Crecí
en un ambiente muy “popular” tanto desde el punto de vista económico como desde
el punto de vista social y cultural. Es decir, no nací en una familia de clase
media urbana ni crecí en un ambiente de intelectuales. Sin embargo nací y crecí
en un ambiente lector. Hace poco me
impuse el ejercicio nemotécnico de
intentar recordar las primeras imágenes de lectores que registre en mi
temprana infancia. Y me sorprendió comprender que podría llenar un álbum de
fotografías familiares con ellas. En algunas están mis tíos volviendo de la
fábrica con el diario debajo del brazo, en otras está mi padre volviendo del
trabajo los domingos por la mañana desarmando el diario (el suplemento infantil
para los chicos, el deportivo para mis primos, la página de los crucigramas
para mi hermana), en otras aparecen trenes repletos de pasajeros que leen
(algunos el diario, otros revistas o historietas, otros libros). Creo que la
última imagen se habrá grabado en mi retina en algún viaje a la capital o
acompañando a mi padre al almacén cooperativo de la mutual del trabajo (solía
acompañarlo para traer los bolsos). Recuerdo también pila de historietas,
algunas eran de mi padre, otras no sé de quién eran, de algún tío, supongo.
Recuerdo que mi padre leía Dartagnan y Tony, a mi me gustaban las Sckorpio.
Tengo imágenes de números de revista Humor que mi padre traía del trabajo. En
la línea de las historietas tradicionales: Patoruzú, Patoruzito, Condorito.
Muchas Anteojito y Billiken de mi hermano mayor. Sé que no es la panacea, jamás
tuve a mano una Mafalda, Inodoro Pereyra o El Eternauta. Me hubiese encantado,
pero no estaban. Por las tardes, cuando disponía de un poco de tiempo, mi madre
se sentaba a leer las Selecciones de Reader Digest. Creo que todo esto indica
un poco a que me refiero cuando digo ambiente “muy popular”.
En mi casa se leía Clarín, pero mis tíos y primos leían Crónica o El Popular. Recuerdo que apenas sabía leer cuando me pasaba las tardes de los domingos leyendo, muy despacio y con mucho esfuerzo, las historietas de la contratapa del diario Clarín. Fui creciendo y la lectura seguía presente. Mi madre me trajo mis primeros libros: un bolso lleno con la colección Robín Hood, viejos libros de tapa amarilla, que le habían obsequiado sus patrones al renovar la biblioteca. Allí conocí títulos maravillosos.
En mi casa se leía Clarín, pero mis tíos y primos leían Crónica o El Popular. Recuerdo que apenas sabía leer cuando me pasaba las tardes de los domingos leyendo, muy despacio y con mucho esfuerzo, las historietas de la contratapa del diario Clarín. Fui creciendo y la lectura seguía presente. Mi madre me trajo mis primeros libros: un bolso lleno con la colección Robín Hood, viejos libros de tapa amarilla, que le habían obsequiado sus patrones al renovar la biblioteca. Allí conocí títulos maravillosos.
Cuando cumplí once años mis padres me
asociaron al círculo de lectores. La llegada del catalogo mensual era todo un
evento. Empecé a tocar la guitarra y en casa aparecieron las revistas Pelo,
Toco y canto, Expreso. No quiero indagar más allá de esa fecha. Porque después
terminé el secundario, me anoté en el conservatorio de música, comencé el
magisterio, un suceso de eventos que no puedo aplicar a todo el mundo, pero si
mi mundo hasta los doce años.
Mi mundo hasta los doce años es común a
millones de pibes y pibas que crecieron en la Argentina de los años 70 y 80. La
gente leía, los chicos leían. Es imperioso que la gente vuelva a leer para
salvar a la literatura, pero también para salvar a una sociedad que se carcome
por dentro. Nunca fui elitista y nunca voy a serlo. Tampoco me seducen los ambientes del snob académico. No voy a aceptar la idea de
que la literatura resiste en las trincheras de cafés literarios a los que asiste
uno de cada un millón de habitantes de nuestro planeta. Eso sería un
despropósito. Eso no es resistencia, eso es avalar y volverse cómplice del
aniquilamiento de la literatura. Así mismo es imperioso un llamamiento a los
escritores de nuestra Latinoamérica. Ya no es acertado escribir para unos
pocos, no es necesario y es perjudicial para la vida de la literatura. Es muy
poca, en realidad muy poca la gente que aun lee con regularidad. Entonces, el
objetivo primordial es que la gente vuelva a leer y hay que escribir en
consecuencia.
No se trata de nivelar para abajo. Se
trata de volver a enamorar con las letras. Hoy día, casi nadie se siente
atraído por la literatura. Yo siempre repito que prefiero enamorar al Pueblo
que enamorar al jurado de un concurso literario. Uno de los narradores más
brillantes surgidos en el último medio siglo es, para mí, Stephen King. Muchos
dirán (y ya se ha dicho hasta el hartazgo) que se trata de un escritor de
literatura chatarra. Se equivocan. No opina lo mismo quienes los galardonaron con el O. Henry Award ni quienes los distinguieron con el National Book Award. El máximo merito de este maravilloso narrador fue hacerle
devorar novelas de setecientas paginas al hombre y a la mujer promedio de
Estados Unidos. Novelas de setecientas páginas con calidad literaria. En las
últimas décadas lo ha hecho con la mayoría de los hombres y mujeres de a pie de
todo el mundo occidental. En una de sus más maravillosas entrevistas, la
brindada al The París Review en el año 2007, el maestro del terror hace un
significativo y saludable abordaje sobre la diferencia entre la ficción
literaria y la “ficción popular”. Yo no anhelo un escritor argentino ganador
del Nobel, sinceramente, no lo necesito. Anhelo de manera imperiosa el
surgimiento de un batallón de escritores de Ficción Popular que vuelvan a
enamorar al Pueblo con la Literatura. Quiero ver a los pibes en el secundario
leyendo, ya no pido qué, pero verlos leyendo. Quiero ver la nueva primavera
literaria de nuestro país. Quiero ver florecer mil flores, pibas y pibes que se
enamoren de los libros y revistas literarias y se animen a escribir.
Estoy convencido de que recuperar el
habito por la lectura nos va transformar como sociedad, por lo que trasforma en
nuestro cerebro y nuestras capacidades cognitivas y por lo que genera en
nuestro espíritu. La pérdida del hábito lector conlleva a otras pérdidas
mayores y mucho más trágicas. Las nuevas generaciones de adolescentes y jóvenes
de los suburbios no solo no escriben bien, ya no hablan bien. Distorsionan los
vocablos, pronuncian mal, el vocabulario empleado se redujo a menos de la mitad
de las palabras que conocían y empleaban en el habla cotidiana los hijos de los
obreros de los años 80. Se impone el “coso” y la “cosa”. Y esto no tiene solo
connotaciones estéticas del leguaje ni meramente culturales. Tiene consecuencias
sociales, políticas y económicas. Un chico que habla mal y escribe peor queda
desplazado del mundo. Las posibilidades de movilidad social de su progenie se
tornan casi nulas.
Existe un aspecto final y tiene que ver
con los derechos. El derecho a leer y escribir (¡cuán cerca está la literatura
de ello!) es un derecho inalienable de los pueblos. “Leer” es “poder”. Así lo entendieron todos los procesos revolucionarios de la historia que extendieron
la enseñanza de la lectoescritura a la mayor masa de la población posible. Así
lo entendieron los estudiantes sudafricanos que enfrentaron al poder colonial
en las calles exigiendo que se les permita leer en ingles (en Sudáfrica los
negros escolarizados solo escribían y leían en lengua nativa, cuando el 99% de
los textos, incluidos los periódicos, se publicaban en ingles). Siempre los
excluidos de la lectura y la escritura fueron los esclavos, sirvientes,
campesinos, trabajadores, desocupados, según la época de la cual se trate.
Siempre fueron las grandes masas oprimidas.
Recientemente realizamos un trabajo
junto a una Universidad del conurbano. En una encuesta realizada a pasajeros
del TBA (ex – Sarmiento) en la estación de Moreno, el 79% reconoció no haber
leído nunca un libro que no sea un texto escolar. El 47% no leyó nunca una
revista. Del 21% que dijo haber leído alguna vez un libro, el 89% eran mayores
de 45 años. Si se toma la franja etaria de 15 a 25 años, el porcentaje de
aquellos que nunca han leído un libro asciende al 94%. Un dato significativo
que ilustra parte de nuestra tragedia: en 1974 una encuesta estableció que el
79% de los argentinos compraba un diario al menos una vez a la semana. En
nuestra encuesta, el 67% aseguró no haber comprado jamás un diario. Moreno es
una ciudad del tercer cordón del conurbano. Su entramado social y cultural
indica que mantiene similitudes con la mayoría de los distritos del conurbano
bonaerense y creemos que la radiografía que acabamos de mostrar tiene un
correlato en inmensos territorios de nuestro país.
Algo que toca muy de cerca a nuestro
proyecto. Se preguntó al 94% de adolescentes y jóvenes de 15 a 25 años que
dijeron no haber leído jamás un libro que no sea un texto escolar, si estaría
dispuesto a leer un libro. El 64% contestó que sí. A los que contestaron que sí
leerían un libro se les preguntó qué tipo de libro le gustaría leer. El 33%
dijo que quizás leerían un libro de terror; el 31% se inclinó por un libro de
fantasía, el 9% por la ciencia ficción, un 4% por historias románticas, un 24%
no supo qué clase de libro elegiría, pero manifestó que le gustaría leer alguno.
En esta tarea tenemos que estar todos con nuestras manos involucradas. Forjemos una literatura que sea "amigable", "seductora", "convocante", "inclusiva" para las nuevas generaciones. Volvamos a enamorar a nuestro Pueblo de la palabra escrita.
Que florezcan mil flores, amigos de la literatura Fantástica. Por una legión de pibes escribiendo y leyendo a lo largo de nuestra Latinoamérica.
Que florezcan mil flores, amigos de la literatura Fantástica. Por una legión de pibes escribiendo y leyendo a lo largo de nuestra Latinoamérica.
Si el presente nos encuentra leyendo, el
futuro nos encontrará escribiendo.
Rogelio Oscar Retuerto. Buenos Aires, 20 de mayo de 2016
Sin embargo, hay un obstáculo a vencer, y es la distribución de la literatura. Al menos en Perú, hay menos librerías que universidades, y según una encuesta publicada el mismísimo día del libro, el 65% de peruanos no lee. ¿Donde publicar esta literatura popular? Por cierto, las revistas que menciona (Billiken, Skorpio, Paturuzú, El Tony y Mafalda) también se distribuían en el Perú... en los años setenta. Hasta los ochenta, se vendían libros en los kioskos. Luego, en los noventa, nos convertimos en analfabetos.
ResponderEliminarLo mismo en mí país (me refiero a la situación pre y post 90) es la tragedia cultural que cubrió a toda Latinoamerica. Alguna vez alguien dijo (refiriéndose a aquellos años dolorosos de neoliberalismo cultural): "La peor batalla que perdimos fue la cultural", y creo que fue así.
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