Juan Cruz López Rasch es argentino. Nació en
Lanús (Provincia de Buenos Aires), en el año 1986, pero a los dos años se
radicó en Santa Rosa (Provincia de La Pampa), donde actualmente reside. Tiene
33 años, está casado y tiene una hija. Afirma, con absoluta seguridad, que a través de los ojos de su niña puede ver los
confines del universo y recorrer la totalidad del tiempo. Es Profesor,
Licenciado y Doctor en Historia. Se desempeña como docente e investigador en la
Universidad Nacional de La Pampa. Le encanta la literatura. Entre sus
escritores favoritos se encuentran Edgar Allan Poe, Robert Chambers, Franz
Kafka, Howard Phillips Lovecraft, Ray Bradbury, Philip Dick, Ursula K. Le Guin,
Stephen King y Thomas Ligotti.
El
pueblo está completamente inundado. No es una simple foto turística, exagerada
o arreglada para captar la atención del cliente. El agua alcanza el metro. En
el hostel, reconstruido ahora sobre pilotes, la “chola”, como algunos la
llaman, despectiva o ignorantemente, espera a los viajeros haciendo ademanes.
Los jóvenes se acercan con algarabía, con la sonrisa henchida, felices por
encontrarse con la naturaleza de la realidad visceral, aquella a la cual
aspiran los que están aburridos de la comodidad. Con vestimentas costosas que
emulan la pobreza, los muchachos y las muchachas se concentran en torno a la
casona. Vienen de numerosos lugares, especialmente, de las grandes ciudades
repletas de aburrimiento y sobredimensionamiento de lo obvio. Con sus cabellos
largos, pañuelos de colores y barbas cuidadosamente desprolijas, traen alzadas
sus mochilas. Algunos incluso transportan a sus críos, pequeños retoños que,
con el hartazgo de lo excesivamente correcto de lo incorrecto, en el futuro
soñarán con transformarse en la nueva burguesía. La mujer los recibe a todos.
Los ve cansados, con los músculos entumecidos por la excesiva caminata. No
comprende por qué hacer a pie ese camino, tampoco entiende la gracia de
romantizar la pobreza. Es más inteligente que ellos, mucho más. Cobra un
alquiler que los que están de vacaciones todo el año consideran regalado. Toma
el dinero y ofrece secar los pulóveres de lana. Se sorprende al contemplar cómo
la imperiosidad del look contradice las necesidades prácticas del
movimiento en una zona inundada. A lo lejos, la mujer mira y respira
profundamente. Las cisternas de las plantas nucleares se alzan en la
lontananza, orgullo de un país cuyas fuerzas productivas contienen el vigor de
la historia.
O.
llega a la posada. Mientras bebe café, conversa con la magnífica anfitriona.
“El agua llegó hace quince años. Hasta enero del 2023 ni siquiera teníamos
nuestras propias costas, y ahora…toma aire, mientras hace un movimiento con la
mano izquierda, señalando
la realidad que la rodea y, con una pequeña sonrisa irónica, prosigue… ahora, hasta podríamos hacer playas”. Así contesta la anfitriona frente a una pregunta exageradamente rebuscada
que dibuja el inquisitivo joven. “Lo curioso continúa
ella, casi sin reparar en la presencia del forastero es que se trata de agua de
mar”. O.
le recuerda que el país
vecino quedó prácticamente sepultado bajo el océano, y se pregunta por el motivo del
desastre, un misterio que aún no se ha resuelto. La mujer alza la cabeza, toma un vaso y, sacando de
ella una enorme empanada de queso, dice: “Como todo en este mundo, el agua
tiene vida. Cuando algo peligroso toma fuerza, ella corre y huye del desastre,
como la haríamos nosotros”. Pragmática en todo momento, no necesita más
palabras. Las nuevas preguntas de O. le resbalan, como las gotas que caen sobre
la comida que la mujer degusta con parsimonia acabada.
Después
de la siesta, O. se siente extrañado. Mirándose en el espejo del baño aprecia
su delicada barba de rebelde contemporáneo. Concentra su atención sobre cada
uno de los pelos que la forman. Cae entonces dentro de un universo mental que
él mismo ha construido en los infinitos laberintos de las facultades de
humanidades. Por supuesto que otros factores han colaborado en la confección de
semejantes espacios siderales. Cuando reacciona, sale de la casa. En bote,
durante el atardecer, llega a la ciudad. Camina vertiginosamente por calles
estrechas, perpendiculares, que desafían la geometría, inclinándose y
proyectándose hacia el infinito. Toma uno de los pasajes y deambula mientras se
asoma la noche. Entre comida callejera, bebidas autóctonas y música, llega a la
elevación más acusada de la urbe. Allí masca un poco de coca para calmar el
letargo que le producen las alturas. Desde ese sitio observa el nuevo mar, el
cual apareció hace década y media. Abyecto frente al movimiento zigzagueante
del agua, descubre en el oleaje los ritmos del sistema lunar.
En
algún momento, el agua parece detenerse y queda estancada como en una bañera.
Desde las profundidades emerge algo. Una figura escamosa se alza. Con ojos
rojos como el fuego, aletas de murciélago y tentáculos en la boca, la bestia
observa todo, pero O. cree que dirige su mirada hacia él. Es más, cuando la
bestia avanza con fijeza, lenta, pero decididamente, O. cree que va hacia su
encuentro. Así son los egocéntricos, no pierden su modo de ver las cosas ni
cuando el apocalipsis se cierne sobre la vida de los terrícolas. Las multitudes
corren por las calles, la comida queda tirada en el piso, y el monstruo, que
parece una montaña, sigue con su marcha. Lo rodea una copiosa niebla y un aura
inexplicable. Las personas que observan podrían jurar que, literalmente, el
cielo se derrumba mientras esa cosa camina. El agua, impulsada por el peso y el
andar de ese ente ciclópeo, corre con una velocidad estrepitosa y llega hasta
la calle elevada. A miles de kilómetros, en el cementerio de Swan Point, un
cadáver sonríe.
No es
como en el anime japonés. No se trata, simplemente, del deambular de un animal
gigantesco. Es un dios, ajeno a toda naturaleza terrícola, despreocupado por
cualquier noción del bien y del mal. Quiere sepultar a este mundo, que ahora
considera suyo, en un espiral de miedo y locura o, mejor dicho, de lo que
nosotros pensamos que es el miedo y la locura. Para aquellos seres que están
más allá de nuestra imaginación, del racionalismo cartesiano o del giro
posmodernista, la insania no es clara, ni precisa, tampoco mesurable, o
repudiable.
Luego
de un rato, hipnotizado por el estrepitoso y nigromántico movimiento de las
nubes, el andar oscilante del mar y la niebla, y los indescriptibles sonidos
del engendro, O. vuelve en sí. Termina, junto con cientos de personas, a las
puertas de un banco, es decir, a las puertas del infierno. La propiedad privada
y las finanzas pretenden sobrellevar el colapso de la humanidad, pero no
pueden. Los guardias de seguridad, tal vez por miedo, resignación o presión
popular, terminan por abrir las compuertas, y alojar a muchas de las personas
dentro de las murallas de una institución que, desde el punto de vista de
Bertolt Brecht, se especializa en el latrocinio.
La
monumental figura, que se mueve con una parsimonia absoluta, recibe los
primeros embates de la fuerza aérea nacional. Países vecinos dudan en apoyar la
embestida. Los empresarios, que son los que verdaderamente toman las
decisiones, conjeturan que la destrucción de la pujante economía incrementará
el ejército industrial de reserva a nivel mundial. El conflicto se extiende. El
engendro, que parece traído del averno, logra regenerarse, una y otra vez. Los
aviadores atacan a la bestia. Los embates la obligan a dirigirse hacia el área
en la cual se encuentran las centrales nucleares. El monstruo, arrebatado de lo
que nosotros identificaríamos como ira, y decidido a devorar todo lo que encuentra
a su paso, engulle una de las plantas nucleares. El cataclismo es absoluto. La
criatura muere, porque ni siquiera los horrores del universo pueden contra la
artificialidad de los seres humanos, pero el invierno nuclear ha comenzado.
O.,
parapetado, habiéndose cobijado oportunamente en la bóveda del banco,
sobrevive. Cuando sale, ve lo que queda del Leviatán, sumergido en un lago de
fuego y azufre, palideciendo frente a los humos radioactivos que le
imposibilitan recomponer las partes de su cuerpo. O. traza explicaciones
complejas de lo ocurrido, convencido que sus estudios de posgrado son más
relevantes que la geopolítica mundial, o la relación entre armamento y
crecimiento industrial que manifiesta la potencia latinoamericana. La pequeña
gran nación, una de las herederas de un imperio que abarcaba las cuatro
regiones de su mundo, ha erradicado a la creación más alucinante de las mentes
que se encuentran al otro lado del Ecuador. O. decide permanecer en el país,
puntualmente, en la casona, o lo poco que queda de ella. Lo dinamiza la
solidaridad artificial construida entre múltiples adoradores de la catástrofe.
Los habitantes no lo necesitan, pero él insiste. Genera más inconvenientes y
trabajo que ayuda, pero los locales valoran su sincera predisposición para la
cooperación, especialmente si ella le permite granjearse alguna reputación en
los círculos intelectuales de su tierra natal. Pasados unos meses, O. observa
cómo los jóvenes aburridos reafirman su modalidad de turismo, visitando la urbe
con siniestra algarabía, en trajes de polipropileno amarillo.
Santa
Rosa, 20 de agosto de 2019
Providence,
20 de agosto de 1890
Muy buen texto!
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