Escritora nacida en el barrio porteño de Mataderos
en 1975. Vivió gran parte de su vida en Floresta. Además de escritora es
periodista, traductora, intérprete y profesora de inglés. El presente relato es
inédito y forma parte de la novela “Estamos enfermas” aún no publicada.
Actualmente se encuentra trabajando en el libro de cuentos “Malicia”. De este
último trabajo se extrajo el cuento “Fundido en negro” para su versión cinematográfica
(cortometraje)
¿Hasta cuándo me tendrás
olvidado, Señor?
¿Eternamente?
¿Hasta cuándo mi alma estará acongojada
y habrá pesar en mi corazón, día tras día?
¿Hasta cuándo mi enemigo prevalecerá sobre mí?
¿Eternamente?
¿Hasta cuándo mi alma estará acongojada
y habrá pesar en mi corazón, día tras día?
¿Hasta cuándo mi enemigo prevalecerá sobre mí?
(SALMO 13)
Cuando se cierran
las puertas de un neurosiquiátrico a tus espaldas (calculo que en cualquier
institución será lo mismo, esta historia se refiere a la institución en donde
estuve yo: Dhalma) todo lo que uno conoce, lo que le es familiar, lo que le
reconforta, queda del otro lado. Todo lo nuevo y atemorizante por conocer queda
de éste. El terror queda adelante y es terrorífico de verdad. Es un eterno
letargo que va de la realidad a la fantasía, del arrepentimiento a la
desesperación, de la bronca a la indefensión, pero uno eso lo sabrá luego. Ahora solo sabe que está paralizado de
espanto.
A partir del ruido metálico de los candados, ya no somos parte de la
sociedad, ya no somos parte de nuestras familias, de las decisiones sobre
nuestros hijos, ya no manejamos nuestro dinero; no tenemos injerencia sobre
nosotros mismos, sobre nuestros cuerpos, mucho menos sobre nuestras mentes. La
delgada línea de la razón y la locura queda en manos de otros. Sentimos culpa
del daño que le causamos a los que nos aman, pero por sobre todo sentimos
miedo, miedo del feo, terror, pánico.
Y las cosas que suceden, suceden de verdad. No son invención de tu
cabeza llena de medicamentos y pichicatas para mantenerte tranquila, sin molestar
¿O sí? Quién lo sabe…
Paranormal
“Bienvenido
a mi morada. Entre libremente, por su propia voluntad y deje parte de la
felicidad que trae”
Drácula, 1992
Reagan
El demonio en
carne en hueso
Maldíganla los que
maldicen el día, los que están listos para despertar a Leviatán.
(Job:3:8)
Reagan no se llama en verdad Reagan, pero su
historia en Dhalma –por suerte para la poca salud mental de las que allí
habitábamos– fue breve y fugaz. Fue
breve, fugaz, intensa, pero especialmente atemorizante.
Muchas de nosotras no
creímos en el parte médico que le dieron a pocas horas de su llegada, después
de ver lo que vimos y oír lo oímos. Yo particularmente no se qué creer. Solo sé
que en ese lugar tuve miedo. Diferentes tipos de miedos. En este caso: miedo
fantasmal.
El edificio tenía una
energía muy densa y oscura. Las visitas me contaban que cuando se iban se
sentían agotadas, con dolor de cabeza, más allá de los episodios que sin querer
les tocaban ver de vez en cuando, de compañeras internas desbordadas o con
brotes sicóticos o ataques de pánico, o con pacientes recién ingresadas en muy
mal estado. De todos modos, por más que todo siguiera su curso normal, no
salían bien de allí. Nosotras ya estábamos acostumbradas, pero no tanto. No a
lo que fue sucediendo con el tiempo, con el paso de los días luego de que
ciertas compañeras se sumaran al grupo.
El problema no era Reagan.
Ella fue el punto más alto y álgido de estas historias paranormales que
vivimos.
Yo soy por naturaleza
incrédula, pero no tonta. No creo en historias contadas y relatadas como en
fogón de campamento, pero sí creo lo que veo y sé que no tengo la mente
perturbada. Sé que no estoy loca y sé que lo que veo y oigo es real. No es mi
imaginación, ni es efecto de ninguna
medicación.
Luego de la llegada de
Karen y Nancy al hospital, las cosas no fueron iguales, pero el arribo de
Reagan marcó una bisagra,
Una mañana como cualquiera
otra, me levanté bien temprano, seis de la mañana. Me puse a dibujar y a
charlar con mi compañera Vanesa. Cuando me escuchaba pasar temprano para el
comedor, se levantaba para tomar unos mates conmigo y fumar unos puchos adentro
antes de que comiencen a mandarnos al patio.
Estábamos las dos muy
tranquilas, yo dibujando y fumando y ella cebándome unos mates, medio dormidas,
medio despiertas. Fue en ese momento cuando se acercó una chica de unos ojos
celestes hermosos. Se notaba que era una piba de plata y parecía que la habían
sacado de una fiesta electrónica y la habían traído directamente para acá.
Llevaba unos shorts de lentejuelas doradas, un top y una camisa transparente de
seda blanca con un bolsillo de piedras plateadas. Por debajo de su short, se le
podía ver una bikini que aún llevaba enganchada la alarma que le ponen en los
negocios. ¿De dónde había robado una bikini esa chica a esa hora? Se acercó a
la mesa y con un ánimo súper festivo, simpática por demás, como todavía bajo el
efecto de alguna droga sintética, me pidió un cigarrillo. Le di uno y le
pregunté sin preludios:
–¿Y vos qué tomaste que
estas acá? ¿Qué “te dieron”? ¿Pasti? ¿Te
pegó mal un ácido? ¿Te comiste un mal viaje? Porque a vos te sacaron de una
fiesta, no me jodas…. ¿Y de dónde sacaste la bikini? ¿Dónde era la fiesta?
Vane se mataba de risa,
siempre rasposa y fuerte, siempre alegre y contagiosa, pero nunca nuestra
intención (o la mía, al menos) era ponerla incómoda. Todo se lo decíamos de
buen humor, para iniciar una charla y conocer más en detalle y además porque se
notaba que la piba estaba más loca que una cabra.
Reagan decidió no contarnos
nada y se lo respetamos. Cometió un solo error que desencadenó en varios. Y
terminó todo en una seguidilla de sucesos cada vez más violentos.
En agradecimiento al
cigarrillo que le había convidado, decidió agarrar una de mis fibras y escribir
en el dibujo que yo estaba haciendo. Puso: “Gracias” y lo firmó con su verdadero nombre dentro de un
corazón. Había arruinado lo que yo venía haciendo hace tiempo.
Dentro de la institución
podías hacer pocas cosas: dormir cuando te dejaban, bañarte cuando te
dejaban, fumar, tomar mate y pintar.
Para estas tres últimas cosas no había que pedir permiso.
Yo estaba pintando muchos
libros para que me compraba en mis salidas o me regalaba mi familia sobre tatuajes,
postales y paisajes. Me arruinó el dibujo y me enojé bastante. Ya llevaba el
record de sanciones entre las internas y no tenía miedo a una más. ¿Qué más me podía pasar que otra pichicata y
dormir el día entero una vez más?
–¿Qué haces, loca? ¿Quién
te dijo que me podías escribir mi dibujo? ¿Qué carajo te pasa? –le dije.
–Es que yo estoy entre el
tercer ojo de Orión –me contestó la piba.
–Bueno, mira a mí me
importa tres pitos Orión, Riquelme, Tévez y todos los jugadores de Boca. Mis
cosas no las tocás ¿ok?
Se fue sin decir una
palabra. Unos minutos después, vimos cómo le robó los cigarrillos a Roxana, una
compañera a la que nosotras cuidábamos bastante porque no estaba muy bien y a
la que ninguna de nosotras permitiríamos que nadie le haga daño.
Vi que salió corriendo y
entró a mi habitación. Sacó mi cartera de maquillajes. Fui y se la arrebaté. Ahí
cambió su carácter y su mirada. Ya no era la chica de los ojos más lindos que
conocí.
Comenzó a agredirse, a
agredir a las enfermeras, a correr por
los pasillos gritando que nos iba a matar a todas porque la odiábamos por ser
lesbiana. En una de esas corridas llegó a agarrar el secador de piso y nos
quiso pegar. Revoleó una botella de agua mineral contra el plasma del
living. Era otra persona. Comenzó a
parecer una persona poseída.
Las enfermeras y los
médicos de turno la ataron en una cama destinada a la inmovilización de
internas que sufrieran ataques y le dieron un sedante intravenoso. Nada la
calmaba. La ataron de pies y manos, con abrojos y candados. Sus gritos y
maldiciones se escucharon durante toda la tarde.
Por momentos, su voz era otra. Era más gruesa. Gritaba como si fuera realmente a soltarse y matarnos a todos y luego como si fuera una niña rogando perdón, diciendo que necesitaba agua, que no estaba loca, pidiendo ayuda.
Por momentos, su voz era otra. Era más gruesa. Gritaba como si fuera realmente a soltarse y matarnos a todos y luego como si fuera una niña rogando perdón, diciendo que necesitaba agua, que no estaba loca, pidiendo ayuda.
Estuvo así, sin descansar a
pesar de las inyecciones que le daban cada una hora. Siguió así hasta el
momento de la cena, en donde se intensificaron las maldiciones y los gritos.
Todas estábamos muy
asustadas y muy perturbadas por la situación. Nosotras sabíamos dónde
estábamos. Podían tacharnos de locas, pero no éramos tontas. Sabíamos que en
este lugar podíamos tener compañeras con casos más severos que otros, pero este
nos superó, nos puso muy expuestas y algunas de nosotras éramos muy
impresionables.
Creo que cualquiera que
viviese esa situación sentiría temor, impotencia y compasión, porque esta mujer
que maldecía con voz de hombre y lloraba con voz de niña no dejaba de ser un
humano extremadamente perturbado.
Nos fuimos a dormir todas,
expectantes de cómo sería la noche. Reagan, como ya habíamos bautizado a
nuestra compañera a la cual muchas ni habían llegado a ver, seguía gritando y
maldiciendo en periodos alternados por lapsos de sosiego.
Las compañeras de
habitación de la nueva paciente tuvieron que buscar otro cuarto en donde dormir
esa noche. Alicia durmió en nuestra habitación junto a Natalia. Juliana no
recuerdo dónde durmió, pero tampoco se quedó en su cuarto.
A las tres de las mañana,
hora en la cual dicen que los espíritus se despiertan, escuchamos el grito. Más que grito fue un alarido. Atravesó el pasillo
del hospital y entró sin permiso en cada una de las habitaciones despertando a
cada una de las internas. Algunas con sueño más pesado tuvieron la suerte de no
escucharlo, pero el noventa por ciento de nosotras se levantó de un salto en la
cama, con el corazón que se nos salía por la boca, asustadas y sin saber muy
bien qué hacer.
–Yo voy a ir a ver qué está
pasando –le dije a Natalia, que estaba sentada en su cama con cara de terror.
Antes tenía que pasar por el baño.
No sé cómo era la acústica
del lugar, pero mi habitación era la última del lado derecho y Reagan estaba encerrada
en la primer habitación del lado izquierdo. Sin embargo, desde mi baño se
escuchaba como si estuviera al lado mío. Se escuchaba cómo movía la cama
arrastrándola con la fuerza de su cuerpo. Ella no era una chica menuda, sino
más bien alta y de contextura grande, pero las camas de la primera habitación
eran de hierro y tenían refuerzos. Estaban hechas así para poder atar a las
pacientes que necesitan ser controladas durante un ataque. También se podía
escuchar con nitidez el tintineo de los candados golpeando contra el hierro del
la cama.
Salí del baño y avancé por
el pasillo en dirección a la habitación desde la cual provenían los ruidos. Cuando
pasé frente a mi cuarto se sumó Natalia. Al pasar frente al resto de los
cuartos, Natalia llamó a algunas chicas para que nos acompañen, pero la mayoría
se excusó, con miedo, diciendo que preferían no salir. Varias chicas estaban
rezando, otras dormían. Juliana fue la única que decidió acompañarnos. La
hermana de una chica que había ingresado ese día, se había quedado para hacerle
compañía y dormía en el sillón del living, justo al lado del cuarto en el que
estaba Reagan. Cuando pasamos por el living, estaba sentada tapada con una
frazada. Se levantó y decidió acompañarnos.
La peor de las enfermeras
que me tocó en mi estadía estaba de guardia.
–¿Qué pasa chicas? La
compañera está atada, no está caminando por los pasillos, así que vuelvan a sus
cuartos.
Le respondí de manera nada
amable:
–Menos mal que está atada,
me dejás mucho más tranquila ¿Pero vos pensás que podemos dormir con esos
gritos? ¿Además, le dieron agua? ¿La están atendiendo? Porque nunca vimos que
le dieran nada y honestamente no podemos dormir con una persona que esta gritando
así. No estamos acostumbradas a estas cosas.
–Estás en un neurosiquiátrico, Morena.
–Eso ya lo sé, me di cuenta, pero hay casos y casos
y no creo que este sea un caso para que esté en este piso.
–Bueno ¿Quieren que les llame un médico?
–¡Para nosotras no! –se apresuró a decir Natalia–.
Llamá a un médico que venga a verla a ella.
Avanzamos lentamente hasta
llegar a la puerta donde estaba Reagan, ya que Juliana quería sacar unos
caramelos de su mesa de luz. Me asomé a la puerta y vi algo que nunca había
visto antes. Reagan tenía las manos y los pies encadenados a la cama, abiertos
como la película El Exorcista y una faja también con candados sobre su vientre
para que no pueda encorvarse y lastimar su columna. Se dio vuelta hacia mí,
giró su cabeza llevando su mentón detrás de su hombro, movimiento que
humanamente es imposible y con una voz de ultratumba me dijo:
–¡¿Qué mirás?!
Juliana agarró sus
caramelos, yo salí corriendo al comedor y Natalia corrió tras de mí. Al segundo
comenzó a hiperventilar y le sobrevino un ataque de pánico. Tuvo que venir un
médico de guardia y darle una medicación. En verdad la había afectado mucho lo
que vio.
No podíamos creer lo que
estaba pasando. Desde las habitaciones gritaban “llamen a un
cura”, “llamen a un pastor”. Todas
las creencias juntas estaban pidiendo ayuda para una mujer que estaba sufriendo
algo que realmente no se lo deseo a nadie. Ni a mi peor enemigo.
Luego de que el terror pasó
y que Reagan calmó sus gritos, comenzaron los sollozos.
–Por favor ayúdenme –se
escuchaba entre sollozos desde fuera de la habitación–, me estoy muriendo,
tengo sed, yo no estoy loca, me están matando. Esta no soy yo.
Las lamentaciones de Reagan
parecían más sobrenaturales que los gritos diabólicos que las antecedieron.
Aquella voz no era la de la chica joven y dulce que habíamos conocido esa
mañana.
En un momento pensamos en
lo inhumano que era todo eso. ¿Por qué
no le ponían un suero y la mantenían hidratada? ¿Por qué no le daban sus
calmantes? Ella no tomaba agua, no sabíamos si estaba orinada, no había comido
nada en todo el día. Si alguna vez me tocara estar en el lugar de Reagan,
desearía que alguien piense que todavía soy un ser humano y se compadezca de
mí. Como yo, mis compañeras pensaron lo mismo.
A la mañana siguiente, recién
pudimos dormir cerca de las seis de la mañana. Dormimos apenas una hora. Salimos
al patio a fumar y allí estaba ella, la misma que parecía estar poseída la
noche anterior. Como si nada, me pidió un cigarrillo. No recordaba nada de lo
que había sucedido. Tenía su pase a otra clínica y hablaba como cualquier chica
que hubiera pasado la noche descansando como de costumbre, mientras nosotras la
mirábamos azoradas con una mezcla de incertidumbre, temor e intriga sobre todo
lo que había pasado.
Me contaron que Reagan ingresó a otra clínica y
que, apenas llegó, se acercó al bebedero, tomó un vaso de plástico, lo llenó de
agua y bautizó a cada una de sus
compañeras que estaban fumando en el patio. Delirio místico fue su diagnóstico.
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