Querida Eloísa, escribo estas líneas con ansias de
justificar mi ausencia del pasado sábado en la reunión que tanto tiempo
habíamos planeado. Dudo, sin embargo, que las circunstancias que me impidieron
llegar hasta tu hogar sean siquiera creíbles a oídos de cualquiera que escuche
mi historia. Juro por lo más sagrado que no falto a la verdad. Aún tiemblo cada
vez que las imágenes aparecen en mi cabeza, ojalá fuera yo capaz de
desterrarlas e inventar una excusa tonta, pero no puedo…
Me había preparado con mucho entusiasmo para la fecha
estipulada, ya sabes lo que disfruto de nuestros esporádicos encuentros. Había
cargado con mi cámara fotográfica, dos libros que sabía disfrutarías leer y una
botella de licor para huir de las bajas temperaturas del crepúsculo. Con mi
cartera de cuero así equipada me dirigí hacia la parada del tranvía, muy
confiado de haber previsto todas las dificultades y contratiempos que podrían
convertirme en un ser impuntual.
El tranvía llegó a horario, pude sentarme junto una ventana
para apreciar el paisaje y dejar que la brisa despejara las preocupaciones
cotidianas que ocupan la mente de todo hombre moderno. El movimiento del
vehículo debe haberme adormecido, puesto que con un sobresalto advertí que
había dejado atrás la intersección donde debía bajarme. Tardé más de lo debido
en alcanzar la puerta de salida porque mi compañero de asiento se había dormido
más profundamente que yo y no creí prudente zamarrearlo. Sabes, querida amiga,
que nunca pondría a otra persona en una situación en la que yo mismo no
quisiera estar.
Antes de que el tranvía se detuviera por completo pude
observar una casa de madera rodeada de mucho verde y una laguna atravesada por
un puente rústico que despertaron en mí el fotógrafo aficionado. Me prometí
conseguir una instantánea de ese pintoresco paisaje, ya que tendría que caminar
unas cuantas cuadras hasta tu domicilio, al menos sería un incentivo para
hacerlo sin lamentaciones.
Sucedió que una vez apeado del transporte, me aproximé a la
vivienda en cuestión y no me fue posible captar desde ninguna parte el mismo
ángulo que había vislumbrado desde el vehículo en movimiento. Imaginarás,
Eloísa, la desazón de que fui presa. Por más vueltas que di, cambié la altura
de diferentes maneras, crucé a la acera contraria, pedí permiso para tomar la
fotografía desde una ventana, no hubo caso. Conociéndome sabrás que no iba a
darme por vencido. Quise, al menos, lograr una perspectiva diferente pero digna
de ser fotografiada, razón por la cual, me encaminé hacia la casa confiado en
que la amabilidad de sus habitantes me permitiera inmortalizar su pintoresco
hogar desde el otro lado de la laguna. Ya el sol estaba pronto a esconderse,
así que apresuré el paso. Quedarme sin luz natural era mi mayor preocupación en
esos momentos.
Nadie respondió a mis insistentes llamadas y mi entusiasmo
un tanto febril me empujó a rodear la construcción para hallar un sosiego a mi
necesidad. Debía encontrar alguna persona o robaría unas tomas aunque fuera sin
el permiso de los propietarios. El tiempo se deslizaba con una rapidez
escalofriante entre mis manos y decidí, como nunca en mi vida, adentrarme hasta
donde fuera necesario para satisfacer mi ansia pronto y poder continuar mi
camino. En esos fatales instantes debí prever, estimada amiga, que alguna cosa
ajena a este mundo terrenal estaba moviendo los hilos de mi destino. Me conoces
desde hace tanto que pareciera desde siempre, sabes que no era aquel un
comportamiento digno de mi carácter.
Al llegar al terreno posterior de la vivienda una sorda
inquietud se apoderó de mi interior. Todo estaba organizado de manera que
evidenciaba que un banquete se había celebrado ese mismo día en aquel lugar.
Evidencia eran las mesas con manteles blancos, los platos con restos de comida,
las copas a medio beber y las botellas volcadas, pero la hora de comer había
pasado hacía mucho tiempo. Adónde podrían haber tenido que irse con tanta
prontitud todos los comensales para dejar el hogar abandonado de esa manera,
esa era la pregunta que flotaba en el aire. Ya mi ardor de fotógrafo aficionado
se había apagado, hundiéndose en el vacío que la incertidumbre había anclado en
mi estómago. En las amargas noches que siguieron a aquel fatídico día no dejé
de preguntarme, Eloísa, si debí haber confiado en mis instintos y huir de allí
sin miramientos, quizás la duda me permitiría al menos conciliar el sueño. En
cambio, esta horrible certeza…
El silencio que reinaba en el lugar era sobrenatural, no se
oía siquiera el zumbar de un insecto, hubo un momento en que tuve que romperlo
para constatar que no me había quedado sordo.
-Hola, ¿hay alguien aquí? -pronuncié con una voz que no
parecía la mía, y si bien lo que más deseaba era que una respuesta rompiera el
hechizo, creo que muy profundo en mi alma sentía que de haber un ser vivo en los
alrededores no quería escuchar cómo sonaba. Nadie respondió a mi interrogante,
nada se movía en el jardín ni en la laguna ni en el puente que la atravesaba,
el árbol que se alzaba junto a éste no podía estar más inmóvil.
¿Creerás, Eloísa, si te digo que estuve seguro de haber
enloquecido por completo? Ingenuo de mí, peores cosas me deparaba el futuro,
visiones que no me hicieron dudar de mi locura sino que me hicieron desear
nunca haber estado cuerdo. Cuando el silencio finalmente se quebró, el sonido que
ya nunca se detuvo, ni en esa escena ni dentro de mi cabeza, fue un gorgoteo,
una gárgara. Un sonido que me hizo pensar en criaturas marinas hambrientas,
enormes, con tentáculos, dientes, mal aliento, pero sobre todo muy hambrientas.
Mis ojos descubrieron casi al mismo tiempo un rastro viscoso en el suelo.
Provenía, al parecer, de la laguna ya que los pastos aplastados dibujaban una
especie de sendero en esa dirección y rodeaban la casa en sentido contrario al
que yo había tomado para llegar al patio trasero. Mi mente me gritaba hipótesis
razonables con desesperación. Alguien había caído del puente hacia las heladas
aguas de la laguna, quizá no supiera nadar y una de las demás personas con las
que compartía el almuerzo se precipitó en su rescate, arrastrando el cuerpo
hasta la casa. En esa situación de emergencia era lógico que todos los
presentes abandonaran el lugar compungidos por el desastre. Pero ese sonido,
Eloísa, ese horrible sonido vencía los razonamientos más coherentes, y luego de
estar un largo rato paralizado en el mismo punto, cuando mis piernas pudieron
moverse, avanzaron en la dirección contraria a la que mi mente deseaba. Sí,
querida amiga, no me preguntes por qué, pero rodeé la casa tras el rastro
húmedo y hacia el lugar desde el que provenía aquel ruido aterrador.
Tras el interminable rodeo, con el latir de mi corazón
opacando cualquier otro sonido, mi mente no terminaba de cuadrar lo que mis
ojos descubrieron. No había a la vista ninguna criatura semejante a la que mi
imaginación había ido construyendo, no había tentáculos, cuerpo viscoso ni
dientes descomunales. Frente a mí había tan solo un hombre a la luz tenue de un
farol. Parado en medio de aquella quietud, con los ojos perdidos en la
creciente oscuridad de la noche, había un hombre moreno de rasgos indígenas,
grande como un toro, pero un hombre al fin. En ese instante, querida Eloísa,
cometí el peor de los errores: me relajé. Apoyé mi cámara de fotos en la maceta
más cercana por miedo a dejarla caer al suelo, puesto que mis piernas se aflojaron
al liberarme de la tensión que atenazaba mis músculos hasta ese momento. En mi
pecho oí un golpeteo extraño y tardé unos segundos en comprender que era risa.
Conforme ese ladrido disfónico se transformaba en una risa humana, las lágrimas
desbordaron mis ojos y quise poder sentarme, respirar con normalidad y entablar
una conversación con el habitante de aquel hogar, convencido de que sus
explicaciones serían muy parecidas a mis previas hipótesis.
Entonces comencé a sentir como si me sumergiera en aguas
turbias de manera muy lenta y sin pausa; no podía evitar ahogarme, pero tampoco
hacía nada por detenerme. Mi mente no dejó de gritarme en ningún momento, amiga
mía, fui yo el necio que decidió ignorarla y buscar una respuesta sensata donde
en realidad no la había. Conforme la risa continuaba escapando de mis labios,
mi mirada tropezó con el escenario del horror. Los cuerpos se hallaban
desperdigados entre la casa y la laguna, jirones de seres humanos mezclados con
charcos de sangre y entrañas, con los brazos extendidos y manos convertidas en
garfios que jamás pudieron aferrarse a ninguna parte para poder escapar. Un
rastro de cadáveres a medio devorar que apuntaba sin duda alguna al hombre
perturbadoramente tranquilo. Todo allí, en la periferia de mi mirada, que
prefirió centrarse en la vivienda buscando una forma monstruosa que cuadrara
con la esbozada en mi mente. La risa se me truncó en gemidos, luego en
alaridos; y todo ese atragantado balbucear fluyendo de mí me impedía escuchar
el borboteo horrendo que nunca había cesado, eso que yo había creído el sonido
ahogado de una bestia con tentáculos era un sonido audible, imposible de
identificar, pero que provenía de la boca entreabierta del anfitrión de la
casa.
La cantidad de veces que he repasado esta escena en mi mente
roza la obsesión enfermiza, pero es la única manera de poder plasmarla en el
papel con la fidelidad necesaria. No hubo una sola vez que no terminara
llorando, con la cabeza escondida entre los brazos y el corazón galopando
desbocado en el pecho al punto de temer por mi vida. En aquel momento, sin embargo, temía más por mi salud mental, pues lentamente
me iba convenciendo de que no saldría de allí con vida.
Hasta aquí la escena se asemejaría mucho a los actos
llevados a cabo por un asesino serial, ¿cierto? Uno de esos monstruos que
aparecen en las novelas que tanto te gusta devorar, un hombre arrastrado hasta
las profundidades de algún abismo ajeno a nuestras mentes mediocres, movido por
apetitos que no podríamos comprender ni en nuestras pesadillas más alocadas.
Respira hondo, Eloísa, siéntate derecha en tu sillón e intenta comprender lo
que escribiré a continuación, intenta entenderlo por mí, porque cada vez
desconfío más de mi pobre mente obnubilada.
Me hallaba yo allí parado, como un idiota loco ante una
masacre, tratando de frenar los sonidos espasmódicos que escapaban de mi
interior, cuando la cabeza del hombre moreno comenzó a girarse en mi dirección.
Sé que mi estado era deplorable, que no podría haber mantenido una conversación
coherente, que las cosas que había visto e imaginado mantenían mi espíritu en
una especie de limbo desestabilizador de cualquier cordura. Yo mismo dudo de mi
salud mental a partir de ese día, pero Eloísa, juro por lo más sagrado, por la
vida de mi anciana madre si fuera necesario, que no fueron alucinaciones ni
juegos de sombras de la pobre iluminación. Cuando el rostro de ese hombre se
enfrentó con el mío pude ver sus ojos, unos ojos hundidos que emitían un
diabólico resplandor rojizo que parecía palpitar al ritmo del sonido que
brotaba de sus labios entreabiertos. Si eso hubiera sido todo, querida amiga,
una vez fuera de allí yo hubiese juntado valor con el tiempo para volver a
verte y contarte todo esto en persona, deseo cada día y cada noche que eso
hubiese sido todo.
Con esa demoníaca mirada clavándose en la mía sentí que mi
cuerpo comenzaba a temblar, me creí incapaz de moverme del sitio en que estaba
plantado. Supe que ese hombre con los ojos muertos y destellantes se acercaría
hasta mí, hundiría un puñal en mi pecho y convertiría mi cuerpo en uno más del
montón, porque no poseía la fuerza suficiente para escapar de mi espantoso
destino. Mas cuando ese ser avanzó, su boca comenzó a abrirse y el límite
impuesto por su mandíbula no la detuvo. Esa boca continuó abriéndose más y más
conforme avanzaba hacia mí. Desde su interior los sonidos chapoteantes se
volvieron ensordecedores, creí vislumbrar el brillo de algo moviéndose en las
profundidades y el olor que invadió el aire amenazó con hacerme vomitar.
Lo que fuera que allí habitara, algo enfurecido y
nauseabundo, no se conformaba con ese huésped. La mandíbula se desencajó, la
cara entera estaba partiéndose y aquel ser no dejaba de avanzar. En ese
momento, algún instinto muy básico electrificó mi cuerpo y lo puso en
movimiento. Quizá fuera el terror puro que me ocasionaba la sola idea de
vislumbrar aquello que pugnaba por emerger de ese pobre diablo, pero mis
piernas comenzaron a moverse, sin coordinación al principio. Tropecé con sillas
y plantas, caí, me arrastré, perdí mi cartera de cuero, trozos de mi saco y
pantalones en algún punto. En cuanto logré volver a ponerme en pie y mis
miembros coordinaron, comencé a correr lo más rápido que pude. En la oscuridad
de la noche ya instaurada, mi sentido de orientación fue peor que pésimo y
cuando mis pies chapotearon de pronto en aguas heladas creí desfallecer. Giré
buscando a mi perseguidor, pero no pude distinguir en la penumbra más que el
débil resplandor del farol en la distancia, no me había alejado demasiado y, sin
embargo, mi cuerpo sentía como si hubiese recorrido kilómetros resollando sin
parar. Necesitaba enfocar mi mente y decidir lo antes posible mi curso de
acción o no saldría de allí con vida.
El galope desbocado dentro de mi pecho se volvió doloroso al
descubrir que el sonido había cambiado, el gorgotear contenido en el interior
de aquel ser, que no puedo seguir denominando “hombre”, se había amplificado
transformándose en una suerte de grito fantasmagórico, hambriento, furioso, un
sonido sobrenatural que parecía destilar odio. Un odio rancio, ancestral, que
declamaba al aire su ansia de venganza. Por supuesto que todo esto lo elucubré
más tarde, en el silencio y la soledad de mis aposentos, lejos del peligro
invisible que me pisaba los talones. Fui capaz de reconocer la dirección de
donde provenía e intenté encaminar mi penoso cuerpo hacia la casa, creía
entonces que un espacio cerrado podría ponerme a salvo de aquella amenaza.
Decidí bordear la laguna hasta acercarme lo más que pudiera a la puerta de la
vivienda, al menos tendría una referencia de mi entorno hasta que mis ojos se
acostumbraran un poco a la oscuridad. El asunto es que no estaba seguro de
tener el tiempo necesario hasta que esto sucediera.
Algo sucedió antes de alejarme de la orilla, algo que prefiero
no recordar más que de manera superficial para dejar registro de ello en estas
líneas. Tropecé y resbalé con un cuerpo que no parecía humano, poseía unos
miembros de enormes proporciones, mis pies se hundieron en su carne putrefacta
con suma facilidad, como si hubiese permanecido en el agua por demasiado tiempo
y pude vislumbrar, muy a mi pesar, que tenía la cabeza destrozada, abierta al
medio y desparramada sobre el césped. En contra de todos mis planes, vomité
encima de sus restos todo el contenido de mi estómago. Cuando pude volver a
incorporarme busqué con desesperación la puerta de entrada de la casa y, con la
vista fija en ella, corrí hacia allá sin considerar dónde ponía los pies.
Tropecé varias veces, tu imaginación es lo suficientemente despierta, estimada,
yo no quiero detenerme a pensar con qué trozos de aquellos cadáveres puedo
haberme topado. El asunto es que alcancé mi objetivo. Llegué hasta la puerta
abierta de la construcción erigida en medio de aquel infierno de pesadilla, es
increíble pensar que aquel lugar que despertara mi amor de fotógrafo pudiera
ser el mismo donde intentaba refugiarme de algo que mi mente quería olvidar más
que comprender. Me interné sin miramientos en el interior de esa casa ajena, me
apresuré a cerrar la puerta, no sin antes vislumbrar a la luz de la farola el
contorno de mi perseguidor, se hallaba de rodillas, con las manos apoyadas en
el pasto, como si la voluntad de moverse lo hubiera abandonado. Quiero creer,
Eloísa, que el contraste de luces y sombras y mi imaginación exaltada por el
alud de acontecimientos inverosímiles me jugaron una mala pasada, porque si
debo dar crédito a mis ojos me convendría declararme lunático sin pensarlo
demasiado. Imaginé, en fin… creí ver que la cabeza de aquel ser había desaparecido
y desde el lugar donde debía haber estado surgía una suerte de enjambre de
negros insectos que se unían y volvían a separarse sin dejar de emitir aquel
desesperante sonido.
Trabé la puerta, puse delante todo lo que fui
capaz de mover y entonces no supe qué más hacer, me desplomé sentado en el
suelo de madera, apoyé mi espalda contra la pared, escondí la cabeza entre mis
brazos y me dispuse a esperar qué me deparaba mi suerte. ¿Puedes creer, Eloísa,
que aquella cosa no se detuvo ante el obstáculo de una vivienda cerrada? Al
contrario, pareció encarnizarse ante la posibilidad de que lograra esconderme
de ella. El zumbido que generaba aquel enjambre no dejaba de parecerme un grito
rabioso, y en cuestión de segundos lo sentí rodear la casa. Sí, sé que no puedo
confiar en mis sentidos en semejante situación, y mucho menos en mi criterio,
pero por más vueltas que le dé al asunto, es la descripción más cercana que
puedo brindar. El sonido rodeaba la casa, y no solo eso, sino que la azotaba.
Pronto las puertas y ventanas comenzaron a temblar como si estuviese en medio
de un huracán. El alarido se tornó ensordecedor, tapé mis oídos y entoné una
plegaria, más como un mantra que como un rezo. Necesitaba oír otra cosa,
deseaba más que nada en este mundo callar aquel sonido infernal. Las oraciones
se convirtieron en balbuceos y más tarde en sollozos. No me avergüenza en lo
más mínimo confesar que terminé llorando a gritos y ni siquiera así logré
eclipsar ese clamor sobrenatural que amenazaba con derribar la casa.
Percibí entonces algo que desde afuera no había notado, en
mi estado alterado no fui capaz de fijarme en cosas ajenas a mi propia
desesperación; las ventanas estaban tapiadas. Todas las aberturas, a excepción
de la puerta por donde yo había entrado, estaban cerradas con lo que algún
pobre desgraciado pudo encontrar a mano. La situación me pareció, luego de este
descubrimiento, más grave de lo que ya era. ¿Qué había sucedido con el pobre
infeliz? ¿Era acaso ese ser de pesadilla que perdiera la cabeza instantes atrás
ante mis propios ojos? ¿De qué manera había logrado ingresar este engendro
infernal en un hogar tan meticulosamente cerrado?
En medio de aquella vorágine descubrí de pronto
que no me hallaba solo dentro de la vivienda. Un haz de luz que penetraba por
una rendija de la puerta hizo fosforecer un instante un par de ojos en la
oscuridad. A menos de dos metros de mí, me observaban con curiosidad y no
aparentaban temor alguno. Mi acompañante de cautiverio no intentaba alejarse ni
parecía alterado por la situación que nos envolvía, tan sólo se limitaba a
estudiarme con solemnidad. Hubo un instante de clímax en el furioso asedio, las
puertas y ventanas se sacudieron con tanta fuerza que parecieron a punto de
volar por los aires. Recién entonces distinguí un maullido ronco, muy bajo pero
audible, cerca de mis oídos. Aquel sonido, amiga, hizo una enorme diferencia en
mi estado de ánimo. Sabes que no me llevo bien con los gatos, pero comprender
que aquel animal temía las mismas cosas que yo les daba un matiz realista que
casi había abandonado mi mente. Me aferré a esa creencia en un desesperado
intento por discernir la realidad de la fantasía. La presencia del felino no me
reconfortó como lo hubiese hecho cualquier otra forma de vida corriente, para
mí los gatos son seres surgidos del inframundo que supieron encontrar el camino
de salida y se sintieron muy cómodos en este plano de existencia donde los
humanos que se sienten a gusto a su alrededor los atienden como si fueran
semidioses. No soy de esas personas, y tal vez si mi cabeza no hubiese estado
saturada por la situación hubiese considerado la posibilidad de que el animal
fuese un esbirro de aquella criatura infernal. Sin embargo, conforme todo se
volvía más caótico, el gato clavaba los ojos en las ventanas y arqueaba el lomo
de pelaje inflado ante la amenaza, tan incómodo como yo ante las embestidas que
sufría nuestro refugio.
Aquello logró consolarme un poco. Mi mente pudo enfocarse en
algo más práctico y conseguí hallar uno de esos faroles a kerosene, escudriñar
a mi alrededor para intentar comprender la naturaleza de los hechos y no
claudicar ante la catástrofe que se cernía sobre mi horizonte como una negra
tormenta. ¡Oh, Eloísa! ¡Cuánto eché de menos tus dotes detectivescas!
Tras eternas incursiones en los distintos ambientes,
intentando sin mucho éxito ignorar el vendaval demoníaco que envolvía la
vivienda, fui capaz de unir los cabos sueltos que, al día de hoy, creo que fue
lo que sucedió. Hallé un retrato familiar en el cual pude reconocer el rostro
de mi perseguidor. El semblante moreno que sonreía en la fotografía junto a su
esposa y su hijo adolescente estaba lejos de parecerse a la expresión del
hombre adusto que vomitara aquella abominación en el jardín, pero es difícil
que en mi vida logre olvidar ese rostro. Pertenecía al hombre del retrato,
padre de familia, dueño de casa.
Haciendo un gran esfuerzo recordé lo que mi mente ya
intentaba olvidar: el grupo de cadáveres dispersos entre la laguna y la
vivienda. Imposible pasar por alto la imagen de los cuerpos masacrados, sin
embargo, tuve que esforzarme para recordar los rostros que pude vislumbrar.
Todos ellos eran adolescentes, a excepción de aquel primero que mi mente no
puede considerar un ser humano. Tanta juventud marchita… La angustia volvió a
instalarse en mi pecho ante tamaño cuadro. De todos estos indicios mi cabeza
armó un esbozo de historia. Quizá me equivoque, pero dudo estar demasiado lejos
de la verdad. El banquete era una fiesta de los jóvenes, tal vez el cumpleaños
del habitante menor de la casa. No hay manera de saber qué fue lo que salió
horriblemente mal, pero todos los jóvenes murieron en medio de la celebración.
Quizás alguno lograra huir, pero un suceso así paraliza, dudo que alguno
poseyera la fuerza mental suficiente para sobreponerse a los hechos y poder
escapar. Quizá los padres llegaron y encontraron esa escena si es que no
estaban en el hogar… No existen palabras que puedan describir lo que pueden
haber sentido. Tampoco quiero ponerme en ese lugar, nunca. Si el padre fue el
último en pie, puedo suponer que la madre fue quien se atrincheró dentro de la
vivienda. No hallé cuerpos en el interior de la casa, por lo tanto, asumo que algo la instó a abrir la puerta de su
improvisada fortaleza.
Hallé en un rincón unos botellones de kerosene que, al
parecer, pretendía utilizar para poner fin a la amenaza que extinguiera a todos
los comensales. Esto no fue utilizado, por lo que deduzco que al descubrir que
el huésped que alojaba al asesino era nada menos que su marido, sus planes se
frustraron. Es probable que haya salido por voluntad propia o haya sido
engañada para abandonar su refugio y, una vez al alcance de este ser infernal,
su vida haya sido segada con la misma facilidad que las de sus invitados. Todo
este trabajo deductivo, querida amiga, no alivió la inquietud de mi alma, pero
al menos distrajo un poco mi mente paralizada y me encaminó hacia el único plan
de acción posible. El abandonado por la valiente dama que terminara arriesgando
su vida por amor. Creo que, pese a todo,
adorarás ese detalle de la historia, ¿verdad, amiga mía? Confieso que me robó
una triste sonrisa.
Lo arriesgado del asunto se resumía en un solo interrogante:
¿En qué envase alojaría el mal disperso para poder incinerarlo? No sería mi
propio cuerpo, eso lo tenía bien claro. No soy ningún héroe y mucho menos un
mártir. La respuesta a mi pregunta apareció sola, refregándose entre mis
piernas. Puedo adivinar tu expresión en este instante, Eloísa. No pediré perdón
por ello, era mi única escapatoria. Debía pensar los detalles con detenimiento,
no habría segundas oportunidades para mí ni para nadie. Pensándolo ahora en
perspectiva, fui egoísta desde el comienzo, pero sin quererlo estaba librando a
la humanidad de algo atroz que, de escapar con vida de allí, podría ocasionar
una masacre de proporciones bíblicas. Me consuelo pensando que de manera
inconsciente intentaba salvar más vidas que la mía.
No fue tarea fácil inmovilizar al felino y mucho menos
lograr empaparlo en kerosene. Obtuve heridas que tardarán mucho tiempo en
borrarse, pero creo que es un precio bastante bajo para lo que la situación
insinuaba. El azotar alrededor de la vivienda no se detuvo en ningún momento. A
eso se le sumó el griterío y el siseo propio del gato, encerrado en la funda de
una almohada. No podía arriesgarme a soltarlo y tener que perseguirlo por toda
la casa, el estado alterado en que se hallaba haría imposible volver a
capturarlo. Además el tiempo apremiaba, no sé de inteligencias de seres fuera
de este mundo, pero daba la sensación de que el asedio se puntualizaba en los
lugares más endebles de la casa. Por momentos el ventanal parecía a punto de
colapsar, sobre todo en la parte superior, donde menos resistencia ofrecía
desde dentro. Debo confesar que mi ansiedad por abandonar aquel lugar había
alcanzado su punto máximo.
Me dirigí entonces hacia una ventana. La que se hallaba más
alejada de los constantes embates. Intenté con el mayor de los sigilos quitar
los obstáculos que impedían abrirla. Ya había calculado que una vez en marcha
mi plan de acción, huiría hacia el exterior a través de una puerta en el
extremo opuesto de la casa. Había despejado el camino hacia ésta y me había
procurado de un hacha para despedazarla de ser necesario.
Con mi cuerpo en total tensión, terminé de abrir la ventana
y arrojé fuera al alterado animal que, al verse libre de su prisión, se aplastó
contra el suelo, preparándose para repeler cualquier ataque. Debo admitir que,
pese a las circunstancias, se me partió el corazón. El pobre gato nunca tuvo
oportunidad de rechazar a su atacante. En cuestión de segundos, la pútrida nube
negra lo rodeó y se introdujo en su peludo cuerpo por todos los orificios que
encontró. Nunca seré capaz de olvidar, en la vida que me queda, los gritos que
emitió en esos momentos interminables.
Cuando terminó de sacudirse, fijó sus fosforescentes ojos en
mí, que pese a la desagradable escena de la que fui testigo a la luz del farol,
logré no paralizarme y ya tenía en la mano una improvisada antorcha con la cual
esperaba el embate. La mano me tembló cuando lo vi comenzar a correr en mi
dirección, pero aferré la antorcha con más fuerza mientras con la otra mano
sujetaba el postigo de la ventana para cerrarla en su peludo hocico. Cuando
estuvo a una distancia prudencial, arrojé el fuego sobre su cuerpo. Lo vi
incendiarse al tiempo que cerraba la ventana y la trababa para impedir que
ingresara en la casa. No tuve en cuenta que el kerosene se había desperdigado
por el interior de la vivienda en mi batalla con el felino y al incendiarse el
postigo al que el animal se aferraba con furia tomó sólo varios segundos que el
fuego comenzara a dispersarse por el interior de la vivienda.
Mi superviviente interno accionó los resortes indicados a
tiempo, me apropié del hacha y arremetí contra mi vía de escape. Todo lo que
siguió sucedió con tal precipitación que aún hoy, intentando hacer memoria, no
logro reconstruirlo. Cuando estuve a una distancia que creí segura, miré atrás
y pude ver las gigantescas lenguas de fuego devorando la casa y sus alrededores.
Sin detenerme a pensar en nada más que en salvar mi pellejo, corrí hasta la
extenuación. En algún momento me desplomé al costado del camino y cuando
recuperé la conciencia caminé hasta mi hogar, con el cielo aclarándose sobre mi
cabeza. Estaba convencido de que nadie querría llevarme con el aspecto que
debía presentar.
Transcurrieron días y noches de pesadilla en que reviví
aquellos sucesos una y otra vez con diferentes finales. Aún hoy dudo de mi
criterio y de mi memoria para reconstruir con detalle los hechos que tuvieron
lugar en aquella vivienda. Espero que estas líneas puedan ofrecer el más fiel
esbozo de algo que no puedo terminar de creer y mucho menos comprender.
Eres la única persona en quien confío, querida Eloísa, para
otorgarle esta crónica de la que fue víctima mi razón. No puedo continuar mi
vida con normalidad desde entonces, sólo puedo esperar sanar, poder dormir una
noche de corrido, recuperar una pequeña cuota de tranquilidad. Pero
sinceramente lo que más deseo en este mundo es poder olvidar.
Deseando que estas líneas te encuentren bien de salud, ojalá
perdones mi extensa ausencia, comprendas y creas mis razones, dado que nunca en
todos estos años de amistad hemos dejado de sernos sinceros. Ojalá mis palabras
no te perturben en demasía, sé que una parte tuya en cierta forma disfrutará el
relato, no te sientas mal por ello. Te saluda cariñosamente,
Tu amigo incondicional,
Gerardo Sandoval.
* * *
Eloísa F. recibió esta carta en un
sobre cerrado con su nombre escrito de manos de la policía, tres semanas
después de que fuera escrita. Junto con la entrega del sobre le informaron de
la desaparición de su amigo de su domicilio, de las condiciones en que hallaron
su hogar, arrasado y revuelto como si un altercado hubiese tenido lugar allí.
Tras las preguntas pertinentes le pidieron que de tener novedades acerca del
paradero del señor Sandoval, se pusiera en contacto con las autoridades.
Últimamente estaban descubriéndose hechos macabros que la policía no era capaz
de resolver. No querían asegurar que algo así le hubiese sucedido a Gerardo,
pero preferían prevenir.
Con el sobre cerrado aún en las
manos, Eloísa oyó lo que le informaban con el semblante pálido de preocupación.
Sólo cambió de expresión a una de confusión casi cómica cuando uno de los
oficiales alabó el buen corazón de su amigo por haber cuidado de un pobre gato
con casi todo el cuerpo quemado, cuyo cadáver hallaron en la vivienda vacía.
Eloísa sacudió la cabeza con incredulidad y llevó el sobre a su escritorio,
ávida de noticias, tras el desplante de Gerardo aquella lejana tarde de fines
del último otoño. Había pasado en más de una ocasión por su hogar para ver si
se hallaba enfermo o había tenido algún contratiempo grave, pero nadie había
respondido al timbre.
Sacó un abrecartas de un cajón del escritorio y muy
despacio, como si fuera un ritual, abrió el sobre y extrajo las páginas en las
que la letra familiar se despatarraba de punta a punta. Le llamó la atención el
temblor del trazo y las diferencias de tamaño en una escritura por lo general
prolija y proporcionada. Tomó la primer hoja y se sumergió en la lectura. Pero
no pudo pasar de la segunda carilla, unos quedos golpes en la ventana la
hicieron alzar la vista. Dejó el asiento con una sonrisa ante la visión repentina
del serio rostro de Gerardo Sandoval que golpeaba con insistencia el cristal.
Prefería su presencia toda la vida antes que una explicación escrita. Amaba sus
cartas, pero la lectura podía esperar. Ya tendrían tiempo de repasar la carta
entre los dos y que él pudiera ampliar los párrafos con su verborragia
habitual. ¡Qué cambiado estaba! ¡Cuánto lo había extrañado! Eloísa no veía la
hora de se pusieran al día y le explicara por qué ese amor repentino por los
gatos, de los que siempre había desconfiado.
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