Ariel S. Tenorio
es Argentino y tiene 40 años. Se ha dedicado a la creación de relatos de terror
y ciencia ficción desde su adolescencia. Muchos de sus relatos han sido
publicados en revistas especializadas, antologías y fanzines. Recientemente su
relato "Plasmatrón" fue traducido al francés para la antología de
Ciencia Ficción "Hola Babel" dedicada exclusivamente a autores
noveles latinoamericanos. También es miembro fundador del grupo de horror
experimental "TheWax".
Se lo puede
contactar en el siguiente mail: soyteno@gmail.com
También podés leerlo y bajarlo en formato PDF desde:
Odiamos a Padre. Padre tiene un instrumento de tortura
medieval escondido en el sótano de nuestra casa. Se trata de un viejo artilugio
de madera que se parece bastante a un asiento de dentista, pero que además está
lleno de poleas, ganchos y abrazaderas de hierro. De los extremos del aparato
cuelgan unas cintas de cuero que sirven para sujetar un cuerpo por las muñecas
y tobillos y forzarlo a las posiciones más increíbles que se te puedan ocurrir.
Mis hermanos y yo lo apodamos “El
Predicador” y, por supuesto, le tenemos el suficiente respeto como para no
acercarnos demasiado. Cuando uno se detiene a contemplar al Predicador es fácil
imaginarlo en su época de mayor esplendor, haciendo el trabajo sucio:
Trasformando a sus víctimas en sanguinolentos despojos, con la carne amoratada,
la piel sucia y atravesada por ríos de sudor y los rostros desfigurados por la
agonía.
Además,
El Predicador está embrujado. A ciertas horas de la noche, si uno afina el
oído, se pueden escuchar las voces. A veces, sólo son susurros disfrazados
entre los ruidos del bosque, pero en ocasiones son gritos atronadores. Aullidos
de tormento, clamando a Dios o a Satanás, mientras el verdugo redobla la fuerza
de su faena con torniquetes y palancas. Es algo que te crispa los nervios.
Conocemos bien a Padre y sabemos que el
Predicador es su juguete secreto. Padre fue quien embrujó al Predicador y el
Predicador fue quien embrujó a Padre.
Al principio, como con muchos otros
objetos antiguos, se trató sólo de un capricho, una pequeña excentricidad de
coleccionista, pero con el tiempo se convirtió en una obsesión. Como una
criatura en cuarentena, comenzó a pasar cada vez más tiempo en el sótano, lo
escuchábamos a través de la trampa de madera, rezando en voz alta una jerga
absurda que nadie podía descifrar y que casi siempre era preludio de alguna
crueldad nueva. Poco a poco el Predicador se fue erigiendo como la verdadera
voz de la conciencia de Padre, y su locura fue creciendo hasta que fue
demasiado tarde para todos.
La verdad es que no sólo odiamos a
padre, lo aborrecemos.
Pero él nos ha enseñado que el miedo es
más fuerte que el odio. Él nos ha enseñado eso de muchas maneras distintas. Nos
ha causado tanto daño, tanto dolor, que parece reservarnos con vida sólo para
algún misterioso plan de dominación y tortura. Un verdugo cruel esperando el
momento oportuno para mostrarnos la verdadera medida del dolor.
Estamos enfermos. Mis hermanos y yo.
Padecemos una rara peste que nos afecta la piel y estamos pudriéndonos día a
día.
Estamos tristes, desesperados, con
miedo. Ayer fue un día espantoso; Clara fue castigada por quejarse de noche,
entonces Padre perdió los estribos y la llevó al sótano. Luego la sujetó en El
Predicador y tiró y tiró hasta que le arrancó una pata. El jirón de piel que la
sostenía se estiró como si fuese un elástico. Clara gritó de dolor, luego lloró
un poco, pero se compuso enseguida, después juró que nunca más volvería a
llorar. ¡Jamás!
A mí lo que más me preocupa son estas
costras, por las noches me pican como el diablo, pero Padre dijo que debía
controlar el impulso de rascarme o me colgaría del techo. Yo sé que lo haría.
Obedezco todo lo que puedo. Eso es fácil de día, pero por las noches cuando lo
único que se puede hacer es pensar, yo tiemblo como una hoja tratando de no sentir
la picazón. Casi siempre termino cediendo, acariciando los bordes de mis
lastimaduras, mordiéndome los labios. Se siente un ardor desagradable pero
después el alivio es tan intenso que vale la pena. Me rasco hasta sacarme los
pedazos, sin importar lo que sobrevendrá. Rascarme significa liberarme, me hace
olvidar de los malos episodios de la tarde, de la dura disciplina, de las
duchas frías, de los golpes. Me pasa que cuando empiezo a rascarme no puedo
detenerme, levanto los cascarones de sangre seca, los despego de mi cuerpo y
los observo a contraluz, no sé si me siento feliz pero debe ser lo más cercano
que se puede estar de serlo. Sé que a Padre no le va a gustar nada. Me llevo
una cáscara a la boca y la mastico satisfecho, paladeo mi propia sangre seca y
sonrío. Antes de dormirme puedo sentir las telas húmedas pegoteándose a mi
cuerpo, la sangre nueva que mañana volverá a ser costra y renovará el ciclo de
castigos y así.
Esta mañana, sin embargo, las cosas
tomaron un rumbo diferente, apenas había despertado cuando escuché un fuerte
portazo dentro de la casa, luego la voz de Padre se elevó en un rugido que me
hizo temer lo peor. Había otras personas con él, dos voces desconocidas que
discutían entre ellas. Miré a mis hermanos y los vi a todos ellos acurrucados
en un rincón del cuarto, cada uno con sus ocho ojos negros abiertos de par en
par.
—¡Viene por nosotros, Caín! ¡Viene por
nosotros y nos va a matar a todos!
—¡Ssshhh!… eso no va a pasar —dije.
—¿Qué te hace pensar que no? El tipo de
la feria le dijo a Padre que no podía presentarnos en público, que éramos una
aberración. ¡No quiso saber nada con nosotros! Y ayer vi cómo Padre cargaba la
escopeta y la escondía en el armario.
Frustrado, miré a los demás, la
Tarántula estaba aterrada, el olor que manaba de ella era nauseabundo, trepó
por la pared y trató de arrancar algunas tablas flojas del techo, sus patas
delanteras se movían frenéticamente.
El Pardo trepó y se acercó a la
Tarántula con ese lento andar que lo caracterizaba, su cefalotórax temblaba y
se agitaba en pequeños espasmos.
—No podemos escapar por ahí, hermana.
La única salida es por la puerta. Si no lo enfrentamos ahora, va a ser nuestro
fin.
—Tiene razón, Caín. ¡Tenemos que pensar
rápido! —Clara se refregó la cabeza con dos patas peludas.
Las voces de los intrusos sonaban en el
corredor, pero Padre aún estaba en la sala, lo oíamos revolviendo los muebles y
dando portazos mientras murmuraba juramentos y maldiciones. Se oyeron ruidos de
vidrios rotos contra el piso de madera.
Viuda me miró con su media cara humana.
—¿Qué podemos hacer?
No llegué a contestarle, los dos
desconocidos estaban frente a la puerta de nuestra madriguera. Sus palabras se
oían nerviosas y entrecortadas, como pistoletazos.
—¿Será cierto lo que dicen en el
pueblo? ¿Qué se parecen más a insectos que a personas? Mi abuela me contaba
esas historias cuando era chico. Para que obedeciera. Me decía: “Tené mucho
cuidado, Tavito, porque te van a agarrar las arañas del viejo Gaumont y te van
a chupar la savia como si fueras un grillo”.
—¿Y cómo carajo voy a saberlo? Jamás
los vi. Ahora, dejá de hablar pavadas y cubrime la espalda que voy a echar un
vistazo. ¡Sacale el seguro te digo, pedazo de idiota!
El picaporte giró y cuando se abrió la
puerta vimos que una cabeza se asomaba con cautela. El desconocido se quedó un
segundo entornando los ojos para escrutar en la penumbra, y por suerte eso fue
todo lo que necesitó Clara para decidirse. Repentinamente, saltó encima del
ángulo de la puerta, se sujetó con las patas traseras y colgó cabeza abajo
hasta que su rostro quedó justo enfrente del rostro del extraño. No le dio
tiempo a gritar, sus colmillos inyectaron el veneno suficiente como para
aniquilar a un potrillo. El hombre largó una especie de queja y se desplomó con
los ojos desorbitados.
Nos precipitamos al pasillo sin
pensarlo dos veces, la Tarántula y Clara arrastrándose por el techo, el Pardo y
Viuda por las paredes, yo por el suelo. El segundo hombre nos vio y permaneció
con la espalda pegada al empapelado como si quisiera fundirse con la casa.
Tenía un arma en sus manos pero apuntaba hacia abajo, su mirada estaba
desenfocada y un hilo de saliva le caía desde la boca. Cuando pasamos frente a
él nos dimos cuenta de que se había meado en los pantalones.
Antes de llegar a la sala, la figura de
Padre se atravesó en mitad del pasillo y nos cortó el paso. Nos encañonaba con
una escopeta de grueso calibre y tenía un fuego de odio en los ojos que no le
habíamos visto nunca antes. Nos detuvimos en seco, sin saber qué hacer ni para
dónde escapar. Padre siseó un insulto a través de los dientes y, seguidamente,
disparó contra nosotros. El Pardo chilló y se desprendió de la pared, cayó al
piso con un golpe sordo, con el cuerpo humeando. Una sustancia blancuzca empezó
a manar de la herida, se acurrucó a mi lado y agitó dos o tres veces sus largas
y peludas patas en rápidas convulsiones. Su muerte fue rápida pero no piadosa.
Frente a la muerte de nuestro hermano
enloquecimos todos. Sin pensar en lo que estábamos haciendo, nos abalanzamos
contra Padre aullando como monstruos. En realidad, fue bastante fácil
derribarlo, Viuda fue la primera en caer sobre él y la primera en picarlo, no
una dosis fatal, sólo lo necesario para dejarlo fuera de combate. La ponzoña de
una viuda negra es la cosa más terrible que puede existir, cuando el veneno
entra en el cuerpo provoca espantosos dolores, y luego el infectado pierde la
conciencia, penetra en un oscuro sopor nublado de pesadillas que lo atormentan
sin tregua. La supervivencia dependerá de la cantidad de toxina inoculada y de
la fortaleza de la víctima.
Cuando salimos de la casa nos azotó la
claridad. Debíamos encontrar un refugio de aquella inconcebible fuente de luz
que colgaba del cielo.
Siempre fuimos seres lucífugos.
No fue fácil arrastrar el pesado cuerpo
de Padre a lo largo del pueblo, en medio de tanta luz y personas extrañas que
gritaban y corrían en todas direcciones.
Cerca del mediodía la Tarántula
encontró lo que estábamos buscando, un viejo puente abandonado en medio de una
zona boscosa. Un lugar hermoso y tranquilo. Decidimos quedarnos un tiempo
debajo del puente hasta que las cosas en el pueblo se tranquilicen.
Por primera vez en toda nuestra
miserable existencia tenemos una esperanza, y vamos a defenderla hasta las
últimas consecuencias.
Por el momento no nos preocupamos por
conseguir alimentos. Padre cuelga como un péndulo de las vigas del puente. Se
ve algo estropeado y reseco pero todavía le queda algo de jugo.
Ya veremos qué hacer cuando comencemos
a sentir hambre.
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Una honra poder contar con tus colaboraciones literarias. Se que hablo también en nombre de muchos lectores.
ResponderEliminarUna honra poder contar con tus colaboraciones literarias. Se que hablo también en nombre de muchos lectores.
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