domingo, 14 de junio de 2020

"Carta a Eloísa" por Natalia Cáceres

Natalia Andrea Cáceres Escritora argentina (Buenos Aires, 1977). Escribe desde que tiene memoria. Ha publicado sus cuentos en revistas como Axxón, Cruz Diablo y otras publicaciones literarias del mundo de habla hispana. En 2015 publicó su primera novela: Sed. Desde 2016 se desempeña como editora de la Revista Cruz Diablo. 

Querida Eloísa, escribo estas líneas con ansias de justificar mi ausencia del pasado sábado en la reunión que tanto tiempo habíamos planeado. Dudo, sin embargo, que las circunstancias que me impidieron llegar hasta tu hogar sean siquiera creíbles a oídos de cualquiera que escuche mi historia. Juro por lo más sagrado que no falto a la verdad. Aún tiemblo cada vez que las imágenes aparecen en mi cabeza, ojalá fuera yo capaz de desterrarlas e inventar una excusa tonta, pero no puedo…
Me había preparado con mucho entusiasmo para la fecha estipulada, ya sabes lo que disfruto de nuestros esporádicos encuentros. Había cargado con mi cámara fotográfica, dos libros que sabía disfrutarías leer y una botella de licor para huir de las bajas temperaturas del crepúsculo. Con mi cartera de cuero así equipada me dirigí hacia la parada del tranvía, muy confiado de haber previsto todas las dificultades y contratiempos que podrían convertirme en un ser impuntual.
El tranvía llegó a horario, pude sentarme junto una ventana para apreciar el paisaje y dejar que la brisa despejara las preocupaciones cotidianas que ocupan la mente de todo hombre moderno. El movimiento del vehículo debe haberme adormecido, puesto que con un sobresalto advertí que había dejado atrás la intersección donde debía bajarme. Tardé más de lo debido en alcanzar la puerta de salida porque mi compañero de asiento se había dormido más profundamente que yo y no creí prudente zamarrearlo. Sabes, querida amiga, que nunca pondría a otra persona en una situación en la que yo mismo no quisiera estar.
Antes de que el tranvía se detuviera por completo pude observar una casa de madera rodeada de mucho verde y una laguna atravesada por un puente rústico que despertaron en mí el fotógrafo aficionado. Me prometí conseguir una instantánea de ese pintoresco paisaje, ya que tendría que caminar unas cuantas cuadras hasta tu domicilio, al menos sería un incentivo para hacerlo sin lamentaciones.
Sucedió que una vez apeado del transporte, me aproximé a la vivienda en cuestión y no me fue posible captar desde ninguna parte el mismo ángulo que había vislumbrado desde el vehículo en movimiento. Imaginarás, Eloísa, la desazón de que fui presa. Por más vueltas que di, cambié la altura de diferentes maneras, crucé a la acera contraria, pedí permiso para tomar la fotografía desde una ventana, no hubo caso. Conociéndome sabrás que no iba a darme por vencido. Quise, al menos, lograr una perspectiva diferente pero digna de ser fotografiada, razón por la cual, me encaminé hacia la casa confiado en que la amabilidad de sus habitantes me permitiera inmortalizar su pintoresco hogar desde el otro lado de la laguna. Ya el sol estaba pronto a esconderse, así que apresuré el paso. Quedarme sin luz natural era mi mayor preocupación en esos momentos.
Nadie respondió a mis insistentes llamadas y mi entusiasmo un tanto febril me empujó a rodear la construcción para hallar un sosiego a mi necesidad. Debía encontrar alguna persona o robaría unas tomas aunque fuera sin el permiso de los propietarios. El tiempo se deslizaba con una rapidez escalofriante entre mis manos y decidí, como nunca en mi vida, adentrarme hasta donde fuera necesario para satisfacer mi ansia pronto y poder continuar mi camino. En esos fatales instantes debí prever, estimada amiga, que alguna cosa ajena a este mundo terrenal estaba moviendo los hilos de mi destino. Me conoces desde hace tanto que pareciera desde siempre, sabes que no era aquel un comportamiento digno de mi carácter.
Al llegar al terreno posterior de la vivienda una sorda inquietud se apoderó de mi interior. Todo estaba organizado de manera que evidenciaba que un banquete se había celebrado ese mismo día en aquel lugar. Evidencia eran las mesas con manteles blancos, los platos con restos de comida, las copas a medio beber y las botellas volcadas, pero la hora de comer había pasado hacía mucho tiempo. Adónde podrían haber tenido que irse con tanta prontitud todos los comensales para dejar el hogar abandonado de esa manera, esa era la pregunta que flotaba en el aire. Ya mi ardor de fotógrafo aficionado se había apagado, hundiéndose en el vacío que la incertidumbre había anclado en mi estómago. En las amargas noches que siguieron a aquel fatídico día no dejé de preguntarme, Eloísa, si debí haber confiado en mis instintos y huir de allí sin miramientos, quizás la duda me permitiría al menos conciliar el sueño. En cambio, esta horrible certeza…
El silencio que reinaba en el lugar era sobrenatural, no se oía siquiera el zumbar de un insecto, hubo un momento en que tuve que romperlo para constatar que no me había quedado sordo.
-Hola, ¿hay alguien aquí? -pronuncié con una voz que no parecía la mía, y si bien lo que más deseaba era que una respuesta rompiera el hechizo, creo que muy profundo en mi alma sentía que de haber un ser vivo en los alrededores no quería escuchar cómo sonaba. Nadie respondió a mi interrogante, nada se movía en el jardín ni en la laguna ni en el puente que la atravesaba, el árbol que se alzaba junto a éste no podía estar más inmóvil.
¿Creerás, Eloísa, si te digo que estuve seguro de haber enloquecido por completo? Ingenuo de mí, peores cosas me deparaba el futuro, visiones que no me hicieron dudar de mi locura sino que me hicieron desear nunca haber estado cuerdo. Cuando el silencio finalmente se quebró, el sonido que ya nunca se detuvo, ni en esa escena ni dentro de mi cabeza, fue un gorgoteo, una gárgara. Un sonido que me hizo pensar en criaturas marinas hambrientas, enormes, con tentáculos, dientes, mal aliento, pero sobre todo muy hambrientas. Mis ojos descubrieron casi al mismo tiempo un rastro viscoso en el suelo. Provenía, al parecer, de la laguna ya que los pastos aplastados dibujaban una especie de sendero en esa dirección y rodeaban la casa en sentido contrario al que yo había tomado para llegar al patio trasero. Mi mente me gritaba hipótesis razonables con desesperación. Alguien había caído del puente hacia las heladas aguas de la laguna, quizá no supiera nadar y una de las demás personas con las que compartía el almuerzo se precipitó en su rescate, arrastrando el cuerpo hasta la casa. En esa situación de emergencia era lógico que todos los presentes abandonaran el lugar compungidos por el desastre. Pero ese sonido, Eloísa, ese horrible sonido vencía los razonamientos más coherentes, y luego de estar un largo rato paralizado en el mismo punto, cuando mis piernas pudieron moverse, avanzaron en la dirección contraria a la que mi mente deseaba. Sí, querida amiga, no me preguntes por qué, pero rodeé la casa tras el rastro húmedo y hacia el lugar desde el que provenía aquel ruido aterrador.
Tras el interminable rodeo, con el latir de mi corazón opacando cualquier otro sonido, mi mente no terminaba de cuadrar lo que mis ojos descubrieron. No había a la vista ninguna criatura semejante a la que mi imaginación había ido construyendo, no había tentáculos, cuerpo viscoso ni dientes descomunales. Frente a mí había tan solo un hombre a la luz tenue de un farol. Parado en medio de aquella quietud, con los ojos perdidos en la creciente oscuridad de la noche, había un hombre moreno de rasgos indígenas, grande como un toro, pero un hombre al fin. En ese instante, querida Eloísa, cometí el peor de los errores: me relajé. Apoyé mi cámara de fotos en la maceta más cercana por miedo a dejarla caer al suelo, puesto que mis piernas se aflojaron al liberarme de la tensión que atenazaba mis músculos hasta ese momento. En mi pecho oí un golpeteo extraño y tardé unos segundos en comprender que era risa. Conforme ese ladrido disfónico se transformaba en una risa humana, las lágrimas desbordaron mis ojos y quise poder sentarme, respirar con normalidad y entablar una conversación con el habitante de aquel hogar, convencido de que sus explicaciones serían muy parecidas a mis previas hipótesis.

Entonces comencé a sentir como si me sumergiera en aguas turbias de manera muy lenta y sin pausa; no podía evitar ahogarme, pero tampoco hacía nada por detenerme. Mi mente no dejó de gritarme en ningún momento, amiga mía, fui yo el necio que decidió ignorarla y buscar una respuesta sensata donde en realidad no la había. Conforme la risa continuaba escapando de mis labios, mi mirada tropezó con el escenario del horror. Los cuerpos se hallaban desperdigados entre la casa y la laguna, jirones de seres humanos mezclados con charcos de sangre y entrañas, con los brazos extendidos y manos convertidas en garfios que jamás pudieron aferrarse a ninguna parte para poder escapar. Un rastro de cadáveres a medio devorar que apuntaba sin duda alguna al hombre perturbadoramente tranquilo. Todo allí, en la periferia de mi mirada, que prefirió centrarse en la vivienda buscando una forma monstruosa que cuadrara con la esbozada en mi mente. La risa se me truncó en gemidos, luego en alaridos; y todo ese atragantado balbucear fluyendo de mí me impedía escuchar el borboteo horrendo que nunca había cesado, eso que yo había creído el sonido ahogado de una bestia con tentáculos era un sonido audible, imposible de identificar, pero que provenía de la boca entreabierta del anfitrión de la casa.
La cantidad de veces que he repasado esta escena en mi mente roza la obsesión enfermiza, pero es la única manera de poder plasmarla en el papel con la fidelidad necesaria. No hubo una sola vez que no terminara llorando, con la cabeza escondida entre los brazos y el corazón galopando desbocado en el pecho al punto de temer por mi vida. En aquel momento, sin embargo, temía más por mi salud mental, pues lentamente me iba convenciendo de que no saldría de allí con vida.
Hasta aquí la escena se asemejaría mucho a los actos llevados a cabo por un asesino serial, ¿cierto? Uno de esos monstruos que aparecen en las novelas que tanto te gusta devorar, un hombre arrastrado hasta las profundidades de algún abismo ajeno a nuestras mentes mediocres, movido por apetitos que no podríamos comprender ni en nuestras pesadillas más alocadas. Respira hondo, Eloísa, siéntate derecha en tu sillón e intenta comprender lo que escribiré a continuación, intenta entenderlo por mí, porque cada vez desconfío más de mi pobre mente obnubilada.
Me hallaba yo allí parado, como un idiota loco ante una masacre, tratando de frenar los sonidos espasmódicos que escapaban de mi interior, cuando la cabeza del hombre moreno comenzó a girarse en mi dirección. Sé que mi estado era deplorable, que no podría haber mantenido una conversación coherente, que las cosas que había visto e imaginado mantenían mi espíritu en una especie de limbo desestabilizador de cualquier cordura. Yo mismo dudo de mi salud mental a partir de ese día, pero Eloísa, juro por lo más sagrado, por la vida de mi anciana madre si fuera necesario, que no fueron alucinaciones ni juegos de sombras de la pobre iluminación. Cuando el rostro de ese hombre se enfrentó con el mío pude ver sus ojos, unos ojos hundidos que emitían un diabólico resplandor rojizo que parecía palpitar al ritmo del sonido que brotaba de sus labios entreabiertos. Si eso hubiera sido todo, querida amiga, una vez fuera de allí yo hubiese juntado valor con el tiempo para volver a verte y contarte todo esto en persona, deseo cada día y cada noche que eso hubiese sido todo.
Con esa demoníaca mirada clavándose en la mía sentí que mi cuerpo comenzaba a temblar, me creí incapaz de moverme del sitio en que estaba plantado. Supe que ese hombre con los ojos muertos y destellantes se acercaría hasta mí, hundiría un puñal en mi pecho y convertiría mi cuerpo en uno más del montón, porque no poseía la fuerza suficiente para escapar de mi espantoso destino. Mas cuando ese ser avanzó, su boca comenzó a abrirse y el límite impuesto por su mandíbula no la detuvo. Esa boca continuó abriéndose más y más conforme avanzaba hacia mí. Desde su interior los sonidos chapoteantes se volvieron ensordecedores, creí vislumbrar el brillo de algo moviéndose en las profundidades y el olor que invadió el aire amenazó con hacerme vomitar.
Lo que fuera que allí habitara, algo enfurecido y nauseabundo, no se conformaba con ese huésped. La mandíbula se desencajó, la cara entera estaba partiéndose y aquel ser no dejaba de avanzar. En ese momento, algún instinto muy básico electrificó mi cuerpo y lo puso en movimiento. Quizá fuera el terror puro que me ocasionaba la sola idea de vislumbrar aquello que pugnaba por emerger de ese pobre diablo, pero mis piernas comenzaron a moverse, sin coordinación al principio. Tropecé con sillas y plantas, caí, me arrastré, perdí mi cartera de cuero, trozos de mi saco y pantalones en algún punto. En cuanto logré volver a ponerme en pie y mis miembros coordinaron, comencé a correr lo más rápido que pude. En la oscuridad de la noche ya instaurada, mi sentido de orientación fue peor que pésimo y cuando mis pies chapotearon de pronto en aguas heladas creí desfallecer. Giré buscando a mi perseguidor, pero no pude distinguir en la penumbra más que el débil resplandor del farol en la distancia, no me había alejado demasiado y, sin embargo, mi cuerpo sentía como si hubiese recorrido kilómetros resollando sin parar. Necesitaba enfocar mi mente y decidir lo antes posible mi curso de acción o no saldría de allí con vida.
El galope desbocado dentro de mi pecho se volvió doloroso al descubrir que el sonido había cambiado, el gorgotear contenido en el interior de aquel ser, que no puedo seguir denominando “hombre”, se había amplificado transformándose en una suerte de grito fantasmagórico, hambriento, furioso, un sonido sobrenatural que parecía destilar odio. Un odio rancio, ancestral, que declamaba al aire su ansia de venganza. Por supuesto que todo esto lo elucubré más tarde, en el silencio y la soledad de mis aposentos, lejos del peligro invisible que me pisaba los talones. Fui capaz de reconocer la dirección de donde provenía e intenté encaminar mi penoso cuerpo hacia la casa, creía entonces que un espacio cerrado podría ponerme a salvo de aquella amenaza. Decidí bordear la laguna hasta acercarme lo más que pudiera a la puerta de la vivienda, al menos tendría una referencia de mi entorno hasta que mis ojos se acostumbraran un poco a la oscuridad. El asunto es que no estaba seguro de tener el tiempo necesario hasta que esto sucediera.
Algo sucedió antes de alejarme de la orilla, algo que prefiero no recordar más que de manera superficial para dejar registro de ello en estas líneas. Tropecé y resbalé con un cuerpo que no parecía humano, poseía unos miembros de enormes proporciones, mis pies se hundieron en su carne putrefacta con suma facilidad, como si hubiese permanecido en el agua por demasiado tiempo y pude vislumbrar, muy a mi pesar, que tenía la cabeza destrozada, abierta al medio y desparramada sobre el césped. En contra de todos mis planes, vomité encima de sus restos todo el contenido de mi estómago. Cuando pude volver a incorporarme busqué con desesperación la puerta de entrada de la casa y, con la vista fija en ella, corrí hacia allá sin considerar dónde ponía los pies. Tropecé varias veces, tu imaginación es lo suficientemente despierta, estimada, yo no quiero detenerme a pensar con qué trozos de aquellos cadáveres puedo haberme topado. El asunto es que alcancé mi objetivo. Llegué hasta la puerta abierta de la construcción erigida en medio de aquel infierno de pesadilla, es increíble pensar que aquel lugar que despertara mi amor de fotógrafo pudiera ser el mismo donde intentaba refugiarme de algo que mi mente quería olvidar más que comprender. Me interné sin miramientos en el interior de esa casa ajena, me apresuré a cerrar la puerta, no sin antes vislumbrar a la luz de la farola el contorno de mi perseguidor, se hallaba de rodillas, con las manos apoyadas en el pasto, como si la voluntad de moverse lo hubiera abandonado. Quiero creer, Eloísa, que el contraste de luces y sombras y mi imaginación exaltada por el alud de acontecimientos inverosímiles me jugaron una mala pasada, porque si debo dar crédito a mis ojos me convendría declararme lunático sin pensarlo demasiado. Imaginé, en fin… creí ver que la cabeza de aquel ser había desaparecido y desde el lugar donde debía haber estado surgía una suerte de enjambre de negros insectos que se unían y volvían a separarse sin dejar de emitir aquel desesperante sonido.
        Trabé la puerta, puse delante todo lo que fui capaz de mover y entonces no supe qué más hacer, me desplomé sentado en el suelo de madera, apoyé mi espalda contra la pared, escondí la cabeza entre mis brazos y me dispuse a esperar qué me deparaba mi suerte. ¿Puedes creer, Eloísa, que aquella cosa no se detuvo ante el obstáculo de una vivienda cerrada? Al contrario, pareció encarnizarse ante la posibilidad de que lograra esconderme de ella. El zumbido que generaba aquel enjambre no dejaba de parecerme un grito rabioso, y en cuestión de segundos lo sentí rodear la casa. Sí, sé que no puedo confiar en mis sentidos en semejante situación, y mucho menos en mi criterio, pero por más vueltas que le dé al asunto, es la descripción más cercana que puedo brindar. El sonido rodeaba la casa, y no solo eso, sino que la azotaba. Pronto las puertas y ventanas comenzaron a temblar como si estuviese en medio de un huracán. El alarido se tornó ensordecedor, tapé mis oídos y entoné una plegaria, más como un mantra que como un rezo. Necesitaba oír otra cosa, deseaba más que nada en este mundo callar aquel sonido infernal. Las oraciones se convirtieron en balbuceos y más tarde en sollozos. No me avergüenza en lo más mínimo confesar que terminé llorando a gritos y ni siquiera así logré eclipsar ese clamor sobrenatural que amenazaba con derribar la casa.
Percibí entonces algo que desde afuera no había notado, en mi estado alterado no fui capaz de fijarme en cosas ajenas a mi propia desesperación; las ventanas estaban tapiadas. Todas las aberturas, a excepción de la puerta por donde yo había entrado, estaban cerradas con lo que algún pobre desgraciado pudo encontrar a mano. La situación me pareció, luego de este descubrimiento, más grave de lo que ya era. ¿Qué había sucedido con el pobre infeliz? ¿Era acaso ese ser de pesadilla que perdiera la cabeza instantes atrás ante mis propios ojos? ¿De qué manera había logrado ingresar este engendro infernal en un hogar tan meticulosamente cerrado?
        En medio de aquella vorágine descubrí de pronto que no me hallaba solo dentro de la vivienda. Un haz de luz que penetraba por una rendija de la puerta hizo fosforecer un instante un par de ojos en la oscuridad. A menos de dos metros de mí, me observaban con curiosidad y no aparentaban temor alguno. Mi acompañante de cautiverio no intentaba alejarse ni parecía alterado por la situación que nos envolvía, tan sólo se limitaba a estudiarme con solemnidad. Hubo un instante de clímax en el furioso asedio, las puertas y ventanas se sacudieron con tanta fuerza que parecieron a punto de volar por los aires. Recién entonces distinguí un maullido ronco, muy bajo pero audible, cerca de mis oídos. Aquel sonido, amiga, hizo una enorme diferencia en mi estado de ánimo. Sabes que no me llevo bien con los gatos, pero comprender que aquel animal temía las mismas cosas que yo les daba un matiz realista que casi había abandonado mi mente. Me aferré a esa creencia en un desesperado intento por discernir la realidad de la fantasía. La presencia del felino no me reconfortó como lo hubiese hecho cualquier otra forma de vida corriente, para mí los gatos son seres surgidos del inframundo que supieron encontrar el camino de salida y se sintieron muy cómodos en este plano de existencia donde los humanos que se sienten a gusto a su alrededor los atienden como si fueran semidioses. No soy de esas personas, y tal vez si mi cabeza no hubiese estado saturada por la situación hubiese considerado la posibilidad de que el animal fuese un esbirro de aquella criatura infernal. Sin embargo, conforme todo se volvía más caótico, el gato clavaba los ojos en las ventanas y arqueaba el lomo de pelaje inflado ante la amenaza, tan incómodo como yo ante las embestidas que sufría nuestro refugio.
Aquello logró consolarme un poco. Mi mente pudo enfocarse en algo más práctico y conseguí hallar uno de esos faroles a kerosene, escudriñar a mi alrededor para intentar comprender la naturaleza de los hechos y no claudicar ante la catástrofe que se cernía sobre mi horizonte como una negra tormenta. ¡Oh, Eloísa! ¡Cuánto eché de menos tus dotes detectivescas!
Tras eternas incursiones en los distintos ambientes, intentando sin mucho éxito ignorar el vendaval demoníaco que envolvía la vivienda, fui capaz de unir los cabos sueltos que, al día de hoy, creo que fue lo que sucedió. Hallé un retrato familiar en el cual pude reconocer el rostro de mi perseguidor. El semblante moreno que sonreía en la fotografía junto a su esposa y su hijo adolescente estaba lejos de parecerse a la expresión del hombre adusto que vomitara aquella abominación en el jardín, pero es difícil que en mi vida logre olvidar ese rostro. Pertenecía al hombre del retrato, padre de familia, dueño de casa.
Haciendo un gran esfuerzo recordé lo que mi mente ya intentaba olvidar: el grupo de cadáveres dispersos entre la laguna y la vivienda. Imposible pasar por alto la imagen de los cuerpos masacrados, sin embargo, tuve que esforzarme para recordar los rostros que pude vislumbrar. Todos ellos eran adolescentes, a excepción de aquel primero que mi mente no puede considerar un ser humano. Tanta juventud marchita… La angustia volvió a instalarse en mi pecho ante tamaño cuadro. De todos estos indicios mi cabeza armó un esbozo de historia. Quizá me equivoque, pero dudo estar demasiado lejos de la verdad. El banquete era una fiesta de los jóvenes, tal vez el cumpleaños del habitante menor de la casa. No hay manera de saber qué fue lo que salió horriblemente mal, pero todos los jóvenes murieron en medio de la celebración. Quizás alguno lograra huir, pero un suceso así paraliza, dudo que alguno poseyera la fuerza mental suficiente para sobreponerse a los hechos y poder escapar. Quizá los padres llegaron y encontraron esa escena si es que no estaban en el hogar… No existen palabras que puedan describir lo que pueden haber sentido. Tampoco quiero ponerme en ese lugar, nunca. Si el padre fue el último en pie, puedo suponer que la madre fue quien se atrincheró dentro de la vivienda. No hallé cuerpos en el interior de la casa, por lo tanto, asumo que algo la instó a abrir la puerta de su improvisada fortaleza.
Hallé en un rincón unos botellones de kerosene que, al parecer, pretendía utilizar para poner fin a la amenaza que extinguiera a todos los comensales. Esto no fue utilizado, por lo que deduzco que al descubrir que el huésped que alojaba al asesino era nada menos que su marido, sus planes se frustraron. Es probable que haya salido por voluntad propia o haya sido engañada para abandonar su refugio y, una vez al alcance de este ser infernal, su vida haya sido segada con la misma facilidad que las de sus invitados. Todo este trabajo deductivo, querida amiga, no alivió la inquietud de mi alma, pero al menos distrajo un poco mi mente paralizada y me encaminó hacia el único plan de acción posible. El abandonado por la valiente dama que terminara arriesgando su vida por amor. Creo que, pese a todo, adorarás ese detalle de la historia, ¿verdad, amiga mía? Confieso que me robó una triste sonrisa.
Lo arriesgado del asunto se resumía en un solo interrogante: ¿En qué envase alojaría el mal disperso para poder incinerarlo? No sería mi propio cuerpo, eso lo tenía bien claro. No soy ningún héroe y mucho menos un mártir. La respuesta a mi pregunta apareció sola, refregándose entre mis piernas. Puedo adivinar tu expresión en este instante, Eloísa. No pediré perdón por ello, era mi única escapatoria. Debía pensar los detalles con detenimiento, no habría segundas oportunidades para mí ni para nadie. Pensándolo ahora en perspectiva, fui egoísta desde el comienzo, pero sin quererlo estaba librando a la humanidad de algo atroz que, de escapar con vida de allí, podría ocasionar una masacre de proporciones bíblicas. Me consuelo pensando que de manera inconsciente intentaba salvar más vidas que la mía.
No fue tarea fácil inmovilizar al felino y mucho menos lograr empaparlo en kerosene. Obtuve heridas que tardarán mucho tiempo en borrarse, pero creo que es un precio bastante bajo para lo que la situación insinuaba. El azotar alrededor de la vivienda no se detuvo en ningún momento. A eso se le sumó el griterío y el siseo propio del gato, encerrado en la funda de una almohada. No podía arriesgarme a soltarlo y tener que perseguirlo por toda la casa, el estado alterado en que se hallaba haría imposible volver a capturarlo. Además el tiempo apremiaba, no sé de inteligencias de seres fuera de este mundo, pero daba la sensación de que el asedio se puntualizaba en los lugares más endebles de la casa. Por momentos el ventanal parecía a punto de colapsar, sobre todo en la parte superior, donde menos resistencia ofrecía desde dentro. Debo confesar que mi ansiedad por abandonar aquel lugar había alcanzado su punto máximo.
Me dirigí entonces hacia una ventana. La que se hallaba más alejada de los constantes embates. Intenté con el mayor de los sigilos quitar los obstáculos que impedían abrirla. Ya había calculado que una vez en marcha mi plan de acción, huiría hacia el exterior a través de una puerta en el extremo opuesto de la casa. Había despejado el camino hacia ésta y me había procurado de un hacha para despedazarla de ser necesario.
Con mi cuerpo en total tensión, terminé de abrir la ventana y arrojé fuera al alterado animal que, al verse libre de su prisión, se aplastó contra el suelo, preparándose para repeler cualquier ataque. Debo admitir que, pese a las circunstancias, se me partió el corazón. El pobre gato nunca tuvo oportunidad de rechazar a su atacante. En cuestión de segundos, la pútrida nube negra lo rodeó y se introdujo en su peludo cuerpo por todos los orificios que encontró. Nunca seré capaz de olvidar, en la vida que me queda, los gritos que emitió en esos momentos interminables.
Cuando terminó de sacudirse, fijó sus fosforescentes ojos en mí, que pese a la desagradable escena de la que fui testigo a la luz del farol, logré no paralizarme y ya tenía en la mano una improvisada antorcha con la cual esperaba el embate. La mano me tembló cuando lo vi comenzar a correr en mi dirección, pero aferré la antorcha con más fuerza mientras con la otra mano sujetaba el postigo de la ventana para cerrarla en su peludo hocico. Cuando estuvo a una distancia prudencial, arrojé el fuego sobre su cuerpo. Lo vi incendiarse al tiempo que cerraba la ventana y la trababa para impedir que ingresara en la casa. No tuve en cuenta que el kerosene se había desperdigado por el interior de la vivienda en mi batalla con el felino y al incendiarse el postigo al que el animal se aferraba con furia tomó sólo varios segundos que el fuego comenzara a dispersarse por el interior de la vivienda.
Mi superviviente interno accionó los resortes indicados a tiempo, me apropié del hacha y arremetí contra mi vía de escape. Todo lo que siguió sucedió con tal precipitación que aún hoy, intentando hacer memoria, no logro reconstruirlo. Cuando estuve a una distancia que creí segura, miré atrás y pude ver las gigantescas lenguas de fuego devorando la casa y sus alrededores. Sin detenerme a pensar en nada más que en salvar mi pellejo, corrí hasta la extenuación. En algún momento me desplomé al costado del camino y cuando recuperé la conciencia caminé hasta mi hogar, con el cielo aclarándose sobre mi cabeza. Estaba convencido de que nadie querría llevarme con el aspecto que debía presentar.
Transcurrieron días y noches de pesadilla en que reviví aquellos sucesos una y otra vez con diferentes finales. Aún hoy dudo de mi criterio y de mi memoria para reconstruir con detalle los hechos que tuvieron lugar en aquella vivienda. Espero que estas líneas puedan ofrecer el más fiel esbozo de algo que no puedo terminar de creer y mucho menos comprender.
Eres la única persona en quien confío, querida Eloísa, para otorgarle esta crónica de la que fue víctima mi razón. No puedo continuar mi vida con normalidad desde entonces, sólo puedo esperar sanar, poder dormir una noche de corrido, recuperar una pequeña cuota de tranquilidad. Pero sinceramente lo que más deseo en este mundo es poder olvidar.

Deseando que estas líneas te encuentren bien de salud, ojalá perdones mi extensa ausencia, comprendas y creas mis razones, dado que nunca en todos estos años de amistad hemos dejado de sernos sinceros. Ojalá mis palabras no te perturben en demasía, sé que una parte tuya en cierta forma disfrutará el relato, no te sientas mal por ello. Te saluda cariñosamente,

Tu amigo incondicional,
Gerardo Sandoval.



* * *

Eloísa F. recibió esta carta en un sobre cerrado con su nombre escrito de manos de la policía, tres semanas después de que fuera escrita. Junto con la entrega del sobre le informaron de la desaparición de su amigo de su domicilio, de las condiciones en que hallaron su hogar, arrasado y revuelto como si un altercado hubiese tenido lugar allí. Tras las preguntas pertinentes le pidieron que de tener novedades acerca del paradero del señor Sandoval, se pusiera en contacto con las autoridades. Últimamente estaban descubriéndose hechos macabros que la policía no era capaz de resolver. No querían asegurar que algo así le hubiese sucedido a Gerardo, pero preferían prevenir.
Con el sobre cerrado aún en las manos, Eloísa oyó lo que le informaban con el semblante pálido de preocupación. Sólo cambió de expresión a una de confusión casi cómica cuando uno de los oficiales alabó el buen corazón de su amigo por haber cuidado de un pobre gato con casi todo el cuerpo quemado, cuyo cadáver hallaron en la vivienda vacía. Eloísa sacudió la cabeza con incredulidad y llevó el sobre a su escritorio, ávida de noticias, tras el desplante de Gerardo aquella lejana tarde de fines del último otoño. Había pasado en más de una ocasión por su hogar para ver si se hallaba enfermo o había tenido algún contratiempo grave, pero nadie había respondido al timbre.
Sacó un abrecartas de un cajón del escritorio y muy despacio, como si fuera un ritual, abrió el sobre y extrajo las páginas en las que la letra familiar se despatarraba de punta a punta. Le llamó la atención el temblor del trazo y las diferencias de tamaño en una escritura por lo general prolija y proporcionada. Tomó la primer hoja y se sumergió en la lectura. Pero no pudo pasar de la segunda carilla, unos quedos golpes en la ventana la hicieron alzar la vista. Dejó el asiento con una sonrisa ante la visión repentina del serio rostro de Gerardo Sandoval que golpeaba con insistencia el cristal. Prefería su presencia toda la vida antes que una explicación escrita. Amaba sus cartas, pero la lectura podía esperar. Ya tendrían tiempo de repasar la carta entre los dos y que él pudiera ampliar los párrafos con su verborragia habitual. ¡Qué cambiado estaba! ¡Cuánto lo había extrañado! Eloísa no veía la hora de se pusieran al día y le explicara por qué ese amor repentino por los gatos, de los que siempre había desconfiado.

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