Cecilia
Lartigue nació en la Ciudad
de México. Es escritora y bióloga, y vive actualmente en Francia. Con el cuento
“Soy Marina” ganó el tercer lugar del concurso de cuento “Mujeres en Vida”, de
la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. Asimismo, el cuento “El
perro rengo” obtuvo el primer lugar en el concurso “Mi mejor amigo”, organizado
por la Universidad Veracruzana y el Gobierno de Veracruz, México. Su cuento
“Ajuste de cuentas” resultó finalista del “WeCare Festival”, organizado por Universitat Internacional de Catalunya,
Àltima i el Institut Català d’Oncologia. Otros cuentos de Cecilia han sido
publicados en las revistas Proyecto Sherezade, Letralia, Bicentenario: Ayer y
Hoy de México, Palestra y Bayvet.
Incursionó en la novela con “Morirás a tiempo”, publicada por Apeiron
Ediciones, y en el teatro con “Una
inmersión en agua sucia”, montada por la productora Carreteras Secundarias, en
Barcelona, España
Te mataron justo antes de que nos abandonara el tiempo. Ahora un día de mi infancia sucede a otro en
el que ya estoy sin ti, observando los destellos del sol a través de la lona
del campamento colectivo; en el siguiente, estoy sobre una litera de la
estación de Ham Wal. Mi impermeable cuelga del perchero y en el piso se
encuentran mis botas para el trabajo de campo en las marismas. Otro día amanezco junto a ti, en nuestro
primer departamento, pequeño y luminoso. No encuentro a alguien más que reconozca
este desorden del tiempo, pero me digo que siempre hay muchas personas creyendo
ser las únicas.
La multitud te
golpeaba con palos, fierros, piedras; yo trataba de cubrirte con mi cuerpo,
gritándoles “¡¿No ven que está enfermo?!,” pero cómo convencerlos con
argumentos, si habíamos perdido ya la coherencia del mundo, aunque a cambio ahora
tuviéramos aquí el calor del trópico y algunos de sus colores: grillos,
palomillas, catarinas, caña de azúcar, maíz, pastos, helechos, arroz. ¿Quién
habría imaginado que tendríamos humedales con agua tibia para cultivar arroz?
Pero también llegaron montones de parásitos que desconocíamos.
Con los brazos sobre
la cabeza, como tu única resistencia, estabas convencido de que lo que ocurría
era inevitable. “¡Maten al mutante!,”
gritaban los niños, cuyos padres les hablaron de zombis, poseídos, androides, personajes
de la televisión, surgidos por nuestra culpa, por “nuestra irresponsable idea
de progreso”. Hace años también que no hay escuelas para esos niños. Conforme
desaparecieron las clases, las reglas y los castigos, se liberó la ira, tanto
tiempo contenida.
Un mundo sin ti tampoco
es para mí. Decido tirarme del último piso de nuestro edificio en Markfield
Road, ahora sin ventanas, con grafitis lamentables decorando sus muros. La
primera vez me paro en la cornisa, miro hacia abajo, hacia todas las islas que
nos ha proporcionado la incontinencia del Támesis; Ahora predomina un paisaje
lagunar con picos que emergen de manera grotesca: Bishopsgate, el Parlamento,
el Shard, Westminster Abbey, figuras lúgubres, gruesos cascarones pudriéndose en
la humedad. Cierro los ojos, pero el cuerpo engarrotado me impide dar el paso.
La siguiente vez que
amanezco sin ti, me atrevo a lanzarme con los ojos abiertos. Veo la copa de un
árbol, personas dispersas, una masa de líneas y siluetas, la luz del cielo, marañas
de hierba, lodo, restos de construcciones, brillos del agua, la oscuridad del
pavimento. El estruendo del golpe y, enseguida, la negrura absoluta. Pero después amanezco en un hotel de uno de
los tantos congresos a los que fuimos, a veces por separado; o despierto sola,
en un lugar que desconozco, al aire libre, con hambre y sed. Me levanto con
dificultad y busco comida en un tiradero de basura. Mis brazos esqueléticos
están cubiertos de manchas de vejez.
Murieron primero los
más débiles: los jefes, los empleados de oficina, aquellos acostumbrados a la
comida estéril, al agua embotellada, los maestros, todos los que aislaban sus
jornadas del aire, del sol, de la lluvia ácida. Un día ya no están ni ellos, ni
sus archivos, ni los libros, ni las computadoras. Las computadoras se usan como
bancos, como ladrillos, pues no hay electricidad y los libros, como combustible.
Sólo quedamos la gente del “aire libre”: barrenderos, vagabundos, campesinos y profesionistas
con trabajo de campo, como tú y yo.
Un día no están los
burócratas, pero al día siguiente o meses después, de nuevo las calles están
infestadas de automóviles, los edificios de oficina, iluminados, sus vidrios
completos, elevadores que funcionan. Los empleados y sus jefes dentro, frenéticos,
vestidos de traje.
“Es fácil distinguir el antes y el después,”
te comento, abrazándote con el alivio de estos reencuentros fortuitos. “¿”Antes
y después” de qué?,” preguntas. “Después tendremos que defenderte para que no
te maten,” respondo. Te relato lo que ocurrirá contigo, con toda esta gente,
con el tiempo. Me pides que haga varias inhalaciones profundas, mientras
acaricias mi rostro. Desde hace meses, estás preocupado por mis crisis de
ansiedad. “Shhhh,” susurras para inducir el sueño.
Despierto sobre la
cama de la casa de mis padres a un día frío, de lluvia frugal e interminable,
típico de nuestro después inexistente clima londinense. Solicito por teléfono una
cita con un médico. Tengo que demostrarles que estás enfermo cuando regrese el
día en que te ataquen, si es que regresa. Le describo tus ámpulas, la cavidad
en la nariz que dejó la carne sangrante sobre el hueso, tu rostro, como
superficie lunar, yagas en todo el cuerpo. Su sonrisa complaciente es la que se
le ofrece a un niño. “¡Dígame que es! “. “Me estás describiendo la
leishmaniasis,” responde, “¿Tu papá es el enfermo? ¿Viajó a un país tropical?”
pregunta y entonces en mi reflejo en el vidrio de su consultorio encuentro a
una adolescente. El médico, obviamente, sin la presencia del paciente, se niega
a darme un diagnóstico por escrito. Arranco entonces de un libro de medicina de la
biblioteca municipal una hoja con textos e imágenes que describen la
leishmaniasis. La guardo en el joyero que me acompañará hasta el día que
tuvimos que dejar nuestras pertenencias para mudarnos al campamento colectivo, en
busca de alimento.
Caminamos por Covent
Garden, como lo hemos hecho cada tarde desde que nos jubilamos y lo hemos
seguido haciendo, aun en estas circunstancias de fin de mundo. El West End se
libró de la inundación por estar a una mayor altitud que el resto de la ciudad.
En una banca está sentada
una mujer joven con una pierna inmensa, con pliegues y ámpulas, como si fuera
la pata de un elefante viejo. “¡Te lo
mereces!” le grita un hombre mayor. La joven baja la cabeza, concediéndole
razón. Desde que empezó este caos, cada vez se escuchan más gritos, se lanzan
más acusaciones, los pleitos son más violentos. Nadie sale a la calle sin un palo o una piedra
en la mano.
Calores inusuales, aguas
infestas, lluvias desplazadas, floración anticipada de magnolias, orquídeas, del
cacao. Su espléndida oferta de néctar y polen resultó inútil: los convidados
llegaron tarde, es decir, a tiempo en el orden usual de la vida. La muerte de escarabajos, abejas y mariposas y
de nuestro propio alimento. La vida pendiendo de un hilo. Revolvimos la obra de
una evolución, respetuosa del orden cronológico. El tiempo nos dio entonces la
espalda. “Yo creo que esa es la razón de la ira. En realidad, estamos furiosos
con nosotros mismos por lo que hemos hecho con el planeta,” comento cuando
estamos acostados sobre nuestras colchonetas, dentro de la enorme carpa del
campamento colectivo. “Y entonces merecemos un castigo, ¿no?,” me preguntas. “Pues
claro. Hemos puesto en riesgo nuestra propia sobrevivencia”. “Si los seres
humanos somos otro producto de la evolución, nuestros pensamientos y acciones
también lo son. Lo que está pasando es
simplemente lo que tenía que ocurrir, aunque desaparezcamos en el proceso.”
respondes. “No puedo creer que digas esto, con el trabajo que hemos hecho todos
estos años,” te digo, refiriéndome al sin fin de proyectos que hicimos juntos
para “proteger” al medio ambiente. “Suenas como esos religiosos que tanto
despreciabas: resignados e indolentes.”, agrego, dándote la espalda y
cubriéndome con la sábana húmeda y con olor a caverna que nos prestaron en el
campamento. ¿Te habrá desquiciado nuestra nueva condición de vida, el estrés,
la desolación, o sencillamente tendrás demencia senil? No sé.
La multitud te golpeaba con palos, fierros, piedras...
Estamos de nuevo juntos,
sobre nuestra cama. Tú de espaldas, con tu cabello completamente cano. Es la
primera vez que amanezco en un momento en el que todavía conservo mis
pertenencias. ¡El joyero! Lo abro con manos trémulas. ¡La hoja sobre la
leishmaniasis está dentro! Cuando llegue el momento, podré salvarte de esa
muerte violenta.
Un olor a pescado
podrido me despierta. Me duelen las articulaciones, la espalda, me cuesta
trabajo ponerme de pie. La piel fruncida de mis manos huesudas me recuerda que
soy una anciana. Estoy dentro de una construcción en ruinas con pocos muros en
pie. Debajo de mí, una capa de escombros: fragmentos de cemento, varillas,
vidrios de colores. Fuera, cerca del borde del lago, un perro muerto. Su
esqueleto está casi desnudo, sólo la cabeza está cubierta de pelaje. Desde que
clausuraron el campamento colectivo por falta de provisiones, la gente comenzó
a comerse a sus mascotas. Varias ratas se agolpan alrededor de la cabeza de
este perro. Oigo pasos. Me quedo inmóvil. Sólo poseo una cobija, pero ahora se
matan unos a otros a cambio de cualquier cosa o para descargar su rabia. Dos
mujeres jóvenes, se acercan a las ratas y las tunden de palazos. Recogen los
cadáveres y se van. Dejaron algo, un cilindro de plástico. ¡Es un filtro de
agua! No hay nada más valioso que este aparato que permite beber el agua del
Támesis. Me apuro a esconderme. Es seguro que regresarán, nadie da por perdido
algo tan precioso. Tomo mi cobija y camino en sentido opuesto al lago, a la
máxima velocidad que mis piernas me permiten. Nunca había robado. Por eso como
lo que encuentro en la basura, porque no quiero ser como ellos. Pero ahora
nadie es como era antes, me digo, porque lo único importante es sobrevivir.
Estamos acostados
sobre la colchoneta del campamento. te comento que la ira se debe a que el ser
humano está furioso consigo mismo por el daño que le ha hecho al planeta. Tu
respondes con sarcasmo: “Y entonces merecemos un castigo, ¿no?,”. Yo te digo que sí, puesto que ahora nuestra
propia sobrevivencia está en riesgo. Tú respondes que, si somos producto de la
evolución, todo lo que pensamos y hacemos también es producto de la evolución y,
en consecuencia, lo que ocurre es inevitable. Día repetido: mismo lugar,
nuestros mismos argumentos, pero esta vez no me molestan tus respuestas. Por el
contrario, comienzo a estar de acuerdo contigo. Ante mi impotencia ante los
caprichos del tiempo, a la rabia de la gente, no queda más que creer que los
eventos están predestinados y habrá que dejarse llevar. Quizás así podré
salvarte, abandonando mis convicciones y mis batallas.
Mañana de penumbra, como
si nunca fuera a amanecer, el ahora para mí glorioso invierno londinense. Estoy
en el cuarto que rentaba cuando era estudiante universitaria o cuando lo estoy
siendo. Lo sé por los carteles de ecologistas que decoran mis paredes: Nicholas
Victoria, Anne Bientout, Tagre Tuna, David A.T. Barrios. Quito primero el de David,
con cautela, desprendiendo primero las tachuelas, deslizando después el papel
sobre el muro. Pero recuerdo los palazos, tu cara sangrante, los gritos, las
pedradas, tu mirada inerte y de pronto veo los carteles con lucidez: La gloria
de esta gente fue patrocinada por nuestra culpabilidad. Cada uno construyó una
carrera a base de reproches, generando un odio contra nosotros mismos, un odio
que en el futuro te costaría una muerte violenta. “El ser humano es una
calamidad”, “Somos la plaga del planeta”, “No te desplaces, no comas, no bebas,
no respires”. Desgarro la imagen de Greta, tirones de esa cara redonda de niña
indefensa, tirones de Anne, de ese rostro esquizofrénico: ojos acusadores por
encima de una aparente sonrisa obsequiosa; tirones de Nicholas, que coronó sus
reproches con un suicidio para aderezar nuestra deshonra. Tiro todo ese papel a
la basura, junto con mis libros y apuntes. Pierdo el ímpetu cuando pienso en el
impacto irrisorio de las acciones solitarias. “Nunca en la historia de la
humanidad han existido los “únicos”,” digo en voz alta. Sin duda somos muchos
los que estamos optando por aceptar el destino.
Días de vejez
entremezclados con otros de juventud y de infancia. Cada vez que puedo combatir
las batallas de los ecologistas, lo hago con fervor. Basta con recordarte en el piso, en posición
fetal, con los brazos sangrantes sobre la cabeza, recibiendo los golpes de la
multitud. Combato mediante las redes sociales, firmando peticiones, asistiendo
a manifestaciones. A veces somos pocos con las pancartas a favor del progreso,
del consumo libre, de la libertad de acción, de la dignidad humana, pero otras,
somos cientos de miles y entonces entiendo que tuve razón: no fui la única que
entendió el origen de la rabia.
Por internet hago un
pedido de antimoniato de meglubina, el tratamiento contra la leishmaniasis. Lo
hago consciente de que es poco probable que aparezca el día de su recepción en
esta ruleta de tiempo. Lo mismo que el día que dejamos nuestra casa para mudarnos
al campamento colectivo: llevo el joyero con el papel sobre la leishmaniasis, con
la esperanza de que la próxima vez que estés enfermo ocurra después y no antes
de esto.
En
una madrugada me despiertan tus gemidos. Las úlceras de la enfermedad te causan
mucho dolor y lo único que puedo hacer en estas condiciones es abrazarte, tomar
tu mano. Estamos bajo un árbol, rodeados
de arbustos, en un buen escondite. Hundo la mano en la bolsa de plástico que
tiene nuestras escasas pertenencias. ¡El joyero no está dentro! No podré
demostrarles que estás enfermo y viviremos de nuevo la pesadilla. “Quedémonos
aquí todo el día,” propongo. “Pero necesitamos buscar comida,” respondes. “Lo
haré yo y tú te quedarás aquí”. “Por favor no te muevas de este lugar. No tardo,”
insisto antes de encaminarme hacia el basurero.
Cuando
regreso con gusanos y hierbas en la mano, el único alimento que pude encontrar,
te veo a lo lejos, sentado en el piso y rodeado de gente. Corro hacia ti con un
llanto anticipado: “¡Déjenlo en paz!”. “Nadie me está lastimando,” me dices,
sorprendido. Quienes te rodean son jóvenes, desarmados, con una mirada triste,
pero resignada, como del perro apaleado por su propio dueño. Miran tus heridas
con cierta curiosidad, tan mediocre como mi consuelo: tendrás una muerte muy
dolorosa, pero sin violencia, gracias a que en este escenario todos nos
conformamos con nuestro destino.
“Esto es un buen
comienzo,” digo en voz alta y ninguno, excepto tú, levanta la mirada para atenderme,
“Otro día recibiré el medicamento a tiempo, otro más te salvaré de la furia con
evidencias y quién sabe, quizás algunos más sucedan a momentos cuando tú y yo todavía
no habíamos nacido y hubo gente que impidió todo este desastre.” “¿Cómo
quiénes?” preguntas. “Ecologistas que intervinieron a tiempo.”. “Tal vez tienes
razón,” respondes, para mi sorpresa.
(*) "Las tentaciones de San Antonio. Obra de Mathias Grünewald
Felicitaciones, Cecilia, por enaltecer las letras de esta revista con tan bello relato. De parte de todo los que hacemos Cruz Diablo.
ResponderEliminarMuchas gracias a ti, Rogelio, por esta oportunidad de publicar mi cuento en esta revista que me encanta.
ResponderEliminarFelicitaciones Cecilia, excelente relato...!!!
ResponderEliminarMuchas gracias, Jorge. Me encantó el tuyo!!!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho el cuento y creo, es con todo derecho el ganador del concurso. El final fue inesperado y la trama muy original, emotiva y hasta invita a la reflexión. Muchísimas felicidades a la autora y tantas gracias a Cruz Diablo por generar estos espacios para la literatura.
ResponderEliminarUna disculpa por no responder antes. Acabo de ver tu comentario. Muchas gracias!!!
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