Gonzalo Gossweiler tiene 32 años. Se recibió de Licenciado en Ciencias
de la Comunicación en UADE. Es periodista de Ambito Financiero.
Empezó escribiendo cuentos
de ciencia ficción en el taller literario del escritor Hernán Vanoli en 2014. A
fines de 2015 el Ministerio de Cultura de la Nación publicó dentro de la
colección Leer es Futuro su libro Antártida, con cuentos juveniles.
En 2016 comenzó un taller
literario de pura ciencia ficción con el escritor Sebastián Robles. Actualmente
se encuentra preparando un libro de relatos ambientados en el futuro.
Esta es su primer aparición
en Revista Cruz Diablo.
También podés bajarlo en PDF desde el siguiente enlace:
Hace unos años trabajé en
un restorán de San Telmo. Era ayudante de cocina del turno noche. Preparaba
comidas básicas, lavaba platos, barría y me tenían de acá para allá. Pagaban
una miseria, como en todos lados. Lo bueno era que al final del día nos
podíamos llevar comida. Yo buscaba algunas milanesas y me hacía un sanguche tan
completo que después no me entraba en la boca. Lo guardaba en una bandeja
plástica que enrollaba en film y metía en la mochila. Con eso almorzaba al día
siguiente. Además picoteaba de las sobras de los comensales junto con los
camareros. No se puede creer cómo desperdicia la gente.
Por momentos se trabajaba
mucho, pero también tenía ratos tranquilos para salir a fumar un cigarrillo.
Casi no pasaban autos frente al restorán, así que la calle era bastante
silenciosa. Me sentaba en el cordón, con los pies sobre los adoquines
desparejos y miraba esas vías que vaya uno a saber qué hacían ahí. Creo que
ahora está todo asfaltado. Yo me fumaba unos Camel y escuchaba a los grupos de
turistas que buscaban dónde cenar.
Me gustó trabajar en ese
lugar. Lo que no me convenció jamás era el horario: entraba a las 4 pm y salía
pasada la medianoche. A veces, si los clientes estiraban la sobremesa, nos
quedábamos hasta las 2 o 3 de la madrugada para limpiar, ordenar y cerrar el
local.
Otro problema: siempre
viví en Longchamps, tercer cordón del Conurbano. Es el límite entre la ciudad y
el campo. "A la vuelta de la loma del orto", dice mi viejo. Para mí
es más al fondo todavía. Con el tren se llega perfecto a Capital en una hora de
viaje. El tema es que entre las 11 pm y las 4 am no hay trenes. Por eso volvía
siempre en colectivo. A unas cuadras del restorán, sobre Paseo Colón, pasa el
74 de la línea San Vicente que termina en la estación de Longchamps.
El 74 tiene pasajeros que
viajan siempre en el mismo horario, así que uno los va conociendo. En ese
tiempo a veces esperaba en la parada el interno de las 00.15 con Mariana la
enfermera. Después subían Pablo el periodista y José el empleado gráfico. El
chofer era Raúl, un tipo simpático, vecino del barrio. En el de las 00.45 a
veces me cruzaba con tres estudiantes de Diseño Gráfico de la UBA, Pedro el
kioskero de Avenida Corrientes y un viejo con olor a sudor de pescado. Manejaba
Willy, un roquero frustrado que nos quemaba la cabeza con Black Sabbath a todo
volumen.
El último colectivo era el
que llegaba unos minutos después de la 1:30 am y si lo perdía tenía que esperar
hasta que se reanudaba el servicio a las 3:20 am, por lo que me preocupaba de estar
a tiempo. En ese recorrido final solía estar una pareja de telemarketers, María
y Facundo creo; un tipo de anteojos que se bajaba en Banfield y nunca hablaba;
una señora con obesidad mórbida que ocupaba dos asientos y respondía al nombre
de Sara; el Otaco, un pibe que se vestía de negro con cara de meditar el
suicidio; y tres colegas cocineros de un hotel cinco estrellas de Puerto Madero
-Javi, Pitu y Lean-, que eran con los que yo más me hablaba. Al frente del
volante estaba Jorge, un insoportable hincha
de Boca.
Aquel día fue jueves. Me
acuerdo que el restorán estuvo bastante concurrido para un día de semana. Vino
un grupo grande de extranjeros que dejó propina en dólares. Los atendimos como
reyes y nos fuimos tarde. Tras cerrar la cortina metálica, corrí a Paseo Colón.
Llegué justo cuando aparecía en la distancia el letrero de led naranja
fosforescente del último 74 de la jornada.
-¡Que hacés, Marquitos!
-me saludó Jorge, el chofer del "xeneize".
-Hola, George, ¿hoy
también me vas a hacer pagar?
-Dale, boludo, que estoy laburando.
Si el domingo Banfield le gana a Boquita te dejo viajar gratis toda la semana.
-No tiene chances Boca, de
local gana Banfield. Les vamos a hacer pasar vergüenza -lo chicanee para seguir
la conversación.
Hablamos un rato más. De
Boca, de fútbol, de mujeres, otra vez de Boca, hasta que le puse la excusa de
que me iba a sentar para dormir un poco porque estaba cansado. Saludé de lejos
a los cocineros en el fondo y a la gorda Sara. En la fila de butacas
individuales estaba el tipo mudo de anteojos y el suicida. Yo me senté delante
de ellos. Al frente, a puros besos, estaban los telemarketers. Las cortinas de
las ventanas estaban cerradas y las tenues luces violetas dejaban el interior
en penumbras. El bondi parecía una habitación de telo barato.
Esa vez también viajaba un
hombre de traje que iba dormido y en las curvas amagaba con caerse. Ya lo había
visto antes, era uno de esos pasajeros ocasionales. Tras pocas cuadras, donde
termina Parque Lezama, se subió una morocha con cara modesta, pero cola de
contratapa de Diario Popular. Tenía un jean que le cortaba la respiración y el
ombligo al aire con un piercing plateado. La miré hasta que se sentó y perdió
el atractivo. Era nueva en ese horario. Me giré para atrás y le lancé un giño a
los cocineros que estaban haciendo gestos obscenos en dirección a la morocha.
Me puse los auriculares e
intenté dormir un poco. El hijo de puta de Jorge intercalaba aceleradas y
frenadas. Te saboteaba el descanso. Pasamos Barracas, nos metimos por la
autopista, llegamos a Avellaneda y entraron dos pibes con olor a porro. Se bajó
la gorda Sara. En el shopping se subieron dos lesbianas de pelo corto, una era
más femenina y la otra llevaba camisa a
cuadros y pelo bien corto. Se sentaron cerca mío, del otro lado del pasillo.
Al dejar atrás el shopping
de Avellaneda, el 74 entra en un laberinto de calles internas, casas horribles
y negocios a esa hora cerrados. El colectivo gira a la izquierda, después a la
derecha por una avenida y de nuevo a la izquierda en una esquina donde hay una
fábrica abandonada. Ahí empieza Lanús, no sé si en los papeles, pero es la
sensación que siempre me dio. Las casas se vuelven más feas y pobres, con
ladrillos a la vista, chapas, grafitis, baldíos, perros vagabundos y tipos que
toman cerveza en la calle junto a sus motos aunque sean las 2 am de un día de
semana. En una parte del recorrido se siente olor a podrido que calculo se
escapa de alguna fábrica. Debe ser insoportable vivir así.
En esa zona me ponía
paranoico. Unos meses atrás habían subido unos chorros y a punta de pistola nos
habían robado los celulares y billeteras. Después de eso andaba atento para
esconder mi teléfono entre el asiento y la pared si volvían a asaltarnos.
Se ve que Jorge venía
adelantado en el horario porque manejaba más lento que de costumbre. Los pibes
con olor a porro se bajaron frente a una plaza a oscuras que daba la sensación
de ser el lugar de una emboscada de chorros. Tal vez durante el día fuese un
lugar normal, pero yo siempre pasaba de noche y esa parte del recorrido me
ponía la piel de gallina. Me imaginaba que se descomponía el colectivo y yo
quedaba ahí, presa fácil de un grupo de drogadictos psicópatas con navajas.
El 74 dobló a la derecha
en la plaza y siguió por un depósito municipal, pasó por un asentamiento
precario y frenó en el semáforo. Ahí era donde habían subido los chorros.
Vigilé en todas las direcciones y me puse alerta cuando se abrieron las
puertas. La morocha se bajó. Me acuerdo que pensé que ahí, sola, estaba
regalada para un choreo. Cruzó frente al bondi y caminó por la vereda a mi
izquierda. Estaba en línea recta a mi ventana y le eché una mirada a su cola de
almanaque.
La chica caminó rápido y
pasó junto a un montón de bolsas negras de basura. Algo oscuro se levantó y la morocha
saltó a un costado. Eso que parecían bolsas se movía y sacó un brazo deforme
que la agarró por la cabeza. Un grito muy breve quedó tapado por el ruido del
motor. La cosa le arrancó la cabeza, que desapareció entre capas de una piel
negra y brillante que parecía plástico a la luz de los faroles. La sangre le
salpicó el cuerpo oscuro. Era una mole sin forma, un monstruo de bolsas. Se
comió a la chica de la cabeza hasta la panza y después tiró el sobrante al
medio de la calle. Las piernas envueltas en jean parecían las de un maniquí. Mi
mente no podía procesar que la cintura desapareciera después del piercing del
ombligo. En parte era una mezcla de cosas rojas que se derramaba como un tarro
de mermelada de ciruela explotado en el piso.
En un momento el semáforo
debe haber cambiado a verde y Jorge aceleró. La cosa percibió al colectivo y
asomaron unos ojos. Avanzó unos metros, pero la perdí de vista cuando pasamos
la esquina. Vigilé por la ventana de atrás y no vi nada.
Mi corazón golpeaba en mis
oídos como si hubiera corrido varias cuadras a máxima velocidad, como si
hubiese escapado de esa cosa a pie. Por un rato no pude respirar. Miré a los
otros pasajeros y cada cual estaba en lo suyo.
Los cocineros veían un video en un
celular y se reían, las lesbianas no paraban de hablar, los telemarketers
dormían acurrucados, el tipo de traje estaba desmayado y babeaba el vidrio, el
Otaco atrás mío tenía la capucha sobre la cara y el de anteojos me miró fijo
unos segundos y apartó la vista. Jorge manejaba mal como de costumbre.
No sabía qué hacer o qué
decir. No hice nada y no dije nada. Nadie me iba a creer. El colectivo dejó
atrás Lanús y llegó a Banfield. El ambiente cambió enseguida. De repente lo que
creía haber visto me parecía una locura. El de los anteojos se bajó en Maipú y
Alsina y se me quedó mirando desde la vereda sin pestañear. Cuando llegué a
Longchamps me tomé un remís porque no estaba como para caminar a mi casa. Al
pagarle al remisero me di cuenta de que me temblaba la mano.
Me acosté y no pude dormirme
hasta que salió el sol.
Falté al restorán una
semana. Dije que estaba enfermo y me lo descontaron del sueldo. Busqué en las
noticias y no vi nada raro, ningún cadáver en Lanús.
Cuando me reincorporé en
el trabajo no quería volver en colectivo. Esperaba hasta las 3.30 am en el café
de una estación de servicio para tomar el primer tren de la mañana. Una vez me
animé y volví al 74. Temblaba como hincha de River infiltrado en la popular de
la Bombonera. La pasé muy mal, pero no encontré nada raro. Al final renuncié y
conseguí laburo en una pizzería de mi barrio. De día. Ya no ando solo de noche.
No sé que vi aquella
madrugada en Lanús, ni me interesa. La imagen del cuerpo comido y la cosa esa
con ojos... Además pasó en el medio de un barrio residencial donde nadie vio ni
escuchó nada. A veces sueño con esa noche, pero yo ocupo el lugar de víctima y
la chica me ve morir desde el colectivo, sin tampoco hacer ni decir nada.
El que va a laburar a la
mañana y vuelve a la tarde en tren, el que está todo el día en una oficina en
Microcentro o en Palermo, el que al mediodía se come una bondiolita en
Costanera y a la noche está en la cama, o el que viaja en la comodidad de su
auto; esa clase de tipos jamás me van a entender.
Hay cosas que pasan a la
madrugada, cuando todos duermen.
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ResponderEliminarMuy bueno, hasta se puede sentir el vaivén del colectivo, y las ganas de saber que era esa cosa. Tal vez, es la aformidad que toma el miedo de andar a la madrugada, con toda la inseguridades que hay, y se encarna en el interior del protagonista.
ResponderEliminarEs un gran relato que pinta muy bien la nocturnidad del conurbano a través de una historia de terror. Gracias por comentar.
EliminarMuchas gracias. La verdad que viajar de madrugada en ese bondi da más miedo que la más tenebrosa película de terror.
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