lunes, 18 de mayo de 2020

"El descarte" Por Carla Gisselle Perez



Carla Gisselle Perez, nació el 28 de mayo de 1990 en el Balneario de Mar de Ajó, provincia de Buenos Aires. Actualmente estudia Lic. En Psicología. Incursionando en en gémero narrativo,“El Descarte”, es uno de sus primeras producciones.
El presente relato ha sido seleccionado
para integrar Cruz Diablo N° 7






El descarte
    
Dylan era un novato. No había mucho para agregar. Había quedado en ridículo frente al Gordo Daniel y ahora nadie se fiaba de él.
     Después del disparo, en el instante en que los sesos salpicaron parte del techo, Dylan vació todo el contenido de su estómago sobre la alfombra.
     — ¡Qué carajo, Dylan! —grité tratando de contener el impulso de golpearlo. Era yo quién tenía que ocuparme de toda esa mierda.
     Mientras el imbécil limpiaba los restos de su almuerzo, le hice el favor de cubrirle la cabeza al muerto con una bolsa para basura. Lo último que necesitaba en ese momento era un compañero descompuesto, aunque inútil, era el único sujeto al que podía manejar. Eché una ojeada al cuerpo y reparé que había pasado por alto un detalle para nada menor.
     —Sacále la ropa —dictaminé— va a haber que cortarlo.
     Y como era de esperarse, Dylan cayó de rodillas y vomitó de nuevo. Le di una patada en el estómago para asegurarme que expulsara todo el contenido de una buena vez. El imbécil se retorció de dolor y rodó sobre su propio desperdicio.
     Cuando regresé con la sierra, el desgraciado había cumplido con la orden de desnudarlo. No tenía otra opción: en el fondo, Dylan intuía lo que le ocurriría si estorbaba demasiado. Ya le habían advertido, no por nada había sido testigo del balazo. Pero bueno, en este oficio, cada quien hace lo que tiene que hacer. Comencé a cortar las extremidades: primero los pies, luego las piernas y la cabeza quedó para el final. La sangre parecía pintura fresca derramada sobre la alfombra blanca. El mío era un trabajo minucioso, casi quirúrgico. Solo los brazos, piernas y parte del torso se dispondrían en una especie de ataúd, la distribución de las partes formaría las piezas de un rompecabezas sin completar. En cuanto a la cabeza, bueno, ya tenía planeado qué hacer con ella.
     Ni bien hube terminado, me dirigí a mi inservible compañero.
     —¡Trae los bolsos! —le ordené, pero al ver que el imbécil no reaccionaba, grité más alto— ¡rápido, carajo!
     Y como si lo hubieran despertado de una pesadilla, Dylan atravesó la habitación corriendo. Estaba en choque. Eso lo podía entender. Dylan fue la carnada. Para su desgracia había entrado en confianza con el sujeto, y quién sabe, hasta le había llegado a agradar. Pero el asunto era que, si el imbécil no se recuperaba pronto, el jefe le tendría asegurado el mismo fin que al infeliz ricachón. No iba a ser la primera y única vez que el Gordo Daniel se encargaba de algún detractor.
     Sierra en mano, le indiqué cómo debía colocar los miembros descuartizados dentro de las bolsas correspondientes. Dylan obedeció como un autómata y dispuso los pedazos en cada una de estas. Yo, con cierto gusto, me ocupé de tomar la cabeza. Subimos las bolsas hasta el primer piso en dos tandas. No era sencillo transportar un cuerpo desmembrado, pero ayudaba menos tener un cómplice como Dylan.
     Antes de salir de la casa, hice una última parada. Entré en la habitación principal, dispuse la cabeza del hijo encima de la cama y le quité al viejo la venda de los ojos. Cuando lo vio, por Dios, pensé que iba a darle un infarto, pero vaya a saber por qué el miserable enmudeció.
     —Acá tu pibe te va a hacer compañía —le dije— y le sigue el otro si no pagás la guita que nos debés.
     La puerta sofocó el alarido, como el de un perro cuando es atropellado por un auto. Dylan palideció. A propósito, había afirmado el arma en mi cintura, por lo que, bolsa en mano, me siguió sin titubear.
     Ya en el auto, lo vi cerrar el baúl. En esa acción, me pareció haber visto una mezcla de alivio y asco. Era un buen indicio, pensé, pronto iba a poder recuperar la compostura y dejar de ser el estorbo en el que se había convertido durante todo el tiempo invertido en la casa. Con suerte, hasta servía para encarar al viejo al regreso del “descarte”.
     Más relajado, me fumé un cigarro mientras salíamos a la ruta. Dylan había recuperado el color en su rostro y mostraba una actitud más distendida. Fue justo cuando estábamos por llegar a destino que el teléfono vibró como loco sobre la guantera. El sonido me irritó tanto que Dylan no supo qué hacer, tenía ganas de estamparle la jeta contra el airbag.
     — ¡Atendé, pelotudo!
     Y atendió.
     Era el Gordo Daniel, al parecer, no tenía buenas noticias para mí. Qué gracioso. Resultó que, después de todo el trabajo, le habían errado con el dato. Dylan vomitó hasta la última gota de jugo gástrico en el camino de regreso.