lunes, 5 de septiembre de 2016

"La paradoja Palestina" Por Daniel González Chaves

Daniel González Chaves nació en San José, Costa Rica, el 3 de noviembre de 1982. Estudió psicología en la Universidad Nacional y fue regidor del Concejo Municipal de Tibás en dos períodos; 2006-2010 y 2015-2016. Su primera novela “Un grito en las tinieblas; la vida de Zárate Arkham” fue publicada en 2010 por la EUNED, su segunda novela “Lágrimas de guerrera” vio la luz en 2013, en 2015 publicó la antología de relatos eróticos “Club 69” y en 2016 la novela infantil “Leonor; aventuras fantásticas”, estas últimas mediante la Editorial Clubdelibros. Ganador del segundo lugar del Certamen Brunca de Cuento en 2014 por su relato La casa del silencio y del primer lugar en el mismo en 2015 por La vida según Stephanie. Ha participado en las antologías Penumbras, Cyberpunk 205, Lunas en vez de sombras, La media cebolla y Te voy a recordar.

También podés bajarlo y leerlo en PDF desde el siguiente enlace:
https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpTTVOZlBRNS16U2s/view?usp=sharing

Rusia, 1905.
 Un ferrocarril de pasajeros recorría las brumosas estepas que conectaban Siberia con San Petersburgo, atravesando extensas e inhóspitas montañas nevadas rodeadas de inescrutables bosques muy tupidos. El día empezaba a sucumbir y ya casi se había ocultado completamente el sol, dejando sólo algunos rayos que se filtraban por las ventanas conforme fenecía la tarde.
         Mientras tanto, una pareja dispareja se encontraba sumida en una candente escena amorosa en el balcón trasero de un vagón. La disparidad era mayormente en edad pues, mientras la joven involucrada era una belleza veinteañera, el sujeto le llevaba bastantes años y no era demasiado agraciado. Ambos, sin embargo, vestían gruesas chaquetas de lana que los protegía del gélido clima.
 Pero, mientras el tipo le besaba el cuello embebido de placer y le acariciaba la cabellera, una mirada siniestra se mostró en el rostro de la muchacha y esta dijo:
         —Dios, perdóname por lo que voy a hacer…
 —¿Qué…? —preguntó el sujeto extrañado por la declaración, pero no tuvo tiempo de reaccionar. La muchacha extrajo una afilada navaja del bolsillo de su abrigo y se la enterró en el abdomen, para luego empujarlo —aún vivo— por la barda del ferrocarril.
 Peinándose y reacomodándose la ropa, la muchacha suspiró al observar su mano manchada de sangre, pero sabiendo que había cumplido con su deber.
 De pronto contempló una figura que la llenó de pavor. ¡Esa figura de nuevo!
 Estaba sobre el techo del vagón consecutivo y se trataba de un siniestro sujeto de más de dos metros, todo cubierto de pies a cabeza por ropajes propios del desierto africano. Los trapos blancos desgastados que usaba sobre los hombros se le extendían como una capa hacia atrás. Utilizaba un turbante que le envolvía la cabeza y le cubría el rostro dejándole sólo descubiertos los ojos. Por la piel de la cara y las manos que era visible se podía determinar que era de raza negra, y sobre su cuello colgaba un tótem de aspecto antropoide hecho de paja que sostenía con su mano derecha como un fetiche.
 ¿Pretendía asesinarla esa extraña figura?


Polonia, tres meses después.
 Una pareja de recién casados celebraba su unión. Terminada la boda en la sinagoga local, el joven matrimonio se adentró a la casa recién comprada. El muchacho, como era costumbre, cargó a su mujer de rostro dichoso por el umbral. Ella aún vestía un traje de novia blanco.
 En cuanto la colocó sobre el piso, se besaron.
 Sorpresivamente, la figura siniestra que se había posado sobre el vagón, saltó de entre las sombras para horror de la pareja. El extraño le rajó el cuello al hombre recién casado con un afilado cuchillo. La aterrada mujer profirió histéricos alaridos al ver a su marido desangrándose en el suelo y retrocedió hasta chocar de espaldas con una pared, mirando de frente al agresor. El homicida se le aproximó sórdidamente y le propinó varios cuchillazos en el estómago salpicando sangre y manchando su vestido de novia, para luego escapar por los tejados de las casas. No sin antes besar a su fetiche por la ayuda brindada. La pareja cuya noche de bodas no fue nunca consumada, fue encontrada muerta al día siguiente…


Irán, tiempo presente.
         —Debo decirle, Dr. Ammad, que el gobierno iraní se encuentra muy complacido con su éxito —me dijo el general Asrani, un tipo de aspecto tosco y robusto, de bigote tupido, que vestía el uniforme propio de un general de la República Islámica de Irán— aunque fuimos un poco escépticos al principio respecto a su teoría.  
         —Bueno —respondí— el que debe agradecerles el apoyo soy yo.   
En realidad no tenía mucha opción. Irán era el único país del mundo con suficientes fondos para financiar el proyecto y con un gobierno afín a la causa palestina.
         —Entonces —me preguntó Asrani—, ¿es seguro utilizar la máquina del tiempo?
         —Completamente —afirmé— ha sido ampliamente probada en animales y en humanos, aunque siempre en viajes cortos al pasado. Lo más lejano ha sido de dos ó tres días, y los sujetos han resultado ilesos.  
         —Entonces asumo que está usted listo.
 —Lo estoy.
 —¿Viajará a 1948 para impedir la fundación de Israel?
         —Esa era la motivación de mis superiores en la Brigada de Liberación Palestina, pero ciertamente que es una visión limitada. Si Israel no se funda en 1948 se fundará después porque el sionismo seguirá existiendo. Yo pienso ir a la raíz; evitar del todo el surgimiento del sionismo.
         —¿Cómo?
         —Asesinando a su padre previo a que le de vida; mataré a Theodor Herzl antes de que funde el sionismo.


Los preparativos se habían culminado. La mayor parte de la dirigencia de la BLP se encontraba congregada en los laboratorios científicos que Irán había condicionado para tal efecto. El grupo radical palestino socialista y secular tenía entre su dirigencia a viejos veteranos de varias guerras e intifadas, muchos de los cuales mostraban aún en sus cuerpos marcas de los enfrentamientos bélicos. La mayoría había vivido una vida agreste de violencia tanto la que infringían con numerosos atentados terroristas y secuestros, como la que sufrieron con la muerte de incontables familiares, amigos y camaradas.
Gracias a su naturaleza izquierdista y laica, en la dirigencia había algunas mujeres, también entradas en años. Todas, excepto Leila que era hermosa y atractiva. Musulmana moderada, vestía siempre una bonita pañoleta multicolor sobre su cabeza sin lograr disimular del todo su negra cabellera. Era delgada y de baja estatura, pero fiera como un demonio y había matado a muchas personas. Subió meteóricamente por los mandos jerárquicos de la BLP hasta colocarse en la dirigencia en tiempo récord, siendo aún una jovenzuela. Apoyó mi proyecto desde el principio y siempre creyó en mí.
Y sin duda necesitaba apoyo, pues mi hipótesis era ciertamente revolucionaria, aunque debo admitir que no era enteramente nueva. Diferentes naciones habían estado trabajando en el viaje en el tiempo. Se dice que ya desde 1943 tras el fallido Experimento Filadelfia, el ejército de Estados Unidos comenzó a investigar el tema. Los alemanes y los británicos habían avanzado un poco en el asunto, y se afirma también que los japoneses —como siempre— eran los que tenían mejores logros en el asunto. Los rusos y los chinos estaban en pañales respecto al tema.
Mientras estudiaba física cuántica en la Universidad de Moscú, fui visitado por un científico estadounidense que había pasado años en el exilio. El sujeto se veía inestable, paranoico y temeroso de su sombra. Me dijo que él sabía todo sobre el horrendo Experimento Filadelfia durante el cual el ejército estadounidense pretendió —o al menos eso dijeron— hacer invisible un enorme buque de guerra mediante la manipulación de campos electromagnéticos pero, en su lugar, transportaron al navío en el tiempo y el espacio haciéndolo atravesar 600 kilómetros en 15 minutos. Los marineros que lo tripulaban quedaron mórbidamente desfigurados y quemados, con partes del cuerpo evaporadas, otros se fusionaron con la estructura metálica y otros simplemente se esfumaron para siempre.  
Sin embargo, me dijo, él sabía que los estadounidenses habían logrado perfeccionar el proceso y realizaban experimentos terribles y toda clase de atrocidades en el Área 51 donde él trabajó y escapó horrorizado. Me dijo también que mi trabajo era brillante y que era el eslabón que les faltaba a los americanos, y luego me entregó todos sus documentos. Poco después el pobre hombre fue encontrado muerto en el río Neva tras un supuesto suicidio.  
Las notas de las cuales el científico prófugo me hizo depositario hicieron avanzar mi trabajo varias décadas, pero era evidente que, en efecto, a los yankis les faltaba uno ó dos detalles para lograr un certero desplazamiento en el tiempo. No bastaba con doblar el espacio-tiempo mediante un campo electromagnético, ni con crear un agujero negro artificial de medianas dimensiones, era necesario producir suficientes gravitones para hacer un agujero de gusano. Era necesario volver “tangibles” a los neutrinos, pero no ahondaré en extensas teorías y divagaciones científicas, digamos solamente que yo conocía la clave que los americanos no tenían.
Y ya que desde mi adolescencia, tras la muerte de mis padres en un bombardeo a Gaza, me uní a la Brigada de Liberación Palestina, enrolado por un viejo coronel que se convirtió en mi segundo padre mientras me predicaba sobre la Causa en el miserable campo de refugiados en Jordania donde terminé, rodeado por la pestilencia del hacinamiento, careciendo de lo elemental y en las condiciones más paupérrimas y deplorables, y embargado por la ira más profunda, decidí poner en práctica un plan muy atrevido.
No ahondaré tampoco en mi labor como miembro de la organización radical a la que pertenecí ni de los diferentes actos clasificados como terroristas por israelíes y estadounidenses que cometí, simplemente les diré que mi capacidad intelectual fue siempre muy superior y que mi propio tutor, el Coronel, me pidió que dejara de lado la labor de campo y me concentrara en estudiar física, química nuclear y otras disciplinas científicas con fines naturalmente bélicos.
Aprendí rápidamente a hacer bombas atómicas de poder contar con el material nuclear necesario pero ¿de que serviría? Ciertamente era un ciclo de violencia interminable. No había forma de tener una victoria contundente de parte de ninguno de los dos bandos… a menos que…
Así, me concentré en el estudio de la física teórica. Me adentré en la relatividad de Einstein, en la gravedad cuántica, en la teoría de las cuerdas, etc. Desarrollé mi teoría que eventualmente cayó en manos del misterioso científico que escapaba de oscuras fuerzas totalitarias y que me dio las claves para el éxito, y así se lo comuniqué a mi tutor y a sus colegas en la dirigencia. La mejor y única forma certera de terminar el conflicto; evitando que surgiera.
El único país con la capacidad logística y económica de emprender el proyecto y que fuera nuestro aliado era Irán. Estados Unidos se lo sospechaba, pues dudo que su insistencia de presionar a Irán para que deje de lado sus programas nucleares y por realizar inspecciones responda sólo a una motivación convencional. No, los americanos sospechan en lo que estamos, así que el tiempo apremia.


Leila me besó en la mejilla para despedirse.
         —Que Alá te acompañe y te guíe.
         —Ishalá –respondí. Había orado muchas veces y confiaba en Dios, pero las palabras de Leila resultaban también reconfortantes.
Me coloqué dentro de la máquina del tiempo; una estructura esférica rodeada por enormes anillos giratorios, en ese momento estáticos, que estaba suspendida por enormes cables sobre el suelo. Estaba vestido como un hombre de la época a la que iba y con una buena cantidad del dinero que estaría en vigencia en aquel momento.
Desde la consola de controles protegidos por un vidrio especial y por gafas oscuras, se encontraba el equipo de técnicos y científicos, mayormente iraní, controlando el procedimiento, y a su lado estaba Leila, algunos oficiales iraníes y la mayor parte de la dirigencia jerárquica de la BLP, salvo mi querido tutor, el Coronel, muerto por fuego de morteros algunos meses atrás. Pero, si me misión tenía éxito, él no habría muerto, ni tampoco mis padres ni millones de personas diferentes.  
         —Salam —dijo Leila desde ese lugar despidiéndose de mí.
El equipo inició el proceso. Enormes cantidades de energía electromagnética comenzaron a ser producidos por uranio enriquecido, suficiente material radioactivo como para iluminar una ciudad por años ó borrarla del mapa, y luego comenzaron a girar los anillos. En cuestión de segundos el proceso culminó y mi cuerpo entero fue separado en millones de partículas subatómicas conocidas como taquiones viajando más rápido que la luz, atravesando el Cosmos mediante un agujero de gusano artificial, retrocediendo en el tiempo como haría todo aquello que supere la velocidad de la luz y, finalmente, reapareciendo en las coordenadas especificadas tanto de tiempo como de espacio: Budapest, Hungría, en 1870.


Reaparecí desorientado y sintiéndome aturdido, pero ileso, en las afueras de Budapest. Nuestros expertos supusieron que la mejor hora sería en la madrugada y el mejor lugar en las afueras para que mi súbita aparición no llamara la atención. El proceso no podía calcular exactamente el lugar ó la hora, pero fue bastante acertado y me conformé con no haber reaparecido fusionado en una pared (que era una posibilidad).  
         —¡Ya voy! ¡Ya voy! –refunfuñaba el viejo y regordete posadero húngaro mientras bajaba las escaleras pesadamente y con una abrigo medio carcomido sobre su pijama para atender el llamado insistente que hacía yo a la puerta.
—Buenas noches —dije en alemán, uno de los idiomas más comunes en la Hungría de la época, que pertenecía al Imperio austriaco, y lengua que domino perfectamente—. Disculpe mi impertinencia pero me urge una habitación.
—¿A estas horas? —se preguntó intrigado por el extranjero misterioso y salido de la nada a una hora en que ni trenes ni carruaje recorrían los trayectos locales—. ¿Es usted gitano? ¿Turco? —preguntó, observando desconfiado mi tez morena y mis rasgos faciales.  
—Palestino —respondí—. No sé cuanto cueste una habitación, pero tengo dinero —dije, mostrándole un fajo de billetes que le iluminó el rostro con gesto ávido y codicioso. Sin mayor trámite me alojó en su hostal.  
En la mañana, tras las oraciones matutinas prescritas a todo musulmán, me dirigí hacia el centro de Budapest en un caballo que le compré al hostelero. Para mis parámetros modernos, donde una concurrida metrópoli sería un ruidoso y caótico vergel urbano de millones de personas, la Budapest de 1870 parecía tranquila y apacible, aunque fuera una de las grandes capitales europeas de la época.  
En una de las escuelas del lugar estudiaba el niño Herzl, de diez años, recién transferido de una escuela exclusivamente judía a una mixta. El muchacho, flacucho y de anteojos, se encontraba leyendo y no se percataba de mi presencia parapetado tras uno de los árboles de los jardines que rodeaban el gris centro educativo.
Su lectura fue interrumpida súbitamente por un grupo de muchachos que le hablaron en húngaro, por lo que no entendí lo que le decían, pero su lenguaje corporal y la reacción del infante denotaban que eran insultos. Minutos después le propinaron una golpiza hasta dejarlo tendido sobre el suelo y sangrando por la boca y la nariz. Algo me movió a intervenir y salí de mi escondite gritando improperios que ahuyentaron a los agresores.  
—¿Te encuentras bien? —le dije, una vez que se hubieran alejado sus compañeros. Sabía que él hablaba alemán porque su familia pertenecía a la minoría germanoparlante húngara.  
—Sí, sí. Gracias. ¿Quién es usted?
—Eh… me llamó Ammad. Soy… un científico.
—Gracias por ayudarme. Mi nombre es Theodor —y empezó a quejarse de lo mal que lo trataban los demás por ser, además de judío, estudioso y de una familia burguesa.  
Me estremecí. El chico que debía asesinar era tan sólo un muchacho asustado. Mi determinación flaqueó. ¿Me perdonaría Dios por matar a este niño? Preparé mi arma —un revólver calibre .38 del siglo XXI con silenciador— con la cual ultimaría al muchacho sin ninguna dificultad. Después de hacerlo, activaría un dispositivo similar a un reloj de pulsera que emitiría una nueva señal de taquiones devolviéndome, teóricamente, a mi tiempo.  
Preparé la pistola. Estaba cargada y lista para matar…la sostuve en mis manos debajo de mi chaqueta y le apunté al niño.  
—¡Theodor! —llamó una voz femenina y me espanté. Escondí de nuevo el arma y suspiré. Supuse que se trataba de la madre del menor acercándosenos.   
—¡Aquí estoy! —respondió Theodor y poco después se nos unió una muchacha de unos veinte años, de cabello negro rizado, piel blanca y nariz aguileña. No podía ser la madre del niño, pues usaba una cruz sobre su blusa de seda que hacía juego con las largas faldas de la época—. Ella es mi profesora, la Srta. Rivaldi —presentó el chico—, él es el Sr. Ammad, un científico.
—Mucho gusto –afirmé y estreché la mano de la educadora hipnotizado por su espléndida belleza y su abrumadora simpatía.  
—El gusto es mío —dijo ella sonriente— Carolina Rivaldi para servirle.
—¿Italiana?
—Algo así. Bueno, es hora de regresar a clases, con su permiso —dijo, y se alejó de mí tomando al inocente Theodor de la mano izquierda. El niño se despidió con un infantil gesto de su mano derecha, perdiéndose ambos dentro de las entrañas de la escuela. 


Había perdido una oportunidad de oro por la interrupción de Carolina, sin embargo se lo perdoné por su belleza. Apechugué por el percance y me dediqué a planificar como darle muerte a Herzl.
Para ello me fue necesario merodear por los linderos de la escuela esperando furtivamente a que saliera de clases. Pensaba dispararle mientras se dirigiera a su hogar…
La salida se dio. Los muchachos comenzaron a desalojar las aulas corriendo desde el interior del edificio, todos mostrando rostros festivos y de alivio por el término de la jornada. Todos, excepto Herzl, que estaba ensimismado y meditabundo, como siempre. Mientras bajaba las escaleras, uno de sus compañeros le dio un empujón que hizo que todas sus pertenencias —cuadernos, libros, lápices, etc.— cayeran al suelo y se desparramaran por las gradas, causando un caos de hojas de papel.
Mientras recogía sus pertenencias, toqué la culata de mi pistola preparado para perpetrar el infanticidio.  
—¿Qué hace siguiendo a Theodor? —me preguntó Carolina, sobresaltándome. De alguna manera había procurado acercárseme silenciosamente y me sorprendió hablando a mis espaldas. Nuevamente, desistí de mi plan homicida.  
—¿Eh…? ¿Perdón? –dije desconcertado. Ella estaba detrás de mí con rostro suspicaz. Pensé que era una mujer muy lista que se percató de que yo estaba tramando algo—. No, no lo estoy siguiendo… bueno… Verá… yo… me conmoví por la forma en que lo trataban sus compañeros y… pues intento protegerlo. Sé que él no es nada mío pero… me recuerda a mi mismo a su edad.  
—¿Usted es judío?
—Árabe –respondí.
—¡Ah! ¡Entiendo! Los árabes y los judíos son primos. Los hijos de Isaac e Ismael, y descendientes de Abraham. Eso explica porqué se siente cercano al muchacho.
—Correcto.  
—Me parece muy dulce de su parte —dijo sonriente y acariciándome el brazo derecho— ¿Desea acompañarme por un café?
No podía decir que no.  


Conversamos durante horas en una de las cafeterías de Budapest. El café de ese tiempo sabía muy diferente al café químicamente tratado del mío. La conversación fue realmente agradable y la tarde murió dando paso a la noche. Aún guardaba en mi mente el sentido del deber y la obligación de asesinar a Herzl, pero pensé que el muchacho podía morir mañana.  
—He pasado una velada maravillosa —me dijo sonriente cuando el café hacia rato se había acabado y los clientes del local casi se habían ido todos a sus casas—. ¿Desearía ir a tomarse una copa conmigo?
—Los musulmanes no bebemos licor.
—Cierto —dijo.
—¿Usted es católica?
—Sí. Pero no soy fanática. Judíos, cristianos y musulmanes somos hermanos que adoramos al mismo Dios ¿no le parece?
—Por supuesto. Es una lástima que a veces no podamos llevarnos bien.
Acompañé a Carolina hasta su casa, un humilde apartamento que alquilaba a una anciana pareja de alemanes. Recordé que estaba cerca de la casa de los Herzl pues, como parte de mi preparación, había recorrido cada tramo donde vivió Herzl de niño para familiarizarme con su ambiente. Claro, esto lo hice en el siglo XXI, pero esa área particular no había cambiado demasiado.
Entonces pensé que lo mejor era matarlo mientras dormía; entrar a la casa y dispararle en su cama. En cuanto me separara de Carolina me dirigiría  a la residencia Herzl a perpetrar mi crimen. Interrumpiendo mis sórdidos pensamientos, Carolina se me aproximó y me besó en los labios.
Aunque en circunstancias normales sería mucho más recatado en estos asuntos por mi religión, debo decir que me encontraba abrumado por la extraordinaria belleza y la personalidad carismática de Carolina. Correspondí sus besos con fervor en la durmiente ciudad húngara y recorrimos lentamente cada tramo entre la entrada y las escaleras hasta su habitación sumidos en una embriagante pasión.
Mientras le besaba el cuello, Carolina abrió la puerta de su habitación y encendió la canfinera llenando el aposento de luz.   
Y tras cerrar la puerta sobrevino la sorpresa.  
Debajo de la cama emergió un negro cubierto por un turbante y diversos trapos, extrajo un cuchillo y se me abalanzó. Yo reaccioné de inmediato tocando la culata de mi pistola pero fui demasiado lento, el negro clavó la hoja de su cuchilla en mi hombro derecho. La herida habría sido mortal de no ser porque Carolina me empujó desviando así el objetivo del africano —mi corazón— tras lo cual, y para incrementar mi sorpresa, ella desenfundó de entre sus ropas una colt semiautomática calibre .45 con silenciador con la cual disparó tres tiros hiriendo de muerte al extraño sujeto.
Mientras se desangraba en el suelo y presa de movimientos espasmódicos, el negro tomó el fetiche totémico que colgaba de su cuello, se liberó el rostro del turbante que lo cubría mostrando la tez característica de un nativo del continente negro, y besó el objeto que representaba a su dios antes de expirar.
Inmediatamente comencé a sentirme enfermo, como poseído por una fiebre intensa.  
—¿Qué… que está pasando aquí? —pregunté a punto de desfallecer. Carolina me ayudó a sentarme en la maltrecha cama donde dormía.
—¡Ammad! ¡Ammad! –sollozó Carolina— ¿no lo entiendes? Él era un maasai. Son una aguerrida tribu de cazadores africanos que viven en Kenia. Fue en sus tierras donde se fundó el primer estado judío del mundo después de que los británicos les ofrecieron lo que entonces era Uganda.  
—No… no… Uganda fue rechazada como propuesta en un congreso sionista de 1905…
ñ—No. No originalmente, al menos. Tras la creación del estado judío en Uganda hubo un sangriento conflicto con los maasai. Estos consiguieron la tecnología para viajar en el tiempo y enviaron a este asesino a que matara a todos los líderes sionistas que con su carisma e inteligencia convencieron a la mayoría de acoger la propuesta de Uganda en el Séptimo Congreso Sionista de 1905. Sus nombres no vienen al caso porque se perdieron para siempre en la historia. Lo sé porque el me lo contó todo una vez que coincidimos de pura casualidad en un tren. Una de sus víctimas viajaba en el mismo tren donde viajaba la mía. Pensé que me mataría pero no, él estaba tan sorprendido como yo de toparse con otro viajero en el tiempo.
—¿Y… quien eres tú?
—Carolina Rivaldi. No te mentí con mi nombre. Soy argentina. Después de que la propuesta de Uganda fue rechazada (gracias a la alteración en la historia producida por los ugandeses) un intelectual judío convenció a la mayoría del Congreso de elegir Argentina como lugar para crear el Estado de Israel. Yo crecí en un campo de refugiados argentinos en Costa Rica y mis padres murieron en una de las muchas guerras y enfrentamientos bélicos entre israelíes y latinos de Sudamérica. Por fortuna, el Vaticano nos apoyó y mediante su financiamiento logramos conseguir una máquina del tiempo y esta vez me tocó a mi asesinar a ese intelectual cuya identidad es irrelevante pues su paso por la historia quedó eternamente frustrado por mí.
—Pero entonces… ¿Por qué me quería matar el maasai?
—Supongo que por una razón similar a la mía. Viajamos de 1905 a esta época, 1870, para proteger a Herzl y salvarle la vida. Herzl es el principal promotor del sionismo en Palestina. Mi deber era matarte pero… sinceramente… no pude.  
—Pero… ¿por qué? ¿Por qué proteger a Herzl?
         —Porque entonces todo volverá a empezar. Algún nuevo pensador surgirá y promoverá Argentina ó Uganda ó quien sabe donde y el ciclo se repetirá de nuevo. Esta no es la primera vez que todo esto sucede.
         —¿Por qué me siento tan enfermo?
         —El cuchillo del maasai está envenenado. Es un veneno mortal e incurable. Lo siento.
—¿Cuánto me queda?
—Unas ocho horas.
Y así me dispuse a escribir esta memoria de mi travesía por el tiempo y de su trágico resultado. Un mismo ciclo, interminable y eterno, que se perpetúa a través del tiempo.  


Francia, 1894
Ammad había fallado. ¡Mi querido Ammad! Nunca sabremos que le pasó. Pero no nos rendiríamos tan fácilmente. Mis superiores me decían; “¡Leila! Este no es trabajo para una mujer” pero yo sabía que sí. Era perfecto, de hecho.
Allí se encontraba Herzl. Un periodista cubriendo el sonado caso Dreyfus en donde un infortunado judío fue acusado de traición y sentenciado a la Isla del Diablo. Herzl lucía ya su larga y negra barba que lo caracterizaba. Los frecuentes linchamientos de judíos en Rusia proseguían incólumes alentados por un Zar antisemita, y las autoridades francesas procesaban al judío Dreyfus injustamente. Todo esto enfurecería el corazón de Herzl quien estaba a punto de comenzar sus prédicas sionistas.
Pero yo podría evitarlo. ¡A toda costa! Mi misión era matar a Herzl, pasara lo que pasara.   
—Un caso polémico ¿verdad? —me preguntó una simpática muchacha que tenía un gafete colgando de su cuello que la identificaba como periodista.
—Sí, bastante.  
—Mucho gusto —dijo, ofreciéndome su mano para estrecharla— me llamo Carolina.





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