balsero.
El resto ni siquiera nos dio explicaciones. Se limitaron a
negar con un índice, sin siquiera mirarnos. Zarparon las balsas repletas de
gente, bultos, muebles livianos y hasta alguna que otra mascota que asomaba la
cabeza desde dentro de un bolso. Nos quedamos solos en la costa, viendo a ese
cambalache humano internarse en el río sin orillas.
Nos sentamos en
el pasto a esperar. A Ernesto lo alegró seguir en tierra firme. Yo planeé
aguardar a que los balseros regresaran y ofrecerles el triple de la tarifa. Con
divague literario pensé en Caronte y su barca, en que estábamos huérfanos de un
psicopompo. Me pregunté de qué podría servirme el enciclopedismo del que tanto
me enorgullecía en esa sociedad de supervivientes. Mientras tanto, nuevas
familias llegaban a la costa. Algunos andaban en carretas tiradas por caballos,
otros en autos que abandonaban ni bien se les acababa la nafta.
―¿Y si nos
construimos nuestra propia balsa? Hay troncos por todos lados... ―propuso mi
hermanito.
―Y con qué, si
no tenemos ni un hacha. ¿Te pensás que es una pavada cortar un árbol de éstos?
―lo desanimé con un toque de realidad.
De repente percibimos
un temblor. Por el monte apareció una partida de gauchos a caballo. Estaban
uniformados con pecheras color punzó. Vimos cómo fueron metiéndose en el agua
con caballo y todo. Cuando el animal dejó de hacer pie empezó a nadar. Entonces
los jinetes desmontaron y se agarraron de la cola de los caballos, que
avanzaban dando patadas. Así se perdieron de nuestra vista, río adentro.
Quedamos maravillados, no sabíamos que esas bestias podían nadar.
Justo en ese momento alcanzaba la ribera una carreta tirada
por una yunta de percherones. En el pescante iban un hombre y una mujer de unos
cuarenta años, y detrás dos chicos. La carreta tenía ruedas de auto, como las
que usaban los cartoneros de entonces. Yo tuve una idea. Le pedí a Ernesto que
me esperara y me acerqué al hombre. Estaba descargando un pesado baúl, ayudado
por su esposa, cuando me vio acercarme. Enseguida el tipo se irguió y me dejó
ver la culata de un revólver que llevaba retenido por la cintura. Lo saludé con
una sonrisa y le pregunté si pensaba abandonar la carreta con los caballos
allí.
―Es claro, no los voy a subir a la balsa... ―me respondió
con tonito zumbón―. Si me los quiere comprar, se los dejo en cuatro mil
patacones de los nuevos, los provinciales. Yunta y carreta, un regalo ―me
ofreció, ahora amable. Yo traía en el bolsillo trescientos patacones. Negué con
las manos y le dije:
―¿Sabía usted que los caballos nadan? Crúcelos con usté,
don. ―El hombre se me quedó mirando, desconfiado.
―No es macana. Si no me cree, llévenos ―y le señalé con un
brazo a Ernesto, que seguía a la distancia nuestra charla―. No me arriegaría a
subirme si sé que nos vamos a hundir.
El tipo lo pensó un momento. Primero miró el cuadro familiar
de carreta y percherones y después la postal apocalíptica del río desmesurado.
―Y bué, probemos ―dijo al fin con un suspiro. Yo di media
vuelta y corrí a avisarle a mi hermano, mientras escuchaba al tipo detrás de mí
gritar: ―¡Anita, subí las cosas que cruzamos en carreta!.
Meter en el agua a los percherones costó tanto como subirlo
a Ernesto a la carreta. Que las bestias se resistieran hizo dudar al tipo. “Por
algo será que no quieren”, decía por lo bajo, mientras se cansaba el brazo de
tantos rebencazos. Yo lo acompañaba en el pescante. Detrás de mí escuchaba a la
mujer que repetía: “Ya llegan los balseros, Antonio, esperemos”. Cuando me
cansé, me bajé y me metí en el agua empujando del yugo a las bestias, como si
fuera un palanquinero. En cuanto los caballos se pusieron en movimiento, todo
fluyó.
Muy pronto dejaron de hacer pie y empezaron a patalear.
Podíamos sentirlo. La corriente nos arrastraba hacia el sur. Los seis estábamos
silenciosos, expectantes. A Ernesto le había asegurado que si la carreta era de
madera no se podía hundir, pero la verdad es que ni yo estaba seguro. Por
suerte para todos, prevaleció el instinto de supervivencia de los animales. A
mitad de trayecto nos cruzamos con los balseros, que volvían descargados. Yo
saludé al que nos había tratado de quilomberos con aires de superioridad, como
si el carruaje fuera nuestro. En el momento más álgido del cruce, cuando el
agua turbia entraba por los costados de la carreta, mi hermano se nos unió al
pescante, el punto más alto de nuestro transporte, y se quedó de pie entre el
tipo y yo. Miraba fijo hacia la costa oeste, que ya se nos acercaba. Estaba
pálido y no decía palabra, como si su voz pudiera sumarle peso extra a esa
balsa improvisada. Yo, con infinita suavidad, le pedí que se sentara y le pasé
un brazo por la espalda, no estaba solo en la aventura. Con el gesto quise
decirle que juntos habíamos pasado por situaciones peores, ¿por qué no íbamos a
salir airosos de ésa? En el fondo, nuestro espíritu de supervivencia no tenía
nada que envidiarle a esas bestias nadadoras.
Cuando arribamos a tierra firme dejamos descansar a los
percherones. Recogimos las mochilas y ya nos estábamos despidiendo de la
familia, cuando el tal Antonio nos ofreció continuar el viaje juntos. La mujer
nos sonrió y los chicos aplaudieron. Aceptamos, por supuesto. Mejor viajar en
carreta que a pie.
Llegamos lejos con los Terranova, en el sentido espacial
pero también simbólico. Para terminar sólo diré que, con los años, ellos se han
transformado en nuestra familia adoptiva.
Pero ésa, ésa es otra historia.
Muchas gracias a la revista por este regalo de publicación. Y disculpas a los lectores por algún que otro error de tipeo que se me escapó, supuse que habría oportunidad para corregir estas desprolijidades antes de publicarse. De todas maneras ha quedado muy bonito con la ilustración.
ResponderEliminarSaludos
Maximiliano