Nunca había cogido el tren que lleva a las afueras. Normalmente no me desplazaba hasta tan lejos por aquel entonces, no tenía necesidad. Las casas que ofrecían estaban en el centro o, como mucho, en los “nuevos” barrios de la periferia. Digo “nuevos” porque eran nuevos por aquel entonces. A mí aquello me recordaba a mi abuela que aún especificaba si bajaba a la “ciudad” o subía al “monte”, cuando todo ya se entremezclaba en una amalgama de autopistas, puentes levadizos, líneas de metro y tren y rotondas. La gente ya era de todas partes.
Las ciudades se habían unido entre sí en inalcanzables entes urbanísticos capaces de devorar cualquier espíritu a base de bloques y bloques de granito y plesteck. Cualquier idiota con un mapa descargado del Ministerio podía construir su propia casa con kilos y kilos de plesteck y una buena impresora de última generación. Y pensar que todo esto empezó con las impresoras 3D…
Pues allí estaba yo, portando mi maletín con mis cosas y un montón de proyecciones gráficas de casas prefabricadas para vender o alquilar. Todas devaluadas, por aquel entonces, debido a la sobre fabricación. Lógico. La gente no sabía qué hacer con sus vidas y se dedicaba a cambiar de casa de año en año, o a ampliarla de forma incontrolada hasta que se encontraba con incongruencias arquitectónicas fruto de una mente enferma. Escaleras del revés o que terminaban en el techo, pasillos a la mitad, habitaciones conectadas por ventanas, etc. La antigua casa Winchester, pero a lo grande. Más cosas de mi abuela…
Las explosiones también eran el pan de cada día. Explosiones NO contaminantes. A diario desaparecían en Magalópolis Futura una media de seiscientas mil casas o edificaciones: palacios y palacetes, apartamentos, casas, mansiones, castillos, torres, rascacielos y hasta aeropuertos y centros comerciales. Recuerdo un día ir al Wishi’s a por una hamburguesa de tofu con tempura y encontrarme una réplica de Disneylandia, pero en Futura. Las lágrimas me caían a chorro por las mejillas, no por la hamburguesa, sino por los recuerdos de infancia que me sobrevinieron de forma inesperada. Tuve que descargar del Ministerio la actualización a mi implante y volverme a situar en el mapa.
Aquello de los trenes era una jodienda. Yo recordaba cuando los coches eléctricos empezaron a volar y cuando hubieron los primeros accidentes y luego la nueva ley de sanidad que prohibía el transporte particular. Aquel gobierno estaba chalado y nos chaló a todos.
La ciudad se erigía interminable aquella noche. El humo de las últimas explosiones del día se mezclaba con las bolsas de ozono lanzadas desde los satélites generando estelas de luz. Era como agitar una bola con agua y purpurina.
En el vagón viajaba una hermosa muchacha adicta a las extensiones de su chip. Era guapa, con los ojos pintados y el pelo plateado, a la moda. Lucía un jersey auto lavable y una corta falda plastificada. Del turgente trasero colgaba una extensión en forma de cola de mapache. Era una chica mala, de las que me gustan.
Durante el trayecto me miró tres veces, le debí parecer viejo y se sorprendió de que estuviera más pendiente de ella que de mi chip. Había subido en Sur 46 y debía dirigirse al centro a por juerga.
No lo había planeado, pero todo comenzó a tomar forma en mi cabeza cuando subió un borracho en Sur-Este 57 y me arrebató toda la atención. No era una zona problemática, ya no las había, pero la chica y yo nos sobresaltamos. El tipo era viejo pero fuerte, parecía un antiguo estibador del puerto a juzgar por los tatuajes removibles de su brazo con frases de resistencia política y en pro del desaparecido Sindicato. El tío iba pedo de verdad, a penas se aguantaba. Yo estaba decidido a proteger a la chica si se daba el caso, la había visto primero.
Se colgó de la barra del techo tambaleándose a la vez que repartía su hedor. Con el primer acelerón se dejó caer sobre la chica abalanzándose como un oso. Ésta gritó intentando zafarse mientras el marinero intentaba meterle la lengua hasta el gaznate.
Me levanté mirando alrededor y levanté el maletín con intención de arrearle. No había cámaras de seguridad, se prohibieron en 2054 ya que vulneraban el derecho a la intimidad. No llegué a golpear al tipo, no hizo falta.
El tren se detuvo bruscamente y las puertas de abrieron dejando paso a unos veinte agentes de movilidad y seguridad del Ministerio, que ataviados con pasamontañas y armas eléctricas golpearon al tipo hasta convertirlo en un despojo. La chica quedó tumbada en el suelo cubierta de babas y de sangre. Aquellos tipos eran expeditivos, se encargaban de todo y sus detectores de movimientos sospechosos eran la última tecnología. Aquellos sensores se activaban con los decibelios de los gritos de inocentes, con la aceleración del ritmo cardíaco de la víctima y emitían un juicio al chip personal de cada agente, que era aerotransportado por una de las múltiples naves que vigilaban el cielo.
Aquel tipo tuvo mala suerte, debió topar con un transporte bastante grande a juzgar por la melé de chalecos que había sobre él. Lo estaban machacando. Sus ojos estaban desorbitados y los alaridos de dolor eran insoportablemente agudos. Le saltaron varios dientes con las descargas y su piel fue tornándose negra como el carbón. Olía a bacon ahumado. Yo me acerqué agachado a la chica y la cogí del brazo. Era preciosa y estaba indefensa.
—¿Estás bien?
Ella asintió con ojos extrañados.
Los agentes se llevaron a rastras al tipo dejando un reguero de sangre que se auto limpió al instante.
Gracias a aquellos chicos, el crimen había descendido un 44% los últimos cinco años, cosa que obligó al Ministerio a reducir el número de cárceles un 30%. El gobierno y las autoridades atribuían el mérito a los nuevos métodos policiales y a la abolición de la libre circulación de personas entre naciones. No había inmigración. Así de fácil. La sociedad se había vuelto racista con la nueva ola de pensamiento procedente del norte y el gobierno obligaba a tener tres hijos por pareja. Yo ya tenía mis tres. Sus nombres son irrelevantes.
Ayudé a la chica a recomponerse y ella apoyó la cabeza sobre mi hombro, compungida. Era frágil, muy frágil.
Cuando pasamos por el túnel, saqué del bolsillo la jeringuilla con la solución de narcótico que compraba habitualmente en el barrio rico y la inyecté en su cuello con suavidad. Primero no se dio cuenta y luego me miró sorprendida. Sus ojos se llenaron de terror, pero ya estaba paralizada. Entonces me reconoció, salía en televisión, era famoso. De sus ojos cayeron dos lágrimas de clemencia mientras le sujetaba la nuca con fuerza, luego abrí mi maletín para sacar el cuchillo de desplumar de mi abuela. Era un cuchillo fantástico y vaya que si desplumaba. Con sólo la luz de emergencia, el arma lucía increíble. La pasé por el cuello de la joven y no fue hasta pasado unos segundos que la carne se abrió como si una mano invisible hubiese dibujado en la piel con una pluma. La sangre borboteó hasta el suelo y el cuerpo se desplomó sobre el asiento como si lo hubieran desinflado. Dormir no era delito y el auto limpiado hizo el resto. Era hora de irse, antes de que el registro de limpieza robótica detectara ADN humano en los restos limpiados y se mezclara con el Luminol.
Aquella fue mi víctima 23, luego vendrían cinco más.
Recuerdo ésta con especial cariño porque estuvo a punto de NO ocurrir.
Nunca me detuvieron y si estoy en la cárcel es porque me entregué.
Apaga eso, no tengo nada más que decir.
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