Marcelo Adrian Lillo
es escritor argentino. Nació en Río Cuarto, Córdoba, el 1 de noviembre de 1968.
Ha publicado sus trabajos en la revista literaria de la
Universidad Nacional de Río Cuarto y en la sección literaria de Diario Puntal
de la misma ciudad.
En noviembre de 2005 editó el
libro de cuentos “Cuatro para la medianoche”, primer trabajo publicado con
historias de su exclusiva creación, a través de la editorial CARTOGRAFÍAS de la
ciudad de Río Cuarto, Argentina.
En Junio de 2006 publicó su
primera novela titulada “El instigador” bajo el sello de Alción Editora de la
ciudad de Córdoba, Argentina.
En junio
de 2007 ganó el primer premio en el concurso de cuentos Amadis de Gaula,
España, con su trabajo titulado “El matador de Gonzalo Fischer”.
En marzo
de 2011 publicó su cuento titulado “Un secuestro” en la revista de ficción
fantástica ON SPEC de la ciudad de Edmonton, Canadá.
En octubre
2013, publicó su libro de relatos titulado “Mésalliances” en edición conjunta de
Editorial CARTOGRAFÍAS y UniRío (Editorial de la Universidad Nacional de Río
Cuarto).
Desde
agosto de 2009 publica regularmente y bajo contrato sus relatos en el diario
PUNTAL de la ciudad de Río Cuarto, Argentina.
Podés leer y bajar "Toma de rehenes" también desde el siguiente enlace: https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpOFhWbnZncXIwZjA/view?usp=sharing
Podés leer y bajar "Toma de rehenes" también desde el siguiente enlace: https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpOFhWbnZncXIwZjA/view?usp=sharing
—¡No te des vuelta, hijo de puta, y mandate
para adentro sin hacer quilombo!
Él comprendió, al sentir el cilindro
de metal en la nuca, que estaba a punto de ocurrir otra vez la misma historia.
Dada la situación, no necesitaba ser un profeta para vaticinar en qué iba a
terminar el asunto, pero eso no impedía que tomara las cosas con una mezcla de
asombro, temor y rabia. Si por algo había decidido vender su chalet de San
Miguel, si por algo había renunciado a los amigos de toda una vida y a su
puesto de subgerente en el Banco Provincia por esta ciudad mediana y apaisanada
del sur cordobés donde las tragedias se computaban por excepciones y no por
reglas, había sido precisamente para que esto no volviera a suceder. Y ahora,
como si el destino hubiera encontrado un atajo para localizarlo, todo volvía a
repetirse.
—¡Dale, boludo! ¡Caminá y no mirés
para atrás!
Distinguió por el reflejo en la
ventanilla del auto a otro tipo cerca del que lo apuntaba y a un tercero que
cerraba la puerta del garaje. Tres. Igual que la última vez, pocos días antes
de que tomaran la determinación de mudarse. Repetición de factores y de
circunstancias.
Manos brutales y anónimas lo
empujaron en dirección a la puerta que daba al resto de la casa. Él quiso
gritarles, suplicarles que se detuvieran. ¿Para qué? No había funcionado las
otras veces y tampoco funcionaría ahora.
Lo hicieron entrar a empellones en
el living. Al otro lado, detrás de una tabla desayunadora clavada sobre una
pequeña pared de ladrillos rasados, su mujer empezaba a preparar la cena.
Pensó, al verlo irrumpir tan precipitadamente, que había tropezado contra el
escalón de la puerta del garaje o que venía impulsado por alguna urgencia
intestinal. La fugaz ilusión se desvaneció apenas vio a los tres tipos que
ingresaron detrás de él. Sus facciones se hicieron de arcilla y dedos
inmateriales la esculpieron hasta formar una pasmosa mueca de incredulidad.
—No…
Él bajó la cabeza, rendido, y en su
gesto ella pudo leer el mensaje indiscutible. Volvió a pasar.
—¡Dale, movete! ¡Rápido! ¡Rápido!
Agarrándolo de la camisa, el tipo
que le apuntaba lo arrastró hasta donde estaba su esposa. Al entrar en la
cocina, los tres hombres descubrieron lo que hasta entonces había estado oculto
detrás de la baja pared de ladrillos rasados. Dos niños, un varón y una nena,
estaban sentados frente a una mesita decorada con personajes de dibujos
animados. Tenían seis o siete años. Con sus miradas impávidas y sus bracitos
extendidos a lo largo de los cubiertos y los platos vacíos, parecían dos
marionetas a las que les habían cortado los hilos.
—Hola —les dijo el tipo,
estirándoles una sonrisa amarilla. Empujó al hombre a un costado y les hizo una
seña con el revólver—. Arriba, vamos. Vayan con papi y mami.
Los niños obedecieron y se quedaron
de pie junto a sus padres, agarrados de la mano, mientras contemplaban al
desconocido con ojos claros, fláccidos y
ajenos al momento.
—¿Hay alguien más?
El hombre y la mujer negaron con la
cabeza. Con un ademán, el tipo les ordenó a sus compañeros que revisaran el
resto de la casa.
—Si se portan bien no les va a pasar
nada, así que se me quedan todos bien quietitos, ¿fui claro?
Ninguno se movió. El hombre y la
mujer se sostenían en un abrazo estrecho y los niños, sin soltarse de las
manos, miraban fijamente a aquel extraño que les daba órdenes como jamás sus
padres lo habían hecho.
Del otro lado de la casa se veían
destellos de luces que se encendían, se escuchaban ruidos de muebles movidos y
de cajones abiertos y vueltos a cerrar. El tipo consultó la hora y su mirada se
cruzó accidentalmente con la de los niños. Giró la cabeza hacia un costado y de
nuevo hacia ellos.
—¿Qué miran?
—Están asustados —intercedió la
mujer. Dos lagrimones se escurrieron por sus mejillas como gusanos
transparentes—. No los moleste, por favor.
El tipo la examinó brevemente y
centró de nuevo su atención en los niños.
—¿No les enseñaron que es mala
educación mirar a la gente así?
Ellos no dijeron nada. Sus
expresiones acusaban menos temor que curiosidad, la misma que sentían a veces
cuando encontraban en el patio algún bicho raro o una planta trepadora o un
pájaro de muchos colores.
—¿Qué carajo me miran? ¿Tengo cara
de payaso, como esos dibujitos de mierda que ven?
Ellos no le respondieron. Aquella
intrepidez que sólo la inocencia puede generar empezaba a ponerlo nervioso. Le
daba la impresión de que lo evaluaban, de que estaban explorándolo, de que
atisbaban en él emociones que nadie más podía ver.
—¡Contesten!
—Déjelos, por favor. Tienen siete
años —le pidió el padre. Su tono era menos de ruego que de cansancio.
El tipo, a punto de perder la
paciencia, dio un paso hacia ellos. Pero entonces sus compañeros entraron en la
cocina y se reunieron con él.
—¿Nada más que esto? —les preguntó
al ver lo que traían.
—Hay una caja fuerte en la pieza —le
dijo uno de ellos.
—Ya me parecía. —Agitó el revólver
como si fuera un dedo—. Vamos a abrirla —le dijo al hombre.
—Ya estaba cuando vinimos a vivir
acá. Nunca la hemos usado.
El tipo emitió una risa entre
dientes.
—Claro, y yo como soy un pelotudo te
lo creo. Dale, no me jodas.
—En serio. No guardamos nada adentro
porque no sé cómo abrirla. Agarren lo que encontraron, llévense el auto si
quieren, pero por favor váyanse pronto.
El tipo arqueó su sonrisa amarilla y
blandió el arma sobre la frente del niño.
—Así que me querés agarrar de
boludo. Bueno, vamos a ver si así se te pasan las ganas de mentirme.
Amartilló el revólver y la mujer
profirió un alarido asfixiado.
—¿La vas a abrir o no?
—Está pasando —le susurró el hombre
a su esposa.
El tipo miró hacia donde ellos
miraban.
Todo sucedió muy rápido. Los chicos
alzaron la vista y la fijaron en el hombre que les apuntaba. Tenían los ojos en
blanco. El tipo permaneció estático y absorto frente a ellos igual que un
gorrión delante de una cobra. Luego retrocedió y, sin achicar en ningún momento
su sonrisa amarilla, empezó a estrellarse la cabeza contra la pared; rebotaba y
volvía a golpearse como un coyote de caricatura queriendo atravesar un túnel
pintado en una roca, dejando a cada crujido una nueva marca rojiza y aceitosa
que caía hacia el piso, hasta que pronto cayó él también. Sus compañeros, más
acostumbrados a provocar sorpresas que a recibirlas, se quedaron acalambrados,
paralíticos y exangües como los ojos que se posaban sobre ellos. Pero en
seguida supieron lo que debían hacer. Se arrimaron a la mesita, tomaron los
cubiertos alineados junto a los platos vacíos y empezaron a darse estocadas
como dos luchadores en un violento juego de video. La mujer abrazó a su esposo
para no ver cómo los pequeños tenedores y cuchillos se atareaban en labores
menos inocuas, menos domésticas.
Ninguno se movió incluso mucho
después de que todo hubo terminado. La mujer fue despegándose lentamente de su
marido, entrenando su emoción para lo que estaba a punto de ver apenas abriera
los ojos. A pesar de haber presenciado la misma escena otras veces, todavía no
se acostumbraba. Nunca se acostumbraría.
Los chicos habían vuelto a sentarse
a la mesa. Extendieron sus brazos a lo largo de los platos vacíos y esperaron a
que sus padres ordenaran todo para empezar a cenar. No necesitaban pedírselo
con palabras.
Después de todo, ¿quién puede
resistirse a la mirada de un niño?
PARA SUSCRIBIRTE A NUESTRA PÁGINA DE FACEBOOK:
https://www.facebook.com/Revista-Cruz-Diablo-1096361667087005/
PARA SUSCRIBIRTE A NUESTRA PÁGINA DE FACEBOOK:
https://www.facebook.com/Revista-Cruz-Diablo-1096361667087005/
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarExcelente cuento Marcelo. Esperamos que nos sigas enviando tu material. Gracias!
ResponderEliminarCuando quieras, Ud. pida no más.
EliminarInesperado final!! Muy bueno!
ResponderEliminarGracias, Juanjo. Me alegro de que te haya gustado. Ésa era la idea. Un gran abrazo.
Eliminar