Patricia K. Olivera es escritora uruguaya, reside en Montevideo. Ha
participado en varios sitios dedicados al género como miNatura, NM (La Nueva
Literatura fantástica latinomericana) y Axxón, entre otras. No ha publicado
libros, pero aparece en alguna antología extranjera; dos de sus cuentos fueron
traducidos al francés y al alemán. Cursa la tecnicatura en Corrección de
Estilo en lengua española y las licenciaturas en Lingüística y Letras en la
Universidad de la República (Udelar). ILUSTRACIÓN: Oleo de Sonia Paz (España)
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Le gustó esa pintura desde que pisó la galería de arte.
Adoraba ese tipo de paisaje misterioso, propio de cuentos de hadas, de brujas y
de gnomos. Observó embelesado esa obra de arte, hasta que por el rabillo del
ojo notó que tenía compañía. Giró y se encontró con que otras personas también
habían reparado en ella atraídos por el influjo del paisaje.
El nerviosismo comenzó a atenazarle
el estómago: si no se apresuraba podía perderla y tenía que ser suya. Pero se
trataba de una exhibición en la cual las obras solo se podían adquirir mediante
subasta, así que se vio obligado a esperar a que le llegara el turno dispuesto
a ofrecer lo que fuera con tal de ser su poseedor. Por el gesto de desconfianza
que atisbó en el rostro de los otros interesados supo de antemano que debía
pelear el precio.
Estaba exultante cuando la colgó en la pared de la amplia
sala decorada al estilo minimalista. Ya no importaba la fortuna que había
costado, al fin era suya.
Con una sonrisa de oreja a oreja, se
paró en medio de la habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, para
observarla desde lejos. Después se acercó despacio, con los ojos fijos en el
sendero del lienzo como si ya estuviera andando sobre él; imaginó lo qué habría
detrás de aquellos árboles; especuló a dónde llegarían los distintos senderos
que divisaba allí. Se percató de que la humedad de la niebla parecía estar
penetrándole las ropas y la piel, al igual que lo hacía el silencio que se
había apoderado del ambiente, acallando todo indicio de vida. Se calzó los
lentes que usaba con regularidad, no quería dejar escapar ninguno de los
detalles que aparecía sobre la tela, y continuó acercándose conteniendo la
ansiedad, el deseo de estirar el brazo y palpar la textura rugosa del material
utilizado para pintar tal perfección.
De repente, se sintió invadido por la
naturaleza toda que se metía por sus narinas a través de los olores penetrantes
de la tierra, de la vegetación dormida del otoño y del aire frío que le daba de
lleno en el rostro. Se detuvo, cerró los ojos y aspiró hondo. Cuando volvió a
mirar, la pintura continuaba colgada de la pared dispuesta a ser explorada.
Fue al dar un paso cuando notó que
pisaba algo, diminutos guijarros que de algún modo habían llegado al piso del
lujoso apartamento. Bajó la vista para corroborar que estaba equivocado, pues la
empleada había estado allí esa mañana, pero vio sus pies, los zapatos de piel
de cocodrilo, última moda, que se había puesto esa mañana, apoyados sobre una
superficie de tierra. Quedó petrificado, sin levantar la cabeza sus ojos se
movieron con lentitud a un lado y a otro, y vio el camino salpicado de hojas de
otoño que se extendía más allá del pequeño espacio a donde llegaba su vista.
No tuvo tiempo de inspeccionar nada más.
A lo lejos oyó gritos, ladridos de perros salvajes y relinchos de caballos que
se acercaban con rapidez. Su cara se desfiguró, eso no podía estar pasando. Sus
esfínteres se aflojaron cuando vio aparecer ante él a varias figuras, de
rostros cadavéricos, ataviadas con armaduras oscuras y montados en corceles
negros como el ébano; asistidos por perros de babeantes mandíbulas, provistas
de enormes colmillos, y ojos inyectados en sangre.
Todos se detuvieron sorprendidos cuando
lo vieron en medio del sendero. Alguien como él, vestido de esa forma tan
extraña, los desconcertó por unos segundos. Se hizo el silencio hasta que el
que iba al mando levantó la lanza, en cuyo extremo colgaba un collar con varias
cabezas humanas reducidas, y lanzó un rugido al que se sumaron los gritos, los
relinchos y los ladridos salvajes. Era su sentencia de muerte.
Pensó que al girarse se encontraría otra
vez con la sala de su apartamento, pero solo logró verla a través de una
especie de ventana que flotaba en el aire y se empequeñecía a cada instante.
Corrió en su dirección, en un intento desesperado por traspasarla, pero esta se
alejaba cada vez más en tanto sus perseguidores se agigantaban a medida que se
aproximaban, y las espadas, las mazas con cadenas y las hachas se acercaban
peligrosamente a su cabeza.
En la sala vacía, la pintura se tiñó de
sangre; antes de que comenzara a escurrir por fuera del marco la tela la
absorbió con rapidez. Y allí estaba otra vez: el mismo paisaje que subyugó al
último comprador desaparecido en circunstancias misteriosas… igual que los
otros.
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Felicitaciones por el emprendimiento! Adelante! Un abrazo desde Montevideo!
ResponderEliminarMe gustó mucho este cuento. Es de los que me gustan. Saludos!
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