Daniel González Chaves nació en San
José, Costa Rica, el 3 de noviembre de 1982. Estudió psicología en la
Universidad Nacional y fue regidor del Concejo Municipal de Tibás en dos
períodos; 2006-2010 y 2015-2016. Su primera novela “Un grito en las tinieblas;
la vida de Zárate Arkham” fue publicada en 2010 por la EUNED, su segunda novela
“Lágrimas de guerrera” vio la luz en 2013, en 2015 publicó la antología de
relatos eróticos “Club 69” y en 2016 la novela infantil “Leonor; aventuras
fantásticas”, estas últimas mediante la Editorial Clubdelibros. Ganador del
segundo lugar del Certamen Brunca de Cuento en 2014 por su relato La casa del
silencio y del primer lugar en el mismo en 2015 por La vida según Stephanie. Ha
participado en las antologías Penumbras, Cyberpunk 205, Lunas en vez de
sombras, La media cebolla y Te voy a recordar.
También podés bajarlo y leerlo en PDF desde el siguiente enlace:
https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpTTVOZlBRNS16U2s/view?usp=sharing
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Rusia,
1905.
Un ferrocarril de pasajeros recorría las
brumosas estepas que conectaban Siberia con San Petersburgo, atravesando extensas
e inhóspitas montañas nevadas rodeadas de inescrutables bosques muy tupidos. El
día empezaba a sucumbir y ya casi se había ocultado completamente el sol,
dejando sólo algunos rayos que se filtraban por las ventanas conforme fenecía
la tarde.
Mientras
tanto, una pareja dispareja se encontraba sumida en una candente escena amorosa
en el balcón trasero de un vagón. La disparidad era mayormente en edad pues,
mientras la joven involucrada era una belleza veinteañera, el sujeto le llevaba
bastantes años y no era demasiado agraciado. Ambos, sin embargo, vestían
gruesas chaquetas de lana que los protegía del gélido clima.
Pero, mientras el tipo le besaba el cuello
embebido de placer y le acariciaba la cabellera, una mirada siniestra se mostró
en el rostro de la muchacha y esta dijo:
—Dios,
perdóname por lo que voy a hacer…
—¿Qué…? —preguntó
el sujeto extrañado por la declaración, pero no tuvo tiempo de reaccionar. La
muchacha extrajo una afilada navaja del bolsillo de su abrigo y se la enterró
en el abdomen, para luego empujarlo —aún vivo— por la barda del ferrocarril.
Peinándose y reacomodándose la ropa, la
muchacha suspiró al observar su mano manchada de sangre, pero sabiendo que
había cumplido con su deber.
De pronto
contempló una figura que la llenó de pavor. ¡Esa figura de nuevo!
Estaba sobre el techo del vagón consecutivo y
se trataba de un siniestro sujeto de más de dos metros, todo cubierto de pies a
cabeza por ropajes propios del desierto africano. Los trapos blancos
desgastados que usaba sobre los hombros se le extendían como una capa hacia
atrás. Utilizaba un turbante que le envolvía la cabeza y le cubría el rostro
dejándole sólo descubiertos los ojos. Por la piel de la cara y las manos que
era visible se podía determinar que era de raza negra, y sobre su cuello
colgaba un tótem de aspecto antropoide hecho de paja que sostenía con su mano
derecha como un fetiche.
¿Pretendía asesinarla esa extraña figura?
Polonia,
tres meses después.
Una pareja de
recién casados celebraba su unión. Terminada la boda en la sinagoga local, el
joven matrimonio se adentró a la casa recién comprada. El muchacho, como era
costumbre, cargó a su mujer de rostro dichoso por el umbral. Ella aún vestía un
traje de novia blanco.
En cuanto la
colocó sobre el piso, se besaron.
Sorpresivamente, la figura siniestra que se
había posado sobre el vagón, saltó de entre las sombras para horror de la
pareja. El extraño le rajó el cuello al hombre recién casado con un afilado
cuchillo. La aterrada mujer profirió histéricos alaridos al ver a su marido
desangrándose en el suelo y retrocedió hasta chocar de espaldas con una pared,
mirando de frente al agresor. El homicida se le aproximó sórdidamente y le
propinó varios cuchillazos en el estómago salpicando sangre y manchando su
vestido de novia, para luego escapar por los tejados de las casas. No sin antes
besar a su fetiche por la ayuda brindada. La pareja cuya noche de bodas no fue
nunca consumada, fue encontrada muerta al día siguiente…
Irán,
tiempo presente.
—Debo
decirle, Dr. Ammad, que el gobierno iraní se encuentra muy complacido con su
éxito —me dijo el general Asrani, un tipo de aspecto tosco y robusto, de bigote
tupido, que vestía el uniforme propio de un general de la República Islámica
de Irán— aunque fuimos un poco escépticos al principio respecto a su teoría.
—Bueno
—respondí— el que debe agradecerles el apoyo soy yo.
En realidad no tenía mucha opción. Irán era el único
país del mundo con suficientes fondos para financiar el proyecto y con un
gobierno afín a la causa palestina.
—Entonces
—me preguntó Asrani—, ¿es seguro utilizar la máquina del tiempo?
—Completamente
—afirmé— ha sido ampliamente probada en animales y en humanos, aunque siempre
en viajes cortos al pasado. Lo más lejano ha sido de dos ó tres días, y los
sujetos han resultado ilesos.
—Entonces
asumo que está usted listo.
—Lo estoy.
—¿Viajará a
1948 para impedir la fundación de Israel?
—Esa
era la motivación de mis superiores en la Brigada de Liberación Palestina, pero ciertamente
que es una visión limitada. Si Israel no se funda en 1948 se fundará después
porque el sionismo seguirá existiendo. Yo pienso ir a la raíz; evitar del todo
el surgimiento del sionismo.
—¿Cómo?
—Asesinando
a su padre previo a que le de vida; mataré a Theodor Herzl antes de que funde
el sionismo.
Los preparativos se habían culminado. La mayor parte
de la dirigencia de la BLP
se encontraba congregada en los laboratorios científicos que Irán había
condicionado para tal efecto. El grupo radical palestino socialista y secular
tenía entre su dirigencia a viejos veteranos de varias guerras e intifadas,
muchos de los cuales mostraban aún en sus cuerpos marcas de los enfrentamientos
bélicos. La mayoría había vivido una vida agreste de violencia tanto la que
infringían con numerosos atentados terroristas y secuestros, como la que
sufrieron con la muerte de incontables familiares, amigos y camaradas.
Gracias a su naturaleza izquierdista y laica, en la
dirigencia había algunas mujeres, también entradas en años. Todas, excepto
Leila que era hermosa y atractiva. Musulmana moderada, vestía siempre una
bonita pañoleta multicolor sobre su cabeza sin lograr disimular del todo su
negra cabellera. Era delgada y de baja estatura, pero fiera como un demonio y
había matado a muchas personas. Subió meteóricamente por los mandos jerárquicos
de la BLP hasta
colocarse en la dirigencia en tiempo récord, siendo aún una jovenzuela. Apoyó
mi proyecto desde el principio y siempre creyó en mí.
Y sin duda necesitaba apoyo, pues mi hipótesis era
ciertamente revolucionaria, aunque debo admitir que no era enteramente nueva. Diferentes
naciones habían estado trabajando en el viaje en el tiempo. Se dice que ya
desde 1943 tras el fallido Experimento Filadelfia, el ejército de Estados Unidos
comenzó a investigar el tema. Los alemanes y los británicos habían avanzado un
poco en el asunto, y se afirma también que los japoneses —como siempre— eran
los que tenían mejores logros en el asunto. Los rusos y los chinos estaban en
pañales respecto al tema.
Mientras estudiaba física cuántica en la Universidad de Moscú,
fui visitado por un científico estadounidense que había pasado años en el
exilio. El sujeto se veía inestable, paranoico y temeroso de su sombra. Me dijo
que él sabía todo sobre el horrendo Experimento Filadelfia durante el cual el
ejército estadounidense pretendió —o al menos eso dijeron— hacer invisible un
enorme buque de guerra mediante la manipulación de campos electromagnéticos
pero, en su lugar, transportaron al navío en el tiempo y el espacio haciéndolo
atravesar 600
kilómetros en 15 minutos. Los marineros que lo
tripulaban quedaron mórbidamente desfigurados y quemados, con partes del cuerpo
evaporadas, otros se fusionaron con la estructura metálica y otros simplemente
se esfumaron para siempre.
Sin embargo, me dijo, él sabía que los estadounidenses
habían logrado perfeccionar el proceso y realizaban experimentos terribles y
toda clase de atrocidades en el Área 51 donde él trabajó y escapó horrorizado.
Me dijo también que mi trabajo era brillante y que era el eslabón que les
faltaba a los americanos, y luego me entregó todos sus documentos. Poco después
el pobre hombre fue encontrado muerto en el río Neva tras un supuesto suicidio.
Las notas de las cuales el científico prófugo me hizo
depositario hicieron avanzar mi trabajo varias décadas, pero era evidente que,
en efecto, a los yankis les faltaba uno ó dos detalles para lograr un certero
desplazamiento en el tiempo. No bastaba con doblar el espacio-tiempo mediante
un campo electromagnético, ni con crear un agujero negro artificial de medianas
dimensiones, era necesario producir suficientes gravitones para hacer un
agujero de gusano. Era necesario volver “tangibles” a los neutrinos, pero no
ahondaré en extensas teorías y divagaciones científicas, digamos solamente que
yo conocía la clave que los americanos no tenían.
Y ya que desde mi adolescencia, tras la muerte de mis
padres en un bombardeo a Gaza, me uní a la Brigada de Liberación Palestina, enrolado por un
viejo coronel que se convirtió en mi segundo padre mientras me predicaba sobre la Causa en el miserable campo
de refugiados en Jordania donde terminé, rodeado por la pestilencia del
hacinamiento, careciendo de lo elemental y en las condiciones más paupérrimas y
deplorables, y embargado por la ira más profunda, decidí poner en práctica un
plan muy atrevido.
No ahondaré tampoco en mi labor como miembro de la
organización radical a la que pertenecí ni de los diferentes actos clasificados
como terroristas por israelíes y estadounidenses que cometí, simplemente les
diré que mi capacidad intelectual fue siempre muy superior y que mi propio
tutor, el Coronel, me pidió que dejara de lado la labor de campo y me
concentrara en estudiar física, química nuclear y otras disciplinas científicas
con fines naturalmente bélicos.
Aprendí rápidamente a hacer bombas atómicas de poder
contar con el material nuclear necesario pero ¿de que serviría? Ciertamente era
un ciclo de violencia interminable. No había forma de tener una victoria
contundente de parte de ninguno de los dos bandos… a menos que…
Así, me concentré en el estudio de la física teórica.
Me adentré en la relatividad de Einstein, en la gravedad cuántica, en la teoría
de las cuerdas, etc. Desarrollé mi teoría que eventualmente cayó en manos del
misterioso científico que escapaba de oscuras fuerzas totalitarias y que me dio
las claves para el éxito, y así se lo comuniqué a mi tutor y a sus colegas en
la dirigencia. La mejor y única forma certera de terminar el conflicto;
evitando que surgiera.
El único país con la capacidad logística y económica
de emprender el proyecto y que fuera nuestro aliado era Irán. Estados Unidos se
lo sospechaba, pues dudo que su insistencia de presionar a Irán para que deje
de lado sus programas nucleares y por realizar inspecciones responda sólo a una
motivación convencional. No, los americanos sospechan en lo que estamos, así
que el tiempo apremia.
Leila me besó en la mejilla para despedirse.
—Que
Alá te acompañe y te guíe.
—Ishalá –respondí. Había orado muchas
veces y confiaba en Dios, pero las palabras de Leila resultaban también
reconfortantes.
Me coloqué dentro de la máquina del tiempo; una
estructura esférica rodeada por enormes anillos giratorios, en ese momento
estáticos, que estaba suspendida por enormes cables sobre el suelo. Estaba
vestido como un hombre de la época a la que iba y con una buena cantidad del
dinero que estaría en vigencia en aquel momento.
Desde la consola de controles protegidos por un vidrio
especial y por gafas oscuras, se encontraba el equipo de técnicos y científicos,
mayormente iraní, controlando el procedimiento, y a su lado estaba Leila,
algunos oficiales iraníes y la mayor parte de la dirigencia jerárquica de la BLP , salvo mi querido tutor,
el Coronel, muerto por fuego de morteros algunos meses atrás. Pero, si me
misión tenía éxito, él no habría muerto, ni tampoco mis padres ni millones de
personas diferentes.
—Salam —dijo Leila desde ese lugar
despidiéndose de mí.
El equipo inició el proceso. Enormes cantidades de energía
electromagnética comenzaron a ser producidos por uranio enriquecido, suficiente
material radioactivo como para iluminar una ciudad por años ó borrarla del
mapa, y luego comenzaron a girar los anillos. En cuestión de segundos el
proceso culminó y mi cuerpo entero fue separado en millones de partículas
subatómicas conocidas como taquiones viajando más rápido que la luz,
atravesando el Cosmos mediante un agujero de gusano artificial, retrocediendo
en el tiempo como haría todo aquello que supere la velocidad de la luz y,
finalmente, reapareciendo en las coordenadas especificadas tanto de tiempo como
de espacio: Budapest, Hungría, en 1870.
Reaparecí desorientado y sintiéndome aturdido, pero
ileso, en las afueras de Budapest. Nuestros expertos supusieron que la mejor
hora sería en la madrugada y el mejor lugar en las afueras para que mi súbita
aparición no llamara la atención. El proceso no podía calcular exactamente el
lugar ó la hora, pero fue bastante acertado y me conformé con no haber
reaparecido fusionado en una pared (que era una posibilidad).
—¡Ya
voy! ¡Ya voy! –refunfuñaba el viejo y regordete posadero húngaro mientras
bajaba las escaleras pesadamente y con una abrigo medio carcomido sobre su
pijama para atender el llamado insistente que hacía yo a la puerta.
—Buenas noches —dije en alemán, uno de los idiomas más
comunes en la Hungría
de la época, que pertenecía al Imperio austriaco, y lengua que domino
perfectamente—. Disculpe mi impertinencia pero me urge una habitación.
—¿A estas horas? —se preguntó intrigado por el
extranjero misterioso y salido de la nada a una hora en que ni trenes ni
carruaje recorrían los trayectos locales—. ¿Es usted gitano? ¿Turco? —preguntó,
observando desconfiado mi tez morena y mis rasgos faciales.
—Palestino —respondí—. No sé cuanto cueste una
habitación, pero tengo dinero —dije, mostrándole un fajo de billetes que le
iluminó el rostro con gesto ávido y codicioso. Sin mayor trámite me alojó en su
hostal.
En la mañana, tras las oraciones matutinas prescritas
a todo musulmán, me dirigí hacia el centro de Budapest en un caballo que le
compré al hostelero. Para mis parámetros modernos, donde una concurrida
metrópoli sería un ruidoso y caótico vergel urbano de millones de personas, la Budapest de 1870 parecía
tranquila y apacible, aunque fuera una de las grandes capitales europeas de la
época.
En una de las escuelas del lugar estudiaba el niño
Herzl, de diez años, recién transferido de una escuela exclusivamente judía a
una mixta. El muchacho, flacucho y de anteojos, se encontraba leyendo y no se
percataba de mi presencia parapetado tras uno de los árboles de los jardines
que rodeaban el gris centro educativo.
Su lectura fue interrumpida súbitamente por un grupo
de muchachos que le hablaron en húngaro, por lo que no entendí lo que le
decían, pero su lenguaje corporal y la reacción del infante denotaban que eran
insultos. Minutos después le propinaron una golpiza hasta dejarlo tendido sobre
el suelo y sangrando por la boca y la nariz. Algo me movió a intervenir y salí
de mi escondite gritando improperios que ahuyentaron a los agresores.
—¿Te encuentras bien? —le dije, una vez que se
hubieran alejado sus compañeros. Sabía que él hablaba alemán porque su familia
pertenecía a la minoría germanoparlante húngara.
—Sí, sí. Gracias. ¿Quién es usted?
—Eh… me llamó Ammad. Soy… un científico.
—Gracias por ayudarme. Mi nombre es Theodor —y empezó
a quejarse de lo mal que lo trataban los demás por ser, además de judío,
estudioso y de una familia burguesa.
Me estremecí. El chico que debía asesinar era tan sólo
un muchacho asustado. Mi determinación flaqueó. ¿Me perdonaría Dios por matar a
este niño? Preparé mi arma —un revólver calibre .38 del siglo XXI con
silenciador— con la cual ultimaría al muchacho sin ninguna dificultad. Después
de hacerlo, activaría un dispositivo similar a un reloj de pulsera que emitiría
una nueva señal de taquiones devolviéndome, teóricamente, a mi tiempo.
Preparé la pistola. Estaba cargada y lista para
matar…la sostuve en mis manos debajo de mi chaqueta y le apunté al niño.
—¡Theodor! —llamó una voz femenina y me espanté.
Escondí de nuevo el arma y suspiré. Supuse que se trataba de la madre del menor
acercándosenos.
—¡Aquí estoy! —respondió Theodor y poco después se nos
unió una muchacha de unos veinte años, de cabello negro rizado, piel blanca y
nariz aguileña. No podía ser la madre del niño, pues usaba una cruz sobre su
blusa de seda que hacía juego con las largas faldas de la época—. Ella es mi
profesora, la Srta. Rivaldi
—presentó el chico—, él es el Sr. Ammad, un científico.
—Mucho gusto –afirmé y estreché la mano de la
educadora hipnotizado por su espléndida belleza y su abrumadora simpatía.
—El gusto es mío —dijo ella sonriente— Carolina
Rivaldi para servirle.
—¿Italiana?
—Algo así. Bueno, es hora de regresar a clases, con su
permiso —dijo, y se alejó de mí tomando al inocente Theodor de la mano
izquierda. El niño se despidió con un infantil gesto de su mano derecha,
perdiéndose ambos dentro de las entrañas de la escuela.
Había perdido una oportunidad de oro por la
interrupción de Carolina, sin embargo se lo perdoné por su belleza. Apechugué
por el percance y me dediqué a planificar como darle muerte a Herzl.
Para ello me fue necesario merodear por los linderos
de la escuela esperando furtivamente a que saliera de clases. Pensaba
dispararle mientras se dirigiera a su hogar…
La salida se dio. Los muchachos comenzaron a desalojar
las aulas corriendo desde el interior del edificio, todos mostrando rostros
festivos y de alivio por el término de la jornada. Todos, excepto Herzl, que
estaba ensimismado y meditabundo, como siempre. Mientras bajaba las escaleras,
uno de sus compañeros le dio un empujón que hizo que todas sus pertenencias —cuadernos,
libros, lápices, etc.— cayeran al suelo y se desparramaran por las gradas,
causando un caos de hojas de papel.
Mientras recogía sus pertenencias, toqué la culata de
mi pistola preparado para perpetrar el infanticidio.
—¿Qué hace siguiendo a Theodor? —me preguntó Carolina,
sobresaltándome. De alguna manera había procurado acercárseme silenciosamente y
me sorprendió hablando a mis espaldas. Nuevamente, desistí de mi plan homicida.
—¿Eh…? ¿Perdón? –dije desconcertado. Ella estaba
detrás de mí con rostro suspicaz. Pensé que era una mujer muy lista que se
percató de que yo estaba tramando algo—. No, no lo estoy siguiendo… bueno…
Verá… yo… me conmoví por la forma en que lo trataban sus compañeros y… pues
intento protegerlo. Sé que él no es nada mío pero… me recuerda a mi mismo a su
edad.
—¿Usted es judío?
—Árabe –respondí.
—¡Ah! ¡Entiendo! Los árabes y los judíos son primos.
Los hijos de Isaac e Ismael, y descendientes de Abraham. Eso explica porqué se
siente cercano al muchacho.
—Correcto.
—Me parece muy dulce de su parte —dijo sonriente y acariciándome
el brazo derecho— ¿Desea acompañarme por un café?
No podía decir que no.
Conversamos durante horas en una de las cafeterías de
Budapest. El café de ese tiempo sabía muy diferente al café químicamente
tratado del mío. La conversación fue realmente agradable y la tarde murió dando
paso a la noche. Aún guardaba en mi mente el sentido del deber y la obligación
de asesinar a Herzl, pero pensé que el muchacho podía morir mañana.
—He pasado una velada maravillosa —me dijo sonriente
cuando el café hacia rato se había acabado y los clientes del local casi se
habían ido todos a sus casas—. ¿Desearía ir a tomarse una copa conmigo?
—Los musulmanes no bebemos licor.
—Cierto —dijo.
—¿Usted es católica?
—Sí. Pero no soy fanática. Judíos, cristianos y musulmanes
somos hermanos que adoramos al mismo Dios ¿no le parece?
—Por supuesto. Es una lástima que a veces no podamos
llevarnos bien.
Acompañé a Carolina hasta su casa, un humilde
apartamento que alquilaba a una anciana pareja de alemanes. Recordé que estaba
cerca de la casa de los Herzl pues, como parte de mi preparación, había
recorrido cada tramo donde vivió Herzl de niño para familiarizarme con su
ambiente. Claro, esto lo hice en el siglo XXI, pero esa área particular no
había cambiado demasiado.
Entonces pensé que lo mejor era matarlo mientras
dormía; entrar a la casa y dispararle en su cama. En cuanto me separara de
Carolina me dirigiría a la residencia
Herzl a perpetrar mi crimen. Interrumpiendo mis sórdidos pensamientos, Carolina
se me aproximó y me besó en los labios.
Aunque en circunstancias normales sería mucho más
recatado en estos asuntos por mi religión, debo decir que me encontraba
abrumado por la extraordinaria belleza y la personalidad carismática de
Carolina. Correspondí sus besos con fervor en la durmiente ciudad húngara y
recorrimos lentamente cada tramo entre la entrada y las escaleras hasta su
habitación sumidos en una embriagante pasión.
Mientras le besaba el cuello, Carolina abrió la puerta
de su habitación y encendió la canfinera llenando el aposento de luz.
Y tras cerrar la puerta sobrevino la sorpresa.
Debajo de la cama emergió un negro cubierto por un
turbante y diversos trapos, extrajo un cuchillo y se me abalanzó. Yo reaccioné
de inmediato tocando la culata de mi pistola pero fui demasiado lento, el negro
clavó la hoja de su cuchilla en mi hombro derecho. La herida habría sido mortal
de no ser porque Carolina me empujó desviando así el objetivo del africano —mi
corazón— tras lo cual, y para incrementar mi sorpresa, ella desenfundó de entre
sus ropas una colt semiautomática calibre .45 con silenciador con la cual
disparó tres tiros hiriendo de muerte al extraño sujeto.
Mientras se desangraba en el suelo y presa de
movimientos espasmódicos, el negro tomó el fetiche totémico que colgaba de su
cuello, se liberó el rostro del turbante que lo cubría mostrando la tez
característica de un nativo del continente negro, y besó el objeto que
representaba a su dios antes de expirar.
Inmediatamente comencé a sentirme enfermo, como poseído
por una fiebre intensa.
—¿Qué… que está pasando aquí? —pregunté a punto de
desfallecer. Carolina me ayudó a sentarme en la maltrecha cama donde dormía.
—¡Ammad! ¡Ammad! –sollozó Carolina— ¿no lo entiendes?
Él era un maasai. Son una aguerrida tribu de cazadores africanos que viven en
Kenia. Fue en sus tierras donde se fundó el primer estado judío del mundo
después de que los británicos les ofrecieron lo que entonces era Uganda.
—No… no… Uganda fue rechazada como propuesta en un
congreso sionista de 1905…
ñ—No. No originalmente, al menos. Tras la creación del
estado judío en Uganda hubo un sangriento conflicto con los maasai. Estos
consiguieron la tecnología para viajar en el tiempo y enviaron a este asesino a
que matara a todos los líderes sionistas que con su carisma e inteligencia
convencieron a la mayoría de acoger la propuesta de Uganda en el Séptimo
Congreso Sionista de 1905. Sus nombres no vienen al caso porque se perdieron
para siempre en la historia. Lo sé porque el me lo contó todo una vez que
coincidimos de pura casualidad en un tren. Una de sus víctimas viajaba en el
mismo tren donde viajaba la mía. Pensé que me mataría pero no, él estaba tan
sorprendido como yo de toparse con otro viajero en el tiempo.
—¿Y… quien eres tú?
—Carolina Rivaldi. No te mentí con mi nombre. Soy
argentina. Después de que la propuesta de Uganda fue rechazada (gracias a la
alteración en la historia producida por los ugandeses) un intelectual judío
convenció a la mayoría del Congreso de elegir Argentina como lugar para crear
el Estado de Israel. Yo crecí en un campo de refugiados argentinos en Costa
Rica y mis padres murieron en una de las muchas guerras y enfrentamientos
bélicos entre israelíes y latinos de Sudamérica. Por fortuna, el Vaticano nos
apoyó y mediante su financiamiento logramos conseguir una máquina del tiempo y
esta vez me tocó a mi asesinar a ese intelectual cuya identidad es irrelevante
pues su paso por la historia quedó eternamente frustrado por mí.
—Pero entonces… ¿Por qué me quería matar el maasai?
—Supongo que por una razón similar a la mía. Viajamos
de 1905 a
esta época, 1870, para proteger a Herzl y salvarle la vida. Herzl es el
principal promotor del sionismo en Palestina. Mi deber era matarte pero…
sinceramente… no pude.
—Pero… ¿por qué? ¿Por qué proteger a Herzl?
—Porque
entonces todo volverá a empezar. Algún nuevo pensador surgirá y promoverá
Argentina ó Uganda ó quien sabe donde y el ciclo se repetirá de nuevo. Esta no
es la primera vez que todo esto sucede.
—¿Por
qué me siento tan enfermo?
—El
cuchillo del maasai está envenenado. Es un veneno mortal e incurable. Lo
siento.
—¿Cuánto me queda?
—Unas ocho horas.
Y así me dispuse a escribir esta memoria de mi
travesía por el tiempo y de su trágico resultado. Un mismo ciclo, interminable
y eterno, que se perpetúa a través del tiempo.
Francia,
1894
Ammad había fallado. ¡Mi querido Ammad! Nunca sabremos
que le pasó. Pero no nos rendiríamos tan fácilmente. Mis superiores me decían;
“¡Leila! Este no es trabajo para una mujer” pero yo sabía que sí. Era perfecto,
de hecho.
Allí se encontraba Herzl. Un periodista cubriendo el
sonado caso Dreyfus en donde un infortunado judío fue acusado de traición y
sentenciado a la Isla
del Diablo. Herzl lucía ya su larga y negra barba que lo caracterizaba. Los
frecuentes linchamientos de judíos en Rusia proseguían incólumes alentados por
un Zar antisemita, y las autoridades francesas procesaban al judío Dreyfus
injustamente. Todo esto enfurecería el corazón de Herzl quien estaba a punto de
comenzar sus prédicas sionistas.
Pero yo podría evitarlo. ¡A toda costa! Mi misión era
matar a Herzl, pasara lo que pasara.
—Un caso polémico ¿verdad? —me preguntó una simpática
muchacha que tenía un gafete colgando de su cuello que la identificaba como
periodista.
—Sí, bastante.
—Mucho gusto —dijo, ofreciéndome su mano para
estrecharla— me llamo Carolina.
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