Marcelo Adrían
Lillo es escritor argentino. Nació en Río Cuarto, Córdoba, el 1 de noviembre de
1968.Ha publicado sus
trabajos en la revista literaria de la Universidad Nacional de Río Cuarto y en
la sección literaria de Diario Puntal de la misma ciudad.
En noviembre de
2005 editó el libro de cuentos “Cuatro para la medianoche”, primer trabajo
publicado con historias de su exclusiva creación, a través de la editorial
CARTOGRAFÍAS de la ciudad de Río Cuarto, Argentina.
En Junio de 2006
publicó su primera novela titulada “El instigador”. Ha publicado varios libros y relatos en revistas del género.
Desde agosto de
2009 publica regularmente y bajo contrato sus relatos en el diario PUNTAL de la
ciudad de Río Cuarto, Argentina.
En “Cruz Diablo” tenemos el agrado de haber publicado
sus relatos
(Podés también leerlo y bajarlo en formato PDF desde el siguiente enlace:
Revisaba por tercera vez el
procesador de la computadora cuando sonó el teléfono. Sostuvo el destornillador
entre los dientes y levantó la tapa del celular. Revoleó los ojos en un
mecánico gesto de fastidio y pulsó el botón.
—Sí, ¿qué pasa,
mamá?
—¿Qué pasa, mamá? —coreó
el teléfono—. ¿Qué forma de atender es ésa?
—Es que ahora estoy
un poco ocupado —dijo él, quitándose el destornillador de la boca—. ¿Qué
necesitás?
—Nada. Llamé para
saber cómo estabas.
—Ya te dije.
Ocupado.
—No me refería a
eso.
—Ya lo sé. —Y se
rectificó en seguida—. Todo igual.
Paseó una errática
mirada sobre la mesa. Tornillos, plaquetas y herramientas se desparramaban como
fichas de varios rompecabezas juntos. Cuando tuviera que volver a ensamblar las
partes, seguro que le quedaría alguna pieza sobrante y tendría que empezar todo
de nuevo.
—¿Te hace falta
algo? —continuó el teléfono.
—¿Algo como qué?
—No sé. Cualquier
cosa. Me tenés muy preocupada.
—No te hagas tanto
problema. En peores he estado.
—Eso lo dudo.
—Yo también
—convino él—. ¿Podés esperar un segundo?
Sujetó el teléfono
entre la oreja y el hombro y apoyó el destornillador en algún sitio debajo de
la bobina, esperanzado de haber hallado el desperfecto. La herramienta se le
resbaló y cayó entre la madeja de interruptores y de cables soldados, arrancándoles
algunos extremos. Soltó una irascible obscenidad.
—¿Qué pasó?
—Nada, ¿qué va a
pasar? Si ya tendría que haberme acostumbrado a esta suerte de mierda, ¿no?
—Bueno, no te
pongas así, que llamé para ayudarte. ¿Querés algo de plata?
—No, gracias. Ya te
debo lo del mes pasado.
—No importa. Puedo
darte unos pesos más si querés. No me gustaría que vendieses el auto.
—¿Qué te hace
pensar que voy a venderlo?
—Bueno, ya sabés
que soy medio bruja.
Él suspiró. Lo
único que le faltaba. Ahora empezaría a hablarle de todos sus delirios acerca
del mal de ojo, sanaciones, tarot, velas y rosarios y curas de hogar. Por si no
fuera suficiente con lo que ya tenía.
—Yo no pensaba
vender nada.
Pero eso estaba tan
lejos de la verdad como él de conseguir arreglar la condenada máquina que con
imperdonable descuido se le había caído mientras movía el escritorio hacia la
otra pieza para desocupar el estudio. Planeaba convertirlo en un cuarto para
alquilar a algún estudiante o a otro infortunado solitario como él. Sería una
habitación bastante cómoda, pensó al principio. Y al vaciarlo corroboró que en
efecto sería muy cómoda, con tal que el inquilino midiera un metro diez y no le
importara colocar toda su ropa en un par de cajas de cartón.
—Vamos, que te
conozco bien.
—Bueno, y si
quisiera venderlo, ¿qué? Ni siquiera lo uso. Ya no me alcanza para mantenerlo y
hasta pensaba que lo mejor sería incendiarlo en un descampado para ver si puedo
cobrar algo del seguro. Pero como ya les debo dos cuotas, ¿qué otra me queda?
—¿Y la plata de la
indemnización?
Él lanzó una dura
carcajada.
—¡Sí, cómo no! Con lo
que me dieron y diez pesos más te podés comprar un bife y una cerveza en un
boliche de la Terminal.
Ocho años, ¿te das cuenta? —refunfuñó mientras trataba de
rescatar el destornillador de las metálicas entrañas de la computadora—. Ocho
años haciéndoles de puta a tiempo completo y cuando se les ocurre fusionarse
con otra empresa me dan una hermosa patada en el culo a cambio de todos los
servicios prestados.
—Dejá de hablar así,
¿querés?
—Es la verdad. Si apenas
me alcanzó para ponerme al día con las cuotas de la hipoteca, y hoy me llegó el
talonario para este año. Eso, aparte de las boletas, las deudas y el resumen
atrasado de la tarjeta que voy a tener que refinanciar mañana a primera hora
antes de que pase a manos del abogado. Y esa hija de puta que no para de
pedirme para la manutención. Como si no supiera la situación que estoy atravesando.
—Bueno, eso es
culpa tuya. Sabía desde el principio que no era para vos. Tiene el aura negra.
—¡Ay, por favor! No
empieces con eso.
—Pero es cierto. Por
más que vos te burles.
Él resopló. Extrajo
el destornillador y leyó por centésima vez la cláusula de la garantía, como si
no le creyera: LA MISMA NO
SE APLICARÁ EN CASO DE NEGLIGENCIA O DE MANIPULACIÓN POR UN SERVICIO NO
AUTORIZADO. Casi cuatro mil pesos le había costado esa máquina de porquería, la
mitad de los cuales aún estaban impagos. Cuatro mil pesos, y al primer golpecito
ya no había forma de hacerla funcionar. ¿Con qué iba a confeccionar su
currículum para volver a los antiguos recorridos del desempleo que ya creía
abandonados para siempre? ¿Con qué iba a calcular ahora cuánto le quedaba hasta
que acabara en la indigencia? ¿Con qué se iba a hundir en las delicias del
mundo informático para olvidar las miserias de éste?
—Mirá, de veras te
digo que estoy ocupado. Si querés hacerte la mística, me parece que no elegiste
el mejor momento. No tengo tiempo ni ánimo para esas cosas.
—Bueno, de eso no estaría
tan segura.
—¿Cómo?
—Sé que ayer
estuviste con tu hermana.
—¡Uf! Veo que los
secretos son un pecado en esta familia.
—Sabés que para mí
no hay secretos. Tengo bastante intuición. Como te dije, soy…
—Medio bruja. Sí, sí.
¿Entonces por qué no hacés algo para que me cambie esta puta suerte?
—Dejá de maldecir
tanto. Ya veo por qué te van tan mal las cosas. —Y después—. Decime, tu hermana
estaba con vos cuando se te cayó la máquina, ¿no?
—Sí, ¿por qué?
—¿Qué cosa dijiste cuando
te diste cuenta de que se te rompió?
—Nada. No sé. ¿De
qué estás hablando?
—Vamos, que no soy
estúpida.
—No me acuerdo.
¿Qué importa?
—¿Querés que te lo
recuerde yo? —preguntó el teléfono—. Keshard Prumar. Eso fue lo que dijiste.
—Bueno, ¿y qué? Es
como cuando te martillás un dedo y empezás a bajar santos. Una forma de
descargar la bronca, nada más.
—No seas tonto.
Esto es diferente. ¿Cuántas veces te dije que ésa es una de las seis fórmulas
que se usan para invocar al diablo? ¿O acaso no lo sabías?
—Por supuesto que
lo sabía. Lo repetiste un millón de veces cuando éramos chicos.
—Muy bien. —Y la
voz en el teléfono se volvió ronca, lenta y distante, como una púa sobre un
disco cuando uno desenchufa de repente el aparato—. Entonces deberías saber que
no es tu madre la que te está hablando.
Gracias por colaborar con tu relato, Marcelo. Un placer y privilegio poder publicarlo.
ResponderEliminarEl honor es mío, Rogelio. A propósito, estoy en deuda con vos. Apenas salga de unos asuntos que estoy resolviendo me ocupo. Un abrazo. Larga vida a Cruz Diablo, :)
EliminarBuenísimo :) Una prosa impecable la tuya.
ResponderEliminarGracias, Nati. Y usted tampoco se queda atrás, eh? Un gran abrazo.
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