Rogelio Oscar Retuerto, argentino,
nació el 18 de febrero de 1972 en Hurlingham, Buenos Aires. Alternó su infancia
entre el conurbano bonaerense y el paraje montaraz de Mailín en Santiago del
Estero. La mitología americana y las creencias populares adquirieron un papel
de relevancia en su formación literaria, así como la narrativa oral. Ha
brindado charlas y talleres sobre mitología americana en el ciclo denominado
“Fauna de las tinieblas”. Su obra la componen cuentos y novelas cortas de terror y ciencia ficción. En 2016 ganó el Certamen Nacional de Literatura Erótica con su novela gore de horror erótico "Las elegidas"
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Un niño no es
una botella que hay
que llenar
sino un fuego que
hay que encender
Montaigne
1
Otra
vez estaba en ese pasillo, con las piernas temblando, otra vez con la
orina bajando por sus piernas, dejando un charco ambarino en el piso.
Era extraño, pero una parte de ella sentía
alivio. Al menos, esta vez no se había meado en la cama. Entonces, quizás, su
madre no la cagaría a palos en la mañana siguiente.
Sus dedos comenzaron a
jugar con fuerza sobre Gonzalo, su
muñeco de trapo. Los dedos de Carlita revolvieron la cara de Gonzalo como si se tratase de una trituradora.
De repente, sus dedos se detuvieron. Observó el baño al final del pasillo, la luz
asomando bajo la puerta ante la cual tenía que pasar. Cerró sus ojos, hizo una
mueca en su rostro, como si acabase de morder una rodaja de limón, aprisionó a Gonzalo contra su pecho y comenzó a correr hacia el baño. Cuando estuvo en la mitad del
pasillo, justo frente a la puerta de la habitación de su madre, sintió que la
puerta se abrió con violencia. Otra vez esa risa embrujada, ese frenesí
incontrolable que salía dando zancadas detrás de ella. Esos dedos escuálidos y cadavéricos
que se prolongaban para alcanzarla. Pero esta vez llegó a destino. La tarde
anterior había contado los pasos hasta el baño: debería abrir los ojos a los
once pasos para no estrellarse contra la puerta.
Ingresó al baño y cerró la puerta con
premura. Se parapetó detrás, sosteniendo el picaporte con ambas
manos. Gonzalo cayó al piso, golpeándose la cabeza, pero no importaba. Era cuestión
de segundos. Ahí estaba, del otro lado queriendo ingresar. La
puerta dio cuatro o cinco sacudones violentos y luego se detuvo. Ya todo había
pasado. Carlita tomó el trapo de piso y se dirigió al pasillo a secar la
evidencia de su delito infantil. Ya no había peligro. La bruja nunca la
esperaba de regreso, solo a la ida; como si se complotase con su madre para
impedirle llegar al baño, como buscando que se meara para que sea la madre la
que la cagase a palos, y ella disfrutara de su sufrimiento sin tener que
tocarla, siquiera.
Carlita secó el orín del piso y regresó al
baño a estrujar el trapo. Cuando pasó frente a la habitación de su madre, la
observó deambular en sus sueños profundos. La bruja nunca cerraba la puerta
después de atacarla. Estrujó el trapo en el inodoro, lo enjuagó en la canilla
de la ducha y regresó a su habitación.
2
A la mañana siguiente Carlita desayunó
como de costumbre. Callada, saboreando de manera automática un pedazo de pan
con mermelada, como si no pudiera sentir el gusto de las cosas, con su mirada
perdida en los azulejos de la cocina.
–¿No te measte anoche?
–No, ma.
–Mirá que ahora voy a ir a revisar tu cama.
Es mejor que no me mientas.
–No, ma.
–Tampoco quiero encontrar bombachas meadas
escondidas en el canasto de la ropa o abajo del ropero o de la cama. Eso es un
asco, Carla. Después se impregna todo de olor y sabés que la paliza que te vas
a morfar es peor.
–No, ma.
–Dale. Vení que te peino, así te vas a la
escuela.
3
Carla avanzó por la vereda, abstraída.
No pensó siquiera en la posibilidad de que un auto la atropellase al cruzar una
esquina. El fresco viento de otoño arremolinaba las hojas amarillentas sobre
las baldosas de la vereda en derredor de sus pies. Por un momento, pensó que
avanzaba envuelta en un remolino de hojas que la acompañaba hacia la escuela. Carla
frunció el entrecejo, se detuvo y creyó sentir que el remolino cesaba y las
hojas se esparcirán a su alrededor. Se encogió de hombros y emprendió la
marcha. Las hojas comenzaron a envolverla, acompañándola.
4
En el primer recreo, Carlita buscó a su
primo Mariano. Él había vivido antes que ella en la vieja casa de Morón.
También había sido el primero y el único en hablarle sobre la bruja del cuarto.
Cuando los padres de Carla se
separaron, Mariano ya no vivía más en la vieja casa de la calle Uruguay. Se
había mudado con sus padres al nuevo departamento. La vieja casa dormía,
después de años de bullicio, con un cartel de “se alquila” colgado en su
frente. En realidad, la vieja casona pertenecía tanto a la madre de Carla como
al padre de Mariano. Era la vieja casa paterna de ambos. Pero después de la
muerte de los viejos, el padre de Mariano, rápido de reflejos y acostumbrado a
las estafas, se había adueñado de todas las posesiones de sus padres, relegando
a Carla y su madre al mendigaje
familiar.
Carla divisó a Mariano en el otro
extremo del patio, tirado en el piso, boca abajo, jugando a las figuritas.
Carla atravesó el patio como si fuera un zombi. Por momentos golpeaba el
hombro con algún chico o chica que pasaba jugando a la mancha o solo corriendo.
En la mitad del patio, una nena delgada con dos colitas en el pelo, se acercó
riendo, sin mirar hacia adelante para poder observar a su perseguidora. Golpeó
contra Carla y cayó al piso.
–¡¿Qué te pasa nena?! –la increpó la niña
delgada. Pero Carla siguió su marcha como si no hubiese sentido el golpe ni sus
palabras.
Otra chica la ayudó a levantarse y se
quedaron mascullando bronca, sin perder de vista a Carla que se alejaba rumbo a
la galería.
Cuando llegó hasta donde se encontraba
Mariano, se agachó y le tocó el hombro. Mariano volteó hacia ella, tenía una
figurita en la frente, pegada con saliva. Se levantó, se sacudió la tierra de
los pantalones, la tomó a Carla del
brazo y se alejo unos dos metros.
–¿Qué hacés acá? –le preguntó Mariano–, no
me gusta que te vean conmigo –siseo entre dientes, volteando para cerciorarse de
que no lo estuvieran mirando.
–Tengo que hablar con vos.
–Después me llamás por teléfono a casa.
–No puedo llamarte, porque mi mamá no puede
escuchar lo que quiero hablar.
El semblante de Mariano cambió de repente.
–¿Es sobre ella? –preguntó Mariano.
Carla asintió.
–¿Apareció de nuevo?
Carla volvió a asentir.
–¿Hace cuanto?
–Hace una semana.
–¿Cuántas veces?
–Todas las noches.
Mariano frunció el entrecejo, abriendo los
ojos como pelotas de golf. Apretó fuerte los labios y comenzó a retroceder
meneando la cabeza. La boca comenzó a temblarle.
–¡Tenés que ayudarme! –le imploró Carla.
Mariano siguió negando con la cabeza,
retrocediendo de espaldas.
–¡Por favor! –suplicó Carla.
Mariano tropezó con los chicos que jugaban
a las figuritas y cayó de espaldas encima de ellos.
–¡Pelotudo! ¡¿Qué hacés?! –se quejó el que
lo recibió encima–, ¡ahora no jugas más, boludo! –sentenció.
Pero Mariano seguía con su mirada clavada
en su prima, ya no le importaba continuar jugando, no después de lo que había
escuchado.
5
El timbre del teléfono sonó en el
living del departamento de Mariano.
–¡Mariano, atendé; que yo no puedo! –le
pidió su madre desde la cocina, mientras batía crema en un bol.
Mariano
dejó el joystick sobre la mesa ratona y
fue a atender el teléfono.
–Hola
–provino del otro lado de la línea. Era Carla.
–Hola
–dijo Mariano.
–¿No
me vas a cortar? –preguntó Carla.
–No,
por qué.
–Por
lo que pasó hoy –le dijo Carla.
–Lo que pasó hoy no importa –dijo Mariano.
Luego volteó hacia la cocina y regresó a la conversación pegando sus labios en
el tubo del teléfono–, me asustaste –susurró, como para asegurarse de que nadie
pudiera escucharlos.
–Yo también –dijo Carla.
–¿Y qué vas a hacer? –preguntó Mariano.
–No sé. Quiero echarla.
–No se la puede echar. Dice que la casa es
de ella.
–¿Y qué hago, entonces?
Mariano permaneció unos segundos en
silencio, pensando.
–Tenés que matarla.
–¿Matarla?
–Sí. Matarla.
–¿Se la puede matar?
Mariano volvió a permanecer en silencio.
Luego confirmó sus dichos.
–Sí, se puede.
–¿Cómo?
–Tenés que quemarla.
–¿Quemarla?
–Sí. Lo vi en una película. Además, mi mamá
tiene un libro que se llama “Arde bruja, arde”. Quise leerlo, pero no lo
entendí. Es para grandes. Le pregunté a mi mamá por qué se llama así y me dijo
que es porque a las brujas, antes, las quemaban.
–¿Y cómo la quemo?
Mariano volvió a tomarse unos segundos para
pensar.
–Hay que echarle querosene.
–No tengo eso.
–Nafta, entonces.
–Mi mamá no tiene auto.
–No sé, algo que arda.
–Mi papá, cuando vivía con nosotras,
prendía el carbón para el asado con alcohol.
–Sí. El alcohol sirve ¿tenés?
–Mi mamá tiene dos botellas en el baño.
La madre de Mariano irrumpió en el living,
desatándose el delantal por detrás de la cintura.
–¿Con quién hablas tan en secreto?
–preguntó la madre.
–Con Lucas, quería venir a jugar, pero la
mamá no lo deja.
6
Carlita cenaba con la mirada clavada en
la puerta del baño. Detrás de esa puerta había tres pasos de distancia hasta la
otra puerta: la del botiquín. Allí dentro había dos botellas llenas de alcohol.
Carla pensaba cómo podría quemar a la bruja sin que la atrape. Debía rociarla
con alcohol y después prenderla fuego. No era algo fácil.
–¿Qué te pasa Carla? –le preguntó la
madre–. Estás muy rara estos últimos días.
Carla continuó comiendo.
7
Carla se despertó con el sonido de un
grillo que parecía esconderse detrás del ropero. La noche estaba fresca. Afuera
imperaba el silencio. De vez en cuando se escuchaba algún perro ladrando a la
distancia. Carla bajó de su cama y se arrodillo en el piso. Metió las manos
debajo de su cama y extrajo dos botellas de alcohol que había escondido antes
de dormirse. Abrió la mesita de luz y sacó un encendedor. Suspiró hondo.
Por un instante se preguntó si la bruja era
real, si no podía ser producto de su imaginación, como decían los grandes sobre Gonzalo. Pero no, tenía que ser real. Mariano la había visto y hasta el
propio Gonzalo la vio.
Eso ocurrió la primera noche en que
apareció la bruja. Ella iba caminando tranquila hacia el baño, con Gonzalo colgando de un brazo. De repente, vio el terror que iba tomando cuerpo en los
ojos de Gonzalo. Sus ojos se agrandaron, su cara hizo una mueca de terror y
giró su cabeza. Gonzalo miraba de reojo a sus espaldas, había comenzado a
temblar.
Esa fue también la primera vez que se había
meado. De pronto, sintió el calor húmedo bajándole por las piernas, pegándole
el camisón a los muslos. Fue raro,
porque lo que había visto Gonzalo requería una reacción urgente de parte de
ella. En cambio, se tomó una eternidad para decidirse a voltear. Cuando lo
hizo, Gonzalo ocultó su cabeza contra su pecho, temblando aún más.
Ahí estaba, frente a ella, agazapada, como un arquero que espera el tiro de un
penal. Su vestido corto se estiraba entre las piernas abiertas. Sus piernas
tenían el color de las cosas podridas que a veces la madre sacaba de la
heladera. Sus muslos estaban surcados por varices, como las que tenía la abuela
antes de morir, pero estas se movían dentro de la piel como si fuesen gusanos
retorciéndose. Los pies descalzos se aferraban al piso como las garras de un
lobo. Sus manos abrían y cerraban los dedos como inmersas en un clima de
ansiedad. Su rostro era inexpresivo, como el rostro de un muerto, solo que este
denotaba un dejo inerte de malicia.
La respiración de Carla se acentuaba,
sentía los latidos del corazón en la garganta. Sabía que el baño no quedaba a
más de cinco o seis pasos detrás de ella, así que volteo y corrió con todas sus
fuerzas. Cuando cerró la puerta, la paz volvió a reinar en la casa. Miró por la
cerradura del baño, y ahí estaba, en medio del pasillo, efectuando gestos
molestos ante su fracaso. Luego se puso en cuatro patas y comenzó a lamer el
charco de orina que había dejado Carla, como si fuese una gata tomando su
leche. En una de las lamidas se detuvo, miró hacia la puerta y sonrió en un
gesto avieso. Luego se levantó y huyó corriendo hacia la habitación.
8
El grillo detrás del ropero se había
llamado a silencio. Toda la casa se sumió en un profundo silencio, como
presintiendo el desenlace que se avecinaba. Carla miró por la ventana, todo era
quietud, pero el silencio era algo mayor, supremo. Agarró a “Gonzalo” y lo
sostuvo con un brazo, en esa mano llevaba una botella de alcohol. Se puso el
encendedor entre los dientes y tomó la segunda botella. Así armada, salió de la
habitación. Por alguna razón, esta noche el pasillo parecía más largo, interminable,
pero ella no iba a atravesarlo. Se acercó con mucho sigilo a la puerta de la
habitación de su madre. Cuando estuvo a unos dos metros se dio cuenta de que no
había retirado las llaves de la puerta. Un profundo temor se apoderó de ella,
pero luego se tranquilizó, se dio cuenta de que no nadie podría abrir la puerta
desde adentro.
Esa noche, Carla no se había dormido de
inmediato, espero a que su madre se durmiera primero. Una vez que se cercioró
de que su madre dormía, fue a la cocina, tomó las llaves de la casa y, con
mucho cuidado, cerró la puerta de la habitación de su madre. Era la única
manera de garantizarse que esa noche la bruja no saldría del cuarto.
Carla se acercó muy despacio. Cuando se
encontraba a un metro de distancia, la puerta comenzó a sacudirse, como en
aislados espasmos, primero; con mayor violencia, después. Carla retrocedió, fue
una reacción instintiva. Hubiese seguido retrocediendo si Gonzalo no le
hubiese dicho “Matala”. Carla bajó su
mirada y ahí estaba Gonzalo, aferrado a su brazo, observándola. Más que una
orden lo sintió como una súplica: “Matala”. Carla dejó a su muñeco en el piso y
se acercó con cuidado a la puerta, las manos le temblaban. Volteó para ver a Gonzalo y ahí estaba él, parado en el pasillo, sosteniéndose de la pared con
uno de sus brazos de trapo. La miró a Carla y con el brazo libre hizo un gesto
pasándose la mano por el cuello.
Carla entendió. Se arrodilló frente a la
puerta, esta ya había dejado de sacudirse. Destapó la primera botella, con manos
temblorosas. Había empezado a llorar. Acercó el pico de la botella a la luz que
quedaba entre la puerta y el piso y derramó el contenido. La mayor parte
ingreso hacia la habitación. Destapó la segunda botella y repitió la operación.
Se pasó la mano por la nariz para limpiarse un fluido viscoso compuesto
por lágrimas y mocos. Se puso de pie y
se alejó de la puerta. Un pequeño charco de alcohol se formaba sobre el
pasillo, fuera de la habitación.
Prendió el encendedor y lo acercó varias
veces, retirándolo con veloces reflejos, como si un fuego futuro aún invisible
fuese a quemarla. La cuarta vez que acercó el encendedor el charco ardió,
prolongando las llamas en una ola de fuego que ingresó a la habitación por
debajo de la puerta. De seguro, ya habrían empezado a arder las bobinas de tela
que su madre costurera guardaba en su pieza.
Carla se retiró contra la pared y observó
como las llamas trepaban por la puerta, extendiéndose al empapelado de las
paredes del pasillo y tomaba cuerpo en el machimbre del techo. Tosió varias
veces y después se sentó contra la pared, observando como Gonzalo cantaba en
un trance frenético “¡Arde! ¡Arde! ¡Arde, bruja! ¡Arde!”
Carlita volvió a toser, sintió que le
faltaba el aire. El pasillo comenzaba a envolverse en velos de humo que lo iban
cubriendo todo. Estuvo a punto de quedarse dormida cuando la puerta volvió a
sacudirse. Se sacudía con mayor violencia que antes, acompañado por alaridos de
mujer que desgarraban la noche.
–Gonzalo. Es ella, se está quemando –dijo
Carla, pero Gonzalo no respondió.
Volteó para ver a Gonzalo y lo vio
tirado, desparramado en el mismo lugar en el que ella lo había dejado. La lana
del cabello comenzaba a encenderse. Carla hizo pucheros y sollozó.
–Gonzalo, vení –le dijo a su muñeco- no quiera más estar sola -pero Gonzalo no acudió a su llamado.
Se dejó recostar sobre el piso. Sentía que
allí abajo se respiraba un poquito mejor. Le pareció quedarse dormida. Los
gritos de la mujer dentro de la habitación habían cesado. Por un momento se
encontró en una hermosa playa rodeada de acantilados. Sus padres, sentados
sobre la arena, la miraban como jugaba haciendo pozos. Gonzalo nadaba,
llamándola para que lo mire hacer sus gracias. Carla sonrió.
Un fuerte estruendo a vidrios rotos la
devolvió a la realidad. Abrió los ojos, solo se encontró con los velos de una
blancura impenetrable. Tal vez era el humo, o tal vez estaba en una nube,
flotando en el cielo. Apoyo su cabeza en el piso y cerró los ojos, sonriendo.
Me encantó. Muy bien plasmada la mirada infantil.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarLo más interesante de este relato es la desacralización de la mirada adulta del narrador. Despojado de todo preconcepto y experiencia adulta como recurso que naturaliza el punto de vista del relato en el que subyase la problemática de la.manifestación del inconsciente. Genial!
ResponderEliminarQue análisis interesante. Cuánta concisión y profundidad a la vez. Un honor tener lectores como vos. Gracias por leer Cruz Diablo.
EliminarMuy buen cuento. Me atrapó desde el principio y no pude parar de leer.
ResponderEliminarMientras leía se me venían recuerdos de mi infancia y eso me llamó más la atención.
Me alegra que te haya gustado. Abrazo.
EliminarMe alegra que te haya gustado. Abrazo.
EliminarRogelio, más de una vez, leyendo este cuento, recordé mis propios demonios que asolaron mí infancia. Muy bueno
ResponderEliminarGracias por leer Cruz Diablo, Catartico. Me alegro que te haya gustado el relato.
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