Es
profesor de literatura y ha ganado premios de poesía en dos oportunidades. Fue
uno de los fundadores del ciclo de lectura mensual “Club Atlético de Poetas” en la ciudad de
Bernal, localidad de Quilmes, que aún continúa desarrollándose.
Podes leer relato y bajarlo en formato PDF desde
Julio
Ponce era un joven tranquilo, soltero, de unos treinta años pero parecía mayor.
Trabajaba en una zapatería y había podido alquilar un departamento. Dejar la
casa donde vivía con su madre no fue fácil, ella quedaría sola ya que su padre
había muerto hace tres años de cáncer de próstata. A su madre ahora la veía de
vez en cuando, aunque todos los días ella iba, ya tenía su llave, y le dejaba
alguna comida hecha que luego recalentaba para que no perdiera la costumbre de
la exquisita cena de su viejita.
Julio
volvía de la zapatería, comía y se iba cansado a acostar. Pero un día como, tantos otros, Julio Ponce volvió de su trabajo,
comió comida recalentada en el microondas y,
luego de una ducha, se acostó en su cama. Allí no pasó nada; fue al despertar,
al otro día, que sin saber por qué razón del destino al abrir los ojos Julio se
sintió extraño. Su cuerpo era más suave y liviano, no podía entenderlo. Entre
sus pensamientos tropezaban, estorbaban otros, ajenos, que coexistían con él:
un supuesto novio, qué se pondría hoy para la oficina, qué gorda que estaba,
ojalá que no se cruzara con el plomazo de la esquina. La conciencia de Julio
controló por un instante la situación y fue aterrador. Al accionar los brazos
de ese cuerpo, tocó dos pechos, miró dos pechos en donde, el día anterior,
tenía uno plano, uniforme. Espantado por la transformación inaudita, quedó mudo
y perdió el control. La mente que allí imperaba era otra, la de esa joven
llamada Carla que ahora se miraba al espejo con ceño fruncido por verse
rellenita, apretándose la panza, pellizcándola mientras la conciencia de Julio
se deleitaba por el cuerpo donde se encontraba. Era tan absurdo porque ella en
verdad era muy flaca y estaba preciosa, tanto que hasta le hizo dar una vueltita
para observarla por detrás.
Carla
miró la hora, ya era tardísimo. Se vistió y se peinó tan rápido como pudo.
Llegaría otra vez tarde al laburo. Salió corriendo de su departamento. La
conciencia de Julio, mientras tanto, inactiva, observadora, se replanteaba
todo. ¿Qué era lo que estaba pasando? ¿Se había vuelto loco por completo? No
había explicación posible, no había sido una metamorfosis, un cambio de sexo,
no, sino un trasplante metafísico. Reflexionaba cómo había podido pasar: tal
vez todo fuera un gran telar, un entramado inmenso, una casi infinita red
psíquica, y uno de los hilos se había cortado y había saltado como una tanza
proyectándose hacia la estratósfera, pero luego había vuelto a caer, rebotando
de psiquis a psiquis hasta que se detuvo en ella. Esa era la única y
descabellada explicación para la conciencia de Julio, por eso era que él estaba
allí, alejado de su cuerpo, dentro de otro, pero ¿Por qué a él? ¿Por qué
justamente a él?... Pero era como hablar con una pared.
Julio
estaba conviviendo por primera vez en sus treinta años con una mujer, pero tan
cercanamente que su confusión era extrema, él era lo deseado ahora, al tocarse
la tocaba a ella. Se escuchaban, pero era la conciencia de Julio quien estaba
en un cuerpo ajeno, lejos del suyo propio y se sentía condenado por alguna
maldición abrupta, un juego de este universo atroz, una burla. Julio comenzó a
trastornarse con la idea de encontrar su cuerpo y la mente de Carla no sabía
por qué pero comenzaba a correr sin dirección aparente entre las calles,
buscando algo desconocido, extraño y circundante. La conciencia de Julio
mandaba por su insistencia, buscaba en su desesperación como un perro que
escapó de su casa al ver la verja abierta y presentirla como libertad, pero
luego, entre el sinfín de bocinas y rostros agresivos, buscaba de nuevo la
protección del hogar perdido.
Así
anduvo todo el día la pobre Carla de un lugar a otro, sin entender lo que
pasaba. Pensaba que era un déjàvu, otra vida pasada que la atraía hacia un
lugar sin dirección, ya no sabía qué pensar. Se sucedían palabras enloquecidas
en su mente, pensaba que era el estrés, el extremado trabajo o peor, un brote
psicótico porque escuchaba en su cabeza una voz que no era ella que decía,
gritando: “¡Acá no! ¡Acá tampoco! ¿Dónde mierda está? ¡¿Dónde estoy?!”.
Julio,
sintiéndose abatido, ya sin fuerzas, soltó las riendas y entonces pudo tomarlas
de nuevo ella y lo único que atinó a hacer fue escapar a su departamento, tomar
unos ansiolíticos del baño y acostarse, tratar de olvidar la locura pasada,
tratar de cerrar los ojos y calmarse. Al dormir, Carla soñó, soñó que ella era
un hombre de unos treinta pirulos y que se acostaba con su mejor amiga, esa de
la oficina, y tanto disfrutaba… se reía… sueño húmedo…
Cuando
abrió los ojos, la conciencia de Julio vio muchos posters de Divididos, los
Redondos y Sumo. Se levantó después de mucha fiaca. Su cuerpo era joven, pero
por eso que sobresalía allí abajo era un púber con ganas extremadas de orinar,
cosa que hizo en el acto. Al llegar al baño, se vio a sí mismo o, mejor dicho,
vio a su nuevo anfitrión, pues la condena, la maldición tan inaudita no había
acabado. Ese espejo reflejaba un rostro adolescente ahora. Luego de unas muecas
y de arrancarse asquerosamente unos granos con pus, pudo saber que el nuevo
envase se llamaba Tadeo. Bajó gritando a su madre que quería la leche. La
conciencia de Julio pudo ver el televisor que estaba en Crónica tv. Era sábado,
esta noche sería larga.
Luego
de beber una chocolatada, de saludar a su madre y a su hermana, salió de su
casa y, extrañado, escuchó en su mente que debía peinarse, cosa que nunca le
importaba, pero sin embargo volvió al baño y se mojó el cabello, se lo peinó
para atrás aunque a él en verdad le gustara todo parado y alborotado. La conciencia
de Julio empezó a sentir que podía dominarlo, pero no sería tan fácil. Luego de
eso, quedó mudo. Volvió velozmente en Tadeo la idea de irse de su casa; quería
llegar cuanto antes a lo de su amigo Juan, lo estaría esperando para jugar con
la Play. Las hormonas a mil acallaron a la conciencia huésped que era sólo un
piojo en esa cabeza adolescente.
Cuando
llegó a la casa de Juan, Tadeo saludó con un insólito gesto, inventado por
ellos, y se precipitaron a la tele con el videojuego conectado. La conciencia
de Julio se aburría y cada tanto largaba un áspero suspiro de desaprobación:
“¿No sabes hacer otra cosa, pibe?”, pero más que eso no podía hacer, se había
dado cuenta que en verdad él estaba dominado por la fuerza descomunal de una
mente efervescente como la de todo pendejo de dieciséis años. Al terminar de
jugar, se tiraron a la cama y Juan sacó de abajo una caja llena de revistas
porno que le afanaba al viejo y se masturbaron con esos culos de papel.
La
conciencia de Julio, cansada de la situación, aunque él a su edad también se
habría mandado de las suyas, sometido como estaba, no podía hacer más que
esperar, esperar a que todo eso pasara y, si no era la última mente, la última
persona donde entraría por esa razón tan absurda, tan incongruente, esperaría
por lo menos que ese pendejo de mierda se dignara a apolillar y tal vez tendría
más suerte con el próximo ser.
Pero
la noche sería larga y recién anochecía. La tarde se iba entre historietas y
series momentáneamente entretenidas en el zapping continuo, entre la Rock and
Pop pasando de fondo, entre gaseosa y galletitas que suministraba la madre de
Juan, siempre tan atenta y, sin que lo viera, Tadeo le miraba las lindas tetas.
Los
pibes arreglaron para juntarse a la noche. Después de comer irían al boliche
nuevo que abriría a unas cuadras de allí. Tadeo salió de la casa de Juan y,
mientras caminaba por las calles, la conciencia de Julio usaba esos ojos
prestados para ver si por allí andaba su cuerpo, inconsciente, o tal vez
también infectado por otra mente.
Luego
de comer, Tadeo salió como tiro para el baile y la conciencia de Julio sentía
el retumbe de su corrida, ya resignado, lamentándose por lo que se venía. Al
encontrarse en la fila con Juan, éste le convidó de su paquete de puchos. Tadeo
agarró gustoso pero, luego de encenderlo, la conciencia de Julio le dijo,
enbronqueado: “Cuando tengas cáncer no va a ser tan piola”. Tadeo se sacó de la
boca el cigarro y lo miró con miedo pues nunca su conciencia le había hablado
de manera tan poderosa. Apagó el tabaco, tirándolo al suelo y aplastándolo con
las zapas, descuajeringándolo.
Luego,
cuando la fila empezó a moverse, ambos entraron al antro. Tropezando con la
gente, se acercaron con dificultad a la barra y pidieron una cerveza que se
acabaron de toque y empezaron a mirar a las chicas aunque no se animaban a
encarar a ninguna. En medio de esa disyuntiva, la conciencia de Julio aprovechó
para inmiscuirse y metió un bocadillo audaz para que pudiera conquistar
alguna. Para desinhibirse, debía tomar,
tomar y tomar, pedir más cervezas, con eso empezar, y luego darle al tequila,
uno y otro más. Aunque otra cosa era lo que motivaba a Julio, el joven tenía
tanta necesidad que no pensó en las consecuencias. Tadeo empezó a beber hasta
que terminó tirado en un costado, como bolsa de residuo. Con el joven
inconsciente, mamado, la conciencia de Julio levantó ese cuerpo, lo que quedaba
de su buen anfitrión y, tambaleándose, tropezando con todo y con todos, salió
del lugar. Ese cuerpo empezó a caminar ayudado por las paredes de la calle,
insultando entre dientes y pidiendo disculpas al mismo tiempo mientras chocaba
con gente al pasar. Llegó a su casa prestada, acostó al cadáver en su cama y,
aunque todo giraba, logró que se durmiera y, por consecuencia, que él también
lo hiciera.
Al
abrir los ojos, las paredes eran blancas y el techo era una gran mancha de
humedad. Aunque lo intentaba no podía levantarse, su cuerpo era pesado y débil.
Se miró las manos, arrugadas, ancianas. Cuando pudo levantarse fue peor, un
dolor hondo en la espalda. Caminó dificultosamente hasta llegar al baño y, para
colmo de males, le costó tanto pero tanto mear que tuvo que hacer “psss” para
que saliera el chorro de orina. La conciencia de Julio esta vez se encontraba
en la cabeza de un viejo a quien llamaban Don Alberto. “¡Qué barbaridad, qué
lamentable!” se repetía mientras tocaba la cadena y salía de ese baño
desvencijado. A ese vejestorio ya no le interesaba ni siquiera peinarse el poco
pelo, ¿Para qué? ¿Para quién? La conciencia de Julio ya veía lo que venía, otro
cuerpo inútil para el deseo de encontrar su cuerpo. Era fácil de manejar, tan
moldeable como un niño pero no, tardaría todo el día y más en sólo andar unas
calles. No se podría hoy tampoco, debía esperar, ser paciente, ya vendría el
día… ¿O esta era una maldición de por vida?
Se
miró en el espejo, viejo, con arrugas y canas, dientes flojos, un cansancio
constante, un recuerdo ameno de pasado siempre bueno y mejor que este presente.
El afuera sólo era rigor, inseguridad y unas personitas indiferentes que jamás
lo iban a visitar.
Don
Alberto estuvo por un rato en el sillón escuchando la radio: robos, muertes,
graves accidentes, catástrofes lejanas. La conciencia de Julio también
escuchaba. Era un domingo aburrido, pero así sería, para este viejo, todos sus
días, tirado en un lado o en otro, sin visitas, siempre solo, recordando épocas
doradas, a todos esos que ya muertos estaban y a esos pocos, sus hijos, sus
nietos, tan lejos, pero no tan lejos como la muerte, sólo que no les importaba.
La
conciencia de Julio tuvo la suerte de que el anciano no durara mucho, pues su
atención se limitaba, luego de un tiempo, a la cercanía con los ronquidos, y
así, para su bien o para su mal, pudo escapar de tan triste recipiente, dejar
de ser portador de un cuerpo tan desecho.
Al
abrir los ojos, lo primero que vio fue el despertador. Eran las cuatro de la
tarde aunque estaba todo oscuro en esa habitación. El psiquiatra Augusto Prieto
era de cerrar las persianas para dormir mejor la corta siesta que efectuaba
cuando salía de la guardia para luego volver al trabajo. La conciencia de Julio
descubrió poco a poco cómo enredarse entre los pensamientos y conocer más a los
sujetos en los cuales se hospedaba por azar o por una causa y efecto
espacio-temporal que desconocía, que todos desconocían salvo el mismo universo.
Augusto
Prieto se levantó de la cama, se lavó la cara, orinó bastante, se cepilló los
dientes, se peinó a la gomina, cosa que aprobó la conciencia de Julio, y, luego
de ponerse su guardapolvo y buscar su portafolio, salió de su casa. En el
camino, la conciencia de Julio chusmeando supo que era separado y tenía dos
hijos que veía sólo una vez a la semana cuando los iba a buscar a la escuela.
Ahora se dirigía a su trabajo, en un hospital psiquiátrico.
Al
entrar, pasó por un largo salón donde algunos pacientes gritaban
inentendiblemente y otros, tirados, movían los brazos para los costados. Por esto se había separado; el convivir tanto
con esquizos, paranoicos y otras yerbas de alguna manera te afectaba. Cruzó el
salón y se mandó por un pasillo donde abrió una de las tantas puertas. Del otro
lado, con asombro, sin poder creérselo, la conciencia de Julio, ayudado por los
ojos del psiquiatra pudo ver su cuerpo, pudo verse sentado, amordazado en
chaleco de fuerza, cayéndole la baba con ojos
idos, mirando la nada. De a poco, entre las palabras del doctor y sus
pensamientos, empezó a reconstruir los sucesos que a ese cuerpo abandonado de
conciencia le habrían acontecido. Su madre habría abierto como tantas veces la
puerta con su llave yendo a buscar su ropa sucia en la habitación. Lo habría
encontrado dormido pero, al intentar llamarlo, pues la hora era inaudita, debía
ya hace rato estar en la zapatería, no pudo despertarlo. Habría empezado a
zamarrearlo pero, al abrir los ojos, él sólo pudo emitir sonidos guturales y,
con movimientos reflejos, caer de esa cama para luego empezar a golpearse
contra el suelo repetidas veces. Desesperada, su madre habría buscado ayuda y
sólo pudo encontrar ésta, la que estaba frente a los ojos prestados de la
conciencia de Julio. Su cuerpo, tan cerca y tan lejos, estaba allí, eso que
tanto había buscado, lo que tanto ansiaba, volver a la raíz primera, en otras
palabras, a su cabeza. No sabía qué maniobra, estratagema cruel del destino lo había
separado de aquella pero ya no importaba, estaba tan cerca, y entonces lo hizo;
aprovechó un titubeo mínimo de ese psiquiatra, cuando su pensamiento se trabó
en una palabra inútil para ese paciente vegetativo, y entonces se lanzó, lanzó
ese cuerpo contra una mesa, sí, la cabeza del doctor Augusto Prieto chocó con
fuerza contra una mesa, quedando inconsciente.
Abrió
los ojos. Ni bien tuvo el primer impacto de luz le volvió la idea de su
liberación. Sonreía por dentro…pero…no…no, era un castigo eterno. Había estado
tan cerca…ese cuerpo, en donde ahora estaba, no era el suyo de nuevo.
Se
levantó desesperado por las ganas de ir al baño. Luego de un interminable
chorro, medio bifurcado, se miró en el espejo y allí la conciencia de Julio
entendió quién era, cada vez lo reconocía más rápido, ahora se llamaba Eduardo
y era policía. Empezó a cambiarse, este día sería largo, demasiado largo. Tal
vez hoy, con suerte, moriría.
SEGUINOS EN FACEBOOK: https://www.facebook.com/Revista-Cruz-Diablo-1096361667087005/
LEENOS EN REVISTA CRUZ DIABLO: http://revistacruzdiablo.blogspot.com.ar/
Genial el cuento. Seguí así. Felicitaciones.
ResponderEliminargracias Lito. que bueno que te gusto! saludos!
EliminarMuy bueno!!
ResponderEliminarGracias por leer Cruz Diablo, Vanesa.
EliminarDesconcertante y muy bien escrito.
ResponderEliminarGracias por leer Cruz Diablo, Ada Inés.
Eliminarmuchas gracias Ada, que bueno lo que comentas, saludos!
ResponderEliminarUuuuuy terrible Gustavo. Muy bueno... La mente, la mente, la mente.
ResponderEliminar"...yo, no se si quiero ser feliz, lo que quiero es estar tranquilo..." G.R.
Gracias por leer Cruz Diablo, la revistas de los nuevos autores de terror, fantasía y ciencia ficción. Difundiéndola estás ayudando a promover a los/as nuevos/as autores/as. Gracias!
Eliminar