sábado, 21 de mayo de 2016

"La pintura" por Patricia K. Olivera

Patricia K. Olivera es escritora uruguaya, reside en Montevideo. Ha participado en varios sitios dedicados al género como miNatura, NM (La Nueva Literatura fantástica latinomericana) y Axxón, entre otras. No ha publicado libros, pero aparece en alguna antología extranjera; dos de sus cuentos fueron traducidos al francés y al alemán. Cursa la tecnicatura en Corrección de Estilo en lengua española y las licenciaturas en Lingüística y Letras en la Universidad de la República (Udelar). ILUSTRACIÓN: Oleo de Sonia Paz (España)

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Le gustó esa pintura desde que pisó la galería de arte. Adoraba ese tipo de paisaje misterioso, propio de cuentos de hadas, de brujas y de gnomos. Observó embelesado esa obra de arte, hasta que por el rabillo del ojo notó que tenía compañía. Giró y se encontró con que otras personas también habían reparado en ella atraídos por el influjo del paisaje.
El nerviosismo comenzó a atenazarle el estómago: si no se apresuraba podía perderla y tenía que ser suya. Pero se trataba de una exhibición en la cual las obras solo se podían adquirir mediante subasta, así que se vio obligado a esperar a que le llegara el turno dispuesto a ofrecer lo que fuera con tal de ser su poseedor. Por el gesto de desconfianza que atisbó en el rostro de los otros interesados supo de antemano que debía pelear el precio.
Estaba exultante cuando la colgó en la pared de la amplia sala decorada al estilo minimalista. Ya no importaba la fortuna que había costado, al fin era suya.
Con una sonrisa de oreja a oreja, se paró en medio de la habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, para observarla desde lejos. Después se acercó despacio, con los ojos fijos en el sendero del lienzo como si ya estuviera andando sobre él; imaginó lo qué habría detrás de aquellos árboles; especuló a dónde llegarían los distintos senderos que divisaba allí. Se percató de que la humedad de la niebla parecía estar penetrándole las ropas y la piel, al igual que lo hacía el silencio que se había apoderado del ambiente, acallando todo indicio de vida. Se calzó los lentes que usaba con regularidad, no quería dejar escapar ninguno de los detalles que aparecía sobre la tela, y continuó acercándose conteniendo la ansiedad, el deseo de estirar el brazo y palpar la textura rugosa del material utilizado para pintar tal perfección.
De repente, se sintió invadido por la naturaleza toda que se metía por sus narinas a través de los olores penetrantes de la tierra, de la vegetación dormida del otoño y del aire frío que le daba de lleno en el rostro. Se detuvo, cerró los ojos y aspiró hondo. Cuando volvió a mirar, la pintura continuaba colgada de la pared dispuesta a ser explorada.
Fue al dar un paso cuando notó que pisaba algo, diminutos guijarros que de algún modo habían llegado al piso del lujoso apartamento. Bajó la vista para corroborar que estaba equivocado, pues la empleada había estado allí esa mañana, pero vio sus pies, los zapatos de piel de cocodrilo, última moda, que se había puesto esa mañana, apoyados sobre una superficie de tierra. Quedó petrificado, sin levantar la cabeza sus ojos se movieron con lentitud a un lado y a otro, y vio el camino salpicado de hojas de otoño que se extendía más allá del pequeño espacio a donde llegaba su vista.
No tuvo tiempo de inspeccionar nada más. A lo lejos oyó gritos, ladridos de perros salvajes y relinchos de caballos que se acercaban con rapidez. Su cara se desfiguró, eso no podía estar pasando. Sus esfínteres se aflojaron cuando vio aparecer ante él a varias figuras, de rostros cadavéricos, ataviadas con armaduras oscuras y montados en corceles negros como el ébano; asistidos por perros de babeantes mandíbulas, provistas de enormes colmillos, y ojos inyectados en sangre.
Todos se detuvieron sorprendidos cuando lo vieron en medio del sendero. Alguien como él, vestido de esa forma tan extraña, los desconcertó por unos segundos. Se hizo el silencio hasta que el que iba al mando levantó la lanza, en cuyo extremo colgaba un collar con varias cabezas humanas reducidas, y lanzó un rugido al que se sumaron los gritos, los relinchos y los ladridos salvajes. Era su sentencia de muerte.
Pensó que al girarse se encontraría otra vez con la sala de su apartamento, pero solo logró verla a través de una especie de ventana que flotaba en el aire y se empequeñecía a cada instante. Corrió en su dirección, en un intento desesperado por traspasarla, pero esta se alejaba cada vez más en tanto sus perseguidores se agigantaban a medida que se aproximaban, y las espadas, las mazas con cadenas y las hachas se acercaban peligrosamente a su cabeza.
En la sala vacía, la pintura se tiñó de sangre; antes de que comenzara a escurrir por fuera del marco la tela la absorbió con rapidez. Y allí estaba otra vez: el mismo paisaje que subyugó al último comprador desaparecido en circunstancias misteriosas… igual que los otros.



2 comentarios:

  1. Felicitaciones por el emprendimiento! Adelante! Un abrazo desde Montevideo!

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  2. Me gustó mucho este cuento. Es de los que me gustan. Saludos!

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