Pablo Cazaux nació en Avellaneda
en 1967. Publicó seis novelas y resultó ganador y finalista en
varios concursos de cuentos. En 2016 resultó ganador del Premio Tristana de
novela fantástica.
Uno de los temas que aborda Cazaux en su obra es la cuestión
de la identidad. Buscada desde todos los ángulos, la identidad se cuela en los
textos en los que los personajes buscan por cualquier medio saber algo de ellos
mismos. Por otro lado, la violencia como situación irremediable está presente
en sus obras.
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2016, Ganador del 1º premio del IX Concurso Tristana de novela fantástica,
Ayuntamiento de Santander.
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2014, Finalista del concurso de novela negra Cosecha roja-JPM Editores, con
la novela “Carver” (Finalmente editada en 2016 por esta editorial en España)
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2013, Finalista del concurso de novela negra de Extremo negro, de la
editorial Del Nuevo Extremo, con la novela “Demasiadas manos para un cadáver”.
Otras obras publicadas:
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“Ejército de Ángeles” (novela), publicada con el apoyo del Fondo Nacional
de las Artes y de la SADE.
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“Milagro en el Guadalupe” (novela), publicada por Navarro Bravo Editores.
"En el fondo de todas las cosas"
Relato ganador del certamen 30º aniversario de la publicación de "It"
Forma parte del número especial que puedes descargar completo en PDF desde el siguiente enlace:
Ahora Julio me da la razón, pero igual no
sirve. Lo que hicimos ya está hecho y,
en todo caso, la cuestión es ver cómo seguimos.
Está lloviendo. El agua es
invasora. Está por todos lados, anegando el camino de tierra, convirtiéndolo en
una ciénaga peligrosa, carcomiendo la madera como un ratón, llenando la casa de
humedad y bichos. Es muy triste, casi descorazonador. Vuelvo a mirar hacia el
fondo, hacia donde los árboles marcan el límite de nuestra propiedad. Como si
allí hubiese alguna clase de imán que atrae las miradas; o porque en ese lugar
andan los perros olisqueando el pasto mojado. Cuando encuentro esos ojos que me
miran a través de la ligustrina doy vuelta la cara, o me tapo con las manos.
Porque sé que esto no tiene fin, que no hay forma de acabar.
Julio y yo nos casamos hace cinco meses. Aunque
fue todo muy repentino, estoy segura de Julio, de lo que hicimos, de dejar todo
y buscar una casa en un pueblo lejos de la ciudad, de nuestros padres. Julio es
médico. Yo no soy nada. Soy la que lo espera con la cena y la que pone un poco
de sentido común a las cosas. No es mucho, pero quién sabe. Julio es demasiado
crédulo. Quizás por eso le vendieron la casa con tantas goteras y humedad.
Nos mudamos hace dos meses, en abril. Julio cambió el auto por una
camioneta; trajimos el equipo de música y una pila enorme de discos: mucho jazz
y música clásica, bastante de Serrat y el resto de Rock'n Roll; trajimos los
libros y las cacerolas y los acomodamos en un aparador que no tenía puertas.
Pensamos que la cosa era arrancar. Como un desafío. Partir de la nada y llegar
a algún lado. Internarse en un bosque y jugar a encontrar la salida. Como un
cuento. Pero no pensamos en las consecuencias. Porque uno nunca piensa en las
verdaderas consecuencias cuando hace las cosas. Así que dijimos: este es el
principio. Y nos creímos nuestras propias palabras.
En ese principio estábamos nosotros: Julio,
yo, los perros. De alguna manera eso significaba espacio y tiempo, nosotros
frente al mundo, desafíos y proyectos, la camioneta que no arrancaba, el perro
que ensuciaba el sillón, el reloj que atrasaba diez minutos, las colillas de
cigarrillos desparramadas en el piso, cartas escritas entre pausas de amor a
los amigos de antes, la comida cocinada por nosotros. Rutinas sin
trascendencia. Cosas que uno no contaría por miedo a aburrir. Sin embargo, ese
era nuestro mundo, donde las cosas cobraban otra
dimensión, se hacían importantes. Por ejemplo, sentir el ruido de la camioneta
que llegaba y correr a abrir el portón; esconder a los perros para que no se
metieran debajo de las ruedas. En esos momentos éramos Julio y yo, mientras que
el resto se disolvía como un sueño. Pero eso no duró mucho. ¿Una semana? ¿Dos?
Yo creo que ni siquiera un día. Yo creo que Adrián comenzó a observarnos desde
el momento en que pusimos un pie en esta casa.
Así que hay dos
principios. El nuestro y el de los otros.
La casa es lindera con la de Clara. Nos
separa una ligustrina repleta de agujeros y un portón de alambre que hizo poner
el dueño anterior. Clara se presentó como nuestra vecina y detrás apareció
Adrián, su hijo. El chico tenía veintitantos años y un retraso mental notorio.
Lo supe en cuanto dijo hola, en cuanto abrió su boca y dijo hola con esa voz
tan lenta y pegajosa supe que Adrián no me gustaba. Es la verdad. Tampoco me
gustó Clara, y con el tiempo llegué a la conclusión de que no me gustaba nadie.
Mabel por ejemplo, que con la excusa de usar el teléfono o de esperar una
llamada se aparecía cada dos por tres para vernos de cerca, para preguntar por
qué teníamos tal cuadro o poníamos el sillón contra la ventana. Al poco tiempo
trajo una amiga que se llamaba Gladys, y en horas interminables me contaban sus
estúpidas vidas pueblerinas, su mundo en miniatura. No era muy diferente del
mío, pero yo no preguntaba. Yo no quería saber. Ellas, en cambio, podían
describir mi casa con los ojos cerrados: sabían dónde estaba el café y la leche
en polvo, el papel higiénico; con qué botón se encendía la televisión y qué
discos estaban rayados. Me preguntaban por qué no me ponía el pullover con
rombos que había usado la semana anterior, o por qué Julio llegaba a las nueve
si salía del hospital a las ocho.
Yo trataba de explicarles. Aceptaba el juego por miedo a que me rechazaran.
Permitía que tomaran el álbum de fotos y miraran las intimidades de nuestro
casamiento: el hotel barato de Córdoba que nos albergó en la luna de miel;
fotos de secundaria, de amigos, de lugares que ellas sólo vieron en televisión,
o ni siquiera eso. Pero en el fondo no les importaba. No escuchaban mis
explicaciones. Saboreaban el poder que les confería espiar nuestras vidas para
poder salir a contarlas.
Julio decía que era el precio que teníamos que pagar y sonaba bastante
lógico. Ya no había forma de salirse. Es entonces cuando una se entrega a la
paradoja de existir sin existir. Es sencillo. Ellos sabían que estábamos,
conocían nuestros nombres y la profesión de Julio. Pero al mismo tiempo no
éramos nadie, no lo seríamos nunca si no aceptábamos sus rituales casi
infantiles. Y aceptamos sin saber dónde decir basta.
El pueblo nos vio llegar como lo que
éramos: dos extraños que confundieron el paraíso con un pueblo alejado del
ruido. El vacío que nos hicieron fue tan grande que por un momento pensamos que
nos arrastraría hacia la nada. Éramos nosotros los que teníamos que abrir
nuestras puertas para escucharlos. Éramos nosotros los que teníamos que ofrecer
la leche para el nene o el teléfono. Éramos nosotros, y a la vez no éramos
nadie. Porque todo eso se terminó convirtiendo en una obligación. Si Alfredo,
el marido de Mabel, estaba aburrido en la casa, venía a invadirnos a cualquier
hora de la tarde. No le importaba que yo estuviera sola fregando los pisos o
mirando la tele. Él entraba, se acomodaba donde le viniera en gana y esperaba
el café caliente. Yo lo preparaba bien al principio y frío después. Me
enfermaba sólo de verlo porque la hora no se pasaba nunca escuchando las historias
absurdas de ese imbécil que se creía dueño de todo sólo porque tenía más
antigüedad que nosotros. Mi obligación era escucharlo. Con el odio brotándome
como espuma lo escuchaba. Sabiendo que el día anterior había molido a palos a
su mujer por un motivo que ninguno recordaba, pero que seguramente era
justificado. Ese era el precio.
Hasta que un día descubrí que la invasión
no sólo consistía en venir a cualquier hora y controlarnos; en meterse en la
casa y atender el teléfono cuando estábamos afuera, o espiar por la ventana de
nuestro cuarto un domingo a la mañana con la excusa de pedirnos la bicicleta.
En la invasión también participaban aquellos que nunca veíamos. Lo descubrí esa
tarde que estaba leyendo un libro en el fondo, tomando el último sol del otoño,
y por casualidad giré la cabeza hacia la ligustrina y vi los ojos que estaban
fijos en mí. Me radiografiaban con paciencia.
Me levanté de un salto, corrí a la casa, cerré
la puerta y me puse a llorar. No podía hacer otra cosa que llorar porque ya no
aguantaba más; porque sabía que cuando saliera los ojos seguirían allí,
fotografiando mis movimientos, mis expresiones. Y así fue. Por más que corrí
hacia ellos, no se movieron. Eso me asustó. Esos ojos no obedecían a la naturaleza,
no se modificaban al ser descubiertos. Sólo reaccionaron cuando Clara gritó el
nombre de Adrián. Se cerraron. Se abrieron y volvieron a cerrarse. Luego
desaparecieron.
Esa noche se lo conté a Julio y le hice
prometer que hablaría con Clara. Le dije además que podía soportar muchas cosas
menos las miradas de un retrasado que se esconde y no se asusta. Julio dijo que
era hora de poner límites, que ya habíamos hecho suficiente para que nos
aceptaran. Yo estuve tan de acuerdo que hasta me sentí feliz.
Pero esa sensación duró poco.
Después empezaron las lluvias.
Un miércoles a media tarde comenzó a
llover. Como todas las lluvias, primero gotas gordas que se van afinando con el
paso de las horas hasta convertirse en una masa sólida. Llovió toda esa noche y
también el jueves y viernes. Era permanente, sin interrupciones. Poco a poco el
pueblo se fue transformando, confundiéndose los pedazos de campos vírgenes con
las zanjas rebosantes, convirtiendo cada esquina en una trampa. Ahí fue donde
se notó que éramos como extranjeros.
El sábado a la mañana
tuvimos que salir a comprar comestibles. La camioneta no podía atravesar esa
inmensa laguna que era la calle, así que fuimos a pie a traer lo que pudiéramos
cargar. Apenas salimos el tipo de la esquina estaba diciéndonos por dónde
teníamos que pasar, dirigiéndonos como ganado. Él conocía el trayecto seguro.
Así que con el agua hasta las rodillas seguimos la ruta trazada por el vecino y
avanzamos unos metros. Enseguida nos dimos cuenta de que en la otra esquina
había otro vecino esperándonos para lo mismo, y así en todas las esquinas de
este asqueroso pueblo. Todos sabían que nosotros veníamos en camino y salían a
divertirse un poco, a decirle a los forasteros cuál era el camino que había que
tomar, a matar el tiempo y el aburrimiento con esos dos extraños cargados con
bolsas que suplicaban una orientación. De paso, les debíamos un favor. A todos
ellos les debíamos nuestra vida.
Al volver tiramos todo sobre la
mesa, nos desnudamos e hicimos el amor en el piso húmedo. No porque tuviéramos
ganas, sino como una forma de supervivencia, o porque sentimos que eso era lo
único que podíamos hacer solos. Pero no hay soledad en un mundo tan pequeño.
Tras el vidrio chorreante de agua, más allá, detrás de los pinos, algo se movió.
Lo vi como un reflejo de sol o como una linterna prendida en la oscuridad. Algo
había atravesado la ligustrina y se movía entre los árboles. Grité lo más fuerte que pude y Julio
salió desnudo, fuera de sí, corriendo entre los charcos, resbalando a cada paso
pero con la decisión de alcanzar al invasor. Yo pegué la cara al vidrio,
ocultando mi cuerpo con las manos, y vi cuando
Julio caía de espaldas en un charco de agua y se levantaba todo embarrado. Vi
también la figura de Adrián, borroneada por el agua, que se metía por un
agujero de la ligustrina y desaparecía como un fantasma. Julio avanzó como
pudo, agarrándose del aire, hasta que se detuvo mirando el piso. Cuando volvió
me dijo que el pozo del fondo se estaba desmoronando. La parte del centro se
había hundido y llenado de agua.
El domingo siguió lloviendo y parecía casi
lógico, como si la lluvia fuese la consecuencia de algo. No teníamos hambre así
que no comimos. Nos quedamos uno junto al otro tratando de mantener el fuego
para sacarnos la humedad de la piel. A la tarde vinieron Alfredo y Mabel, se
sentaron con nosotros y empezaron a hablar. Nosotros no escuchábamos,
simplemente asentíamos mientras echábamos otro pedazo de madera en la estufa.
Veíamos las caras de esa pareja como a través de un vidrio esmerilado. Las
facciones cambiando de forma de acuerdo a la posición de la luz. Los mentones
alargados, las frentes abultadas, los dientes como colmillos. Figuras inhumanas
que nos prestaban su infierno por un rato, que nos dejaban subir a sus juegos. Así nos enteramos de que el director de la
escuela abusaba de algunos alumnos; que el Intendente era el dueño del
prostíbulo; que en el hospital se practicaban abortos si uno sabía a quién
pagar. Un par de horas después, cuando el repertorio se había agotado, Alfredo
dijo que teníamos que hacer algo con Adrián. Yo me estremecí y Julio preguntó
por qué.
Lo poco que pudimos sacar en
limpio fue que Adrián había quedado idiota de los golpes que le dieron sus
padres desde que nació y que no les alcanzó con deformar al chico, sino que
además lo violaron sistemáticamente todos los miembros de la familia. El padre,
que murió hacía dos años de cáncer, el tío, y Clara, la madre. La que, según
todo el pueblo, desde la muerte de su esposo se ensañó mucho más con su hijo,
acosándolo todas las noches y castigándolo después.
Dicho esto se fueron, dejándonos en la boca tantas preguntas que apenas
si pudimos hablar entre nosotros. Así que esa misma noche, cuando Julio parecía
dormido, me levanté, me puse el piloto y salí al parque. No me importaba el
agua acumulada ni la que caía. No me importaba caminar en esa oscuridad de
ciego. Solo caminé, descalza, enterrándome en el barro hasta llegar a la
ligustrina y pasar del otro lado. Por primera vez sentí esa sensación de
pertenencia. El agujero en la ligustrina no era sólo el pase a esa dimensión
vacía que veíamos día tras día, sino una señal clara que indicaba nuestra
obligación de vecinos. Lo atravesé.
La luz de la ventana era la
única luz de la casa y yo me sentí atraída como un insecto. Pegué la cara al
vidrio, la nariz y las pestañas chorreantes de agua fría, vi una habitación de paredes
descascaradas y manchadas de humedad, una mesa vacía con dos sillas, una cama
de hierro con el colchón desnudo y Adrián. Miraba hacia la puerta, hipnotizado
por el miedo de saber lo que estaba por ocurrir. Lo sé porque yo también lo
sentía. En ese estado de comunicación, se dio vuelta y miró hacia la ventana
como si supiera que yo estaba ahí. Atravesó el cuarto, volteando la cabeza de
tanto en tanto, hasta que llegó al vidrio y apoyó su cara deforme contra él,
contra mí. Nuestras caras casi se tocaban, apenas separadas por una fina capa
de vidrio líquido. De pronto se sobresaltó. Miró por encima de mi cabeza y
retrocedió hasta la cama. Yo también retrocedí, impulsada por ese rechazo de
imán, hasta que choqué con el cuerpo de Julio. Estaba parado detrás de mí,
mojado como yo pero desnudo, en su mano derecha tenía un cuchillo de cocina y en
la izquierda el bisturí. No hizo falta hablar. Los dos sabíamos lo que ellos
querían de nosotros. Esperamos a que Clara entrara en la pieza y obligara al
chico a desnudarse. Recién entonces dimos la vuelta y nos metimos por la
cocina. Estaba oscuro. No tenían muebles. Ni siquiera un secreto que fuera sólo
de ellos. Seguimos por un pasillo hasta la pieza de Adrián. Abrimos la puerta.
Clara no nos vio. Estaba desnuda sobre el cuerpo de su hijo, que hacía un
esfuerzo descomunal por soltarse. Yo la agarré del pelo. Puse toda mi furia en
eso, mientras Julio cortaba al monstruo en pedacitos.
La lluvia siguió,
sigue, y seguirá. No sé cuánto más. No tiene importancia. Porque los ojos de
Adrián siguen allí, detrás de la ligustrina, mirando lo mismo que miro yo. Mirándonos
sin preocupaciones, sin tiempo en el medio, sólo el agua, o al perro que
mordisquea una mano que acaba de encontrar en el pozo derrumbado.
Felicitaciones Pablo cazaux. Un orgullo para nuestra revista. Ganador de nuestro certamen y del Premio Tristana Novela Fantástica 2016 en España. Un verdadero honor publicarte.
ResponderEliminarMuy buena historia, felicidades por el primer premio. Un placer publicar esta prosa.
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