Gustavo Ramos (1984, Quilmes, Buenos
Aires) demostró tempranamente su interés por la escritura cuando se acercó a
autores como Poe, Guy de Maupassant o H. P. Lovecraft abriendo un nuevo
panorama para su llama creativa.
Es
profesor de literatura y ha ganado premios de poesía en dos oportunidades. Fue
uno de los fundadores del ciclo de lectura mensual “Club Atlético de Poetas” en la ciudad de
Bernal, localidad de Quilmes, que aún continúa desarrollándose.
(También podés leerlo y bajarlo en formato PDF desde el siguiente enlace:
Aún no sé cómo empezó
todo esto, cómo pudimos ser tan tontos. Sus rostros me observan ahora con la
luz del poniente, fríos y muertos.
Todo comenzó hace menos
de dos meses. Esteban trajo la idea, siempre el innovador del grupo, siempre el
deseoso de experimentar con lo que viniera. Se había metido en el cuerpo todo
lo que había caído en sus manos, todo lo que pudiera conseguir en el mercado
negro. Por la nariz, por la boca, por las venas, todo había transitado ya para
su deleite o para su espanto, pero lo que trajo esa tarde era muy distinto al
resto. Ya no éramos pibes, ya no éramos libres, el tiempo nos corría y con su
escoba nos iba barriendo días y días; ya no nos veíamos tan seguido. Jorge, el
más introvertido del grupo, trabajaba como un esclavo; era empleado de una tienda
de electrodomésticos, claro que de la parte de atrás, en el depósito, se
encargaba del embalaje, no podría atender a alguien aunque se lo obligaran, su
timidez era extrema, se le mezclaban las palabras o hablaba con un hilo de voz
que sólo podrían escucharlo las hormigas. Sin embargo, con nosotros era más
suelto, claro, éramos sus amigos de toda la vida, desde los quince, bah, ahora
ya con treinta y pico había perdido la vergüenza pero en verdad cuando se
emborrachaba era cuando hablaba en serio, cuando decía lo que sentía, esa
soledad, ese deseo febril de estar con alguien más que sólo con su colección de
historietas, con alguien más que con nosotros que éramos los pocos que lo
entendíamos y sí, sabíamos de qué hablaba el pobre. Su timidez le había arrasado
la adolescencia, la juventud, todo o por lo menos la parte sexual, la de las
chicas, la de encarar y ese peso lo llevaba tan mal que ni el alcohol podía
desinhibirlo en esas noches de bares cuando salíamos, era demasiada su coraza.
Con Esteban era otra
cosa, él más bien era un Don Juan, no tenía problemas con eso para nada, más
bien teníamos que aguantarnos sus peroratas, sus anécdotas siempre agrandadas
sobre mujeres que había conocido de las maneras más extrañas, como si de una
película se tratara o como si nosotros fuéramos unos idiotas, pero a él le daba
igual, debía contarlas para, tal vez, levantar su autoestima, superar su
inseguridad. Tenía la necesidad de comunicar esas hazañas amorosas, que no digo
que no existieran, a diferencia de Jorge, a Esteban sí lo había visto con
mujeres dando vueltas, pero no eran tan terriblemente espléndidas como
insinuaba en sus relatos, más bien eso era el agregado para sentirse bien, para
compararse a mis pobres conquistas o a las inexistentes de Jorge, pero bueno,
ese, como dije antes, no era el problema de Esteban. Su problema era otro.
Él también era un
esclavo del trabajo, como todos, pero a eso se le sumaba su jefe: Osvaldo
Sánchez. Me sabía el nombre de memoria por cómo él lo repetía; ese sí que era
un hijo de la gran perra, siempre gritando, rebajando, enfermando a sus
empleados por los motivos más retorcidos. Esteban no lo aguantaba más, pero no
podía renunciar a esa oficina. Trabajaba en la sección de contabilidad de una
empresa, la paga era buena, pero lo que se tenía que aguantar era demasiado.
Ese viejo parecía ser bipolar o maníaco depresivo: un día venía alegre, casi
invitándoles a una cena para que el grupo de trabajo se afianzara más, para
comentar mejoras de la empresa y, al día siguiente, te venía con un martes
trece, que todo lo que venían haciendo estaba mal, que así no iban a llegar a
ningún lado, pero lo peor era que se iba de mambo y empezaba a insultar, se
agarraba con uno en particular y se metía con su vida privada, que no servía
para nada, que se mirara y todo se iba al traste. Ya no se entendía hacia dónde
quería llegar, se había perdido el motivo primero de la discusión. Todos
estaban atemorizados y nadie quería decir nada, nadie defendía al acusado del
día por temor a represalias y cada día era igual, con el mismo miedo de ser al
que le tocara hoy bancarse la locura del viejo. Parecía hasta cierto punto una
estrategia maquiavélica, un “divide y triunfarás” maléfico, una búsqueda de
respeto que tal vez ese jefe nunca había podido lograr en la escuela ni en su
propio hogar y ahora buscaba, con su autoridad, recuperar tantos años perdidos,
sintiendo placer por cada rostro compungido, por cada lágrima de joven
sonrojada que no podía aguantar sus palabras. Pero Esteban sabía que eso no era
normal, que ese tipo era un enfermo, que no sabía nada de nada, que no hacía
más que comerles la cabeza a los empleados con sus quejas. Pero sabía también
que no podía hacer nada, era uno más de tantos y por eso lo odiaba,
profundamente odiaba a su jefe porque hacía que sus días fueran infelices, todo
el tiempo pensando en esas palabras hirientes sin que pudiera contestarle de igual
modo, sin que pudiera parar los insultos, siempre con la tensión de ser el
próximo en la lista, siempre con ese rostro molesto, esa mirada de fuego
apuntando a su mente, revoloteando como un buitre en su cabeza, no pudiendo
detenerlo, queriendo que callara por dentro; y esa violencia se sumaba a la ya
cotidiana violencia urbana, esa difusa, siempre latente, esa que estaba en
cualquier parte y en cualquier momento podía atacarte y todo se volvía
realmente insoportable, realmente asfixiante. Por eso Esteban se drogaba, por
eso buscaba la forma de callar esas voces, de detener el tiempo, de evadirse un
momento. Lo había intentado con todo, pero siempre el acostumbramiento lo
volvía inmune, lo volvía obsoleto. Necesitaba algo certero para detener ese
infierno interno, sus nervios le habían impedido hacer yoga u otras prácticas
de relajación; no podía mantenerse quieto por mucho tiempo, empezaba a picarle
todo como si su cuerpo reaccionara en contra de eso, su ansiedad lo superaba,
no podía más que darse cuenta de ello, pero nunca pasaba de ese primer paso,
saberlo.
Lo poco que le quedaba
de autoestima hacía que no quisiera ir a un psicólogo, no quería caer en eso,
no quería estar pagando de su sueldo por culpa de ese viejo hijo de puta. Era
demasiado terrible, no lo soportaba pero, sin embargo, igual lo hacía. De
alguna manera se auto-medicaba, consumía para bajar la ansiedad, para intentar
detener el constante repiqueteo de la mente. Odiaba tanto ser tan débil, tan
permeable, no poder mandar todo a la mierda, no poder dejar de pensar en
aquello durante todo el día, no poder detener eso, era más fuerte que él y yo
lo sabía.
Yo hacía las veces de
pseudo-psicólogo para mi amigo; venía a visitarme y me contaba de todo. Con
Jorge no podía, sólo asentía, no lo ayudaba, no sabía qué decirle, yo por lo
menos lo aconsejaba, también entendía de eso, también un poco me pasaba lo
mismo en mi trabajo docente, más bien a todos nos pasaría un poco, sólo que
cada uno buscaba distintas herramientas para contrarrestarlo.
Yo trataba de sacarme
el laburo con un buen baño y prometerme que cuando cerrara la puerta de mi
depto las preocupaciones quedarían del otro lado. Claro que a veces eso no daba
resultado. Si el día había sido arduo y problemático, si había tenido alguna
cuestión con algún alumno o con algún padre o directivo no se haría nada fácil,
pero por lo menos lo veía como gajes del oficio, como lo dado, aunado a todos
los demás que también pasaban por lo mismo. Lo aceptaba de alguna manera, me
conformaba, aunque suene mal, a los treinta con el laburo. Uno se empieza a
conformar al mismo tiempo que se empiezan a deshojar sus sueños o así lo veía
yo por lo menos, alguien sin la suerte de poder vivir de arriba o trabajar de
lo que en verdad quería, ser escritor sería mi sueño pero, bueno, ven que por
lo menos aún lo intento.
Tal vez la diferencia
con Esteban era que lo que estaba viviendo no era normal, es decir, ese tipo
estaba realmente loco y peor, estaba al mando, cambiaba las normas de
convivencia como se le cantaba y los horarios y todo lo que quisiera para
molestar a sus empleados. En cambio, tanto Jorge como yo teníamos reglas más
fijas, más cotidianas, tal vez por eso más tediosas, pero por lo menos podíamos
controlarlas, no cambiaban cada semana, algo que en verdad enloquecería a
cualquiera. Pero bueno, sólo les quise mostrar un poco de la vida que
llevábamos antes de lo que nos pasó o, mejor dicho, lo que les pasó a mis
amigos aunque yo me siento parte, realmente a la par con ellos más allá de que
no haya experimentado con esa abominación.
Como les dije, Esteban
conseguía siempre de todo. Ya de pendejo era así, siempre al que más le gustaba
jugar con sus límites, con los extremos, con el dolor y el placer. Fue el
primero de los chicos de mi barrio al que vi con un tatuaje, el primero con un
piercing y el primero que había probado ácido. Era un innovador, le gustaba
sentirse así, que lo vieran, que lo admiraran, tal vez, por la falta de esa
aceptación por parte de sus padres separados que nunca le dieron mucha bola, pero
ya era parte de su personalidad y así igual lo queríamos.
Aún recuerdo el día en
que Esteban trajo esa monstruosidad a mi casa. Aquí todo empezó y aquí todo ha
vuelto. Esteban llegó con una sonrisa en el rostro que no se le veía desde la
última hazaña amorosa que nos contara, tal vez otra de sus maneras de evadirse
de su realidad laboral. Ni bien llegó, se sentó en el sillón al grito de
“¡Tienen que ver esto!” y sacó un pequeño cofrecito.
–Lo traje recién
salidito del horno, jeje –dijo Esteban, con una sonrisa enloquecida y mirando
fijamente el cofre mientras lo abría con cuidado.
–Pero… ¡Qué es eso,
loco! –dijimos casi al unísono Jorge y yo.
–¡Es un modelo
experimental, lo último en genética! jeje. Es la nueva droga, loco. Tienen
suerte de poder verla, no hay mucho de esto por acá, por ahí algún rico la
tenga pero sólo algunos. Es caro pero tengo mis contactos…–dijo Esteban con
aires de conocedor.
Ante nuestros ojos se
encontraban tres pequeños gusanitos blancos con un tenue color violáceo que se retorcían
levemente en el interior oscuro del cofre.
–Pero ¿qué carajo se
hace con eso, loco? –pregunté realmente intrigado.
–Pará, Seba, ahora te
cuento. ¡Es lo que estaba buscando hace bocha! –dijo regocijándose Esteban–. Este
gusanito está genéticamente manipulado para salvar al ser humano, jeje. Sólo te
lo tenés que esnifar y…
–¡¿Qué?! –dijimos otra
vez al mismo tiempo Jorge y yo con una mirada de completo asco.
–¿Estás loco, Esteban?
¿Quién carajo se va a esnifar esa mierda? ¿Quién te pensás que somos, Marley? –le
dije, medio en broma, no creyéndome en verdad que lo que decía iba en serio.
Pero Esteban no se reía
del mismo modo que nosotros, más bien lo hacía de algarabía y, como sin
escucharme, continuó con su explicación:
–Sólo tenés que
esnifarte uno, el gusanito después continúa el recorrido hacia el cerebro. Está
todo comprobado, loco. Ahí muerde un receptor que hace que las preocupaciones
se apaguen, es algo de la sinapsis o algo así. ¿Entienden lo que digo? Las
cosas que nos queman tanto la cabeza día a día se las morfa este bichito sin
problemas y después de toque se muere porque no tiene oxígeno. “Nepento” le
pusieron de nombre, “el quita-penas”, jeje. Es perfecto, es lo que estaba
buscando, algo constante, que se mantiene en el tiempo, eso es lo bueno. Tal
vez en algún momento se reconstruya el neurotransmisor del orto que tenemos en
el cerebro pero siempre tendremos otro gusanito más para mandarnos y listo,
jeje. ¿Qué me dicen?
–Que estás re loco,
chabón. ¿Cómo te vas a creer esa gilada? A lo sumo lo que vas a tener es una
migraña de aquellas metiéndote eso en la cabeza. No hay cosas mágicas para los
problemas. Te re jodieron con eso, loco. Te robaron la plata –le dije,
completamente escéptico.
–No me importa lo que
digan, yo igual lo voy a probar, no me voy a quedar con la duda. No pierdo
nada. ¡Y lo que puedo ganar es mucho!
En verdad, sólo yo le
había contestado. Jorge, en cambio, estaba como estupefacto mirando a esos
seres diminutos que se retorcían, tal vez pensando en lo que decía Esteban, tal
vez pensando en las tantas veces en que había perdido oportunidades de estar
con una chica por sus problemas mentales, sus miedos, sus preocupaciones, su no
poder relajarse, pero igual no se animaba, era demasiado cobarde. Esperaría a
que fuera Esteban el que lo hiciera primero.
Pobre Esteban, estaba
tan enloquecido por salir de sus quilombos, estaba tan lunático por estar
rodeado de locos, que buscaba fórmulas mágicas e instantáneas para cosas tan
concretas, para determinismos tan fácticos. Era bancársela o mandarse a mudar,
siempre habría otro trabajo, pero Esteban no lo veía así. Aunque se lo hubiera
aconsejado mil veces, estaba como bloqueado, igual lo entendía, ese jefe lo
tenía atrapado en sus redes, era difícil salir de allí, decidirse a dar el
paso, pero ¿terminar haciendo esto por no pensar en verdad en lo que estaba
pasando? Otra vez estaba surcando los extremos, otra vez probando sus límites
pero, esta vez, quizás no sería tan fácil volver como en una resaca al
atardecer.
Luego de contarnos su
teoría de esos gusanos enanos y repelentes, acto seguido Esteban dijo: “Ya no
puedo esperar más, tengo que ver si es verdad” y fuimos testigos de una escena
tal que nunca olvidaríamos.
A lo que podía llegar
el ser humano con tal de solucionar sus propios males, las cosas que creaba
para contrarrestar los daños de su invención anterior era demasiado. Todo este
sistema enfermizo de trabajo esclavo nos hacía consumir cosas que antes no
necesitábamos, pastillas para dormir, café para despertarnos, pastillas para el
estrés, pastillas anti-depresivas, anti-pánico. Y ahora esto, con ese nombre
poético: “Nepento”, qué irónica manera de llamar a esa nueva enfermedad.
Luego de que Esteban
esnifara con decisión a uno de esos aborrecibles seres blancuzcos, dejando dos
más contorsionándose aún por la ida de uno de sus compañeros, Jorge y yo lo
miramos como esperando ver una reacción de asco, como esperando que corriera
velozmente al baño, pero nada. Era diminuto, nos dijo, más fácil aún que tomar
merca. Intentó no pensar en nada, o mejor, en pensar en las dos grandes tetas
de la última adquisición de la semana. Era tal el deseo de que le hiciera
efecto, lo había probado todo y nada detenía el tumulto en su cabeza. Era tal
el deseo de que lo que le prometieron se cumpliera que no sintió repulsa ni
intentó vomitar ni nada; quería que hiciera su proceso, que pararan de una vez
todas esas caras largas, esas palabras gritadas, esos miedos.
Yo también podría
necesitar detener los problemas, los dramas cotidianos que todos tenemos pero
esa no era la respuesta. Repetí a Esteban mi negativa y le dije que se llevara
esa porquería de mi casa; sabía que los dos gusanitos restantes, aun reptando
en la superficie del cofre, eran un regalo de nuestro generoso amigo.
Le habían dicho que
tardaría una hora en ver los resultados. Luego de tomar unas hojas del cantero
para sus queridos invertebrados y lanzarnos un “¡Maracas!” con esa sonrisa que
siempre tenía tal vez para ocultar un dolor muy profundo, Esteban se fue, sin
más, esperanzado.
Después de ese día, la
vida pareció correr de la misma manera absurda y veloz con la que nos tenía
acostumbrados, ya ni pensando en ese excéntrico momento de la tarde anterior
cuando vimos esa demostración estoica o, mejor dicho, a lo Jackass, de a lo que
puede llegar la mente humana hasta que recibí una llamada. Era Esteban, estaba
exultante, completamente ido de alegría diciéndome que habían desaparecido, que
todas esas enfermas palabras del cotidiano, todos esas puteadas ya no estaban,
que hasta escuchaba a su jefe y no le sucedía nada, no le llegaban sus amenazas
ni sus trastornadas quejas, que era un milagro, no podía creerlo, era lo que
estaba esperando hacía tanto tiempo. Estaba feliz por mi amigo aunque, como ya
dije, no creía en milagros ni fórmulas mágicas, todo me parecía más fruto de la
sugestión, ya que no había que subestimar su poder.
El tiempo pasó y entre
obligaciones y preocupaciones no podíamos juntarnos con mis amigos pero, por lo
menos, nos quedaban los mensajes de texto. Así me enteré que el pobre Jorge
también tomó la decisión, tal vez motivado por Esteban, de esnifarse a ese
asqueroso gusanillo que lo esperaba ansioso dentro del recipiente. Yo no sentí
celos, menos envidia, no quería saber nada con eso, me parecía realmente antinatural,
realmente repugnante, era como ponerse siliconas o botox en el rostro para
ocultar la vejez, era un supositorio, un placebo, una estupidez; la vida debía
ser vivida tal como era, la vida era bancársela, sabiendo de lo bueno y de lo
malo, sabiendo de que de esas dos cosas estábamos hechos y prescindir de una,
por comodidad o cobardía, era perderse una parte importante de la vida.
Luego de eso, me enteré
que Jorge también veía buenos resultados, más que buenos para su condición. El
último fin de semana había podido encarar, sí, había podido quedar con una
mujer para salir. Yo estaba feliz por él, quería salir a festejar y me
sorprendía aún más por el poder de la sugestión en las mentes humanas. ¿O era
en verdad que esos gusanitos repulsivos tenían algo que ver?
Recuerdo ese sábado en
que nos volvimos a encontrar. Jorge estaba brillante, como nunca, y me hablaba
con aire tranquilo y relajado, sin miedo a que lo escucharan las otras
personas. Me contaba, efusivo, de la chica que había conocido, una tal Juliana,
que era tranquila como él, perfil bajo, que le encantaba, que esperaba que todo
saliera bien con ella, se estaban conociendo, no caía aun de todo lo que le
estaba pasando. Por su parte, Esteban, también radiante, me contaba de lo feliz
que estaba, que ya no venían los fantasmas, que ya nada lo atormentaba, que su
cabeza estaba limpia, clara como nunca, que esa no era una droga, era la
verdadera salvación para la humanidad, estaba eufórico. Luego, buscó
convencerme, diciéndome que aún me esperaba el gusanito de la suerte y se reía
de manera pícara pero yo le decía que gracias, que no, que estaba bien así, sin
más, y entonces el diablillo se cansaba de insistir y se iba a chamuyar mujeres
en el bar.
Después de esa noche,
me fui con un sabor amargo. Me sentía extraño, hasta mal ¿Por qué sentirme así
si ellos estaban tan bien? Me sentía una mala persona, yo también tenía mis
mambos, hacía tiempo que no conocía a alguien que me gustara, hacía tiempo que
me bancaba un trabajo que no me cerraba del todo, pero no había hecho nada para
lograr mis sueños o lo había intentado poco, me había resignado antes de
empezar, no lo sé, era mi culpa a lo sumo o mi circunstancia, ser un joven
adulto del tercer mundo que no podía darse el lujo de vivir siendo escritor o
esa era mi manera de justificar mi dejadez o falta de talento, de
predisposición, de ímpetu para golpear puertas de editoriales y sacar ese
bendito libro de relatos que aun ni había tipiado, que sólo eran hojas
garabateadas tiradas por todos lados. Sí, era yo, no buscaría culpables, era yo
el miserable que se conformaba con tan poco, con un trabajo que no le gustaba,
con su vida pacata, y mi conciencia me lo repetía todo el tiempo, era tan
grande su voz, tan alto sonaba, tan fuerte, y era tan pequeña, tan débil la
vocecita de duende que me repetía que así estaba bien, todo bien, haciendo lo
que hacía. Pero igual, más allá de las tentaciones, de las constantes
molestias, más allá de querer callar también los gritos de la verdad, de probar
suerte con algo más, esperanzarme con que pudiera lograr los sueños anclados,
no sabía si sería capaz de hacerlo, de hacer como ellos e introducirme ese
diminuto ser resbaladizo por las fosas nasales. Me resultaba espantoso,
aberrante, el solo hecho de pensarlo me daba arcadas, me picaba todo el cuerpo,
no, no podría jamás y ese miedo, esa impresión que me generaba sería la que
luego me salvaría de un destino atroz.
Pasaron dos semanas
después de ver a mis amigos, yo me encontraba en mi casa, tal vez pensando en
mi frustrada vida de escritor, tal vez intentando garabatear algo en mi
cuaderno, ya no lo recuerdo, solo sé que tenía el televisor prendido con el
volumen bajo pero, sin embargo, pude escuchar de igual manera el informativo y
lo que oí me sobresaltó. En la Capital, un hombre había disparado a sangre fría
a su jefe en una empresa de publicidad. La víctima era Osvaldo Sánchez. Lo
primero que me vino a la mente fue Esteban, sí, había sido él, ahora estaba
prófugo y pedían su cabeza.
Todo me empezó a dar
vueltas. ¿Cómo había podido ser si yo lo había visto tan bien ese sábado? No
podía entenderlo. Traté de comunicarme con él inútilmente, su celular no
parecía encendido. Intenté entonces comunicarme con Jorge, tal vez él sabría
algo de su paradero. Tampoco contestaba su teléfono. No sabía qué hacer, a
dónde recurrir, claro que ni pensé en la policía, también tenía miedo de ir a
su casa y arrastrar así a la cana a su departamento ya que seguro me seguían,
pensaba paranoico, era su amigo, pero no, el primer lugar que habrían ido a buscar
sería ese, figuraba en su trabajo que ahí era su domicilio; era un tonto, claro
que ya habían ido a inspeccionar su casa, él no estaría allí.
Decidí ir al depto de
Jorge, era un PH cerca de las vías. Aunque golpeé insistentemente nunca
apareció. De una ventana contigua a la casa de mi amigo, salió un joven que me
dijo que el pibe de al lado se había ido, que se había mandado una re cagada
mal, que había intentado violar a una chica, que vino la policía, que se tuvo
que escapar. Ésta noticia colapsó mi mente: Jorge, un intento de violación. No
podía creerlo, mis dos amigos implicados en tan poco tiempo en dos hechos
terribles. ¿Cómo podría haber pasado esto? No podía ser, debía haber una
explicación, yo los conocía bien, ellos no eran así, no eran capaces de hacer
cosa semejante. ¿Por qué no se comunicaban conmigo? ¿Dónde estaban? ¿Por qué no
daban la cara y decían la verdad? Nos conocíamos desde los quince años, toda
una vida, éramos casi inseparables.
Estaba deseoso de que
aparecieran, pero el día que finalmente volvieron a mí, hubiera preferido que
no lo hicieran. Y ahora, aquí estamos, los tres en mi casa, ya no buscan
esconderse, saben que en cualquier momento la policía puede llegar. Todavía no
me han pedido declaración, pero ellos ya están cansados, cansados de escapar.
Ya no les importa nada, ya no son ellos, son otros, ya no sé a quién tengo bajo
mi techo. Me observan con miradas vacías, caminan tambaleándose, sangran por la
nariz de manera esporádica, miran cada tanto por la ventana como fieras encerradas,
gruñen, más por dolor que por disgusto y, poco a poco, voy entendiendo su
historia. Fueron los gusanos, sí, los gusanos devoradores, los miserables
“Nepentos” corroyeron las débiles mentes de mis amigos para siempre. Primero
les dieron el Cielo, lo que tanto ansiaban, pero luego siguieron por todo, por
todo su frágil cerebro. En teoría, morirían a las pocas horas pero no fue así,
se quedaron allí y se siguieron alimentando con ellos, surcando su cráneo,
digiriendo cada hemisferio, lobotomizándolos por dentro. Su calma, su paz se
convirtió, poco a poco, en ira, en odio, en un desinhibidor tal que no pudieron
controlar sus impulsos. Los gusanos desintegraron la masa encefálica que los
mantenía mansos, que controlaba sus instintos más oscuros y allí, cuando
desaparecieron uno a uno los dones antes dados, cuando Esteban volvió a
escuchar la voz crispada de ese viejo malsano, cuando su mente no pudo detener
el deseo de aniquilarlo, cuando continuó enfermándolo durante días sin
descanso, fue cuando decidió darle muerte de un balazo.
Así igual pasó con el
pobre Jorge, todas las virtudes adquiridas desaparecieron y volvió el titubeo,
el tartamudear al hablar con la joven que había felizmente conocido y, al ver
que ella se alejaba, al ver que no podía comunicarle nada, que otra vez la
coraza lo sumergía muy dentro en su timidez y otra vez volvía a sentir el
rechazo de las damas, explotó y quiso tenerla igual, poseerla incluso,
sobrepasar el vínculo, la dificultad, sobrepasarse con la joven Juliana que
huyó despavorida en esa última cita frustrada.
Y así ahora están, en
este atardecer, ya babeantes, carcomidos, sin alma, sin un gesto que me haga
notar que son mis amigos. Estoy destrozado, son ellos, los de siempre, los de
antaño ¿Cómo puede ser? Sólo puedo llorar al verlos morir de a poco. ¿Qué más
puedo hacer para ayudarlos? ¿Cómo sacarles esos terribles gusanos? Es
imposible. ¿A dónde llevar a esos dos prófugos? No hay salvación y todo parece
escrito. Jorge repta, ya ha atacado su cerebelo y no puede mantenerse erguido.
Esteban aun mira por la ventana ido, encorvado, con un rostro seco enchastrado
de sangre y baba.
De golpe, escuchamos
las sirenas. Es el final, están llegando, los han venido a buscar. Jorge, tal
vez con un pequeño halo de conciencia, le suplica con gestos entrecortados a
Esteban que le dé el revólver. Con lo poco que le queda de mente, tal vez
piensa en lo que le hacen en la cárcel a los violadores. Esteban le acerca el
arma balbuceando un “Maraca” y Jorge sólo puede, dificultosamente, acercarse el
caño a su sien y disparar para mi horror, intentando a la vez matar así a ese
maldito gusano devorador. Esteban, entre tanto, sin una mueca de espanto ni
asombro, sale por la puerta caminando a tientas, como ciego; ya le está
comiendo el cerebelo. Las sirenas están aquí y, ante mis ojos,
veo una escena que aun retienen mis retinas en noches de insomnio. Como un
verdadero zombi en el ocaso, Esteban camina tambaleándose hacia los policías.
El gusano sigue por dentro degustándose con sus sesos, pero él ya no siente, no
escucha el grito de “Alto” ni las sirenas ni ve las armas apuntándole, ya no ve
ni escucha nada más.
En lo personal me encantó este relato. Felicitaciones Gustavo Ramos y gracias por tus colaboraciones.
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