martes, 26 de julio de 2016

El mundo en tinieblas Por Eric Haym Fielitz

Eric Haym Fielitz (Montevideo, 1966). Escribe cuentos y relatos desde los 16 años.  Ha publicado en “Antología del Relato Corto Uruguayo” de 1998; fue finalista en 2013 del concurso de cuentos “Hislibris”, publicado en “El Monje y la Pulga y otros relatos”, editado por Evohé en España; y en 2016 en el blog “El Blog Onanista” y en la revista Nictofilia de Perú.

También podés bajarlo y leerlo en PDF desde:
https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpRm5mcmJLMFdJZGs/view?usp=sharing

Ramiro Vargas era un escritor maldito. O un maldito escritor, vaya uno a saber. Le vi dos veces en mi vida, por lo que soy una rara excepción entre sus seguidores. Quizás la primera vez haya sido la más memorable.
Me encontraba haciendo una fila frente a una ventanilla de pago en el atrio de la municipalidad, para abonar alguna cuenta. Distraído, me fijé en la persona que estaba detrás de mí. Era un tipo alto, de cara redonda y ojos saltones, con el cabello peinado a la gomina. Reconocí su rostro por la foto en la solapa de un libro que no hacía mucho tiempo había leído con atención.
–Usted es Ramiro Vargas, ¿verdad? -le saludé.
Vargas se sorprendió. En aquellos tiempos nadie le conocía, salvo un muy pequeño grupo de lectores que le tenían como uno de sus preferidos, un autor de culto de un sub género literario muy menospreciado.
–Leí su novela “En la puerta del infierno”. Me gustó mucho…
Ya no recuerdo cómo conseguí aquel libro, pero no pude apartar los ojos de sus páginas hasta haber concluido la lectura. Si bien la trama era un poco enredada, el manejo del idioma para describir escenas terroríficas me pareció de una exquisitez superior. Ahí lo tenía al autor, descubierto en su anonimato, que me sonreía sin saber qué hacer. Se ruborizó un poco y agradeció el elogio con una inclinación de cabeza.
Luego de esto, durante algunos años no volví a saber nada de él. Hasta que la casualidad quiso que un conocido me invitara a la presentación de otro libro de Vargas, la que sería su última novela.
Recuerdo que esa noche hacía frio y llovía a mares. Unos cincuenta seguidores se reunieron en la pequeña sala adjunta al Café del Centro, un lugar donde era habitual encontrar a cualquier hora del día y en especial de la noche a los más diversos artistas de la ciudad, escritores, pintores, poetas. La ocasión era especial por partida doble, ya que no solo era la presentación en sociedad del último opus de Vargas, sino que sus lectores más fanáticos, con quienes él mantenía un contacto exclusivamente epistolar, podrían verlo en persona. Esta, por lo que supe, era una de las características más sobresalientes de su personalidad, la de tener una fobia casi paralizante a mantener contactos con desconocidos. Cuando lo supe, recordé su rostro nervioso y fuera de contexto en el atrio municipal.
Y ahí estaba el hombre, sentado en el borde de su silla, mirando por encima del pequeño auditorio con una expresión nerviosa. Parecía un niño grande, envejecido con premura. Su cabello ahora era del color de la plata y un par de arrugas surcaban su rostro. Su traje color crema estaba muy estropeado, como si hubiera dormido muchas siestas con el saco puesto. Y la corbata oscura bailaba sobre su camisa.
Junto a él estaba el editor, un tipo bajito, de pelo blanco, anteojos y una barbita bien cuidada que hacía recordar a una marca de pollos fritos de Kentucky, nervioso y vivaracho, quien poseía una marcada inclinación por los adjetivos y la grandilocuencia. Sin embargo, su descripción del libro y la presentación del autor fueron muy acertadas, aunque al auditorio no pareciera importarle demasiado lo que el editor estaba diciendo.
En realidad, todos estábamos pendientes de Vargas. Cuando al final hizo uso de la palabra, casi no la usó. Con un hilo de voz muy aguda y pasando su lengua sobre los labios resecos, Vargas explicó que ese libro lo había escrito casi sin pensar, como si un espíritu maligno se lo estuviera dictando. Dijo, entre suspiros, que casi no había nada propio en esas páginas y que se disculpaba si alguien por eso se desilusionaba. También deslizó, como al pasar, algo que me llamó mucho la atención: que por primera vez en su vida no había escrito una ficción. Fue una mención oblicua, pero la recordé bien en los siguientes meses y la tengo muy presente ahora, que escribo estas líneas al borde de la locura colectiva.
Al final de la velada, adquirí “El mundo en tinieblas” e intenté conseguir un autógrafo. Pero Vargas se había desvanecido. Con mucha habilidad, y supongo que con la ayuda del editor y del dueño del local, logró escabullirse de su público antes que le diera un ataque de pánico.
El libro no era muy largo. No superaba las ciento noventa páginas. En la tapa, a modo de ilustración, había un mapa antiguo del norte de España y la costa francesa hasta el borde del sur de Inglaterra, sin mar. En la contratapa, Vargas miraba al lector con una rara expresión, como disculpándose por el libro que tenía entre manos.
Desde las primeras líneas, Vargas lograba meter al lector en su mundo de locura y muerte con la sutileza y elegancia que pocas veces se perciben en este género. Se trasladó al norte europeo para lanzar su maldición.
“Soeren encontró la botella con la nota en la playa. El mar la había depositado ahí. Hacía frío, pero no tanto como para dejar de salir a caminar por el antiguo estacionamiento del supermercado. Cuando era chico, el agua traspasó las barreras de contención que su padre y otras personas habían construido en la emergencia, y se tragó casi todo el pueblo. Mucha gente murió, otra tanta escapó. La familia de Soeren se quedó. No tenía intención de moverse de su casa, en la colina más alta del pueblo. El agua se detuvo a algo menos de doscientos metros de la puerta trasera. Ahora, luego de algunos años, Soeren mezclaba recuerdos con fantasías, amplificadas por el tiempo que había transcurrido. ¿Cuándo fue que supo que la gente podía cruzar desde Inglaterra al continente a pie? ¿Fue antes de su décimo cumpleaños cuando un iceberg chocó con el campanario de la iglesia? Ya no lo sabía con precisión…”
La botella que Soeren encontró contenía un mensaje, escrito a miles de kilómetros y fechado hacía casi diez años. El mundo, en la novela, había cambiado luego de una catástrofe que nadie logró prevenir: el planeta se había detenido. Sin movimiento de rotación, el clima comenzó a cambiar en forma drástica, la cadena de fabricación de alimentos se alteró y el mar se retiró del centro y comenzó a acumularse en los polos.
La vida, desde entonces, era lenta. Morían más personas que aquellas que nacían. El aislamiento no era, en algunos casos, absoluto, ya que algunos caminos internos se mantenían abiertos, pero se vivía con la extraña sensación de estar solos en el mundo. Los países habían colapsado, las comunicaciones se habían interrumpido, los satélites se apagaron. La pesca era escasa y los pocos animales que poseían las granjas y que proporcionaban alimento eran cuidados como joyas de la corona. Hacía años que Soeren y los suyos dejaron de preocuparse que la radio no transmitiera sonido alguno, que la televisión y las computadoras estuvieran apagadas y que nadie llamara más al teléfono celular.
Una botella, encontrada al azar en una playa de cemento, con un papel garabateado en el interior, era todo un acontecimiento, de esas cosas que solo suceden una vez en la vida. Pero ese mensaje sin firma transmitía terror y tanto Soeren como los pocos habitantes de su pueblo aislado entendieron desde el principio que sus vidas estaban condenadas.
Había sido escrito a las apuradas, hacía ya muchos años. El anónimo cronista resumió en pocas líneas el terror que se apoderó de la tripulación y los pasajeros de un barco de turistas que cruzaba el Atlántico. Habían zarpado desde Inglaterra hacía varios días y la noticia les alcanzó en alta mar. Pronto los teléfonos dejaron de funcionar y el sistema de radar enloqueció. Si bien seguían avanzando, parecía como si siempre estuvieran en el mismo punto. Pasaron los días y las semanas. El nivel del mar comenzó a bajar y un nuevo terror se apoderó de todos: la comida se acabó. No hubo forma de contener a la gente. El desesperado viajero describió con endemoniada fidelidad las espeluznantes consecuencias de la hambruna, la locura colectiva, los límites culturales que se borran en un abrir y cerrar de ojos, la supresión de toda noción de orden, respeto, autoridad. La anarquía llevada a extremos monstruosos.
Una locura colectiva se apoderó de ese mundo separado del resto. En una carrera desesperada por los pasillos del transatlántico, el cronista creyó ver, al final de una escalera que llevaba a la terraza superior, a alguien que no era de este mundo, un espíritu oscuro, maligno, surgido de los abismos de la mente y del espíritu, del miedo más profundo y puro que el ser humano puede concebir. Ese ser, por el lapso de un instante, le miró directo a los ojos y sonrió.
“He visto el rostro de la Muerte. He cruzado este barco de un extremo al otro, escapando a la fatalidad, a los dientes y los cuchillos. He visto cómo se mutilan, se violan, se comen entre sí, sin mostrar dolor, arrepentimiento o tan solo asco. Mientras escribo estas líneas, han logrado tirar abajo la puerta que nos separa. Soy el último que ha mantenido la cordura a pesar del hambre y la sed. Voy a meter este rollo de papel dentro de una botella, la sellaré y la tiraré al agua, para que la marea la lleve a algún lado antes que las aguas bajen tanto que quede varada en medio de la nada. Ya vienen, les oigo gritar y romper todo a su paso. No son zombis, no son vampiros, no son monstruos. Son personas normales. Y tienen hambre…”
Soeren comprendió que ese mensaje estaba anunciando la llegada inminente de ese espíritu maligno, que tardó años enteros en diseminar su semilla de destrucción por todos lados y que ahora estaba infectando aquellos rincones que habían quedado aislados. No había forma de escapar. Nadie sobrevivió.
La densidad del relato, lo vívido de las imágenes terribles que saltaban del barco a varios puntos del planeta para narrar la misma destrucción, muerte y terror y el desenlace fatal del que nadie pudo sustraerse, hicieron que al tener en mis manos ese libro, supiera que Vargas había buceado en lo más profundo y asqueroso del alma humana, logrando plasmar ese horror con palabras que podían salir del papel, tomarte con sus garras de la garganta y apretar hasta asfixiarte.
Aquella noche de la presentación de su libro, Vargas se suicidó. Con el mismo sigilo con el que había vivido, decidió marcharse. Lo descubrieron luego de muchos días, cuando el hedor que provenía de su habitación en la pensión donde vivía, se hizo insoportable. Pero quizás lo llamativo del caso no fuera la muerte misma del escritor, sino la circunstancia que la rodeaba. Cuando los bomberos tiraron abajo la puerta, encontraron el cuerpo de Vargas sentado en una silla, tieso, con los ojos bien abiertos mirando sin ver un punto fijo en la pared. Se había abierto las venas de la muñeca izquierda. Vestía igual que en la presentación de su libro. Pero lo extraordinario del asunto, lo que nadie pudo explicar, era que no había nada más en la habitación. La cama, el ropero, la ropa, la cocina portátil, los libros, todo había desaparecido.
Una habitación desnuda, un escritor muerto, un libro extraño y espeluznante.
Luego de haber leído ese maldito libro y de haber asistido, más por curiosidad que por genuina compasión, al entierro de Vargas y de haberme enterado en esos corrillos de las muy extrañas circunstancias de su muerte, las cosas comenzaron a cambiar.
Al principio, nadie se dio cuenta. Quizás quienes sí se enteraron, no quisieron difundir la noticia para no causar un pánico anticipado. Pero pronto no hubo manera de ocultarlo. El planeta se estaba deteniendo. La rotación que tenía desde hacía miles de millones de años, y que permitía el equilibrio de la vida, había llegado a su fin. Y con ello, están surgiendo esos monstruos que con tanta precisión describe Vargas en su novela. Llegué a discutirlo con un amigo, en medio de la calle y de una multitud que tomaba por asalto supermercados y almacenes. Vargas tenía razón, le grité sin que el otro lograra entenderme.
Ignoro qué maldito espíritu logró despertar el escritor. Pero alguien con un poder oscuro e infinito ha abierto las puertas del infierno y los demonios comienzan a corretear por el mundo. Aquellas escenas de la ficción son hoy parte del diario vivir. Nos hemos asomado a un abismo profundo, hemos perdido el equilibrio y estamos cayendo.
Hoy también le vi. Una figura humana pero de otro mundo, maligna, perversa. Por un instante me miró fijo a los ojos. Desde la distancia pude percibir su maldad. Me he encerrado en mi casa. Las puertas pronto serán derribadas. Ellos también vendrán. No son vampiros y zombis. Son personas normales. Pero tienen hambre.
***000***




1 comentario: