Recuerdo la primera vez
que visité Pampa del Infierno. Nunca me había detenido a pensar por qué le
habían puesto ese nombre. Supuse que era algo normal, como Pampa de los
Guanacos o Pampa de Achala. Lo llamarían “del infierno” por lo desértico,
supuse. No le di importancia. Aquella tarde estaba sentado bajo el alero de
rancho, en el mismo lugar que solía estar mi abuelo. Pero esta vez él se había
ido. A eso de las cuatro de la tarde regresó. Con su llegada comenzó a soplar
un viento cálido, muy cálido desde el poniente. Noté que mis abuelos estaban
distintos. Cuando comenzó a soplar el viento, ingresaron en un estado de
desesperación y nerviosismo. Después se calmaron, se calmaron de una manera inhumana.
Sus ojos perdieron el brillo, sus rostros abandonaron toda expresión. Caminaban
como autómatas guardando las cosas dentro del rancho. Mi abuelo entró primero,
mi abuela lo hizo después. Cuando mi abuela ingresó al rancho, pasó por delante
de mí y murmuro, sin mirarme:
–La
tarde se está incendiando.
–Sí
–le dije yo, contemplando el horizonte que se teñía de sangre–, es hermoso.
Me
puse a silbar bajito esa canción de Los Manseros Santiagueños que dice «la
tarde se está incendiando, qué maravilla el ocaso, revolotean torcazas sobre
los surcos sembrados». Y revoloteaban las torcazas, nomás; torpes, con
dificultad, pero revoloteaban. Eso me llamó la atención. Se comportaban como
animales de río o de mar, esos que sobrevuelan el agua y se tiran en picada
para sacar algún pez. Eran muchos los pájaros que avanzaban desde el poniente y
se precipitaban a tierra. Era como si huyeran de algo. Cuando estuvieron más
cerca pude notar que no se lanzaban en picada hacia la tierra: caían muertos,
como si se petrificaran en pleno vuelo.
Un
vaho cálido me envolvió por completo «Qué raro ¿acá viento zonda?» pensé, pero
el aire continuó enrareciéndose. Era como si los pájaros, que ya se encontraban
a menos de cien metros, trajesen el calor prendido de sus colas. La estampa que
después vieron mis ojos no la he podido desprenderla de mis retinas ni aún con
el paso del tiempo. Al concentrar toda mi atención en los pájaros había perdido
de vista el trasfondo. El horizonte estaba envuelto en lenguas de fuego que se
retorcían entre sí y parecían lamer con lascivia las puertas del mismo cielo.
De repente, los pájaros se encendieron en el aire como si fuesen cabezas de
fósforos en plena combustión. Uno cayó calcinado, como una piedra de alquitrán,
muy cerca de mis pies. Levanté la vista y vi todo el monte envuelto en fuego.
El calor era insoportable y la pared de fuego avanzaba como si fuese un tsunami
del infierno. Cuando sentí que la piel me ardía, salté de la silla y me metí en
el rancho. Mis abuelos estaban sentados a la mesa tomando sopa como si nada
pasase. Yo estaba con la espalda apoyada en la puerta, con las palmas de la
mano adheridas a las tablas de madera. El pecho se me inflaba y se desinflaba
como si fuese un sapo del monte. Sentí la tormenta de fuego desatándose sobre
el monte que rodeaba al rancho. Agarre la tranca de madera y la coloqué para
trabar la puerta. Mi abuelo tragó el sorbo de sopa que tenía en la boca y me
hizo una seña con la cabeza, pidiendo que me siente. Mi abuela se limpió la
boca con la servilleta y habló:
–Nunca
tocan la casa.
–¿Tocan?
¿Quiénes? –les pregunté, pero nadie me respondió.
Aún
con mis sentidos alterados me senté a la mesa. No podía dejar de mirar hacia el
techo y las paredes, sintiendo el ruido que las trombas de fuego hacían en el
exterior. Unas de las ventanas se abrió y una lengua de fuego se introdujo
lamiendo el techo y parte de las paredes. Luego se retiró, pero la ventana
quedó abierta. Del susto me caí de la silla y me arrastré empujando con los
talones hasta quedar parapetado contra la pared opuesta.
–Nunca
tocan a la gente –dijo mi abuela y siguió sorbiendo su sopa.
Yo
la miré con los ojos grandes como platos, con la respiración agitada y mi boca
abierta. Me incorporé y me acerqué, con más terror que sigilo, hasta la ventana
abierta. Parecía estar viendo a través de la puerta de vidrio de un microondas:
todo en el monte ardía, los arboles estaban rojos por la incandescencia,
algunos relucían dorados; los animales brillaban como monedas de oro que
dañaban la vista de solo mirarlos. No se veía el fuego, pero todo ardía en un
paisaje pintado en matices de rojos y amarillos incandescentes, pero por alguna
razón el calor no ingresaba en el rancho. Los abuelos tenían razón: el fuego no
tocaba la casa y mucho menos a los que estábamos en su interior.
Cuando
la tormenta de fuego cesó, me invadió una profunda somnolencia. Diez segundos después perdí el conocimiento.
A la
mañana siguiente me despertó el ruido de objetos que se apilaban. Siempre me despertaba con el canto de los
pájaros o con el ruido del viento entre los árboles. Pero esa mañana no había
pájaros que canten y el viento no tenía árboles a los que acariciar. Me levanté
del catre y caminé hasta el patio. Cuando salí del rancho me encontré con un
paisaje desolador: todo el monte había quedado reducido a brasas. Todo, hasta
donde mis ojos me permitían ver, era un desierto de arenas grises. Mi abuela
estaba parada con las manos unidas sobre el delantal. Mi abuelo levantaba ramas
carbonizadas cerca del rancho y las apilaba cerca del aljibe. No había sido un
sueño: la tormenta de fuego había sido real. Me acerqué a mi abuela.
–¿Qué
pasó, mamila? –le pregunté.
–Pasó
otra vez, m´hijo –me dijo.
En
ese momento me di cuenta de que mi abuela estaba llorando.
–El
incendio. Devoró todo el monte –dijo mi abuelo –, pasa todos los años. Después
se recupera, porque… ¿ves? –el abuelo se agachó y tomó un puñado de cenizas en
la mano. Después la dejó caer en una lluvia fina hasta que se quedó con dos
bolitas oscuras en la palma–, estás son las semillas que despierta el diablo.
Esta tarde el monte se llena de brotes y antes de que termine el verano ya
tenemos el monte otra vez reverdecido.
–No
–le dije, riendo de nervios–. No, abuelo. Esto va a tardar años en recuperarse.
Mi
abuelo me miró con los ojos envueltos en fuego y siseó entre dientes:
–Te
dije que pasa todos los años.
Me
invadió un profundo temor. Por eso no le contesté.
–Estas
son las semillas que quiere el diablo. Así debe ser cada vez: con fuego
–agregó–. El monte que nace cada vez, no es igual al anterior. Así sucederá
cada año hasta que el Señor se sienta cómodo con el bosque.
–¿El
Señor? –pregunté.
No
obtuve respuestas y agradecí al cielo que así fuese. Las posibles respuestas
que mi mente tejía sobre mi pregunta me provocaban escalofríos.
Un
bulto negro se dibujo en el horizonte. Parecía que avanzaba sobre el desierto
gris. El calor que aún emanaba de la tierra distorsionaba la imagen
dificultando la visión. Cuando se encontró a unos doscientos o trescientos
metros la imagen se hizo más clara. Dejó de ser un bulto, una silueta oscura en
el desierto, para pasar a ser un hombre: un hombre carbonizado del que aún se desprendían
volutas de humo que llevaba el viento. Me quedé petrificado al lado de mis
abuelos. Mi abuela dejó de llorar y de pronto una metamorfosis siniestra dibujó
una sonrisa en su rostro.
–El
Señor –dijo mi abuela, con la mirada clavada en el extraño.
Su
expresión era la misma que la de un chico observando a Papá Noel en una feria
navideña.
El
despojo humano llegó hasta donde estábamos y se paró frente a mi abuelo. Tenía
todo el cuerpo carbonizado. En algunas partes una veta de tejidos rosados se
hacía visible en la profundidad de la carne abierta y carbonizada. En su rostro
se distinguían los globos blancos de los ojos y los dientes también blancos que
afloraban entre los pedazos de carne chamuscada que rodeaban la cara. De un
lado le faltaba toda la mejilla. La encía se había vuelto un gel grasiento de
color bordó oscuro y la hilera de dientes quedaba a la vista en el rostro
desnudo. Entre las piernas le colgaba un pequeño chorizo que parecía haberse
caído sobre el carbón ardiendo. Aquella cosa miró a los ojos a mi abuelo. Mi
abuelo le extendió la mano y le entregó las semillas. El hombre las observó.
–Son
buenas. Cada año nacen mejores –le dijo mi abuelo.
El
hombre las apretó en su mano y se dio vuelta.
–¡A
lo de los Ramírez! –le dijo mi abuelo–. Ahí el monte resiste, pero vaya allí.
Estoy seguro que este año las semillas son del bosque nuevo. Ya no va a encontrar resistencia en este
bosque… Señor.
El
hombre continuó su avance hacia el horizonte.
–¡Espere!...
¡Señor! –dijo mi abuelo–. Sin tocar las casas ni a la gente ¿No?
El
hombre se dio vuelta muy despacio, levantó una mano y dibujó con la palma
algunos signos en el aire, como si fuese un sacerdote dando la bendición.
Después se dio media vuelta y se marchó. Mi abuelo se acercó a mi abuela y la
abrazó. Mi abuela comenzó a llorar, pero no estaba triste, el suyo era un
llanto de alegría.
–Nos
dieron otro año, vieja –le dijo mi abuelo, sollozando–. El Señor nos concedió
un año más.