viernes, 11 de octubre de 2019

"Villa Perdición" por Lolabistrot


Lolabistrot. Nacida en la Ciudad de México. Pertenece a la llamada Generación X. Es maestra en Literatura Mexicana Contemporánea y licenciada en Comunicación Social por parte de la UAM. Compiló, editó y publicó Necrópolia, Horror en Día de Muertos (2014) y Mortuoria, Sombras en Día de Muertos (2017) bajo el sello independiente Ediciones Lulú. Por otro lado, sus cuentos han sido publicados en más de 20 antologías de diversas editoriales (impresas y electrónicas) tanto de México, España, Canadá y Argentina. Entre sus aficiones y gustos está el terror. Ha dado cursos de literatura y  organizado ciclos de cine del género en varias casas de cultura de la Ciudad de México.

¿Amar? ¿Ahora? Lo que más deseo es ir al norte y quedarme ahí…solo. Aunque ella venga tras mis pasos, estoy solo en este mundo enfermo lleno de putrefacción, muerte y hambre. La respuesta no está en ella… ¿Mi familia? La única que he tenido, todos ellos muertos.
Rafael, el único padre que conocí. Cuando cumplí los 15 me explicó todo. Yo era hijo de una pareja de mormones ricos adictos a la cocaína y al sadismo. Tengo recuerdos vagos de mucho dolor. Sí, mis padres biológicos me golpeaban. Me ataban a una de las columnas de la sala y se turnaban para castigarme con látigos y puños cerrados. Recuerdo otras caras, extraños, invitados, vitoreando y ejecutando lo mismo. Yo no entendía nada. ¿Llorar? ¿Gritar? Después de un mes de continuos golpes ya no podía hacerlo. Pero de repente, eso terminó. Rafael me platicó que me encontró por azares del destino. Ese día decidió acabar hasta con el último de esos millonarios porque le debían una importante cantidad.  Bastó con llamar a la puerta para descargar su M249 sobre todo lo que se moviera. Esa vez me habían llevado al sótano, así que cuando se puso a explorar la casona y dio conmigo, sus ojos no podían creerlo. Me dijo que me apuntó con el arma, pero fue incapaz de apretar el gatillo al verme en ese estado.     
–Estabas moribundo, eras casi un despojo humano.
Dijo que cuando me llevó al hospital, los encargados de asistencia social lo obligaron a abandonarme ahí mismo para que el orfanato se encargara de mí.             
–Vi lo que los empleados le hacían a los bebés en lugares como ésos, por eso me negué a dejarte.
E hizo lo que mejor le salía: repartir golpes y disparar contra quienes intentaron detenerlo. Me arrebató de los brazos de un sujeto que ya me llevaba hacia un vehículo no sin antes aporrearlo con un extinguidor. Y simplemente huimos para perdernos en la noche. Nos quedábamos en hoteles de paso una o dos noches. Y al otro día, a seguir emprendiendo la huida. La policía ya andaba tras su paso. De los hoteles pasamos a los bajopuentes y sitios abandonados. El dinero escaseó.
Pasaron meses hasta que mi padre conoció a Zelma, una cantante punk. Su hogar era una camioneta destartalada a la que nombraban La Endemoniada. Con ella viajaban Sid, Joey y Mick, unos músicos de medio pelo con los cuales Zelma tenía una banda: Misifús. Mi padre se enamoró de esa chica audaz y le ofreció ácidos y heroína gratis a cambio de dejarlo conducir a través del país que ya estaba sumido en un caos. Zelma aceptó. Y entonces nos integramos a ellos. Recuerdo cuando Sid, al verme, se acercó y me sobó la cabeza y preguntó mi nombre. Mi padre no supo qué decirle. Lo primero que le vino a la mente fue: Aldair. Cuando Joey le preguntó si yo era su hijo, mi padre lo tomó por el cuello y lo empujó contra la pared para advertirle que no se metiera en donde no lo llamaban y que dejara de preguntar.
Mi vida de repente se vio rodeada de huidas, alcohol y música. Rodábamos por ciudades en cuarentena. No había comida, los apagones eran frecuentes, las rapiñas, constantes. La violencia en las calles, imparable. En más de una ocasión intentaron robarnos la camioneta pero mi padre siempre estaba ahí para evitarlo. Nos convertimos en unos forajidos, la poca gente que salía a las calles empezó a temernos. No muchos clubes querían contratar a Misifús, así que los chicos optaron por robar mientras Zelma escribía canciones de desconsuelo y tristeza. La vi muchas veces dar zarpazos desesperados a la guitarra y al bajo, producto del efecto de las drogas.
Pero ¿Aún no he contado la historia de Grisa? Una noche de tantas, La Endemoniada, con apenas unos cuantos litros de gasolina, se metió por un barrio derruido y solitario. A lo lejos, en medio del silencio, llegó el sonido de lo que parecía una niña sollozando. Para entonces yo había cumplido, según cálculos de mi padre, cinco años. En mi memoria está todavía aquella conversación, fresca como carne recién empaquetada.                                                               
–¡Diablos! ¿Por qué llora esa pobre niña? –preguntó Sid.
–Seguramente es de algún indigente –respondió Mick.
–¡Rayos, man! eso se oye escalofriante. –agregó Joey.
–¿Qué tal si es un fantasma? –repuso Mick.        
–¡Déjense de tonterías! Tal vez necesite ayuda –replicó Zelma.       
–Ahora resulta que eres la bondad andando. Zelma, la vocalista y líder de Misifús, repartiendo caridad –añadió Sid.      
–Me conoces y sabes lo que he vivido…cariño, necesito ir a ver…–comentó Zelma dirigiéndose primero a Sid y después, a mi padre.         }
–No vas a salir. No te lo permitiré –vociferó mi padre.
–Tú no me vas a prohibir nada. Eso no entra en el acuerdo, querido. Quédate con Aldair y Sid. Yo me llevaré a Joey y a Mick –afirmó Zelma en un tono calmo.
–Siempre te sales con la tuya, llévate las armas por si las ocupan –ordenó mi padre.
–Me sé cuidar sola…¡Vamos, chicos! –concluyó Zelma.
Salieron al fresco de la noche. Al poco tiempo, regresaron corriendo. Zelma traía en brazos a una niña.
–¡Arranquen!!!!! ¡Váaaaaamonos!!!!!!!!! –gritó Joey.
Sid abrió las portezuelas en lo que mi padre arrancó la camioneta para ponerla en marcha. Apenas entraron, La Endemoniada giró y salió volando como pudo por ese camino oscuro y solitario. Escuchamos pasos y murmullos. Una muchedumbre venía persiguiéndonos, gritaban al unísono: “¡Que venga la luz y que se vayan los jinetes de la oscuridad!” “¡Sálvanos, señor!, ¡Te honraremos! ¡Hemos visto la señal! ¡Por ti lo haremos!”.
Llevaban en las manos linternas, cuchillos y hachas. El miedo me hizo abrazar a mi padre, pero el temor se desvaneció cuando, por el enmohecido retrovisor, vimos que esa gente se quedaba muy atrás.
–¡La niñaaaa! ¡No tiene ojos! –gritó Sid.
–¡Esos malditos se los sacaron! ¡Fanáticos religiosos dementes!.-agregó Zelma.
–¡La pusieron como carnada! –agregó Sid.
–No lo creo –añadió Joey.
–Bienvenidos al post-apocalipsis. Busquemos combustible y larguémonos lejos –masculló mi padre mientras bajaba la velocidad de La Endemoniada.
–¡Hay que curarla! –repuso Zelma.
Mi padre siguió conduciendo hasta detenerse. Respiró y reviró:
–¿Y dónde buscaremos ayuda?
–Ya encontraremos, cariño. No podemos dejarla a su suerte –contestó Zelma en un tono amable.
–Bien, pero ahora tú serás la responsable de esto. Ya te sigo –respondió mi padre.
Me quedé con Joey y Mick en lo que mi padre, Zelma y Sid salieron con la niña al exterior en busca de medicamentos. Antes de irse, la advertencia fue dura como una bala incrustada en el pie contra el baterista y bajista de Misifús:
–Cuiden al chico, pero no se pasen de listos. Si me entero de que le pusieron un dedo encima, los hago picadillo con mi Kahr PM9.
–¡Heyyyy, no tienes que ser duro con ellos!!! Los conozco mejor que nadie y son incapaces de esor – eplicó Zelma.
–Tranquilo, man. ¿Por quiénes nos tomas? –alegó Mick.
–Somos unos patanes pero no unos pederastas ni violadores…–confesó Joey.
–Si acaso, le enseñaremos cómo fumar y alcoholizarse…–bromeó el baterista.
–Muy gracioso, Mick –respondió Zelma.
–¡Bahh! Ensayemos algunas canciones y que Aldair nos vea, ¿verdad, chico? –me preguntó Joey.
–¡Él podría ser el futuro líder de Misifús! –dijo Mick.
–¡YEEAAHHHHHH!-corearon aquellos chicos con piercings y pantalones rotos y ajustados mientras chocaron sus palmas. Yo sólo sonreía.
              Mi padre no estaba acostumbrado a las bromas de la pandilla, así que se dio vuelta y los dejó con la palabra en la boca.
              Después de que se marcharon, me quedé contemplando a ese par de locos pero no dejaba de pensar en la niña. Me preguntaba dónde estaban sus ojos, por qué no los tenía. Mi mente giraba hasta que me aburrí. Me quedé dormido a pesar de los guitarrazos de aquellos dos individuos, que me dejaron boquiabierto la primera vez que los vi con sus cabellos parados y pintados de colores.
              Cuando desperté, Zelma me dio un par de huevos duros y Sid una soda que se había encontrado. La hora del desayuno había llegado. Busqué y ahí estaba ella con unos grandes botones negros encima de sus ojos.
              –¿Qué son ésos? –pregunté intrigado.
              –Se llaman lentes, pequeño curioso –me respondió Mick.
              Zelma estaba alimentando a la niña con unos cacahuates y un poco de leche que había robado.
              –Pues ya tenemos un nuevo miembro en la familia ¡qué rápido estamos creciendo! –dijo con cierto entusiasmo Sid.                                                      –Aldair ya tendrá con quien jugar, necesita a alguien de su edad –afirmó mi padre.
              –Serán como hermanitos –añadió Joey.
              –Esperen ¿Qué nombre le ponemos a la pequeña? –preguntó Mick.
              –Grisa es un lindo nombre. Así se llamaba mi antigua banda de la secundaria –contestó Zelma–. Bien, ahora escuchen con atención. Mismas reglas para esta nena que nos cayó del cielo. Es una mujercita y hay que respetarla. De lo contrario, les colocaré pólvora en el trasero y los haré explotar ¿entendido? –advirtió Zelma a todos.
              Los tres punks asintieron mientras masticaban unos tocinos duros.
Ese fue el comienzo de una serie de circunstancias que nos habían obligado a convivir para poder sobrevivir. La banda lo entendió al paso de los meses. Yo lo supe mucho tiempo después, cuando empecé a hacer uso de la razón. La llegada de Grisa a nuestras vidas significó aprender a lidiar con otras cosas. Para mí, fue una novedad porque ya no tendría que estar todo el tiempo con adultos. Tenía ahora una nueva tarea. Hablarle a Grisa de las cosas que no podía ver, llevarla de la mano, guiarla y enseñarle a hablar.

A pesar de su ceguera, Grisa desarrolló el oído. Pronto agarró gusto por la música de Misifús. Cuando cumplió los 6, buscó a tientas la guitarra para ponerse a tocar. Se aprendió de memoria todo el repertorio de la banda, incluso tarareaba las canciones. Nuestra felicidad era relativa y llevadera. Yo ya tenía ocho.
Pero lo peor del post-apocalipsis apenas iniciaba. Los poblados estaban atascados de cadáveres en las calles. Cucarachas y gusanos abundaban por todas partes. Caí enfermo. Recuerdo haber estado en el sillón gris descosido y sucio donde solía dormirme, acostado por la fiebre alta. En ese momento, Zelma se convirtió en mi madre mientras mi padre atendía a Grisa que sufría de anemia. Cada situación difícil nos unió más pero necesitábamos dinero. Joey pudo conseguir una tocada en un lugar infestado de ratas al que iba gente de mala calaña pero la paga valió la pena. En cuanto el grupo acabó la última canción, salimos volando por miedo a que nos quitaran el dinero. Pero entonces, tanto yo como Grisa debíamos formar parte del equipo. Aprendí a manejar y disparar armas para defensa propia. Grisa, además del oído, hizo de su olfato una herramienta poderosa para detectar peligro o contaminación. Extraña coincidencia, Grisa y yo, violentados de la forma más sanguinaria, reunidos en tiempo y espacio ¿Qué clase de sociedad tortura e inflige atrocidades de esa naturaleza a unos niños pequeños? La decadencia humana nos alcanzó en su punto máximo.
Crecimos. Mi padre empezó a serle infiel a Zelma con cuanta mujer se topaba. Al principio, mi madre le reclamaba y discutían a diario. Pero después, pareció no importarle. Incluso, mi padre tenía el descaro de besarse con otras en las narices de Zelma, quien permanecía callada. En cuanto a Mick, Joey y Sid, conquistaban a chicas por ocasión en cada parada. Y aprendí que eso era el amor: tomar y desechar. Cuando mis instintos masculinos brotaron, seduje a Grisa. La tomaba en cuanto me placía. Accedía gustosa pero cuando la iniciativa salía de ella me daba el lujo de rechazarla. Y así la familia se envolvió en un círculo de promiscuidad en el que cada uno buscaba saciarse. Sucedía en los rincones de las ruinas, entre escombros o paredes que apestaban a orines y excremento. Entre nosotros siempre nos respetamos. Todo ocurría extra muros. Yo tenía quince años. Grisa, trece…

Pero el destino nos tenía preparada una jugada final. Mick se enfermó de tifoidea. Mi padre y Zelma buscaron en vano algún tipo de remedio. A los pocos días, el baterista de cabello naranja murió en medio de su vómito, ante nuestras miradas atónitas. Luego, siguió Sid. Una tos incontrolable acabó con sus pulmones. Esa noche, de pronto calló. Llevaba horas de haber fallecido. Jamás nos dimos cuenta. A la semana siguiente, Joey se deprimió tanto que se inyectó una dosis doble de heroína. Su corazón no resistió.
Con cada muerte, un hueco se abría muy dentro de mí. Ya no escucharía más sus canciones, no más verlos tocar, no más reírme de sus estupideces…sí, realmente el mundo ya se había ido al carajo. Mi madre continuó sin la banda y por su cuenta. Se dedicó a cantar en bares de dudosa reputación, con el bajo y la guitarra, sus nuevos acompañantes. Aquella ocasión tardó en salir. Padre y yo la esperábamos impacientes. La fuimos a buscar al cabo de veinte largos minutos, nadie la había visto. Rodeamos el lugar. Encontramos un rastro de sangre. Al seguirlo, dimos con un rincón maloliente. Allí yacía moribunda. Le habían cortado la garganta para asaltarla. Aún respiraba.
–¡Cuida a Grisa! –se despidió con una caricia y un beso en mi frente.
Cuando se lo dijimos, Grisa se echó a llorar. Lloraba sin lágrimas, ante la ausencia de sus ojos. Sollozaba como esa vez cuando la encontraron, hace años. Esa noche, mi padre decidió abandonar a La Endemoniada y continuar por nuestro propio pie.
En el transcurso de tres años nuestra vida fue gris. Vagábamos por un despoblado llamado Villa Perdición. La tarde era fría. De la nada, salieron varios vehículos. Nos interceptaron. Varios sujetos bajaron. Traían armas. Quise hacer gala de mis cualidades como tirador pero mi padre me hizo una seña.
–¡Rafael Zuñiga, hasta que te encontramos! Todos estos años, en medio de este caos y muerte. Te seguimos la pista. Reza, por fin llegó tu hora –gritó uno de esos tipos.
–Lo acepto, pero a los chicos déjenlos ir, no los lastimen. No quiero que me vean morir –les contestó mi padre.
–Bien, que se haga tu última voluntad –añadió el sujeto.
Nos forzaron a caminar desierto adentro, a Grisa y a mí, con la cabeza baja. Después de algunos kilómetros, oí las detonaciones. Y lloré como nunca, como cuando fui niño y aún podía llorar. Creo que Rafael debió dispararme cuando me halló en aquel sótano y Zelma debió ignorar a Grisa y pasar de largo ante su desgarrador llanto. Más nos hubiera valido no existir en este mundo habitado por bestias.
En un instante, los hombres que nos llevaban se retiraron. Nos quedamos en medio de la nada ¿Para dónde seguir? Pensé entonces en el trayecto del sol. Ayudaría a orientarme. Y agarré camino.

–¡Aldair, Aldair!... ¿Adónde vas?... No me dejes...
–me gritó Grisa desesperada.
Ella se había enamorado de mí. Comprendí que no podría deshacerme de ella. Con su olfato y oído tan desarrollados lograba localizarme en cuestión de segundos a decenas de metros de distancia. Yo sólo quiero llegar al norte, como mi padre, y esperar. Ella sólo quiere estar a mi lado y ser correspondida. Grisa me ama, yo nunca la amaré.



4 comentarios:

  1. Felicitaciones Lolabistrot y gracias en nombre de todos los que hacemos Cruz Diablo por tan bello relato.

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  2. Es una tierna y terrible historia de orfandad. Es un road movie interesante. ¡Felicidades!

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