Oscar
Edur Barakaldo es un escritor argentino de origen vasco. Aficionado
al folclore y la antropología, dedicó gran parte de su vida al
estudio de los mitos rurales y urbanos de Sudamérica. Actualmente reside en la
localidad bonaerense de General Rodríguez. Entres sus relatos se destacan los de
ciencia ficción y terror. “El traje de los dioses” es el primer relato del
autor, con elementos de Ciencia Ficción, que publicamos en “Cruz Diablo”. No
obstante lo catalogamos dentro del género de terror.
También podés leerlo y bajarlo en PDF desde:
En un pequeño poblado bajo el domo de Ambaradet,
toda la familia se hallaba reunida, un atardecer de la estación en que se dice
que el ocaso se vuelve eterno. A diferencia de otras estaciones en Ambaradet, en
atardeceres como este, las tinieblas de la noche nunca llegaban. Se hallaban
reunidos en casa del propietario de una granja para celebrar el día en que
“ellos” se quedaron con nosotros.
El tiempo era todavía templado y tibio; habían
encendido las luces del campo, las cortinas se corrieron, dejando ver los
grandes invernáculos y los establos de cría de ganado, a través de las ventanas convexas. En el
exterior brillaban las dos lunas: la Astiris Mayor y la Astiris Menor; pero no
hablaban de ellas, sino del traje situado a la entrada del adoratorio, y sobre
el cual el propietario de la granja había mandado a colocar una representación
de la carroza de los dioses en metales bruñidos y en donde los sirvientes
colocaban cada mañana la ofrenda de hongo sagrados, los mismos de filamentos
fluorescente que crecen en el bosque.
Lo
que se hallaba en el ingreso al adoratorio, era en realidad un antiguo traje de
los dioses.
–Sí –decía el propietario–, creo que procede del
centro de antigüedades derruido del viejo domo. Los antiguos padres trajeron el
ganado y los trajes. Lo hicieron luego de que nuestro clan destruyera su domo
al concluir la guerra media. En las
vidas de siete abuelos atrás, el Efir de nuestra familia, que en gloria esté,
recibió la custodia de una yunta de ganado y “el traje” de los dioses. El carro
de sol ya había sido comprado por los clanes del norte del monte Eikpari.
–Bien se ve que es vestimenta de los dioses, nunca vi
algo semejante –dijo uno de los presentes–. Aún puede distinguirse en él el
emblema de los dioses; con sus estelas de fuego y sus estrellas lejanas.
El observador se acercó al traje para inspeccionarlo
en detalle.
–Pero la inscripción está casi borrada; sólo quedan las
grafías U. S. y F_ RCE y un dibujo detrás; un poco más abajo hay grafías
diferentes: 2126. Es cuanto puede distinguirse, y aún todo eso sólo se ve
cuando se lo observa de cerca y se presta atención.
–He decidido exhibirlo, en esta fecha tan especial y
sagrada, para que todo el que quiera pueda venerarlo –dijo el propietario.
–¡Dios mío, pero si es el traje de los dioses! -exclamó
un hombre muy viejo que ingresaba al lugar; por su edad hubiera podido ser el
abuelo de todos los reunidos en el lugar, incluso del propietario de la granja,
que ya era un hombre entrado en edad–. Sí, los dioses vinieron ataviados con
estos trajes en su última incursión a nuestro mundo. Llegaron en tiempos de
hambruna y nos trajeron el ganado y la palabra.
–Inclínense ante la
pronunciación de “la palabra” –dijo el propietario de la granja. El anciano
empezó a recitar la oración de los dioses:
–“La noche está estrellada y tiritan, azules, los
astros a lo lejos”
–“el viento de la noche gira en el cielo y canta”
–contestaron los niños.
–“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”
–recitaron todos al unísono.
El grupo se retiraba del adoratorio
para dirigirse a la casa del granjero en donde se serviría la cena del día en
que “ellos” se quedaron con nosotros.
–Durante generaciones no supimos de “la palabra”
–dijo el anciano recién llegado, todavía absorto por haber visto el traje de
los dioses –. Cuando el escriba de Ambaradet descifró “la palabra” todo fue
distinto. Recién entonces el círculo de la doctrina se cerró. El escriba nos
dio “la oración”.
–“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”
–recitó el grupo al unísono.
– Y los dioses, con su poder de viajar por las
estrellas en el carro divino del sol, nos dieron la ceremonia –agregó el
anciano–. El escriba del viejo domo
inició el trabajo que el gran escriba de Ambaradet concluyó. Fue bajo el viejo
domo, antes de la guerra media, cuando se descifró el mandamiento de los dioses:
“este es mi cuerpo, coman de él. Esta es mi sangre, beban de ella”. Y hoy lo
recordamos en el gran día.
El grupo avanzó atravesando el huerto de hongos que
crecían durante la estación en donde el ocaso se vuelve eterno. En los establos,
las crías del ganado jugaban y corrían dando brincos y volteretas. Un ejemplar adulto miró pasar al grupo,
erguido sobre sus dos patas. El anciano siguió rememorando los tiempos pasados.
Miró a los más pequeños del grupo familiar y se dirigió a ellos, como quien
está por impartir una lección importante.
–Los clanes del viejo domo no reconocieron la
llegada de los dioses. Hablaron de impostores y hasta de invasores. Nuestros
padres no podían tolerar tamaña blasfemia. Para peor, el carro del sol, los
trajes de los dioses y el ganado sagrado aún se encontraban en su territorio. A
nuestros padres no les quedó otra alternativa que ir a la guerra para recuperar
los máximos emblemas de nuestro culto. Con la ayuda de los dioses, ganamos la
guerra. Pero el carro de sol ya había sido vendido por los herejes a los clanes
de más allá del monte Eikpari. Algún día lo recuperaremos y será ese un día de
júbilo.
>>Cuando nuestros padres entraron a la ciudad,
el día de la revelación, encontraron exhibidos en un recinto los soportes de la
palabra. El escriba del viejo domo había descifrado “el mandamiento” y gracias
a ello pudimos descifrar “la oración”.
Todo los presentes inclinaron sus cabezas cuando el
anciano mencionó a “la oración”.
El grupo ingresó a la morada del propietario de la
granja. En todas las granjas de Ambaradet se repetía la misma ceremonia:
familias numerosas reunidas en torno a las mesas de los granjeros para
conmemorar el día en que “ellos” se quedaron con nosotros. El más anciano se
sentó en la cabecera. El resto de la familia se acomodó en orden de edad. Los
hombres a la derecha del anciano y las mujeres a la izquierda. Los sirvientes
del granjero irrumpieron con las fuentes humeantes. Las piezas de carne
descansaban sobre sus propios jugos calientes.
– Yo quiero una pata –dijo uno de los más pequeños.
–Yo la lengua –dijo otro.
–¡Respeto!
–exigió una de las mujeres–. Primero los ancianos.
El anciano de la cabecera sonrió.
–La elección no es mala. Las piernas y la lengua son
exquisitas –dijo el anciano, mientras empezaba a descarnar con sus gastados dientes
la costilla que habían depositado los sirvientes sobre su plato.
–Les decía que en el viejo domo descubrimos el
mandamiento. Los herejes no solo sabían sobre el mandamiento, sino que dejaron
que los dioses se vayan a las montañas sin haberlos honrado, siquiera.
En los platos se sirvieron suculentos trozos de
carne: costillas, patas, lenguas, muslos. Los platos se iban colmando empezando
por los más viejos y concluyendo por los más pequeños del grupo. Algunos comían
pedazos de carne deshuesada, otros gustaban más de arrancarla con sus dientes
del propio hueso.
–¿Quien construyó los domos? –preguntó uno de los
pequeños.
–¡Pedí respeto! –se fastidió la misma mujer que lo
había hecho la primera vez.
–Déjalos. Tienen que aprender sobre lo que ignoran.
>>Cuando nuestros ancestros bajaron de las
montañas y subieron desde los bosques, los domos ya estaban ahí. Nuestro pueblo
atribuye su construcción a los mismísimos dioses. Varias veces los dioses de
antaño visitaron nuestro mundo para luego marcharse. Pero déjenme contarles
sobre la vez que decidieron quedarse con nosotros. Les decía que los herejes
dejaron marcharse a los dioses a las montañas sin siquiera honrarlos. Fue
entonces cuando nuestros padres subieron a las montañas para honrarlos, como
indicaba la profecía. Los encontraron en la cueva a la que la palabra llama
“pesebre”. Ahí nuestros padres presenciaron el acontecimiento más grandioso y
sagrado de nuestra historia: el nacimiento del último dios.
>>Trajeron a los dioses hasta Ambaradet, en
medio de cantos de alabanza y regocijo. Fueron días de júbilo y algarabía. Se
notaba la satisfacción en el rostro de los dioses, quienes mostraban sus
dientes y achicaban sus ojos en señal de
felicidad. Bebieron el brebaje sagrado de la creación, el que reservamos en los
tallos del Agapret desde tiempos inmemoriales esperando el arribo de los
dioses. Los dioses bebieron y entraron en trance. Nuestros padres concluyeron
que no podía haber mejor momento para honrarlos, mientas sus espíritus volaban
ente las estrellas en su carro del sol. Era el momento.
>>Fue cuando los sirvientes condujeron a los
dioses, en brazos, hasta el adoratorio. Allí comenzamos a honrarlos por primea
vez. Las doncellas prepararon los cuerpos, mientras los ancianos recitaban el
mandamiento “este es mi cuerpo, coman de él. Esta es mi sangre, beban de ella”.
Los dioses fueron honrados. Solo dejaron sin honrar a la diosa Madre y al nuevo
dios. Pero fueron reservados para una honra mucho mayor que cualquiera que se
les haya brindado. Fueron conducidos hasta los establos de los dioses para que
engendren el ganado sagrado.
>>Cuando el último de los dioses estuvo en
condiciones de procrear, se inició el ciclo del ganado sagrado en nuestra
tierra. Eso nos diferencia del resto de los clanes de esta tierra.
>>Más allá de Eikpari, blasfeman la memoria de
nuestros dioses comiendo carne impúdica. Recuerden siempre esto: los hijos de
Ambaradet somos los únicos en esta tierra que honramos a nuestros dioses
consumiendo, en su nombre, carne sagrada. ¡Los únicos!
El anciano tomó una mano de la fuente y comenzó a
deshuesarle los dedos desgarrando la carne con sus dientes. De vez en cuando
escupía alguna uña sobre su plato. Luego tomo un cuenco lleno de sangre y lo
levanto, solemne, invitando al brindis a los presentes.
–¡Coman su cuerpo y beban su sangre! Que la paz sea
con ustedes.
–¡Y contigo, padre nuestro!
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