Carla Gisselle Perez, nació el 28 de mayo de 1990 en el Balneario de Mar de Ajó, provincia de Buenos Aires. Actualmente estudia Lic. En Psicología. Incursionando en en gémero narrativo,“El Descarte”, es uno de sus primeras producciones.
El presente relato ha sido seleccionado
para integrar Cruz Diablo N° 7
El descarte
Dylan era un novato. No había mucho para
agregar. Había quedado en ridículo frente al Gordo Daniel y ahora nadie se
fiaba de él.
Después del disparo, en el instante en que
los sesos salpicaron parte del techo, Dylan vació todo el contenido de su
estómago sobre la alfombra.
— ¡Qué carajo, Dylan! —grité tratando de
contener el impulso de golpearlo. Era yo quién tenía que ocuparme de toda esa
mierda.
Mientras el imbécil limpiaba los restos de
su almuerzo, le hice el favor de cubrirle la cabeza al muerto con una bolsa
para basura. Lo último que necesitaba en ese momento era un compañero
descompuesto, aunque inútil, era el único sujeto al que podía manejar. Eché una
ojeada al cuerpo y reparé que había pasado por alto un detalle para nada menor.
—Sacále la ropa —dictaminé— va a haber que
cortarlo.
Y como era de esperarse, Dylan cayó de
rodillas y vomitó de nuevo. Le di una patada en el estómago para asegurarme que
expulsara todo el contenido de una buena vez. El imbécil se retorció de dolor y
rodó sobre su propio desperdicio.
Cuando regresé con la sierra, el
desgraciado había cumplido con la orden de desnudarlo. No tenía otra opción: en
el fondo, Dylan intuía lo que le ocurriría si estorbaba demasiado. Ya le habían
advertido, no por nada había sido testigo del balazo. Pero bueno, en este
oficio, cada quien hace lo que tiene que hacer. Comencé a cortar las extremidades:
primero los pies, luego las piernas y la cabeza quedó para el final. La sangre
parecía pintura fresca derramada sobre la alfombra blanca. El mío era un
trabajo minucioso, casi quirúrgico. Solo los brazos, piernas y parte del torso
se dispondrían en una especie de ataúd, la distribución de las partes formaría
las piezas de un rompecabezas sin completar. En cuanto a la cabeza, bueno, ya
tenía planeado qué hacer con ella.
Ni bien hube terminado, me dirigí a mi
inservible compañero.
—¡Trae los bolsos! —le ordené, pero al ver
que el imbécil no reaccionaba, grité más alto— ¡rápido, carajo!
Y como si lo hubieran despertado de una
pesadilla, Dylan atravesó la habitación corriendo. Estaba en choque. Eso lo
podía entender. Dylan fue la carnada. Para su desgracia había entrado en
confianza con el sujeto, y quién sabe, hasta le había llegado a agradar. Pero
el asunto era que, si el imbécil no se recuperaba pronto, el jefe le tendría
asegurado el mismo fin que al infeliz ricachón. No iba a ser la primera y única
vez que el Gordo Daniel se encargaba de algún detractor.
Sierra en mano, le indiqué cómo debía
colocar los miembros descuartizados dentro de las bolsas correspondientes.
Dylan obedeció como un autómata y dispuso los pedazos en cada una de estas. Yo,
con cierto gusto, me ocupé de tomar la cabeza. Subimos las bolsas hasta el
primer piso en dos tandas. No era sencillo transportar un cuerpo desmembrado,
pero ayudaba menos tener un cómplice como Dylan.
Antes de salir de la casa, hice una última
parada. Entré en la habitación principal, dispuse la cabeza del hijo encima de
la cama y le quité al viejo la venda de los ojos. Cuando lo vio, por Dios,
pensé que iba a darle un infarto, pero vaya a saber por qué el miserable
enmudeció.
—Acá
tu pibe te va a hacer compañía —le dije— y le sigue el otro si no pagás la
guita que nos debés.
La puerta sofocó el alarido, como el de un
perro cuando es atropellado por un auto. Dylan palideció. A propósito, había
afirmado el arma en mi cintura, por lo que, bolsa en mano, me siguió sin
titubear.
Ya en el auto, lo vi cerrar el baúl. En
esa acción, me pareció haber visto una mezcla de alivio y asco. Era un buen
indicio, pensé, pronto iba a poder recuperar la compostura y dejar de ser el estorbo
en el que se había convertido durante todo el tiempo invertido en la casa. Con
suerte, hasta servía para encarar al viejo al regreso del “descarte”.
Más relajado, me fumé un cigarro mientras
salíamos a la ruta. Dylan había recuperado el color en su rostro y mostraba una
actitud más distendida. Fue justo cuando estábamos por llegar a destino que el
teléfono vibró como loco sobre la guantera. El sonido me irritó tanto que Dylan
no supo qué hacer, tenía ganas de estamparle la jeta contra el airbag.
— ¡Atendé, pelotudo!
Y atendió.
Era el Gordo Daniel, al parecer, no tenía
buenas noticias para mí. Qué gracioso. Resultó que, después de todo el trabajo,
le habían errado con el dato. Dylan vomitó hasta la última gota de jugo
gástrico en el camino de regreso.
Maravilloso. Quiero más. Gracias por compartir.
ResponderEliminarGracias a vos por leer Cruz Diablo, Miriam.
EliminarMuchas gracias por publicar en Cruz Diablo, Carla Gisselle Perez.
ResponderEliminarMe encantó!!! ��
ResponderEliminarGracias por leer a los nuevos autores del género.
EliminarGenial tu relato Carla!! Simplemente maravilloso! la ambientación de la escena es excelente, te tiene tenso todo el tiempo!
ResponderEliminarGracias por leer Cruz Diablo.
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