Eric Haym Fielitz (Montevideo, 1966). Escribe cuentos y relatos desde los 16 años.
Ha publicado en “Antología del Relato Corto Uruguayo” de 1998; fue finalista
en 2013 del concurso de cuentos “Hislibris”, publicado en “El Monje y la Pulga
y otros relatos”, editado por Evohé en España; y en 2016 en el blog “El Blog
Onanista” y en la revista Nictofilia de Perú.
También podés bajarlo y leerlo en PDF desde:
https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpRm5mcmJLMFdJZGs/view?usp=sharing
Ramiro Vargas era un escritor maldito. O un maldito escritor, vaya uno a saber. Le vi dos veces en mi vida, por lo que soy una rara excepción entre sus seguidores. Quizás la primera vez haya sido la más memorable.
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Ramiro Vargas era un escritor maldito. O un maldito escritor, vaya uno a saber. Le vi dos veces en mi vida, por lo que soy una rara excepción entre sus seguidores. Quizás la primera vez haya sido la más memorable.
Me
encontraba haciendo una fila frente a una ventanilla de pago en el atrio de la
municipalidad, para abonar alguna cuenta. Distraído, me fijé en la persona que
estaba detrás de mí. Era un tipo alto, de cara redonda y ojos saltones, con el
cabello peinado a la gomina. Reconocí su rostro por la foto en la solapa de un
libro que no hacía mucho tiempo había leído con atención.
–Usted es Ramiro Vargas,
¿verdad? -le saludé.
Vargas
se sorprendió. En aquellos tiempos nadie le conocía, salvo un muy pequeño grupo
de lectores que le tenían como uno de sus preferidos, un autor de culto de un
sub género literario muy menospreciado.
–Leí
su novela “En la puerta del infierno”. Me gustó mucho…
Ya
no recuerdo cómo conseguí aquel libro, pero no pude apartar los ojos de sus páginas
hasta haber concluido la lectura. Si bien la trama era un poco enredada, el
manejo del idioma para describir escenas terroríficas me pareció de una
exquisitez superior. Ahí lo tenía al autor, descubierto en su anonimato, que me
sonreía sin saber qué hacer. Se ruborizó un poco y agradeció el elogio con una
inclinación de cabeza.
Luego
de esto, durante algunos años no volví a saber nada de él. Hasta que la
casualidad quiso que un conocido me invitara a la presentación de otro libro de
Vargas, la que sería su última novela.
Recuerdo
que esa noche hacía frio y llovía a mares. Unos cincuenta seguidores se
reunieron en la pequeña sala adjunta al Café del Centro, un lugar donde era
habitual encontrar a cualquier hora del día y en especial de la noche a los más
diversos artistas de la ciudad, escritores, pintores, poetas. La ocasión era
especial por partida doble, ya que no solo era la presentación en sociedad del
último opus de Vargas, sino que sus lectores más fanáticos, con quienes él
mantenía un contacto exclusivamente epistolar, podrían verlo en persona. Esta,
por lo que supe, era una de las características más sobresalientes de su
personalidad, la de tener una fobia casi paralizante a mantener contactos con
desconocidos. Cuando lo supe, recordé su rostro nervioso y fuera de contexto en
el atrio municipal.
Y
ahí estaba el hombre, sentado en el borde de su silla, mirando por encima del
pequeño auditorio con una expresión nerviosa. Parecía un niño grande,
envejecido con premura. Su cabello ahora era del color de la plata y un par de
arrugas surcaban su rostro. Su traje color crema estaba muy estropeado, como si
hubiera dormido muchas siestas con el saco puesto. Y la corbata oscura bailaba
sobre su camisa.
Junto
a él estaba el editor, un tipo bajito, de pelo blanco, anteojos y una barbita
bien cuidada que hacía recordar a una marca de pollos fritos de Kentucky,
nervioso y vivaracho, quien poseía una marcada inclinación por los adjetivos y
la grandilocuencia. Sin embargo, su descripción del libro y la presentación del
autor fueron muy acertadas, aunque al auditorio no pareciera importarle
demasiado lo que el editor estaba diciendo.
En
realidad, todos estábamos pendientes de Vargas. Cuando al final hizo uso de la
palabra, casi no la usó. Con un hilo de voz muy aguda y pasando su lengua sobre
los labios resecos, Vargas explicó que ese libro lo había escrito casi sin
pensar, como si un espíritu maligno se lo estuviera dictando. Dijo, entre
suspiros, que casi no había nada propio en esas páginas y que se disculpaba si
alguien por eso se desilusionaba. También deslizó, como al pasar, algo que me
llamó mucho la atención: que por primera vez en su vida no había escrito una
ficción. Fue una mención oblicua, pero la recordé bien en los siguientes meses
y la tengo muy presente ahora, que escribo estas líneas al borde de la locura
colectiva.
Al
final de la velada, adquirí “El mundo en tinieblas” e intenté conseguir un
autógrafo. Pero Vargas se había desvanecido. Con mucha habilidad, y supongo que
con la ayuda del editor y del dueño del local, logró escabullirse de su público
antes que le diera un ataque de pánico.
El
libro no era muy largo. No superaba las ciento noventa páginas. En la tapa, a
modo de ilustración, había un mapa antiguo del norte de España y la costa
francesa hasta el borde del sur de Inglaterra, sin mar. En la contratapa,
Vargas miraba al lector con una rara expresión, como disculpándose por el libro
que tenía entre manos.
Desde
las primeras líneas, Vargas lograba meter al lector en su mundo de locura y
muerte con la sutileza y elegancia que pocas veces se perciben en este género.
Se trasladó al norte europeo para lanzar su maldición.
“Soeren encontró la botella con la nota en la playa. El
mar la había depositado ahí. Hacía frío, pero no tanto como para dejar de salir
a caminar por el antiguo estacionamiento del supermercado. Cuando era chico, el
agua traspasó las barreras de contención que su padre y otras personas habían
construido en la emergencia, y se tragó casi todo el pueblo. Mucha gente murió,
otra tanta escapó. La familia de Soeren se quedó. No tenía intención de moverse
de su casa, en la colina más alta del pueblo. El agua se detuvo a algo menos de
doscientos metros de la puerta trasera. Ahora, luego de algunos años, Soeren
mezclaba recuerdos con fantasías, amplificadas por el tiempo que había
transcurrido. ¿Cuándo fue que supo que la gente podía cruzar desde Inglaterra
al continente a pie? ¿Fue antes de su décimo cumpleaños cuando un iceberg chocó
con el campanario de la iglesia? Ya no lo sabía con precisión…”
La
botella que Soeren encontró contenía un mensaje, escrito a miles de kilómetros
y fechado hacía casi diez años. El mundo, en la novela, había cambiado luego de
una catástrofe que nadie logró prevenir: el planeta se había detenido. Sin
movimiento de rotación, el clima comenzó a cambiar en forma drástica, la cadena
de fabricación de alimentos se alteró y el mar se retiró del centro y comenzó a
acumularse en los polos.
La
vida, desde entonces, era lenta. Morían más personas que aquellas que nacían.
El aislamiento no era, en algunos casos, absoluto, ya que algunos caminos
internos se mantenían abiertos, pero se vivía con la extraña sensación de estar
solos en el mundo. Los países habían colapsado, las comunicaciones se habían
interrumpido, los satélites se apagaron. La pesca era escasa y los pocos
animales que poseían las granjas y que proporcionaban alimento eran cuidados
como joyas de la corona. Hacía años que Soeren y los suyos dejaron de
preocuparse que la radio no transmitiera sonido alguno, que la televisión y las
computadoras estuvieran apagadas y que nadie llamara más al teléfono celular.
Una
botella, encontrada al azar en una playa de cemento, con un papel garabateado
en el interior, era todo un acontecimiento, de esas cosas que solo suceden una
vez en la vida. Pero ese mensaje sin firma transmitía terror y tanto Soeren
como los pocos habitantes de su pueblo aislado entendieron desde el principio
que sus vidas estaban condenadas.
Había
sido escrito a las apuradas, hacía ya muchos años. El anónimo cronista resumió
en pocas líneas el terror que se apoderó de la tripulación y los pasajeros de
un barco de turistas que cruzaba el Atlántico. Habían zarpado desde Inglaterra
hacía varios días y la noticia les alcanzó en alta mar. Pronto los teléfonos
dejaron de funcionar y el sistema de radar enloqueció. Si bien seguían
avanzando, parecía como si siempre estuvieran en el mismo punto. Pasaron los
días y las semanas. El nivel del mar comenzó a bajar y un nuevo terror se
apoderó de todos: la comida se acabó. No hubo forma de contener a la gente. El
desesperado viajero describió con endemoniada fidelidad las espeluznantes
consecuencias de la hambruna, la locura colectiva, los límites culturales que
se borran en un abrir y cerrar de ojos, la supresión de toda noción de orden,
respeto, autoridad. La anarquía llevada a extremos monstruosos.
Una
locura colectiva se apoderó de ese mundo separado del resto. En una carrera
desesperada por los pasillos del transatlántico, el cronista creyó ver, al
final de una escalera que llevaba a la terraza superior, a alguien que no era
de este mundo, un espíritu oscuro, maligno, surgido de los abismos de la mente
y del espíritu, del miedo más profundo y puro que el ser humano puede concebir.
Ese ser, por el lapso de un instante, le miró directo a los ojos y sonrió.
“He visto el rostro de la Muerte. He cruzado este barco
de un extremo al otro, escapando a la fatalidad, a los dientes y los cuchillos.
He visto cómo se mutilan, se violan, se comen entre sí, sin mostrar dolor, arrepentimiento
o tan solo asco. Mientras escribo estas líneas, han logrado tirar abajo la
puerta que nos separa. Soy el último que ha mantenido la cordura a pesar del
hambre y la sed. Voy a meter este rollo de papel dentro de una botella, la
sellaré y la tiraré al agua, para que la marea la lleve a algún lado antes que
las aguas bajen tanto que quede varada en medio de la nada. Ya vienen, les oigo
gritar y romper todo a su paso. No son zombis, no son vampiros, no son
monstruos. Son personas normales. Y tienen hambre…”
Soeren
comprendió que ese mensaje estaba anunciando la llegada inminente de ese
espíritu maligno, que tardó años enteros en diseminar su semilla de destrucción
por todos lados y que ahora estaba infectando aquellos rincones que habían
quedado aislados. No había forma de escapar. Nadie sobrevivió.
La
densidad del relato, lo vívido de las imágenes terribles que saltaban del barco
a varios puntos del planeta para narrar la misma destrucción, muerte y terror y
el desenlace fatal del que nadie pudo sustraerse, hicieron que al tener en mis
manos ese libro, supiera que Vargas había buceado en lo más profundo y
asqueroso del alma humana, logrando plasmar ese horror con palabras que podían
salir del papel, tomarte con sus garras de la garganta y apretar hasta
asfixiarte.
Aquella
noche de la presentación de su libro, Vargas se suicidó. Con el mismo sigilo
con el que había vivido, decidió marcharse. Lo descubrieron luego de muchos
días, cuando el hedor que provenía de su habitación en la pensión donde vivía,
se hizo insoportable. Pero quizás lo llamativo del caso no fuera la muerte
misma del escritor, sino la circunstancia que la rodeaba. Cuando los bomberos
tiraron abajo la puerta, encontraron el cuerpo de Vargas sentado en una silla,
tieso, con los ojos bien abiertos mirando sin ver un punto fijo en la pared. Se
había abierto las venas de la muñeca izquierda. Vestía igual que en la
presentación de su libro. Pero lo extraordinario del asunto, lo que nadie pudo
explicar, era que no había nada más en la habitación. La cama, el ropero, la
ropa, la cocina portátil, los libros, todo había desaparecido.
Una
habitación desnuda, un escritor muerto, un libro extraño y espeluznante.
Luego
de haber leído ese maldito libro y de haber asistido, más por curiosidad que
por genuina compasión, al entierro de Vargas y de haberme enterado en esos
corrillos de las muy extrañas circunstancias de su muerte, las cosas comenzaron
a cambiar.
Al
principio, nadie se dio cuenta. Quizás quienes sí se enteraron, no quisieron
difundir la noticia para no causar un pánico anticipado. Pero pronto no hubo
manera de ocultarlo. El planeta se estaba deteniendo. La rotación que tenía
desde hacía miles de millones de años, y que permitía el equilibrio de la vida,
había llegado a su fin. Y con ello, están surgiendo esos monstruos que con
tanta precisión describe Vargas en su novela. Llegué a discutirlo con un amigo,
en medio de la calle y de una multitud que tomaba por asalto supermercados y
almacenes. Vargas tenía razón, le grité sin que el otro lograra entenderme.
Ignoro
qué maldito espíritu logró despertar el escritor. Pero alguien con un poder
oscuro e infinito ha abierto las puertas del infierno y los demonios comienzan
a corretear por el mundo. Aquellas escenas de la ficción son hoy parte del
diario vivir. Nos hemos asomado a un abismo profundo, hemos perdido el
equilibrio y estamos cayendo.
Hoy
también le vi. Una figura humana pero de otro mundo, maligna, perversa. Por un
instante me miró fijo a los ojos. Desde la distancia pude percibir su maldad.
Me he encerrado en mi casa. Las puertas pronto serán derribadas. Ellos también
vendrán. No son vampiros y zombis. Son personas normales. Pero tienen hambre.
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Bienvenido a la familia Cruz Diablo.
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