miércoles, 29 de junio de 2016

"Dos cuentos cortos de terror" Por Sofía Scissorhands

Sofia Scissorhands nace el 23 de julio de 1991 en la ciudad de Nueve de Julio, Buenos Aires, Argentina. A los 21 años se recibe como técnica en administración de empresas y empieza a escribir relatos cortos. Sus géneros favoritos son el realismo mágico, horror, suspenso y thriller psicológico, entre otros.
Entre sus escritores predilectos encontramos a Julio Cortazar, Stephen King, Hermann Hesse, H.P Lovecraft y Charles Bukowski.

Actualmente sigue con sus estudios en la ciudad de La Plata, en donde estudia Educación Musical.

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Gracias
No podía dejar de moverse. Los nervios le consumían la poca paciencia que le quedaba. Es increíble que una persona de esa edad este al borde de la locura en su máxima expresión.
Ya ni los libros lo consolaban, quería salir de su habitación. El aire viciado lo descomponía. La música, que tanto amaba, lo aturdía. Las ventanas y las puertas cerradas por fuera le impedían sentir el aire enfriarle los pulmones.
Nunca conoció su cara porque no había espejos ni reflejos donde poder verse. Sin embargo algo malo ocurría, no por nada lo tenían ahí oculto como un animal. Sus manos y el resto de su cuerpo era normal, o al menos eso suponía él.
Nunca había estado en contacto con otra persona que no sea la que le había enseñado a leer y a escribir cuando era pequeño. Pero ya no se acordaba de ella. Solo veía la mano que le daba la comida todos los días a la misma hora, y de vez en cuando le alcanzaba algún que otro libro para seguir pasando el rato y esperar. Esperar no sabiendo qué. Cualquier cosa podría suceder. Cualquiera podía ser su último día ahí.
Las preguntas eran ineficientes, nunca nadie le contestaba nada. La poca luz le cansaba la vista y ya no podía leer tanto como hacía antes, así que con los pocos recursos que tenía a mano empezó a escribir todo lo que se le venía a la mente. Empezó a tomar nota de todo lo que sucedía en el día, aunque siempre era lo mismo. Rutinariamente la comida a la misma hora, las luces se encendían y se apagaban sin que él pudiera emitir alguna objeción. Con las luces apagadas no podía hacer otra cosa más que dormir, pensaba, pero no. Él soñaba despierto constantemente ¿cómo sería salir de ahí? ¿Qué era lo que había hecho mal? ¿Por qué estaba encerrado? ¿Quién era realmente?
Todas estas preguntas terminaron un día.
Al cumplir la mayoría de edad, se abrió la puerta. Dos personas a cara cubierta entraron, y con ellos traían un espejo con una sábana encima y un arma cargada con una sola bala, sabían que no opondría resistencia alguna. Al destaparlo, él rompió en llanto y lo entendió todo. Por ese motivo, agachó la cabeza, y su última palabra fue: ¡Gracias!

El reflejo del reloj
                                                                                                                                              La guerra había terminado hacía un par de días. No recuerdo cuantos exactamente.                                                                                                      Todavía se podían escuchar algunas explosiones en edificios que continuaban en llamas. Lo que sí puedo recordar son mis miembros esparcidos por todos lados. No lo podía creer. ¿Como hacía para verlos? Reconocí mi viejo reloj de bolsillo tirado cerca de dónde yo estaba. Sabía que algo raro sucedía porque solo podía parpadear.
Inesperadamente un niño que andaba jugando en los escombros encontró mi cabeza y se dio cuenta de esto. Me agarró de los pelos y me miró como si en realidad sostuviera una pelota. Es increíble lo que le puede llegar a hacer la guerra a los sentimientos de una persona. En otros tiempos un niño en esa situación hubiese reaccionado de otra forma. Que digo de otra forma, ¡hubiese reaccionado!                                                         Me llevó hasta el patio trasero de su casa donde con cajas, palos y sábanas viejas, había armado una especie de casa.  Comenzó a hablarme, porque sabía, o quería imaginar que lo escuchaba y le entendía. Se lo confirmé parpadeando.  Para responder a sus preguntas una vez era sí y dos era no. Y así comenzó nuestra amistad. Realmente era muy buena compañía. Y yo todo oídos. Me confesó que no tenía amigos y que en tan poco tiempo me veía como a su padre que había muerto en la guerra. Moría de ganas de saber más detalles sobre este hombre. Quizá nos habíamos conocido en algún momento. Pero no tenía manera de hacerle preguntas a Tomás. Solo respondía.                   Pasaron las semanas y el olor cada día se hacía más fuerte. Los vecinos se quejaban a cada instante y su madre no sabía de dónde provenía. A Tomás cada vez le costaba más acercarse para contarme sus secretos y yo no entendía por qué, hasta que me lo hizo comprender. Ningún plan era bueno. Si ponía mi cabeza en formol para conservarme ya no podría escucharlo. No sé si me ahogaría, porque en teoría yo ya estaba muerto. Así que lo que Tomas decidió fue llevarme al lugar donde me había encontrado. Tirado entre los escombros.  Me dejó exactamente en el mismo lugar.                                     
   Desde ahí divisé nuevamente mi reloj de bolsillo. Tomas también lo notó. Así que lo sacó y al revisarlo encontró el compartimiento donde al parecer guardaba una foto. Las lágrimas de su rostro me quedaron impresas en la retina. Antes de irse corriendo me hizo una última pregunta. Me preguntó si lo quería y yo parpadee una sola vez. Tomas tiró la foto junto a mi cabeza. Al verla entendí todo y al hacerlo dejé de parpadear y finalmente morí. Yo había sido el padre de Tomás. Asumo que por alguna explosión y todo lo sucedido perdí la memoria y no lo recordaba. Supongo que él tampoco me había reconocido por las quemaduras y deformidades de mi rostro que noté en el pequeño reflejo del reloj.

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