viernes, 30 de junio de 2017

"La apuesta del señor Cummings" Por Ariel Garriga

Ariel Garriga Pérez vive en un antiguo caserón de Burzaco, su ciudad natal. Soltero y sin hijos. Publicó un libro de relatos de diversos géneros titulado "Una aventura de amor, plegarias y pócimas diabólicas" (Editorial Dunken) y otros cuentos en antologías de varias editoriales, principalmente españolas. Fanático de Iron Maiden y de Cervantes, cree que el Quijote es la mejor obra literaria de todos los tiempos. 


–Quiero proponerles enfrascarnos en una apuesta. Me gustaría saber si alguno de ustedes está dispuesto a aceptar –pronunció el cansado obeso tirado sobre uno de los taburetes de la barra del bar del viejo Pascual Taba.
–Uh, callate la boca, borracho. Dormí la mona y no molestes al resto –sentenció, malhumorado, el dueño del bar.
–No estoy borracho. Se necesitan muchos litros más de cerveza para voltearme, viejo –alardeó el obeso.
–¿De dónde viene? Es la primera vez que se lo ve por estos pagos –preguntó don Cecilio, el octogenario zapatero del pueblo.
–Sí, es verdad. Me dirijo hacia San Nicolás y paré casualmente en este bar. Soy oriundo de Navarro.
–Ah, yo he ido varias veces a pescar por la zona. Se sacan buenos pejerreyes y tarariras bastante grandes. Es más, tengo un amigo que vive en Chacras y suelo ir a visitarlo con bastante frecuencia –explicó Oscar Barone.
–Mi difunta esposa era nacida en Chacras. Dios la tenga en la gloria… y no la suelte –bromeó el desconocido.
–¿Y anda viajando solo? ¿Cruzando el país sin compañía? –quiso saber el dependiente de la taberna.
–Sí, es un viaje de negocios. Recorro el país vendiendo pararrayos.
–¿Pararrayos? –preguntaron, al unísono, Oscar y Cecilio.
–Exactamente. Con todos los rayos que caen y fulminan gente últimamente, es necesario hacerse de un buen pararrayos. Es más, este bar necesitaría uno.
–Qué más da… acá sólo caen locos, nada más –sentenció el viejo Pascual.
–Bueno, volviendo a mi propuesta, ¿aceptan hacer una apuesta? Acá pongo quinientos pesos sobre la barra –El forastero depositó la plata señalada luego de expuestas sus palabras.
–¿Qué clase de apuesta está interesado en hacer, señor? –preguntó, interesado, Pascual Taba.
–Les apuesto a todos los presentes que les puedo enseñar lo más espeluznante que podrán ver en sus vidas.
–¿Esa es su apuesta? –preguntó Cecilio. Su cara denotaba sorpresa e incertidumbre.
–Esa exactamente –afirmó, con voz fuerte y segura, el obeso apostador.
–¿Quinientos pavos? Yo acepto –sentenció el añoso Cipriano Horqueta, jubilado del ferrocarril, que hasta el momento no había pronunciado palabra. Y prosiguió–: Jamás podrá mostrarme algo peor de lo que he visto. Jamás, ni en cinco vidas.
–A ver, cuente nomás, señor.
–A mis treinta años de edad atropellé a un niño de tres años que soltó la mano de su madre y cruzó la calle a saltos, imitando a un sapo. Yo conducía mi Chevrolet Opala y le di a la altura de la cabeza. Cuando bajé a mirar, su cabeza y su torso estaban incrustados en la parrilla de mi automóvil y sus piernas enganchas entre la rueda delantera izquierda y el guardabarros. La madre se acercó enloquecida y a los gritos. Vi que le chorreaba sangre por sus piernas. Levanté mi vista hacia su abdomen y lo noté sumamente hinchado. Me mantuve confuso por unos segundos y luego comprendí: estaba perdiendo un embarazo.
Enloquecí y fui internado en un neuropsiquiátrico de Luján. Salí apenas hace dos años, o sea a mis ochenta y dos años de edad, y recibo una pensión del gobierno. No puedo trabajar. Apenas si puedo dormir. Lo único que apacigua mi angustia es la bebida. Cualquier día de estos me cuelgo de uno de los tirantes de mi cocina.
–Repudio su mala suerte, señor. Pero le aseguro que lo que le mostraré supera ampliamente eso que acaba de narrar –aseguró el señor Cummings.
–Yo también acepto la apuesta –dijo, tímidamente, el joven Patricio Montenegro. Hizo un breve silencio y continuó–. Toda mi vida he sufrido de aracnofobia… y a los doce años, me desperté de una siesta en pleno jardín, bajo una frondosa parra, con una araña de diez patas, negra y amarilla, caminándome por el pecho. Le aseguro que nada podrá superar ese horror. Ya de contarlo… –El joven no pudo terminar la frase, comenzó a vomitar compulsivamente. El cantinero lo tomó de los hombros y lo ayudó a llegar al baño mientras su llanto inundaba el local.
–Repulsiva situación, amigos. Sobre todo para un niño de esa edad. Pero le mostraré algo mucho peor que eso, mi buen señorito –sentenció el señor Cummings, aunque el joven ya no lo escuchaba.
–Yo también acepto su desafío, forastero –dijo Oscar Barone–. Yo fui víctima del mismísimo Clan Puccio. Fui secuestrado junto a mi padre, empresario y socio del CASI, una noche que volvíamos de pasar un rato en el club –Detuvo su relato por algunos segundos y continuó–. Arquímedes y dos de sus hijos, Alejandro y Silvina, estaban en medio de la calle, simulando que su auto se había descompuesto, y mi padre se detuvo a cooperar, ya que los conocía del club y del barrio. Nos tuvieron en su sótano durante tres semanas. Tras obtener el rescate, mataron a mi padre y se deshicieron del cadáver, que jamás apareció. A mí me abandonaron en los fondos de Constitución. Creo que me salvé porque Epifanía Calvo, la esposa del desgraciado engendro satánico, me había tomado especial cariño. Durante tres semanas presencié innumerables torturas y vejaciones a mi bondadoso padre. Las cosas más crueles que una persona pueda sufrir las vi concretarse en el cuerpo de mi pobre padre. No hay nada en el mundo que me cause más terror que la imagen del malévolo rostro del hijo de puta de Arquímedes Puccio. Nada podrá superar ese episodio.

De repente, la puerta del bar se abrió lentamente e ingresaron dos mujeres. Ambas eran de tez blanca, cabello lacio de un negro profundo y cuerpos voluptuosos. Miraron a los presentes, uno por uno, y una de ellas, la más alta, llamativamente parecida a la famosa actriz pornográfica Eva Karera, le preguntó al dueño del lugar si podían ingresar a beber algo.
–¿Podrían ser dos copas de anís, por favor? –Su voz era sensual.
–Cómo no. A sus órdenes, mozas –El dueño del local respondió con amabilidad mientras guiñaba su ojo derecho.
–¿Se puede saber qué las trae por este pueblo perdido en el medio de la nada?
–Estamos buscando a la señora Matilde Medina y le seguimos el rastro hasta acá.
–¿La señora Medina? –preguntó don Pascual.
–Sí, la señora Matilde Medina –afirmó dulcemente la más pechugona de las jóvenes.
–No la conozco. No es de este pueblo.
–Es una señora de avanzada edad que se dedica a cosas esotéricas. Se destaca en la lectura de la borra del café.
–Me alegro de que no sea de este pueblo ni conocerla –adujo irónicamente el cantinero.
–¿Vinieron hasta acá para contratar sus servicios? –quisieron saber, al unísono, Oscar y Patricio.
–No. Es un tema de índole familiar.
–¿La tal vieja es pariente de ustedes? –El obeso Cummings se entrometió en la conversación.
–Podría decirse.
–Prueben de ir hacia el noreste, a la ciudad de Villa Ramallo, es un refugio de malvivientes e inadaptados, ahí va a parar toda la gente rara o la que anda escapando de algo –explicó don Cecilio.
–Gracias por el dato.
–Yo sí que la conozco a la vieja agria esa –sentenció el señor Cummings.
–No le hagan caso, señoritas, bebió como una esponja.
–Sí que la conozco. Es una matrona española oriunda de Murcia. Gorda, tiene el pelo blanco y largo hasta la cintura y sólo le queda un diente. Un colmillo, más precisamente. Tiene tantos años como el mismísimo Lucifer –Hizo un breve intervalo y concluyó su explicación–. Y conste que no estoy hablando de mi suegra –una sonrisa desmedida se adueñó de su amplio rostro.
–Sí, tiene razón. Es esa. Le echó una maldición a nuestro padre, su sobrino sanguíneo, y lo consumió hasta dejarlo seco como yerba al sol –explicó la joven más caderona.  –Imposible escapar de los gualichos de la vieja –una grotesca carcajada remató las palabras proferidas por el obeso forastero.

Pamela y Carolina comenzaron a jugar una partida de pool, sobre una antigua mesa de madera y paño azul. Ambas eran jugadoras sobresalientes. Todos observaban atentamente el partido mientras bebían sus tragos. Cada vez que se inclinaban para medir sus tiros, sus prominentes pechos asomaban por sus sendos escotes o sus colas ataviadas por apretadas calzas negras mostraban su redondez y turgencia. Los presentes no podían quitarles la mirada de encima. El joven Montenegro rápidamente se olvidó de su fobia y se concentró en la belleza y sensualidad que desplegaban las recién llegadas. Las chicas sabían de su encanto y solían divertirse provocando a los hombres.
Las chapas del techo comenzaron a ser acosadas por los grandes gotones que presagiaban una recia tormenta. El viento ululaba en constantes ráfagas. Pero el boliche parecía seguro para guarecerse de la inclemencia del tiempo.
El obeso encendió un habano que despedía un fuerte aroma perfumado y sumamente picante. Ofreció un puro a sus compañeros de taberna pero nadie aceptó. Todos volvieron a pedir una ronda más de tragos y el mesonero les sirvió en sus correspondientes copas, exceptuando al forastero gordinflón.
Carolina ganó la partida y se enfrascaron en otra. Patricio, Oscar y Cecilio decidieron jugar una partida de truco gallo. Una de las chicas se dirigió a la vieja fonola y le dio de comer una moneda de dos pesos. Hizo su elección y comenzó a sonar “Mujer amante”, de Rata Blanca.
–¿De quién es esa pintura? –preguntó Pamela, mirando un cuadro que descansaba sobre una de las paredes laterales del mostrador.
–¿Quién la pintó o quién es el pintado? –repreguntó el viejo Taba.
–Bueno, ambas cosas.
–Lo pintó el Loco Peñafiel.
–¿Loco Peñafiel?
–Sí. Un mecánico de camiones que tiene su taller a unos tres kilómetros de acá. La pintura es su pasatiempo.
–¿Y el pintado?
–Es un personaje creado por él mismo. Todas sus pinturas representan a seres creados por él, una especie de cosmogonía mitológica al estilo de Howard Phillips Lovecraft.  
–Ah. Es un ser horripilante, claro, pero está muy bien pintado. Yo soy profesora de bellas artes, recibida en la Universidad del Salvador, y le aseguro que su amigo, el mecánico, tiene mucho talento.
–Puede pasar por su taller y le mostrara todas sus pinturas. Hasta, quizá, si le cae bien, le regale una.  
–Interesante. Pasaremos de pasada antes de ir hacia Villa Ramallo. Es increíble el talento que hay marginado y olvidado por los rincones del país.
–Me da otro trago, señor –imploró, con voz ahogada, el rechoncho vendedor ambulante.
–Ya le dije que no. Se acabó para usted.
–Maldito cantinero estúpido.  
–Bueno, ya es hora de que se vaya. O se va por su propia cuenta o lo saco a la fuerza, mequetrefe maloliente.
–De acuerdo, me voy –dijo mientras intentaba pararse, cosa que le llevaba demasiado esfuerzo.
Arrastraba su obeso cuerpo y desplegaba un fuerte olor rancio a su paso. Sudaba gotones de apariencia aceitosa. Los rollos de la panza y de las piernas se bamboleaban por debajo de su holgada ropa. Al llegar a la mesa de pool, se apoyó sobre ella y se sostuvo con una de sus manos. Miró a algunos de los presentes, los que estaban al alcance de su visión, ya que los rollos de su cuello le imposibilitaban girar su cabeza, y largó un espeso vómito de color amarillo oscuro, seguido por un eructo grave y estruendoso.
El olor emanado del vomito era insoportable, todos los presentes se reunieron detrás del mostrador. El obeso continuó su lenta marcha hacia la puerta. Antes de llegar a ella, se paró y giró lentamente hasta quedar de frente al resto de los ocupantes del bar.
–No me olvidé de que aceptaron mi apuesta… ¡Juaaa!… –sentenció socarronamente el extraño foráneo.

La figura obesa comenzó a mutar en otras. La carne se adaptaba a distintas formas y tamaños. Le crecían pelos, la piel mutaba a otros tipos de pieles. Así se convirtió en una araña gigantesca de diez patas, en el chico atropellado, en la mujer sangrante, en la vieja Matilde Medina y en el propio Arquímedes Puccio. Hizo un recorrido por los temores más profundos de los presentes. La mutación o metamorfosis instantánea era impresionante, de una realidad insoportablemente pavorosa. Su cuerpo fue escenario de una obra teatral cruel y horripilante escrita por alguna mente de índole demencial.
Los gritos de angustia y desesperación inundaron rápidamente el bar. El joven Montenegro se arrancaba a tirones mechones de cabellos de su cabeza. El viejo Cipriano se desmayó y su cabeza dio contra el borde de una mesa, causándole una muerte instantánea. Pamela y Carolina huyeron por la puerta de atrás. Cecilio y Oscar estaban petrificados en su sitio, el terror los mantenía atenazados con sus frías garras.
El cantinero se mantuvo impertérrito y, tras unos segundos de silenciosa espera, dio un paso adelante y habló:
–Yo también acepto su apuesta, señor Cummings –girando sobre su derecha, hacia la pared lateral del mostrador. Y volvió a hablar:
–¡Azmel!, deshazte de ese mequetrefe asqueroso.
La figura pintada en el cuadro inició su materialización a través de la tela. Se paró en los umbrales del marco y miró fijamente al ser obeso que no dejaba de transformarse constantemente. Comenzó a caminar hacia él, fue a su encuentro…

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