sábado, 28 de enero de 2017

"Raiju" Por Noel Albertoni

Noel Aguirre Albertoni Nació en Montevideo, Uruguay. Al terminar la secundaria estudio ciencias económicas, carrera que abandonó para estudiar cine.
En la carrera de cinematografía descubrió su vocación por la construcción de historias de fantasía y terror.
Su proyecto de realización La Torre (originalmente un guion) se transformó en su primer relato (publicado en marzo de 2012, en la revista digital del departamento de letras de la universidad de Manitoba Canadá, Proyecto Sherezade). En él una joven que busca empleo por primera vez, se encuentra en una extraña entrevista donde se enfrenta a un singular dilema,firmar un contrato imposible de leer.
La respuesta al dilema del relato es el resultado del conflicto de esos años: en medio del desempleo y la incertidumbre de una profunda crisis económica por la que atravesaba el país, la necesidad de la fantasía y de la narración se impusieron como la única realidad posible.

Actualmente estudia en la Facultad de Humanidades de Uruguay, donde se encuentra finalizando la Tecnicatura en Corrección de Estilo. En breve publicará por Amazon su primer libro de relatos, El secreto del dragón. 

"Raiju" integra el número especial dedicado al 30º aniversario de la publicación de "It". Puedes descargar el número completo desde el siguiente enlace:

Crecí en un edificio viejo, manchado de smog, ubicado frente al zoológico de la ciudad. Una avenida congestionada lo separaba de lo que para la mayoría de los niños era un paseo maravilloso y para mí, un lugar tétrico.
Si hubiera nacido en una familia normal, al ser hija única, podría haber sido malcriada y sobreprotegida, pero en mi caso el destino cambió la excesiva atención por el control absoluto.
No podía decidir qué ponerme o cómo peinarme. Mi madre, con mano de hierro, supervisaba cada cosa que hacía, desde la letra de mis cuadernos hasta el orden en que colocaba las medias. A veces su excesiva intervención me sofocaba tanto que sentía que no podía respirar, entonces faltaba a clases víctima de un ataque de asma. Como «era asmática» no me dejaba realizar ninguna actividad física, no me permitía correr.
Dada mi rareza e inseguridad, no tenía amigos y la única cosa que sí podía hacer, además de ver televisión, era mirar por la ventana.
Pasaba las tardes observando la calle, a la gente y al zoo. Alcanzaba a divisar las pequeñas cajas metálicas con criaturas insólitas dentro. Un búho blanco, en un cubículo del tamaño de un ascensor, movía su cabeza negando sin parar y sólo se detenía cuando el público desaparecía; Manfredo, el elefante, de pronto y sin motivo, delante de niños arrojando maní, comenzaba a golpear su gran cabeza contra un muro hasta hacerla sangrar.
Pero de todos ellos, los leones eran los que más me impresionaban. Durante el día bostezaban y dormitaban al sol, estirando sus enormes patas. Nunca miraban a la gente, sus ojos amarillos se perdían en un horizonte inexistente y traspasaban a los míseros humanos. En la noche se movían en sus jaulas y rugían de una forma misteriosa y perturbadora. No podía precisar si era un lamento o el deseo de matar.
En el silencio de la medianoche, cuando Pepe, el marginal de nuestra esquina, roncaba recostado a las persianas bajas del bar, yo no podía dormir. Aquellos rugidos profundos e irreales me lo impedían. Podía sentir al inmenso animal caminar en la oscuridad a lo largo de la jaula, ir y venir en un espacio de pocos metros con el cuerpo pegado a los barrotes, peinando su magnífico pelaje contra las rejas, abriendo su gran boca en un jadeo constante.
El rugido incansable continuaba hasta que sentía que las fieras estaban sueltas y cerraban círculos cerca de mí. Entonces mi razón se revelaba: los leones no podían salir de sus jaulas ni caminar por la ciudad ni subir las escaleras del edificio. Pero al sentirlos tan cerca, mi mente me arrojaba una rápida explicación: algún funcionario había dejado la jaula mal cerrada. No sería la primera vez. En una ocasión un chimpancé había escapado y cumplido su sueño: trepar a un inmenso árbol que crecía en la acera. Un funcionario gordo, de overol azul y cara de retardado le había disparado con un arma de tranquilizantes y el simio, que estaba a más de veinte metros de altura, había caído dejando un charco de sangre.

 Cuando cumplí quince años escapé por una noche, me fui con mis jeans nuevos. Nunca me olvidaré de esos jeans. El día de mi cumpleaños mi tía me los había traído en un paquete rosa con un gran moño violeta. Cuando los vi, corrí a probármelos. Me di cuenta que me quedaban perfectos, como hechos para mí.
 Mi madre no me dijo nada, pero fijó sus ojos color verde moho, con estribaciones rojizas debido a sus muchas alergias, en mis pantalones. Era mujer represiva y reprimida, así la habían enseñado y había hecho de ello una bandera. Su hermana, en contraposición, se había ido de su casa muy joven y luego de vivir su propio calvario, había regresado como una mujer independiente. Mi tía me hizo un giño y se fue después de intercambiar miradas tensas con mi madre.
Sabía que me los iba a tirar, en cuanto me fuera a la escuela o me durmiera, siempre hacía eso con las cosas mías que no le gustaban. Por eso, a manera de afrenta, dormí con los pantalones puestos.
 Esa noche los leones rugieron mucho. Soñé con sus pisadas sigilosas y sus cabezas agachadas detrás de arbustos y muebles.
 —¡Quítatelos! Tienes que prepararte para la escuela —me dijo a la mañana saboreando el inevitable hecho.
 —¡No! Voy así, todo el mundo lo hace —le contesté desafiante. Sólo pensar en ponerme aquella falda gris que me llegaba hasta abajo de las rodillas, me asqueó. Era como si ese pantalón fuera mágico y hubiera sacado otra personalidad de mi interior.
—¡No lo harás! —me dijo, ignorando mi resolución como si mis palabras no significaran nada.
Tomé mi mochila y mi campera, y corrí. Sabía que no iría a ningún sitio, que aún no podía escapar, pero estaba confusa y necesitaba entender esa rabia que comenzaba a embargarme. Terminé frente a la jaula de los leones. Una gran leona veterana, exhibía su voluminosa barriga y caminaba arrastrándose y jadeando, sus tetillas hinchadas tenían nervaduras azules que se perdían en la piel amarilla. Me pregunté si en la naturaleza sería así, tan doloroso y sufriente como evidentemente estaba siendo para ella, y me respondí que no.
Seguro que un animal tan viejo estaría muerto o, sencillamente, no sería madre. Miré con bronca al maldito cuidador retardado, que le arrojaba en ese instante trozos de carne bordó envuelta en una nube de moscas.
Recordé que una vez, alguien había puesto en la misma jaula a una pantera negra y un jaguar hembra. Los animales se hicieron pedazos, llevando la peor parte la pantera, una de las últimas de su especie, qué murió a causa de las heridas. La breve explicación de los noticieros fue que había sido un error, aunque los comentarios en el barrio eran que lo habían hecho para ver «qué pasaba», y siempre creí que había sido el «retardado». Por eso no me sorprendió que una leona vieja que ocupaba sola su jaula ahora estuviera preñada.
Siempre he creído que la ciudad no es un lugar para leones ni para ciervos, lo es para los humanos, sus perros, las ratas que nadan en las bocacalles, las gaviotas que picotean basura, pero no para criaturas que parecen dioses.
Permanecí en el zoo, pensando en qué hacer con mi vida, intrigada por la leona sufriente. Observé que un hombre de túnica blanca entraba a la jaula. Supuse que el parto estaba próximo. El cielo se fue oscureciendo por la llegada de la noche y también por las numerosas nubes que se agolpaban. Me escondí en un nicho que formaba una antigua jaula derruida, desde donde podía observar.
Dos hombres más entraron, le dieron un tranquilizante al animal que pareció entregarse sin resistencia. Cuando estuvo quieta, pasaron el cuerpo a una lona plástica, luego lo levantaron e introdujeron por la puerta del pequeño cubil que estaba detrás. Aunque se perdieron de mi vista, podía oír el continuo jadeo de la criatura que, apenas adormecida, continuaba sufriendo. Los gemidos crecieron amortiguados por el repiqueteo de la lluvia.
El agua comenzó a caer con fuerza y mojó mi ropa interior, mientras rayos golpeaban con rabia el cielo. Algunas centellas saltaron de un árbol al enredado tendido eléctrico del parque, aturdiéndome. La electricidad serpenteó por los cables y salpicó mi estómago. Me retorcí, dolorosamente sacudida, y sentí un gemido potente, sobrenatural, venir de la jaula. Después el silencio fue expectante, tras el cual oí un grito agudo, indescifrable, mezcla de terror y vida.
No sé si fue por la electricidad en mi cuerpo o por el frío, pero aquel chillido me estremeció con espanto. Los hombres con sus delantales ensangrentados se marchaban y me apreté contra el nicho impregnado de olor a humedad y orines antiguos. La sangre corría desde el interior de la jaula mezclándose en un río rojo.

 Un terrible puntazo entre las costillas me despertó. El sol no me dejaba ver el desagradable rostro de frente plana del «retardado» pero lo reconocí, me estaba golpeando con el mango de un rastrillo. Me levanté rápido pronta a correr, pero me cazó de la capucha. Afortunadamente, en ese instante apareció el director del zoo, un hombre normal que llamó a la policía.
—¿Dónde estuviste puta? —me gritó mi madre antes de darme una bofetada, después de que el oficial se marchara. Sólo había usado esa palabra antes para referirse a mí tía y no la recibí como insulto. Me fui a mi cuarto y cerré la puerta, pero ella me siguió, me volvió a tratar de puta y dejó la puerta abierta.
Había observado con espanto el nacimiento de algo nuevo, doloroso como era aquella vida y al llegar la noche, pese a que mi hermoso jean embarrado fue a parar a la basura, a la gripe que pesqué y a la fiebre que la acompañó, supe que algo había cambiado dentro de mí.
La televisión daba entusiasmada la noticia: Blanca, la leona, había dado a luz un único cachorro, al cual había rechazado. Raiju no era un león común, había algo particular en él, quizás perturbador. Era completamente blanco y sus ojos rojos como la sangre.
Dos meses después alcancé a ver a aquel ser espectral convertirse en la gran atracción del zoo y en la mascota del «retardado». La visión me produjo un insólito dolor en el estómago y una gran angustia. Fue entonces cuando dejé de mirar por la ventana.
Aguanté un año, estoica, sufriendo el término de una infancia inexistente y una adolescencia sombría, sin volver a soñar con leones, pero con la sensación de que Raiju estaba allí, creciendo aislado y observando mi ventana desde su reclusión. Comencé a visitar a mí tía, a ver tele en su casa, solo para tener la excusa de no estar en la mía.
Cuando cumplí diecisiete decidí irme con ella. Mi madre dijo que si lo hacía, llamaría a la policía para que me trajeran devuelta, le respondí que volvería a hacerlo una y otra vez.
Ya en casa de mi tía, una semana después, me llamó. Pese a todo, la atendí. Al principio me dijo que estaba preocupada por mi seguridad, me ofreció ayuda económica para estudiar, y casi le creí. Entonces empezó a recordarme lo peligroso del mundo. La escuché en silencio, retrocediendo hasta chocar la espalda contra la pared. Cuando sus palabras resonaron sobre mi piel remarcando el riesgo de sentir cualquier felicidad o placer, le colgué.

Esa noche soñé que las luces de la ciudad pasaban muy rápido y me escondía acechando. Tras un gruñido ronco, deseé la sangre de un hombre. Vi sus ojos abiertos, llenos de asombro y horror, fijarse en la criatura inmensa que lo inmovilizaba por el estómago. Movió sus brazos hacia la gran cabeza en un esfuerzo inútil. Las mandíbulas se hundieron en su interior mientras emitía débiles quejidos. Raiju se sentó aplastando sus piernas con su peso. Lentamente, comenzaba a devorar al infeliz que sólo podía ver. Despacio mordisqueaba sacando trocitos de carne y lamía con delicadeza cuando la sangre se derramaba.
Desperté en medio de una tormenta, agitada, con la inquietud anidada en mi estómago.
A la mañana, tras una siniestra sospecha, decidí pasar por mi antigua calle y entonces el horror se apoderó de mí. Había una gran confusión y tras cintas amarillas, policías y curiosos, pude ver un cuerpo en la acera. Estaba tapado con una bolsa de nylon. La sangre había corrido por las estribaciones de las baldosas formando varices. Pepe estaba muerto.
Al ver la mano de uñas sucias y largas sobresalir de la bolsa, un recuerdo extraño me sobresaltó. Era un sabor rancio, a sangre amarga, un gusto espantoso acompañado de una tibieza húmeda. Algo mareada miré hacia mi antigua ventana, allí estaba mi madre observando, podía ver su figura estacada.
Con el corazón apretado decidí subir, corrí la reja del viejo ascensor y presioné el botón negro que algún desquiciado había derretido con un encendedor y cuyas formas me parecieron siempre un rostro deforme. Mi padre leía el periódico en una esquina de la mesa adusta que ocupaba la sala central, me miró por un segundo y continuó con su lectura, sin más. Él nunca había intervenido, jamás había impedido aquellas bofetadas que sonaban en la mesa y que quitaban el apetito.
—¡Siéntate! —me dijo mi madre mientras ponía otro plato en la mesa.
—Yo…—balbuceé, no sabía por qué estaba allí, la muerte de Pepe me había afectado de forma inquietante.
Mi madre llenó mi plato con una sopa verde y pastosa. Comimos en silencio. El sonido de ambos sorbiendo el líquido de sus cucharas era insoportable. Pero yo quería saber de Pepe, si habían visto algo.
—¿Qué le pasó a Pepe? —le pregunté.
—¿Quién es Pepe? —me contestó indiferente.
—El marginal asesinado.
—No vimos nada, seguramente fueron drogadictos. La noche es así y esa gente siempre termina mal. Por lo menos la calle estará más limpia.
Me fui lo más rápido que pude.
Supe por el dueño del bar que había un gran hermetismo oficial, aunque él no creía que hubieran sido drogadictos.

Se llamaba Santiago y su rostro tenía algunas pecas que le daban un aire inocente, de una infancia que aún no se iba del todo, creo que por eso me gustaba tanto.
Hacía apenas seis meses que vivía con mi tía, pero sentía que hacía mucho más.
La segunda vez que mi madre llamó la atendí por error, esperaba a Santiago. Cuando sentí su voz fue como una pedrada en el estómago. Sonaba diferente a la vez anterior, temblaba y me pedía que regresara. Me decía que mi cuarto vacío le dolía. Quise contestarle que estaba bien, que era feliz, pero en ese instante me asustó.
—¡Tienes que volver! O moriré.
—¿A qué te refieres? —le pregunté. Entonces su respuesta se volvió confusa. Me dijo algo de que las mujeres decentes no salían de noche, que me iba a perder como la tía. Le corté.
Quise sentir pena por ella, toda una vida escondida detrás de una ventana, cargando una red invisible de un metal pesadísimo que le limitaba los movimientos y que le cansaba los huesos. Pero no pude, no hay excusas para no vivir, me dije, no hay excusas para ser cobarde o robarle la juventud a los demás. No entendía a qué le tenía tanto miedo, qué era esa cosa silenciosa y violenta que siempre la acechaba y nos separaba.

La casa se la había prestado un amigo, estaba desocupada todo el año a no ser por los tres meses estivales en que su familia veraneaba. Habíamos ido en la primavera en medio de un veranillo.
La casita tenía puertas amplias que daban a un jardín salvaje con palmeras y pinos gigantes. Estaba tensa y pensé que sería por la novedad, porque por más enamorada que estaba, tenía dudas, cosas que daban vueltas en mi mente desde algún oscuro rincón. Cinco meses juntos y había creído que estaba lista para el siguiente paso, no había hecho más que desearlo y, sin embargo, de pronto me sentía acobardada.
Una bicicleta con manubrio oxidado le permitió a él regresar a la infancia y a mí imaginar cómo hubiera sido la mía. Al mediodía me colgué del manillar con mi vaquero desflecado, aquel que había recuperado de la basura, mientras Santiago seguía un camino zigzagueante que suponíamos terminaba en la playa. Todo con él era tan simple, tan divertido que la tarde pasó volando. Besos, caricias, carreras hasta la playa y al miedo original se lo llevó el viento.
Al regreso, el cielo se había vuelto negro, la tormenta amenazaba con atraparnos antes de llegar. Sentí una calma tensa, una expectación en el aire.
 Al dar la vuelta en un recodo, el horror regresó. Grité y caí hacia atrás. Santiago frenó la bicicleta de golpe, derrapando. Paralizada, vi la imponente silueta blanca acercarse sigilosamente a mi novio.
—No hace nada, es manso —me dijo, y cuando me enderecé y observé mejor, me sentí estúpida. Un perro inmenso, probablemente un fila blanco, nos movía la cola y babeaba mientras Santiago lo acariciaba.
Cuando llegamos, la lluvia nos chorreaba por la ropa y el cabello. Él me tomó la cintura y mi estómago hormigueo en forma inquietante. Cuando el primer rayo golpeó, nos besábamos intensamente en la sala. Santiago avanzó y yo se lo permití, le respondí cada beso subiendo la intensidad, enroscándome a él. Tras los rayos avanzamos en un trance imposible de deshacer, incapaces de detenernos. La estática y algo más poderoso recorrieron mi espalda y terminaron en mi sexo.
En un pasillo oscuro, la entrada de un edificio, algo gruñía. Una criatura subió por las escaleras, su figura pálida brillaba en la oscuridad. No parecía un león, sino un gato gigante, pálido y musculoso. La sangre manchaba sus fauces y sus patas dejaban huellas por donde pisaba. Él sabía que aún había tiempo para una muerte más.
Desperté del sueño agitada y busqué a Santiago, no sabía que el dolor y placer podían ir juntos, rodamos, caímos al suelo y nos abandonamos otra vez.
Al amanecer me desperté, sentía el sabor a hierro en la boca, el gusto de la sangre. La lluvia había cesado. El móvil de Santiago sonaba. Él estaba completamente dormido. De pronto vi sangre en las sábanas blancas que lo envolvían y tuve miedo.
—¡Santiago! —grité sacudiéndolo.
—¿Qué..? —me dijo con los ojos pegados de sueño. El alivio fue inmediato, miré intentando encontrar el origen. El teléfono continuaba sonando.
—¿Puedes atender? —me dijo desperezándose.
Aún buscaba alguna posible herida cuando la voz del otro lado me estremeció.
—¿Irena Gallier?
—Sí.
—Le hablo del departamento de policía, lamentablemente ha ocurrido un terrible incidente.
El miedo creció cuando Santiago se levantó y pude ver en su espalda marcas en forma de garras.
Me dijeron que venían investigado a un funcionario del zoo por la muerte de Pepe. Que el mismo tenía el perfil de un psicópata debido a su sadismo con los animales. Sospechaban que había utilizado a Raiju para asesinar.
Al parecer en la noche había vuelto a liberar al león, pero con un terrible desenlace para él. Acababan de encontrar el cadáver del cuidador, mutilado y devorado en algunas partes. Pero eso no era todo. El león había cruzado la calle en la madrugada y penetrado al edificio de enfrente. Mi padre, mudo, había visto al demonio de ojos rojos destrozar a mi madre sin misericordia y después, desaparecer.
Increíblemente, el león se había esfumado en medio de la ciudad, sin dejar rastro. ¿Era posible que un león blanco estuviera suelto en la ciudad? ¿Y que nadie lo hubiera visto todavía?
Sentí mi estómago nuevamente, pero no era dolor ni miedo, ¿qué era? Raiju, el espíritu blanco de ojos rojos que anidaba en mi ombligo estaba libre y sediento, ya no tenía ningún freno.
Alivio, sentí alivio. Sentí espanto.

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2 comentarios:

  1. Me encanta este cuento. Muy bien llevada la historia. El final inesperado. Un poquito apresurado, pero genial :)

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  2. Hola, Natalia, soy Noel Aguirre, me alegro de que te haya gustado. Coincido con eso del final, siempre me critican los finales apresurados :)

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